Lander Dills apagó el alumbrado de carretera cuando apareció un coche en una curva. Cuando hubo desaparecido volvió a encenderlos, aumentando la luminosidad de la carretera y el bosque que se divisaba delante.
—Éste es el bosque primitivo —anunció—. Los pinos y los pinabetes murmuradores.
—Ya está papá haciendo su rutina Evangelina —le explicó Cordelia a Ben—. Cada cierto tiempo siente una inspiración poética.
—Pues me gusta —respondió Ben.
Buena persona. Ben. No sabía diferenciar un cordero de una mecanógrafa, ni le importaba en absoluto, pero al menos era razonablemente inteligente y cortés. Lander, catedrático de instituto, había conocido bastantes individuos de otra clase, como para durarle una docena de vidas. Su hija tenía buen gusto para elegir los novios, gracias a los dioses.
—Longfellow conocía esto —continuó Lander—. El bosque primitivo. Se siente en los huesos; es el silencio, la soledad. Aquí nada ha cambiado desde hace miles de años. «Por el húmedo y brumoso Auber, hacia el bosque poblado de fantasmas de Weir».
—Esto es la rutina Poe —rió Cordelia.
—No me importaría su rutina de motel, por ahora —intervino Ruth.
—Mamá también está encallecida.
—No me refiero a eso, Cordelia, y bien lo sabes.
Cordelia y Ben estaban riendo. ¡Vaya, la rutina del motel! Con cierto sobresalto, Lander se imaginó a su hija debajo de Ben, desnuda y gimiendo. Por el modo cómo actuaban los dos, estaba convencido de que ya habían recorrido todo el camino de la sexualidad. Y esto le ponía enfermo, como si hubiera perdido algo precioso. Su hija tenía ya dieciocho años, claro. Lo bastante mayor para saber lo que estaba haciendo, para hacer su propia elección. No podía impedírselo. Ni lo intentaría. Pero le dolía.
—Pronto llegaremos a Barlow —observó Ruth, alumbrando con una linterna el plano de carreteras colocado en su falda—. ¿Y si nos detuviéramos allí?
—¿No deseas probar en el lago Mule Ear? —preguntó Lander.
—Estamos a varias horas de camino, cariño. Llegaremos pasada la medianoche y le dijimos al señor Elsworth que estaríamos allí a las nueve. Probablemente estará ya dormido. Además, llevamos todo el día en la carretera.
—De haber estado todo el día en la carretera, ya habríamos llegado.
—En eso estamos —exclamó Cordelia—. El general. Su idea de unas vacaciones es estar en la carretera antes de que salga el sol.
—Bueno, estaría bien quedarnos en Barlow, sí —asintió Lander—. Sólo busco vuestro bienestar, queridos. —Sonrió a través de la oscuridad, mirando a Ruth—. Supongo que te das cuenta de que aquello no es un Hyatt.
—Con tal que tengamos sábanas limpias…
—¿Qué preferís, chicos, detenernos o seguir hasta la cabaña?
—Detenernos —afirmó Cordelia—. Será divertido.
—A mí me da igual —comentó Ben.
—Bueno, ya veremos…
Lander no quería discutir, no valía la pena. Estaba lo bastante complacido con su papel de guía, pero solamente si nadie se oponía a sus decisiones. Y su decisión, desde el comienzo, había sido conducir hasta el final. Y ahora estaban en contra de esta decisión.
Con cierta satisfacción y sin decírselo a nadie, cambió el papel de guía por el de chófer.
Si los otros deseaban dirigir la función, que lo hiciesen, pensó. Se limitaría a conducir, libre de responsabilidad, y vería qué ocurría. Con toda seguridad, se mostrarían como lo que eran: unos chapuceros.
No tardaron en llegar a la población de Barlow. Condujo el coche más allá de una gasolinera cerrada, un almacén general, y la Ferretería de Phillips. Delante, a la derecha, se hallaba el Terk’s Diner y al otro lado de la carretera, la Sunshine Motor Inn. Un cartel de neón azul anunciaba «Libre».
—¿Es aquí dónde queréis parar? —preguntó, reduciendo la marcha.
No era un motel normal, claro está, sino un conjunto de pabellones detrás de una oficina desvencijada y un aparcamiento.
—No lo sé —respondió Ruth. Parecía dudar—. ¿Qué opinas? —le preguntó a Lander.
—Lo que tú digas. ¿Lo probamos?
—¿Qué decís vosotros, muchachos? —preguntó Ruth.
—No lo sé —repitió Cordelia—. Me parece un poco tétrico.
Lander paró el coche en medio de la carretera, mirando por el retrovisor para ver si venía algún otro vehículo.
—¿Qué hacemos? —insistió Ruth.
—Lo que tú quieras.
—¡Valiente ayuda eres tú! —se quejó ella.
—Dilo y nos quedaremos.
—De acuerdo —consintió Ruth—. Vamos a probarlo.
Tras poner el intermitente, Lander llevó el coche al otro lado de la carretera y lo detuvo delante del iluminado despachito.
—Esperad aquí.
—Un momento —le dijo Ruth—. ¿Adónde vas?
—Al registro del motel.
—Ya sabes a qué me refiero.
—No creo que debamos meternos todos en una de esas chozas, ¿verdad?
Ella sacudió la cabeza negativamente.
—Bueno, pediré dos. Los hombres en una y las mujeres en otra.
—¡Oh, papá!
—No —prosiguió él—. Estoy perfectamente decidido a pasar aquí la noche, si esto es lo que queréis, pero no estoy dispuesto a proteger vuestras ansias sexuales.
—¡Lander!
—¡Por Dios, papá!
—Esto es indigno —le apostrofó Ruth.
Ya había esperado esta oposición contra sus disposiciones para dormir. Debía de haberlo previsto antes, pero también había pensado que podría evitarlo.
—Lo siento —continuó—, pero esto es lo que pienso. Mientras estemos juntos, los dos chicos no compartirán un dormitorio. Ni aquí ni en la cabaña.
—Estupendo —murmuró Cordelia—, estupendo.
—O esto o le doy vuelta al coche y se terminó la diversión.
—Por mí cuando quieras —opinó Cordelia.
—Por mí, no —manifestó Ruth—. Hemos venido a pasarlo bien, y esto es lo que haremos. Sí, estoy de acuerdo con tu padre, hija mía. No hemos permitido nunca que Ben pase la noche contigo en casa, y no veo ningún motivo para permitirlo ahora, sólo porque estemos de vacaciones. Si estuvieseis casados sería muy distinto, pero…
—El matrimonio. Una licencia para joder.
—Si eso es lo que piensas —refunfuñó Lander—, todavía tienes que madurar bastante.
—Estoy de acuerdo con tus padres —terció Ben.
—Muchas gracias.
—No me refiero a lo de madurar, sino a… ya lo sabes.
—¿Qué es esto —suspiró Cordelia—, una conspiración contra la pobre Cordie?
—Voy a pedir las habitaciones —interrumpió Lander.
Deseaba salir del coche y cortar la discusión.
Una campanilla tintineó cuando entró en el despacho. Esperó unos instantes ante el abandonado mostrador. De pronto se abrió una puerta lateral. Apareció un hombre procedente de la habitación contigua, débilmente iluminada. La puerta empezó a cerrarse, pero se detuvo dejando una abertura de unos diez centímetros. Por ella apareció medio rostro, que miró a Lander con un solo ojo.
—¿Habitación? —preguntó el hombre.
Resultaba agradable, regordete y feo, con una sonrisa de angelito, como si hubiese participado en un programa de humor de televisión.
—Hum… sí. Dos habitaciones.
El ojo de la abertura de la puerta le miraba, como una ranura a través del carnoso párpado.
—Somos cuatro. ¿No tiene habitaciones comunicadas?
—Nada en absoluto, lo siento. Claro que si quiere puedo colocarlos a todos en una habitación. Tenemos una con tres camas. Podemos añadir otra.
—No, ya basta. ¿No tienen dos habitaciones disponibles?
—Sí —sonrió el hombre—. ¿Quiere rellenar la ficha del registro?
Mientras Lander cumplía con este requisito, la mano le tembló ligeramente. Esa persona de la puerta… Levantó la mirada dos veces y la cara continuaba presionando contra la abertura. Era una cara vieja, que igual podía pertenecer a un hombre que a una mujer. El ojo parpadeó y soltó un fluido por las comisuras.
Lander terminó de rellenar la ficha y se la entregó al conserje regordete, junto con su tarjeta Master.
El hombre la pasó por la máquina.
—Las habitaciones cuestan cuarenta y dos con cincuenta dólares. Una noche. Hay que dejarlas al mediodía. ¿Quiere firmar aquí?
El hombre estudió el nombre de la ficha del registro.
Lander firmó la cuenta. Después, retrocedió y contempló la puerta lateral. Estaba cerrada.
—Todo listo, señor Dills. —El hombre se agachó y le dio dos llaves—. Los pabellones tres y doce.
—¿Están próximos?
—Bueno, uno está detrás mismo de esta oficina. El otro algo más atrás.
—¿No tiene otros menos separados?
—Esto es todo cuanto puedo hacer por usted, señor Dills. Esta noche hay aquí mucha gente.
—Bien, entonces nada más, gracias.
—Que disfrute de su estancia aquí.
Lander asintió. Abrió la puerta y salió, contento de hallarse fuera de la oficina.
Subió al coche.
—¿Y bien…? —le apremió Ruth.
—Dos pabellones. El tres y el doce.
Su mano vaciló en la llave del contacto.
—¿Qué ocurre?
—Supongo que nada. Probablemente, era la madre de ese tipo.
—¿Qué?
—Una vieja lechuza que me estuvo contemplando un rato. Sí, me asustó un poco. Era… no sé, me estuvo mirando a través de una puerta entornada.
—¡Papá!
Cordelia también estaba asustada.
—Estoy segura de que es totalmente inofensiva —declaró Ruth.
—Sí —concedió Lander.
Puso en marcha el coche y condujo lentamente hacia el oscuro patio; se sintió algo más aliviado al observar otros coches aparcados, contento de que él y los suyos no estuviesen solos en aquel condenado motel.