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Neala O’Hare redujo la marcha cuando el coche llegó a una curva de la angosta carretera. El sol del atardecer ya no brillaba a sus espaldas. Los altos árboles proyectaban sus sombras a través de la carretera, ocultándola. Se quitó las gafas de sol.

—Por favor, ¿quieres guardarlas en la guantera?

Sherri, sentada junto a ella, cogió las gafas y abrió la guantera.

—¡Cristo, me estoy muriendo de hambre! ¿Crees que tropezaremos con algún McDonald’s?

—Llevo un bocata en la mochila…

—¿Bocata? No, gracias, prefiero…

De repente, soltó un respingo.

Neala también lo vio. Frenó bruscamente.

Su amiga alargó la mano contra el parabrisas cuando el coche se detuvo.

Ante ellas, la cosa sin piernas se arrastraba por la carretera gracias a unos brazos poderosos y peludos.

—¿Qué diablos es esto? —musitó Sherri.

Neala sacudió la cabeza.

De repente, la cosa se enfrentó a ellas.

La mano de Neala apretó el volante. Estupefacta, intentaba imaginar qué era lo que estaba viendo. Apenas parecía el rostro de un hombre.

La cosa dio la vuelta. Empezó a arrastrarse hacia el coche.

—¡Vámonos de aquí! —gritó Sherri—. ¡De prisa! ¡Atrás!

—¿Qué es esto? —preguntó Neala.

—¡Vámonos!

Neala hizo retroceder el coche lentamente, y sólo lo suficiente para mantenerlo separado de la cosa que se iba acercando. No podía apartar la vista de aquel rostro hinchado.

—¡Pásale por encima! —gritó Sherri.

—No puedo —negó Neala, sacudiendo la cabeza—. Es un hombre. Creo que es un hombre.

—¿Y qué importa? Por favor, pásale por encima y salgamos pitando de aquí.

La cosa se incorporó, balanceándose sobre su torso, y separando los brazos. Miraba a Neala con una mueca burlona.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Sherri.

La cosa buscó algo en la abertura de su chaqueta de piel. ¿Un bolsillo? Sacó una mano humana cercenada, le besó la palma y la arrojó. La mano voló hacia Neala. La joven agachó la cabeza, sintió la mano en su cabellera y se apartó a un lado. La mano cayó en el hueco entre los dos asientos.

La cosa sin piernas cruzó la carretera y desapareció en el bosque.

Neala miró la mano, sus dedos curvados, sus uñas pintadas de color coral, la franja de piel blanquecina donde había habido una sortija de boda. Se inclinó, y se asomó por la portezuela para vomitar fuera. Cuando lo hubo hecho, volvió con su amiga.

—Vamos a deshacernos de eso —indicó Sherri.

—Yo…

Gruñendo de furor, Sherri cogió la mano por los dedos y la arrojó fuera del coche.

—¡Dios mío! —exclamó, restregándose furiosamente la mano contra sus pantalones cortos.

Cuando Neala aceleró, su mente fue repitiendo el incidente una y otra vez, como si necesitase buscarle algún sentido. Pero por mucho que se concentrara, aquello no concordaba con ninguna norma establecida. Lo ocurrido pertenecía a una pesadilla, no a una tranquila carretera de Yosemite.

Se alegró al ver una población delante, no mucho mayor que un pueblo, en una zona donde los núcleos habitados estaban muy esparcidos.

—Tal vez haya una comisaría de policía —comentó.

—No pensarás parar, ¿eh?

—Tenemos que contárselo a alguien.

—Díselo al Padre Higgins, por favor. Ya se lo dirás en confesión. ¡Jesús, larguémonos de aquí!

—No podemos olvidarlo…

—¿Olvidarlo? Cada vez que cierre los ojos veré ese ser tan repulsivo… —Sherri ladeó la cabeza como para rechazar una visión repugnante—. Dios, jamás lograré olvidarlo. Pero no tenemos porqué ir pregonándolo por ahí… Guardémoslo para nosotras. Es ya agua pasada, ¿de acuerdo?

Habían dejado atrás las primeras construcciones. Delante, Neala vio un establecimiento atrayente, el Terk’s Diner, y el Sunshine Motor Inn.

—¿Por qué no nos detenemos a cenar? —propuso Neala.

—Oh, no…

—Vamos. Ya es tarde. Y dijiste que te morías de hambre.

—He perdido el apetito.

—Por favor. Necesito salir del coche y relajarme un poco. Intenta olvidarlo todo. Tenemos que hablar de ello. Además, no sé cuándo encontraremos otro restaurante.

—¿Llamas a esto un restaurante?

—Bueno, es la clase de locales que te gustan. Probablemente, lleno de «tipos» raros y cucharas llenas de grasa —añadió Neala.

—Está bien. —Sherri logró sonreír—. Pero guardemos lo de esa «cosa» sólo para nosotras.

Neala llevó el coche hacia la zona de grava, que servía de aparcamiento, y cerró el contacto.

—Bajemos las ventanillas —dijo—. Cuando salgamos de aquí ya habrá oscurecido.

Bajaron la capota, cerraron las ventanillas, y después las portezuelas. Antes de cruzar la grava, Neala se desperezó. Estaba entumecida de estar todo el día en el coche. De puntillas, con los hombros hacia atrás, experimentó la delicia de sus músculos distendidos. El movimiento tensó la blusa en su pecho. Le gustaba el roce de la tela contra sus pezones, y pensó en el tiempo que llevaba sin sentir el ávido toque de los dedos o la lengua de un hombre en sus senos.

Tal vez en Yosemite, si tenía suerte.

Conocer a un rudo montañés.

Y también uno para Sherri. Se dijo que no debía ser egoísta.

—Ya vuelvo a sentirme casi humana —observó, reuniéndose con Sherri detrás del coche.

Atravesaron la grava hacia la entrada del restaurante. Sherri empujó la mampara y entraron en el local.

A Neala le gustó aquel calor. Y los aromas familiares le hicieron desear una hamburguesa con queso y patatas fritas.

—¿En el mostrador? —sugirió, al ver un par de taburetes vacíos al final de la barra.

—Tomemos una mesa —propuso Sherri, sorprendiendo a su amiga.

Generalmente, Sherri prefería los mostradores, donde podía entablar conversación con desconocidos. Por lo visto, esta noche era distinto.

Se instalaron en una mesa lateral, una frente a la otra. Los ojos de Sherri buscaron brevemente los de Neala y después los bajó.

—Anímate, chica —exclamó Neala.

—Seguro…

—No estés tan preocupada, por favor.

—Oh, ¿cómo quieres que esté?

—Quiero que seas la chica que todos conocemos y admiramos.

Estas palabras no arrancaron ninguna sonrisa en Sherri.

Neala necesitaba esa sonrisa. Jamás se había sentido tan aturdida, tan sola. Sherri debía de pasarlo muy mal para estar tan callada, tan absorta.

—¿Te ayudará que te pida disculpas? —continuó Neala.

—No fue culpa tuya.

—Sí, fue idea mía la de venir hacia aquí.

—Pero aquel ser no fue idea tuya —remachó Sherri.

—Está bien, olvídalo.

Se acercó la camarera y dejó unos vasos de agua en la mesa.

—Siento haberlas hecho esperar —murmuró, entregándoles los menús.

Se alejó, mientras empezaban a leer los menús. Generalmente, comentaban los platos que se ofrecían, y a veces decidían repartirse una ración de patatas y aros de cebolla frita, o discutían sobre si debían beber vino o batidos de leche. Esta noche estaban muy calladas.

Neala apartó una mota de comida amarillenta de la carta, y luego lamentó haberla tocado.

La camarera volvió a la mesa.

—¿Ya se han decidido?

Neala asintió.

—Tomaré uno de sus Terkburguesas especiales y té helado.

Contempló a la mujer demacrada, de rostro serio, mientras ésta garabateaba lo pedido.

«¿Nadie sonríe esta noche? —pensó la joven—. Esa muchacha debería de ser tan feliz como una calandria con un anillo como el que lleva en la mano».

—Pastel de queso fundido —pidió Sherri—. Patatas fritas y una Pepsi.

La camarera asintió, cogió los menús y se marchó.

Sherri la vio irse frunciendo el ceño.

—¿Te fijaste en su anillo? —preguntó Neala, intentando arrancar a su amiga de su humor sombrío.

—¿Cómo podía dejar de fijarme? Si casi me dejó ciega.

—¿Crees que es de vidrio?

—A mí me pareció bueno. Claro que no soy ninguna experta en joyas. Además, dejé mi lupa de joyero en casa.

Neala rió ante aquella broma y observó la sombra de una sonrisa en el rostro de Sherri.

—Sí, parece un anillo de boda —añadió.

—En el dedo equivocado. En la mano inadecuada. Probablemente, no le entra donde debería llevarlo.

—¿Esa mujer? Si no tiene más que huesos…

—Tal vez sea un anillo de amistad —sugirió Sherri—. Me gustaría tener un amigo de esta clase. Dinero a manos llenas. Si fuera esa camarera, me largaría de este local en menos de dos segundos, cogería a ese fulano y me iría a la gran ciudad.

Cuando la mujer les sirvió la cena, las dos amigas le contemplaron la mano.

—¿Qué opinas? —quiso saber Neala cuando se hubo marchado.

—Creo que es bueno.

Neala mordió su Terkburguesa: una pasta grasienta untada en un panecillo de semilla de sésamo. El jugo se escurrió por su barbilla. Se la limpió con una servilleta.

—Delicioso —alabó, con voz apenas audible.

—Digo lo mismo de lo mío —corroboró Sherri.

Los aros de cebolla colgaban por ambos lados de su bocadillo.

—¡Olerás a cebolla!

—¿Acaso piensas besarme? —bromeó Sherri.

—Esta noche no.

—Vaya, yo que lo estaba deseando…

—Seguro que apestarás la tienda. Será mejor que durmamos bajo las estrellas.

—¿Y si llueve? —preguntó Sherri con la boca llena.

—Entonces, nos mojaremos.

—No me gustaría.

—¡Mejor que oler a cebolla en la tienda!

—¿Sí?

Sherri levantó la parte superior de su pan de centeno, pinchó con el tenedor unos aros de cebolla y los dejó en el plato de Neala.

—Pues tú también comerás cebolla. Un seguro contra el mal aliento.

Riendo, Neala puso la cebolla dentro de su bocadillo y se la comió.

No tardaron en vaciar los platos. Neala pensó que tenían que volver al coche, pero por otro lado no lo deseaba.

—¿Algún postre? —preguntó Sherri, como si tampoco quisiera marcharse tan temprano.

—Buena idea.

No era hora de preocuparse por las calorías. Neala nunca se había inquietado mucho por ese aspecto de su dieta, puesto que no le costaba demasiado conservar su figura esbelta. Sin embargo, los pasteles le hacían sentirse culpable. Esta noche, no obstante, no estaría mal posponer los sentimientos de culpa para cuando volvieran al coche.

Pidieron pasteles de nata y chocolate calientes. Se los comieron, disfrutando con el chocolate, un jarabe caliente y espeso, y la nata batida, adornada con nueces partidas.

—Esto pondrá dos centímetros más a mis caderas —se quejó Sherri.

Era varios centímetros más alta que Neala, con hombros anchos, un pecho prominente, y caderas rollizas. No era gorda, pero un par de centímetros más en sus caderas se notarían bastante. Neala decidió no hacer esta observación en voz alta.

—Esta semana perderás la grasa con el trabajo.

—Una manera estupenda de pasar unas vacaciones —observó Sherri—. Moviendo los culos.

—Te gustará.

—Oh, claro que sí. Y me gustaría más si Robert Redford se acercara a nuestra fogata y yo le conquistase con mi agudeza y mi encanto, y él me llevase consigo. Claro que como tengo tan mala suerte, se enamoraría de ti.

—Nos lo repartiríamos.

—¿Lo prometes?

Una vez terminados los pasteles, pidieron café para prolongar más su estancia en el local. Neala pensó que después de tomar el café tendrían que marcharse. De vuelta a la carretera angosta y oscura, y a través del bosque. No podían quedarse en el restaurante toda la noche.

Vio cómo la camarera cerraba la puerta principal. A través de la ventana vio que estaba ya anocheciendo. La grava del aparcamiento era ya de color gris, borrosa. Al otro lado de la carretera, el anuncio de la Sunshine Motor Inn. brillaba con un color desvaído, lo que significaba que al menos había una habitación vacante.

Sus ojos buscaron los de Sherri.

—Oh, no —negó ésta.

—Lo sé. Yo tampoco quiero quedarme… ni deseo irme —suspiró Neala.

—Nos sentiremos mucho mejor cuando hayamos dejado atrás unos cuantos kilómetros.

Neala asintió.

—Pero antes de largarnos, mi menda se va al lavabo.

Mientras Sherri se ausentaba. Neala se tomó otra taza de café. Cuando regresó su amiga, Neala entró en el lavabo.

Al volver a la mesa vio que Sherri ya había estudiado la cuenta. Neala la cogió y se dirigió a la caja registradora. Le tocaba a ella pagar la cena.

La camarera le devolvió el cambio.

—Muchas gracias —agradeció la mujer.

Neala le compró dos caramelos de menta para el camino. Sherri alargó la mano hacia el picaporte de la puerta y trató de girarlo. No se movió. Volvió a probar.

—¡Eh, señorita! —llamó a la camarera. Todas las cabezas se volvieron hacia las dos amigas—. Eh, señorita, esto está atascado.

Los clientes las miraban fijamente. Un par de muchachos les sonrieron de manera torva.

—No está atascado, querida. Está cerrado.

Neala sintió un pinchazo de miedo en los intestinos.

—Pues, bien, si quiere abrir… —pidió Sherri.

—Temo no poder hacerlo.

—¿Sí? ¿Por qué no?

Con una amplia sonrisa, la camarera se volvió hacia los demás clientes… los mismos clientes, Neala se dio cuenta de ello de repente, que estaban en el mostrador cuando ellas llegaron hacía ya mucho rato.

En silencio, cuatro hombres saltaron de sus taburetes.