Con el ruido de los disparos resonando en su cabeza, Peg dejó de mirar la alfombra y volvió los ojos hacia el pasillo.
¡Jenny!
¡Jenny estaba allí!
Se dejó caer de rodillas y se arrastró hasta la mesita del café. Asiendo el borde del mueble, intentó incorporarse. Finalmente, se levantó. Se tambaleó un poco, mareada todavía por el golpe en la cabeza. Hank, al oír el alboroto del pasillo, la había golpeado con la botella de cerveza para impedir que corriese hacia allá. Peg tropezó con la botella y trastabilló hacia el pasillo.
Una nube de humo flotaba sobre los cuerpos, arremolinándose en la corriente de aire, mientras Jenny iba del cuerpo de Hank al de Fielding. Peg contempló el cuerpo de su esposo. Su cabeza… Desvió rápidamente los ojos y divisó la hoja diminuta y brillante en la mano de Jenny.
—Ven aquí —le pidió Jenny—. Pero no pises la sangre.
—¡Jenny!
—Tenemos que irnos —continuó la chiquilla.
Apretó los dedos de Fielding en torno al revólver.
Peg la contemplaba, como atontada y confusa. Jenny estaba manchada de sangre, y había sangre en sus cabellos y también en su blusa.
—¿Estás… estás herida?
—No me han tocado —respondió la niña—. Pero yo sí. Caramba, cómo les toqué… Si no estuviese manchada de sangre habríamos podido decir que éramos inocentes.
—¿Y qué vamos a…?
—Tenemos que largarnos. Vamos, por la puerta de atrás.
Peg siguió a su hija a la cocina. En el fregadero, Jenny dejó correr el agua y se lavó las manos.
—Tenemos que darnos prisa —la apremió Peg.
—No llegarán antes de cinco minutos, de manera que todavía nos quedan dos.
Jenny se secó las manos en una servilleta de papel y se la metió en el bolsillo.
Estupefacta, Peg vio cómo Jenny se dirigía al cajón de los cubiertos y lo abría como por casualidad, de la misma manera que si estuviera disponiendo la mesa para la cena. Cogió cuatro cuchillos de trinchar carne.
—¿Para qué los quieres?
—Por si las moscas…
Sonó el timbre de la puerta y aquel sonido puso un nudo en el estómago de Peg. Jenny corrió a la puerta de la cocina, la abrió silenciosamente y señaló hacia fuera. Peg salió al porche trasero. Jenny cerró quedamente la puerta y miró a través de la vidriera. El patio estaba desierto. Peg siguió a su hija, cerrando la mampara a sus espaldas.
Después, atravesaron el patio a toda velocidad hacia el cobertizo de las herramientas, y siguieron corriendo, dejándolo atrás. Jenny se detuvo y se apoyó contra la pared posterior.
—¿Adónde iremos? —preguntó Peg.
Por un momento, pensó que era muy extraño que tuviese que confiar en su hija de doce años. Pero la niña parecía saber lo que hacía. Siempre había demostrado un gran sentido común y mucho nervio, se dijo Peg.
—¿A casa de Phillips? —sugirió Jenny.
Peg la miró fijamente.
—¿Qué quieres decir?
—Hank dijo…
—Sé lo que dijo y no es verdad.
—Vamos, mamita. No soy ningún bebé. Sé que has estado viéndote con alguien.
—Basta ya.
—Si no es Phillips, ¿quién es?
—No te interesa saberlo.
—Oye, necesitamos ayuda. No podemos ir por las calles… Necesitamos ocultarnos en un coche, sea de quien sea. ¿Sabes cómo se hace un puente en el arranque del coche?
—Claro que no.
—Yo tampoco. Lo he leído en los libros, pero no sé hacerlo. Lo intenté un par de veces con el coche de Hank, pero no sé… no lo acierto nunca. Creo que será mejor probar con Phillips.
—¿Y John? Vendrá y…
—Y verá los coches de la policía y seguirá su camino. Mira, coge esto. —Jenny le dio dos cuchillos a su madre—. Escóndelos.
Peg vio cómo Jenny se subía una pernera del pantalón y metía un cuchillo en el calcetín. El otro se lo guardó en el bolsillo de la cadera, por el mango.
Peg llevaba un vestido sin mangas, sujeto por un cinturón. Calzaba unas sandalias. Meneó la cabeza.
—¿Dónde los escondo?
—¿Llevas puestas las bragas?
—Claro.
Jenny le palmeó las caderas.
—Póntelos a los lados.
Peg se levantó el vestido y deslizó un cuchillo dentro y a cada lado de sus bragas de nilón. Las hojas resultaban frías sobre la piel. Ajustó los cuchillos hasta que no notó ya sus agudos y aserrados filos.
—Ya está —dijo.
—Y ahora vamos a casa de Phillips.
—¡Jenny!
—Mamá, nos llevarán a los Árboles…
—Pero…
—¿Quieres que nos pillen los krulls? Dios mío, ya sabes lo que nos harían…
—Eso son rumores —musitó Peg.
—Pues yo los creo. Si Phillips te quiere, nos ayudará. ¡Vamos!
Jenny se apartó de la pared del cobertizo y corrió hacia la cancela. La abrió unos centímetros. Atisbó por la abertura, abrió un poco más la puerta y se asomó. Tras mirar en ambas direcciones, volvió los ojos hacia Peg.
—El callejón está desierto —susurró.
Peg la siguió a través de la cancela. Llegaron al oscuro callejón y se protegieron tras un poste de teléfono.
—¿Dónde está su casa? —preguntó Jenny.
—En la Tercera y División.
—Vaya, al otro lado de la población.
—Ya lo sé.
—No podemos ir tan lejos, ni siquiera acortando por los patios. Ellos… ¡nos atraparían!
—¡Ya lo tengo! —dijo Jenny tras una pausa.
—¿El qué?
—Tucker Grady. Está de vacaciones. Ayer le vi marcharse con su jeep. No está casado. Y su casa estará vacía.
—¿Y bien…?
—Si está vacía… podemos utilizarla.
—¿Asaltarla?
—Seguro. ¿Por qué no?
—Esto va en contra de… —La expresión de Jenny la hizo callar. Contra la ley. En un instante como éste, no podían inquietarse por una pequeña infracción legal—. ¿Crees que podremos entrar?
—No te preocupes. Vamos.
Se abrieron paso cautelosamente por el callejón, manteniéndose pegadas al lado izquierdo. Se hallaban casi al final del bloque cuando apareció un coche. Jenny empujó a Peg hacia el suelo, detrás de un par de cubos de basura. El coche avanzaba lentamente hacia ellas.
—Seguro que es un coche de la policía —murmuró Jenny.
—¿Piensas que nos han visto? —preguntó Peg.
—No, de lo contrario aceleraría.
Peg se agachó más cuando el coche se aproximó. Oyó la radio, que estaba conectada, y la voz alta y bien clara del comunicante, que profería unas frases ininteligibles. Las ruedas chirriaban sobre el asfalto, a menos de un metro de distancia. Peg divisó una vaharada de humo de cigarro. El coche siguió avanzando. Los sonidos de la radio disminuyeron con la distancia, junto con el olor dulzón del cigarro.
—No te muevas hasta que hayan salido del callejón —le advirtió Jenny—. Llevan retrovisor.
Cuando hubieron cesado los ruidos del vehículo, Jenny se incorporó. Se inclinó por encima del reborde del cubo de basura y atisbó todo el callejón.
—Puedes salir —murmuró.
Corrieron el resto del camino hasta la casa de Tucker Grady, la penúltima. El patio no tenía cerca, pero sí un espeso seto de arbustos, que ocultaba el edificio desde el callejón. Cerca del cubo de basura de Grady, Jenny encontró una abertura en el seto.
Penetraron en el patio trasero. Las ventanas posteriores de la casa de un solo piso estaban a oscuras.
—¿Estás segura de que está vacía? —inquirió Peg.
—Será mejor que lo esté.
Las dos, agachadas, atravesaron el patio. Jenny subió los peldaños del porche, protegido por una mampara de cristal. Sacó el cuchillo del bolsillo posterior, lo deslizó por un lado de la mampara y logró abrir la puerta. Entraron en el porche.
Peg se quedó dentro, manteniendo abierta la mampara, dispuesta a huir si se abría de repente la puerta de la casa. Cuando Jenny probó el tirador, ella contuvo la respiración.
—Cerrada.
Jenny retrocedió y estudió toda la pared de la casa.
—¡Ajá! —exclamó.
Trepó a un sofá desvencijado que estaba apoyado en la pared, y trató de forzar una ventana. No cedió. Saltó al suelo y miró a su alrededor. Luego, saltó sobre una mesa de billar estropeada, que había en la esquina. Encima, había dos tacos. Cogió uno y regresó al sofá. De pie sobre el mueble, apuntó el taco contra el cristal de la ventana, como haciendo puntería, lo llevó atrás y después hacia adelante, consiguiendo abrir un agujero en la ventana.
Peg se sobresaltó con aquel ruido. Sus ojos se dirigieron velozmente a la puerta.
Jenny, de pie sobre el sofá, también contempló la puerta, sosteniendo el taco sobre su cabeza como un palo, lista para atacar a quien se presentase.
La puerta continuó cerrada.
Jenny soltó el taco. Trepó al respaldo del sofá, alargó la mano hacia la ventana y la abrió. Suavemente, levantó el cristal.
—Entraré yo —susurró—, y abriré la puerta.
—No te cortes, cariño. ¿Quieres que te empuje?
—No —respondió Jenny.
Trepó y pasó por la ventana. Rápidamente, desapareció.
Peg aguardó en el porche. Miraba hacia la ventana abierta, deseando haber entrado ella en la casa y no Jenny. Debía haber entrado ella. No era justo que dejara correr tantos riesgos a su hija. Si le ocurría algo…
¿Por qué tardaba tanto?
Peg se dirigió a la ventana. Era pequeña y estaba bastante elevada. Jenny había entrado por ella con facilidad, pero a Peg le costaría bastante más.
Decidió concederle otro minuto a su hija. Lentamente, empezó a contar hasta sesenta.
Uno… dos… tres… cuatro… Oyó unos pasos dentro… cinco… seis… rechinó la puerta y se abrió. Jenny le estaba sonriendo.
—¿Por qué has tardado tanto? —susurró Peg.
—Fui tan de prisa como pude.
—Bueno, estaba preocupada.
Peg entró en la cocina y cerró la puerta.
—Sólo hay una cosa… —vaciló Jenny.
—¿Cuál?
—Hay alguien en el dormitorio.
—¡Dios mío!
—Es una anciana. Además, está dormida.
—¡Vámonos ahora mismo!
—No, no pasa nada.
—¿Y si se despierta?
—Somos dos y ella está sola. Además, es una anciana… Y… —Jenny se desabrochó un botón de su blusa y metió la mano—. Tengo esto… Estaban junto a su cama.
Peg miró a través de la oscuridad.
—¿Unas gafas?
—Sí. Y un aparato para la sordera. Sin todo eso, está indefensa. —Jenny lo dejó todo sobre la mesa de la cocina, junto con un manojo de llaves. Indicó la pared. Continuó—: Allí está el teléfono. ¿Por qué no llamas a Phillips y le pides que venga a buscarnos?
Peg cogió las llaves de la mesa y las apretó con fuerza para que no tintineasen. Después, abrió la mano y las examinó atentamente.
—¿Qué estás haciendo? —se interesó Jenny.
—Aquí hay las llaves de dos coches.
—¡Oh, seguro que el otro está por ahí!
—Miremos en el garaje —sugirió Peg—. Si hay un coche, saldremos inmediatamente de Barlow…
—¡Disneylandia… ahí vamos!