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—¿Quién quiere tomar algo antes de irse a dormir? —preguntó Lander una vez hubieron llevado las maletas al pabellón doce.

—¿Te refieres a una Pepsi? —preguntó Cordelia.

—Lo que quieras: Pepsi, Seven-Up o un licor. Ben y yo tomaremos una copa para coger fuerzas antes de emprender la larga marcha hacia el pabellón tres.

—Papá trata de ablandarnos —comentó Cordelia, dirigiéndose a Ben.

Lander abrió su bar de viaje.

—Vodka para mí —dijo, sonriendo ante la observación de su hija. Al fin y al cabo, tenía razón. Tal vez fuese una sabihonda superdotada en cuestiones sexuales, pero no era estúpida—. ¿Un Manhattan? —le preguntó a Ruth.

—Muy acertado.

—¿Qué quieres tú, Ben?

—No tengas grandes esperanzas —le advirtió Cordelia al muchacho—. Esta noche no conseguirás lo que quieres.

A Lander le gustó ver que Ben se ruborizaba.

—Una Pepsi.

—No tenemos hielo —aclaró Ruth.

—Vi una máquina en la oficina —sonrió Cordelia.

—Iré a buscar —se ofreció Ben.

—Buen chico.

—Yo iré contigo —dijo Cordelia. Ya en la puerta, se volvió hacia Lander—. No temas, papá, no organizaremos ninguna escapada sexual.

Se marcharon.

Lander vertió un poco de whisky en uno de los vasos de su bar, y destapó la botellita de vermut.

—Seguro que has abierto una lata de gusanos —murmuró Ruth.

—Es vermut.

Ella ignoró su intento de chiste.

—La lata —explicó Lander—, ya estaba abierta. Sólo traté de ponerle una tapa. Ni esto, en realidad. Si desean probarlo, que lo hagan a hurtadillas. Es más divertido. «Los besos robados son los mejores».

—No lo sé —replicó Ruth—. Tal vez deberíamos dejarles compartir una habitación. Ya tienen dieciocho años los dos. Dentro de un par de meses se irán a Santa Bárbara y no sabremos siquiera lo que hacen.

—Con más razón tenemos que vigilarles ahora.

* * *

—Por allí —susurró Cordelia.

Empujó a Ben hacia un caminito a oscuras entre dos pabellones.

—Será mejor que vayamos a buscar el hielo.

—¿A qué tanta prisa?

—Nos estarán esperando.

—Que esperen. Vamos… Es nuestra única oportunidad de estar a solas esta noche.

—Sólo un minuto —observó Ben—. No queremos que tu papá se enfade.

—Habla por ti solo.

—¿Crees realmente que nos dejaría dormir juntos?

—Oh, no… ¿Papá?

Claro que valía la pena probarlo.

Llevó a Ben hacia las sombras. Rodeándole con sus brazos, rozó levemente su boca con los labios. Ben se mostraba vacilante, al principio… preocupado. Cordelia le besó con más fuerza, abriendo la boca y absorbiéndole la lengua.

Ben la atrajo hacia sí, y ella sintió la erección contra su vientre. ¡Si llevara al menos una falda y no esos tejanos tan ajustados! Gimiendo de frustración, se restregó contra aquel mango. Ben dobló la pierna y ella imprimió un movimiento de rotación contra el muslo levantado, frotándose contra él y deslizando una mano hacia el pantalón para acariciarle. Ben metió una mano dentro de la blusa de la joven, y le acarició un seno a través de la delgada tela del sujetador.

Bruscamente, todo su cuerpo tembló. Ben le mordió la lengua y apretó su pecho hasta que a Cordelia empezó a dolerle. Después, vertió un líquido caliente en la mano femenina, y se dejó caer de rodillas.

Detrás de ellos, con el martillo dispuesto a asestar otro golpe, se hallaba una anciana desdentada, sonriendo.

* * *

—Vaya, tardan demasiado —gruñó Lander.

Hizo girar su vaso de vodka y tomó un sorbo.

—No han estado solos en todo el día.

—Pero podrían reprimirse un poco.

—Están enamorados, cariño.

—Lo sé, lo sé…

Ruth se sentó en la cama junto a Lander.

—Tú no eres precisamente el campeón mundial de saber reprimirte. ¿Te acuerdas de aquella noche en el columpio del porche?

Lander rió suavemente.

—Pensé que tu papá nos pillaría.

—A la noche siguiente trajiste una lata de aceite…

—No sé si se fijaron en que el columpio ya no chirriaba.

—Yo sí me di cuenta.

—Aquella noche os engrasé a los dos.

—¡Caramba, Lander!

Ruth le pegó un cariñoso empujón.

—Me di cuenta que tú tampoco chirriabas…

—¡Eres tremendo!

Se besaron. Los labios de Ruth eran sumisos, cálidos y familiares. Lander sintió la presión de su mano en la pierna.

—Eh —exclamó él—, será mejor que no empecemos.

—Sí, es mejor —repitió ella—. Tendremos que reprimirnos.

—Pues no es esto lo que me gusta reprimir —contestó él.

Ella volvió a empujarle, riendo.

—¿Y si fueses tú a buscar hielo? Esto hará que no pienses cosas malas.

—Sí, y tal vez me tropezaré con esos pajaritos enamorados.

Cogió la llave del pabellón y salió. En el exterior, probó el pestillo para asegurarse de que cerraba. Luego, descendió por los peldaños de madera y escrutó los tres pequeños dúplex al otro lado del camino del patio; ni rastro de Cordelia y Ben. Miró hacia el coche; tampoco estaban allí.

Desde el centro del camino de tierra tenía una buena vista de los seis pabellones, la oficina y la carretera. Dio media vuelta y miró a sus espaldas, donde el caminito terminaba y empezaba el bosque. El bosque primitivo. Los pinos y los pinabetes murmuradores… Quizá estuvieran tumbados entre los pinabetes. Bien, bromear acerca de este asunto no servía de nada. Y no era ninguna broma que su hija estuviese tumbada…

«Ponte encima de mí entre los tréboles…».

Se imaginaba a Cordelia boca arriba y a Ben penetrándola. Esto le encogió el estómago.

«Ponte encima de mí y vuelve a hacerlo».

«Soy un obseso» pensó.

¿Celoso?

Bobadas.

¿Dónde están?

¿Podían haberse metido en uno de los pabellones? Los estudió todos, volviéndose a medida que caminaba y a veces andando hacia atrás. Seis dúplex, doce habitaciones en total. Luces en las ventanas de la mitad. Coches estacionados delante de otros… verdaderos cacharros. Uno, observó, un Buick Special antiguo y desvencijado, incluso tenía un neumático reventado. Tenía bajada una de las ventanillas.

Meneó la cabeza. No, no se habrían atrevido a hacer el amor en el coche de un desconocido.

Contó cuatro coches, sin incluir el suyo. Los estudió con más detenimiento. Los chicos podían estar en cualquiera de ellos, copulando en el asiento posterior.

¿Copulando?

El rubor quemó la cara de Lander mientras cambiaba de dirección y cruzaba el patio para ir hacia el Buick. Se aproximó hasta ver que el asiento posterior estaba vacío, y entonces se apartó para dirigirse al coche más próximo.

Un Maverick. La esquina derecha trasera tenía una gran abolladura, como si un monstruo devorador de metales le hubiera dado un mordisco. Una forma oscura saltó a través de la ventanilla más alejada. Un gato. Lander rió en voz baja ante su propio sobresalto. Se acarició el pecho, donde el corazón golpeaba frenéticamente y volvió a mirar al interior del coche. Unos zapatos de bebé colgaban del retrovisor. Su mirada se deslizó por el eje del volante y algo extraño le llamó la atención. Dio una ojeada alrededor para comprobar que nadie le veía, abrió la portezuela del lado del pasajero, y se inclinó a través del asiento.

Donde debía estar el encendido no había más que un agujero redondo.

Muy extraño, sí.

Se apartó, cerró la portezuela y pasó a la parte delantera del coche. Sus dedos buscaron bajo la cubierta del motor. Encontró el resorte y lo soltó. Levantó el capó y los goznes chirriaron.

Sin batería.

Sin radiador, sin correa de ventilador, sin carburador, sin estarter. Había vaciado el motor.

—¡Jesús! —murmuró, bajando el capó.

Corrió por el camino hacia un vetusto Grand Prix. Levantó el capó y miró hacia la nada, donde debía estar el motor. No lo vio. El coche era sólo una cáscara vacía.

¿Qué clase de motel era éste, donde dejaban los coches inutilizados delante de los pabellones… como cebo?

Con un súbito estremecimiento de terror, Lander se preguntó si el motel estaría vacío; luces en todos los pabellones, chasis de coche plantados como decorados de teatro…

«La comedia es el Hombre trágico —buen Poe, apareciendo cuando se le necesita— es el héroe, el Gusano conquistador».

Una comedia. Y el escenario construido por el hombre sonriente de la oficina… y por la extraña persona que acechaba detrás de aquella puerta.

—¡Cordelia! —gritó Lander—. ¡Cordelia! ¡Ben!

Aguardó, esperando la respuesta. Viento entre los árboles, grillos y distantes ranas, el piar de los pájaros cantándole a la noche como si no pasara nada malo, la carcajada de un auditorio televisivo, las únicas respuestas.

Al final del patio, se abrió una puerta. Salió Ruth.

—Lander, ¿qué pasa?

Él corrió hacia su esposa.

—Por todos los diablos…

La empujó hacia dentro del pabellón y cerró la puerta.

—¿Qué pasa? ¿Qué sucede? —Las asustadas pupilas le suplicaban una rápida respuesta—. ¿Los chicos?

—No les he visto. No sé dónde están, pero aquí ocurre algo extraño. Todos esos coches son falsos.

—Oh, yo no… —empezó a murmurar ella, sacudiendo la cabeza.

—No sé qué ocurre, pero… ¿te acuerdas de Norman Bates?

—¿De quién?

—De Anthony Perkins. En Psicosis. El hotel…

—¡Basta, Lander!

—Creo que no es un auténtico motel, sino una especie de trampa.

—¡No!

Lander se apoyó contra la puerta y se restregó la cara. Muy pacifista, detestaba las armas de fuego. Ahora deseaba tener una.

—¿Qué haremos? —preguntó Ruth.

—No lo sé.

—¡Cordelia está ahí fuera!

—Bueno, tal vez me equivoque. Tal vez todo sea inocente, y los chicos estén en el bosque, disfrutando como nunca. No lo sé.

—Pues será mejor que lo averigüemos —susurró Ruth, controlando el tono de voz.

—¿Cómo?

—Vamos a la oficina y…

—¡Oh, la gran idea! —exclamó Lander sarcásticamente.

—¿Qué sugieres?

Lander contempló el teléfono e inmediatamente abandonó la idea. No era posible pedir ayuda sin pasar por la centralita del motel.

—Podríamos ir en busca de ayuda —murmuró—. Debe de haber algún policía, un sheriff…

Ruth ya tenía la mano en el picaporte de la puerta.

Él la cogió por la muñeca.

—Voy a salir y a buscar a mi hija —afirmó ella—. Suéltame.

—¡Espera! Tenemos que pensar…

—¡Ni hablar! Mientras piensas, sabe Dios qué le sucede a Cordelia.

Liberó la mano y cogió el picaporte. Abrió la puerta.

Lander se apoyó en ella, volviendo a cerrarla.

—¡Maldición, Ruth!

—¡Déjame salir!

Sonó el teléfono, y su sonido hizo estremecer a Lander. Ruth ladeó la cabeza. Los dos se quedaron inmóviles, mirando el negro aparato, que volvió a sonar.

De repente, Lander saltó hacia él. Lo levantó cuando llamaba por tercera vez.

—¿Diga?

—Señor Dills, soy Roy, de la oficina.

—¿Sí?

—Su hija está aquí conmigo. Desea hablar con usted.

Lander esperó con la mirada fija en Ruth.

—¿Qué pasa? —preguntó la mujer, sin mover apenas los labios.

Lander se encogió de hombros.

—¿Papá?

La voz de la hija estaba teñida de pánico.

—Querida, ¿qué sucede?

—¡Oh, papá! ¡Ellos… Ben! ¡Creo que está muerto!

—¿Dónde estás?

—¡No, no vengas! ¡Te matarán!

—¿Estás en la oficina?

—¡No dejes que te atrapen!

Lander hizo un gesto hacia Ruth.

—Tu madre quiere hablarte…

Ruth atravesó la habitación y cogió el aparato.

—Hola, Cordie.

—Haz que siga hablando —la apremió Lander.

Ruth asintió.

Lander corrió hacia la puerta, la abrió y salió. Algo… ¿un alambre? se enredó en su pie. Al caer, vio una anciana sonriente, sentada con las piernas cruzadas sobre la capota de su coche, con un martillo en la mano. Lander cayó junto a la rueda.

Con un chillido de deleite, la anciana le atacó.