—Tenemos que escapar de aquí —exclamó Neala.
—¿Y cómo piensas conseguirlo?
—No lo sé.
La voz de Neala se quebró en un sollozo. Retorció las manos, haciendo sonar las esposas que la mantenían prisionera contra el árbol.
—Pues será mejor que pensemos algo rápidamente —replicó Sherri—. Ese silbato fue una señal.
—Tal vez logremos liberarnos.
—Vamos a probarlo.
Restregaron las muñecas contra el tronco del árbol que tenían a la espalda.
—Las mías están sumamente apretadas —se quejó Sherri.
—Mi izquierda creo que cede un poco…
—¡Oh, Jesús! —jadeó Sherri, bajando la voz a un susurro.
—¿Qué sucede?
—Hay alguien entre los árboles.
Neala miró a su derecha, y ladeó la cabeza.
—No, por el otro lado. En esta parte.
Neala volvió el rostro a la izquierda. Luego, levantó los ojos hacia las ramas más elevadas del vetusto árbol. Al principio sólo divisó las ramas desnudas, pálidas a la luz de la luna, como huesos desprovistos de carne. Después, una de ellas se movió, y la joven comprendió que era una pierna. A su lado se balanceó otra pierna. Siguió mirando hacia arriba y descubrió una cadera desnuda y un torso, con una cabeza poblada por una espesa cabellera. Si había pechos, no logró verlos.
—¿Está vivo? —le susurró a su amiga.
—No sé… Me parece que está muerto.
Neala continuó mirando hacia arriba. La figura estaba sentada a horcajadas sobre una rama, con los brazos a los costados. Tenía la cabeza inclinada hacia abajo, como si la estuviese mirando.
—Creo que se ha movido una pierna —observó—. Y no creo que haya sido por el viento.
—Pues yo espero que sí.
—¿Esperas que esté muerto? —preguntó Neala.
—Sí, diablo. ¿Te gustaría que bajara a por nosotras?
—Oh, no digas eso.
—Probablemente es uno de ellos, sean quienes sean. Quiero decir, ¿qué otra cosa puede estar ahí?
Neala no respondió. Contemplaba la figura inmóvil, en lo alto, y de pronto el ruido de un motor de coche la obligó a desviar la mirada. Al otro lado del claro aparecieron unos faros.
—¡Vuelven!
—Es otra persona —corrigió Neala—. En una furgoneta, supongo.
—Es lo mismo —gimió Sherri.
Avanzaba en la oscuridad, y no se detuvo donde lo había hecho el camión. Sus faros exploraban el suelo como buscando a Neala. De repente la alumbraron y quedaron centrados en ella. Sólo se redujeron ligeramente cuando paró el motor.
—¿Qué sucede? —inquirió Sherri.
—No puedo verlo —contestó Neala, aguzando la vista más allá de la luz de los faros—. Alguien ha salido de la furgoneta. Ha ido hacia la parte de atrás, creo.
—Fin del trayecto —exclamó una voz masculina—. ¡Todos afuera!
Una mujer dijo algo.
—Pienso que será mejor obedecer.
Ahora era la voz de un hombre. Asustado.
—¡Papá!
—Sujeta la muñeca de Ben.
—¿Qué quieren de nosotros? —preguntó la mujer de antes.
Unas risitas burlonas.
—Sé lo que desea hacer Rose Petal —respondió la primera voz masculina—. Desea destrozarles el cerebro con el martillo. Y si no se portan bien, le permitiré que lo haga.
—¡Bastardo!
Era la jovencita. Acto seguido, chilló de dolor.
—¡Déjela, maldición!
—No disponemos de toda la noche.
Aparecieron varias figuras en la oscuridad, más allá de la luz de los faros. Cuando avanzaron, Neala divisó a cuatro en línea, esposados juntos. A un lado había una mujer, y después un hombre. La persona del otro lado había caído. Él y una muchacha sujetaban cada uno una mano del caído, y arrastraban el cuerpo inerte entre ellos.
—Hacia la derecha —les indicó el hombre de voz autoritaria.
Neala le podía distinguir, detrás de los otros: era rechoncho y llevaba una pistola. Una mujer vieja y encorvada andaba a su lado, blandiendo un martillo por encima de su cabeza.
—Hola, jovencita —exclamó el hombre de la pistola.
Dio un rodeo por el grupo y se aproximó a Neala. La miró sonriendo. Con el cañón del arma, echó a un lado parte de la blusa de la prisionera, que sintió cómo el frío acero le acariciaba un pezón.
—Eres bonita, muy bonita. Y creo que el pequeño Timmy te tocó.
—Déjeme tranquila.
—Ah, el pequeño Timmy. Diminuto Tim. Él «sabe lo que se hace» por decirlo de alguna manera.
El hombre se echó a reír, y puso su mano en el otro pecho, cogiéndolo y apretándolo como para comprobar su firmeza, tras retorcer el pezón.
—Hum… A veces, tengo envidia de esos krulls. Sí, de veras. Vamos, déjame tocarte un poco…
Se agachó un poco y lamió un pezón. Neala le soltó un puntapié. El hombre gruñó bajo el impacto y se alejó cojeando y cogiéndose el muslo.
—¡Oh, oh…! ¡Que tengas suerte, jovencita! —dio media vuelta hacia los cuatro esposados—. Casi me dio en las partes.
—¡No! —chilló Neala cuando él volvió a dar media vuelta, levantó la pistola y la apuntó a su cara.
Disparó. El proyectil se incrustó en el árbol, sobre la cabeza de Neala. Bajó un poco la puntería y volvió a disparar. La bala pasó por la entrepierna de los pantalones, sin tocar a Neala.
—¡Ja, ja! Me debías esto… —Se volvió hacia el otro grupo—. Bien, amigos, se acabó la diversión. Formen un círculo en torno a este árbol.
Mientras obedecían, la anciana empezó a cojear hacia Neala.
—¡Váyase! —gritó la joven.
Rose Petal blandió el martillo, como para que Neala lo viese bien. Luego, inclinando la cabeza a un lado, y riendo, cojeó alrededor del árbol, hacia el otro lado.
—¡Si me toca —la amenazó Sherri—, la mataré!
La vieja volvió a reír con más fuerza.
—¡Lárguese! ¡Maldita sea! ¡La mataré… vieja lechuza! ¡Maldita sea!
La esposa mordió la muñeca de Neala, mientras Sherri se retorcía y pateaba.
La vieja continuó riendo entusiasmada, y Neala vio cómo se alejaba del alcance de Sherri. Entonces, fue ella la que lanzó un puntapié y falló. Rose Petal, dirigiéndose hacia ella, volvió a blandir el martillo. Se abatió sobre un hombro de Neala.
Un silbato estridente obligó a volverse a la bruja.
—Vámonos, amigos —ordenó el hombre rechoncho.
Todos juntos, se apresuraron hacia la furgoneta. Se cerraron las portezuelas. El motor rugió y el vehículo retrocedió. No dio la vuelta sino que hizo marcha atrás por el claro y desapareció entre los árboles.
—¿Y ahora qué? —preguntó la joven que estaba en el otro árbol.
Los cuatro rodeaban el árbol, con las manos juntas, como si jugaran a «El anillo alrededor de Rosie».
—Señoritas —gritó el hombre—. ¿Saben ustedes lo que ocurre?
Neala negó con la cabeza.
—¡Nos… nos han secuestrado! —respondió—. En el restaurante, delante del motel.
—Estábamos cenando allí —añadió Sherri.
—¿Saben por qué nos han traído aquí? —quiso saber la mujer.
—Para los krulls —explicó Sherri.
—¿Para quiénes?
—Los krulls. No sé… Los krulls. Van a sacrificarnos o algo por el estilo.
—¡Esto es una locura! —masculló el hombre.
—No sé… —repitió Sherri.
—¡Una locura! —gritó el hombre por segunda vez.
—Sí, tiene toda la razón —asintió Sherri—. Bueno, creo que debemos largarnos de aquí. Esos seres, sean lo que sean, vendrán a por nosotros. Si no ya está aquí.
Señaló el árbol donde estaban los cuatro desconocidos, hacia arriba.
Neala miró, junto con los otros, y vio cómo la pálida figura se balanceaba hacia abajo, saltando de rama en rama.
—¡Oh, Dios mío!
Los que estaban aprisionados en el árbol gritaron y chillaron, mientras la figura se escurría por el tronco. Los cuatro intentaron huir, moviéndose hacia adelante, y gritaron de pánico cuando las esposas les desgarraron las muñecas. El muchacho que estaba inconsciente, levantó la cabeza cuando los otros prisioneros le zarandearon con los brazos esposados. Nadie lo observó; brincaban y chillaban mientras el hombre desnudo caía dentro del círculo.
Cayó sobre la espalda de la mujer, y su peso la obligó a avanzar hasta que el anillo de brazos la detuvo. Retrocedió. Y todo el círculo cayó.
El extraño, un hombre todo huesos, quedó sujeto bajo la mujer. Neala vio cómo sus piernas rodeaban las caderas. Sus manos aparecieron por debajo de los brazos extendidos de la mujer, y le desgarraron salvajemente la blusa, mientras ella se retorcía con furia. El hombre desnudo le arrancó la blusa. Pegó su boca al hombro izquierdo y ella chilló.
Después, él empezó a retorcerse debajo de ella. Se arrastró hacia los pies que pataleaban, y arrodillándose, le cogió uno.
—¡Eh!
El hombre levantó la cabeza, con la boca entreabierta, y miró hacia el bosque, a su espalda.
Neala también miró hacia allí.
Un individuo corría hacia ellos.
El hombre desnudo se incorporó. Meneó la peluda cabeza de un lado a otro, como esperando una ayuda. De pronto, lanzando un bramido, que puso los pelos de punta a Neala, corrió hacia el intruso.
Éste se detuvo. Levantó un rifle y la detonación resonó en la noche. El hombre desnudo cayó hacia adelante.