Neala tenía los pies terriblemente doloridos y maldecía a aquel maldito granujilla de Timmy por haberle quitado los zapatos. El dolor y la furia la ayudaban a mantenerse dentro de la realidad, mientras seguía a Robbins hacia su coche, que encontraron lleno de krulls, como si se tratase de una familia a punto de marcharse de vacaciones. Luego, le vio disparar y matar a dos de ellos, y entonces huyó de allí para salvar su vida.
Al principio fue un gran alivio encontrar al segundo grupo. La unión hace la fuerza. Pero a aquel hombre, Lander, le daba igual quedarse quieto o esconderse. Sólo deseaba encontrar a su esposa, aunque muriesen todos los demás.
—No la encontrará —dijo Robbins, al cabo de diez minutos de caminar por entre el espeso bosque—. Es mejor que abandonemos esta búsqueda y tratemos de descubrir el sendero que nos llevará a la carretera.
—Pues vaya usted —gruñó Lander—. ¿Quién le necesita?
—Logrará solamente que maten a esos chicos.
—He de encontrar a mi mujer.
—Probablemente ya está muerta.
—No.
—¿Y cómo podemos encontrarla? —preguntó la jovencita.
Estaba desesperada, al borde de las lágrimas.
—No la encontraremos si no lo intentamos —replicó Lander—. No la encontraremos si no hacemos nada más que ocultarnos entre los matorrales como perros azotados.
—Es nuestra única posibilidad —le espetó Robbins.
—Un cobarde muere muchas veces. Un hombre valiente sólo prueba la muerte una vez.
—Estoy con el señor Dills —exclamó Ben—. Tenemos que salvarla, aunque esto signifique correr más peligros.
—Tonterías —intervino Sherri—. No pienso arriesgar mi trasero.
Lander lanzó un grito cuando una figura pálida saltó de un árbol y chocó contra sus hombros, haciéndole caer. Neala distinguió un cuchillo en la mano levantada. Robbins disparó, y apareció un agujero entre los senos. La muchacha cayó de cara.
—¡Mierda sagrada! —exclamó Sherri.
Neala contempló el cuerpo de una joven desnuda y la sangre que manaba del agujero de su espalda.
—Vámonos —ordenó Robbins—. Este disparo hará que vengan corriendo.
Tiró de la mano de Neala.
Echaron a correr. Y corrieron durante un largo trecho. A Neala le dolían mucho los pies al tratar de mantenerse a la altura de Robbins, pero no se quejaba ni aflojaba la marcha. Por primera vez desde su captura en el restaurante, tenía alguna esperanza. Ya no estaba prisionera y no se veía a los krulls. Tal vez lograría sobrevivir a la noche, al fin y al cabo.
Finalmente, cuando estaba pensando que no podía seguir corriendo, Robbins se detuvo.
—Tenemos que… recobrar el aliento —jadeó.
Neala asintió, demasiado cansada para hablar.
Sherri, que corría no muy lejos, les atrapó y se dejó caer junto a un árbol.
—¿Dónde están los otros? —le preguntó Robbins.
—Ya vienen —respondió Sherri, señalando con el brazo—. Están por allí. —El gesto fue vago—. ¡Dios, apenas puedo moverme!
Neala oyó el ruido de unos pies al correr. Por la izquierda. Levantó la voz para llamarlos.
—Por a…
Robbins le tapó la boca con la mano.
—Chist…
Su mano olía a pólvora.
—Tal vez no sean ellos —murmuró.
—¡Eh! —se oyó una voz. La de Ben—. ¿Dónde están?
Robbins asintió y dejó caer la mano.
—¡Aquí! —respondió Neala.
Unos momentos más tarde se les unían el chico y la chica.
—Lo siento —jadeó Ben—. Nos perdimos un poco.
—¿Y papá? —preguntó la muchacha, tambaleándose como perdida en una habitación a oscuras—. ¿Y papá? ¿Dónde estamos? ¿Dónde está papá? —añadió, mirando a Robbins.
—No lo he visto.
Ella se volvió hacia el muchacho.
—Dios mío, Ben, ¿qué haremos?
—Ya aparecerá. Es mejor que le esperemos.
—Cinco minutos —dijo Robbins—. ¿Quién tiene reloj?
La jovencita levantó la mano y Neala vio la correa en su muñeca. Por un momento le intrigó que no le hubieran robado el reloj en el pueblo. Después se acordó de Rose Petal. «No era raro —pensó—, que la vieja bruja no hiciese caso de tal objeto. Su única alegría consistía en golpear los cráneos con el martillo. Y aquel muchacho, el sádico…».
—¿Qué hora es? —preguntó Robbins.
La chica presionó un botón. En su muñeca destellaron unos números colorados.
—Las diez y treinta y dos.
—Le esperaremos hasta las diez cuarenta.
—¿Y entonces, qué? —le apremió la chica.
—¡Nos largaremos de aquí lo más de prisa posible!
—Eso lo hará usted.
—Le concedemos ocho minutos. —La voz de Robbins era un susurro tranquilo—. Si por entonces no ha aparecido, probablemente no aparecerá nunca más. O se habrá perdido o le habrán cogido los krulls. Sea como sea, no podemos quedarnos por aquí mientras los krulls se arrastran hacia nosotros… hasta que nos atrapen, y esto tampoco ayudaría a su padre.
—Bueno, pues yo no me iré.
—Esto es cosa suya.
—Tal vez nos encuentre a tiempo —sugirió el muchacho.
La conversación cesó y todos esperaron.
Neala miró hacia los árboles. Excepto unos rayos de luna, el bosque estaba tan oscuro como un armario cerrado. El padre se hallaba por allí, en algún lugar… Pero Neala no esperaba que apareciese. Si de allí surgía alguien, no sería él.
Se frotó los brazos. Luego, dio media vuelta, como deseando agujerear la oscuridad.
Si surgía alguien…
Se acercó a un árbol y se apoyó en él. La corteza era rugosa, pero su contacto era agradable y le daba consuelo, a través de su blusa.
«Al menos, no pueden asaltarme por detrás», pensó.
Robbins volvió a preguntar la hora.
—Las diez y treinta y cinco —susurró Cordelia.
Sólo habían transcurrido tres minutos.
Neala gimió y cruzó los brazos. Tenía los pezones erectos y le dolían, como si sufriese un gran resfriado. Se los cubrió con las manos, y aquel calor reconfortante alivió la erección.
Hacia la derecha crujió una rama.
Neala miró en aquella dirección. Sólo distinguió árboles, matorrales y tinieblas. No se movía nada, no se oía ni el menor ruido. Pero mantuvo la vista clavada en aquel trecho de oscuridad. Respiraba con dificultad.
Porque alguien se hallaba allí, al acecho.
Podía sentirlo. Casi podía verle, aunque no por completo.
Alguien.
Alguien que no era el padre de la chica.