8

Robbins echó a correr, dejando el cadáver detrás. Ignorando los gritos del grupo de cuatro personas, se encaminó al árbol de las dos jóvenes. Después de echarse el rifle al hombro, metió una mano en el bolsillo y sacó una llave.

—¡Nos largamos de aquí! —dijo.

La joven a la que quería le miró alarmada, como confundida. Él se colocó a su derecha y le abrió la esposa.

—Usted estaba en el remolque —le acusó ella.

—Exacto. Y voy a sacarla de aquí. Tengo un coche entre los árboles. —Dio un paso al lado y le abrió la otra esposa—. ¿Es una buena atleta? —preguntó.

Ella se encogió de hombros.

—¿Cómo se llama?

—Neala.

—Yo soy Johnny Robbins.

—Y yo Sherri —se presentó la joven más alta, apareciendo por detrás del árbol. Extendió las manos, libres de las esposas, que colgaban de las muñecas—. ¿Me hace el favor…?

Rápidamente, Robbins se las quitó. Se descolgó el rifle y escrutó el perímetro del claro. Por encima de los gritos de los otros cautivos, oyó los aullidos de los lejanos krulls. Sin embargo, todavía no se les podía ver.

—Está bien —susurró—. Por ahí.

—Un momento —le detuvo Neala—. No podemos dejarlos aquí.

Señaló a los otros cuatro.

—Claro que sí. Vámonos.

Cogió a Neala por el brazo, pero ella dio un tirón y le rechazó.

—No me iré sin ellos.

—¡Mierda! —masculló su amiga.

Neala se volvió hacia Sherri.

—¿Qué te pasa? ¿Cómo se te puede ocurrir siquiera abandonar a esa gente?

—Quiero salvar mi dulce trasero, amiguita.

—¡No podemos dejarles!

Robbins gruñó. Era estúpido perder el tiempo liberando a los otros. La demora podía ser fatal. Pero si no cedía un poco, no conseguiría nada de Neala.

—Está bien. Vengan conmigo.

Ellas le siguieron hasta el otro árbol.

—¡A callar todo el mundo! —les ordenó a los cuatro.

Todos callaron. Robbins se situó delante del hombre de más edad.

—Usted tendrá que ocuparse de los otros —le espetó, abriéndole la esposa de la mano derecha—. Le dejaré la llave. Nosotros nos adelantamos. Si puedo, no me iré con el coche hasta que ustedes lleguen. —Cayó la otra esposa y Robbins puso la llave en la palma del hombre—. Buena suerte. —Se volvió hacia Neala—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Vámonos.

Echaron a correr. Robbins se puso en cabeza, tratando de mantenerse a la altura de ambas jóvenes. Tenía que haber dejado el coche más cerca. Estaba demasiado lejos. Lo cierto era que había pensado aproximarse a pie, silenciosamente, con el mayor sigilo. De tener suerte, podría llevarse a Neala rápidamente, sin el menor ruido, y estar en la carretera antes de que nadie se diera cuenta. Si no hubiese tenido que matar a aquel bastardo.

Se hallaban casi al borde del claro cuando Neala le cogió del brazo.

—Un momento —jadeó ella—. Tenemos que esperarlos.

—¿Qué?

Ella señaló al grupo, que todavía estaba entre la hilera de árboles, y al hombre que abría las esposas de sus compañeros.

—Olvídelos —gruñó Robbins.

—¿Cómo encontrarán el coche?

—Esto no importa. Vámonos.

—¡Por favor, Neala! —suplicó Sherri.

—¡Mire! —Robbins indicó una figura a lo lejos, que corría a toda velocidad, cruzando el prado en dirección al grupo—. Y allí hay otro… y otro…

Escudriñando el claro, se podían ver media docena de formas oscuras; unas corrían, otras cojeaban, y una se escurría por el terreno como un cangrejo.

—¡Oh, Dios mío! —gimió Neala.

—Dentro de unos minutos, habrá docenas de ellos. Y nos atraparán, si nos quedamos aquí, esperando.

Tras esto, arrastró a Neala hacia el bosque. La joven, al principio, intentó resistirse, pero no tardó en correr pegada a los talones del joven. Éste avanzaba por entre los oscuros troncos de árbol, abriéndose paso por los arbustos, que les llegaban a la cintura, y rodeando las matas demasiado espesas para penetrar en ellas, o saltando sobre un tronco caído.

Cada vez que se detenía, esperando a las jóvenes, intentaba escuchar en la oscuridad. Los aullidos habían cesado, pero los krulls estaban más cerca. Sus pies aplastaban las hojas caídas, se oía su respiración sibilante, y el parloteo de su extraño lenguaje.

—Están llegando —susurró Robbins.

—Están por todas partes —añadió Sherri—. No conseguiremos huir.

—Sí huiremos.

Continuaron corriendo. Por fin llegaron al extremo de la carretera donde Robbins tenía el coche. Escudriñó la zona rápidamente.

—Estamos seguros —murmuró—. Vamos.

Agachándose, corrió hacia el coche. Las jóvenes iban detrás, muy cerca. Robbins asió la manija que tenía más cerca y estaba a punto de abrir la portezuela cuando sus ojos captaron un movimiento. Levantó la vista.

El rostro pegado a la ventanilla hizo una mueca, enseñando los dientes.

Neala chilló de espanto.

Robbins miró aquel rostro. Estaba lleno de cicatrices. La nariz era una especie de muñón aplastado, como si la hubiesen masticado en una pelea.

Dentro del coche vio cinco rostros más, mirándole.

Algo se agarró a su pie. Trastabilló hacia atrás, chocando con las muchachas, y dio una patada a la mano que le asía el tobillo. Tres krulls empezaron a asomarse por debajo del coche.

Se abrieron las portezuelas.

Robbins descolgó su rifle del hombro, apuntó rápidamente al rostro sin nariz y disparó. Le voló el cráneo.

—¡Vámonos! —gritó.

—¿Adónde?

Robbins volvió a disparar y le vació el ojo a un krull, que estaba en la portezuela trasera.

—¡Corramos, por Cristo, corramos!

* * *

Libres de las esposas, todos corrían, con Lander delante, cruzando el claro hacia el sitio por donde los otros habían desaparecido entre los árboles. Les llevó por el mismo camino y a pesar de los disparos, a pesar de la mujer que avanzaba hacia ellos por el mismo camino. Estaba sola y era como una bruja vieja, de cabellos blancos y unos pechos caídos que le llegaban hasta la cintura. Aunque iba armada con un machete, su espalda encorvada le impedía moverse con rapidez. Lander se dispuso simplemente a dar un pequeño rodeo para evitarla.

—¡Papá!

De un vistazo vio a un hombre pegado a los talones de Cordelia. Detrás, había otros dos. Ben retrocedió y cargó con su hombro contra el más próximo. Los dos cayeron de costado.

Mirando hacia adelante, Lander vio a la vieja bruja, que cojeaba hacia él. Cuando el machete silbó se hizo a un lado. Oyó cómo cortaba el aire, pasó junto a su mejilla, y en aquel momento, él tropezó y cayó. La bruja llegó a su lado y blandió el machete. Ahora, la vieja se hallaba encima mismo de él.

Casi gimiendo, Lander cerró los ojos.

La hoja no cayó.

—¡Lander!

Abrió los ojos. Ruth estaba detrás de la vieja, manteniendo bien asida el arma, y arrastrándola hacia atrás.

Lander se incorporó y le dio un rodillazo con toda su fuerza al vientre caído y arrugado. Sintió en su cara el fétido aliento de la vieja. Luego, levantó ambas manos y le arrancó el machete.

Lo apartó a un lado, cuidando de no herir el brazo de Ruth, con el que mantenía asida la garganta de la anciana. La hoja, no obstante, cortó uno de los colgantes senos. Horrorizado, Lander vio cómo el pecho caía al suelo.

Ruth soltó a la vieja, que cayó de rodillas chillando. Lander recogió el machete y lo abatió, pero aunque no acertó el centro de la cabeza, sí cercenó la mitad del cráneo, antes de hundirse profundamente en el hombro. Repitió el golpe, y esta vez le partió la cabeza.

De un tirón, liberó el machete. Luego, corrió hacia donde Cordelia luchaba contra tres individuos. Uno había cogido a la joven por la cintura, tratando de levantarla mientras ella pataleaba y gritaba. Lander trazó un círculo, pero el hombre hizo lo mismo, manteniendo a Cordelia entre los dos. Finalmente, Lander se arrojó contra su hija, con lo que el otro hombre tuvo que retroceder y finalmente cayó. Cuando tocó el suelo, Cordelia logró liberarse, y Lander blandió el machete. La hoja penetró en un brazo levantado. El hombre gritó de dolor. Rodó sobre sí mismo, y eso hizo que Lander fallara el golpe siguiente. Después, el hombre se puso de pie y echó a correr.

Lander se volvió hacia Ben. El muchacho estaba sentado a horcajadas sobre otro hombre, dándole puñetazos bien administrados a la cara. Otro hombre, detrás de Ben, estaba a punto de golpearle con un palo. Lander le clavó el puñal en el espinazo. Con un alarido, el hombre se envaró y soltó el palo. Un palo blanco. Un hueso con una rótula en el extremo.

—¡Papá! —gritó Cordelia.

Lander intentó sacar el machete de la herida. Pero estaba encajado en la espalda del hombre.

—¡Papá! ¡Dios mío!

Ruth ya estaba lejos, a cuarenta o cincuenta metros de distancia, casi en el límite del bosque… sobre el hombro de una figura alta y pálida.

Lander se volvió en redondo.

—¡Corramos, Ben!

El joven abandonó a su contrincante. Éste, consciente sólo a medias, levantó la cabeza. Lander le pateó con furia y el hombre cayó de nuevo, inerte. Lander se volvió a tiempo de ver a Ruth desapareciendo en el bosque.

—¡No os separéis de mí! —gritó, y empezó la caza.

A la derecha, tres personas salieron de entre los árboles, corriendo.

—¡Por allí! —indicó Lander a gritos—. ¡Por allí! ¡Se lleva a mi mujer!

Los dos grupos se reunieron y penetraron en el bosque.