Ya han pasado dos días desde el comunicado de Moncloa, el ambiente sigue muy enrarecido y en el barrio la gente no hace más que comentar lo que está sucediendo.

Mi cabeza es un cúmulo de sensaciones y de sentimientos, no podría concentrarme ni para hacer un puzle de cuatro piezas. Así que he decidido no ir a trabajar.

«Me duele la tripa, doctora». No me ha hecho falta decirle nada más a mi médico de cabecera: los lunes está muy acostumbrada a dar bajas por gastroenteritis.

No hace ni diez minutos que me ha llamado mi querida jefa para saber qué me pasaba, pero se ha llevado una respuesta bastante borde por mi parte. Me da igual mi trabajo.

Tengo la necesidad de salir a la calle y comprobar con mis propios ojos cómo está todo, si la gente sigue con sus vidas o si soy yo el que está obsesionado con este tema.

Algo dentro de mí me aconseja tomar precauciones; seguramente esté exagerando, pero tengo la necesidad de protegerme a mí y a los míos.

Durante mi recorrido con el coche, me he percatado de la cantidad de gente que está en los supermercados y, para ser un lunes en horario laboral, me parecen demasiados. Veo que hoy la gastroenteritis ha sido la enfermedad del día.

No he podido evitar acercarme para aliviar mi curiosidad y he ido al Mercadona que tengo cerca de casa; conozco a una de las cajeras, ya que hago la compra allí.

—Hola, Michelle, ¿cómo va la mañana? Veo que bastante ajetreada, ¿no?

—No me hables… llevamos toda la mañana despachando como locas. ¿Te puedes creer que nos han dejado ya dos veces sin agua de garrafa?

—¿Y eso?

—Pues suponemos que es por lo de las noticias. Ya sabes que en cuanto la gente siente miedo, lo primero que hace es lanzarse a los supermercados a llenar sus despensas. Son muy exagerados, ¿no crees?

—Bueno, no te creas, eh. Lo último que ha llegado desde Alemania desde luego no pinta nada bien, aunque llevarse las garrafas por cajas me parece exagerar. Ya me voy para casa. Que te sea leve el día, Michelle.

—Gracias, chiqui. Hasta luego, guapo.

En casa no sé qué hacer. A estas horas debería estar «dándole a la tecla» en la oficina, y una mañana de lunes en casa aburre bastante.

No quiero poner la tele por no agobiarme más, pero mi lado masoca me hace encenderla. Afortunadamente, no están dando nada del «caso virus», sólo la programación matinal destinada a las amas de casa.

Suena el teléfono, es Lorena.

—Hola, niño, ¿cómo estás esta mañana? He leído el mensaje que me mandaste, veo que te has escaqueado del trabajo.

—Bueno, sí, no quería ir. Llevo dos días sin dormir y estoy nervioso, no me apetece ver las mismas caras de siempre. Además, no tengo cabeza para estar concentrado en lo que tengo que hacer en la oficina.

—Qué morro tienes. Bueno, también te llamaba para decirte que esta tarde he quedado con David, por si te quieres venir también. Me apetece mucho verte.

—A mí también me apetece. ¿Así que al pobre David le han dado unos días libres? El hombre trabaja más que un tonto, no debe de haber más periodistas en España.

—Sí, por lo visto no estaba en condiciones de ir. Me ha dicho que está bastante «tocado».

—Lorenita, te veo esta tarde, ¿vale?

—Vale, no tardes.

Ya son las siete y media de la tarde. Hemos quedado con David en un bar de la avenida de la Albufera, en Vallecas.

He tenido que aparcar un poco lejos del bar, justo en la misma calle del estadio del Rayo Vallecano. Pero no me queda otra si quiero llegar a tiempo, la zona no es que sea demasiado buena para el estacionamiento.

Antes de entrar al bar miro por el ventanal y allí está, sentado tomándose una cerveza. Solo.

Lo primero que me llama la atención es su aspecto. Barba de varios días, ojeras y el rostro un poco pálido. Su mirada esta fija en la bebida, como si todo lo de su alrededor no existiera.

Entro y al tocarle en el hombro casi tira el vaso. Le he asustado, se vuelve y dirige su mirada a la mía. Sus ojos están enrojecidos por el cansancio.

Me estrecha la mano volviéndose hacia la barra para volver a agarrar el vaso.

—Hola, Alfonso. Perdona, no te había visto llegar.

—No pasa nada, David. ¿Qué tal estás? Te veo un poco desmejorado.

—Es que llevo más de dos días sin dormir, y las pocas veces que lo he conseguido las pesadillas me han hecho despertarme sudando y muy asustado.

—Bueno, chico, deberías cogerte unos días en el curro, al final acabarás hablando con los árboles del parque.

—Es que he visto imágenes muy duras, Alfonso, imágenes que a vosotros se os están ocultando, y todavía no sé por qué.

Justo en ese momento aparece Lorena por la puerta. Al bajar los tres escalones que dan acceso al bar, provoca las miradas lascivas de los parroquianos. Lleva un vestido negro que le llega por debajo de las rodillas y ensalza su esbelta figura. El abrigo lo lleva en la mano, seguro que es porque la boca del metro está justo en la puerta del bar y ahí abajo está puesta la calefacción bastante alta. Unas botas negras con algo de tacón completan su atuendo, perfectamente conjuntado como siempre.

Observo cómo la siguen con la mirada hasta que llega a mi posición, y cuando me da un beso, todos giran sus cabezas rápidamente hacia sus vasos como si fueran absurdos robots.

—Hola, Lorena, ¿cómo estás? —pregunta David dándole dos besos a su amiga rubia.

—Acalorada, no veas cómo está la calefacción en el metro.

—David estaba hablando de unas imágenes que le han mandado desde Alemania —le explico mientras hago un gesto con la mano al camarero para que venga a tomar nota.

—¿Qué tipo de imágenes? —pregunta Lorena intrigada.

—Imágenes que no podrías imaginar, Lorena. Mejor que no sepas más, sé que tú eres muy sensible y luego tienes malos sueños. Y os voy a decir una cosa a los dos —prosigue David—: Todo eso dentro de poco se verá en Francia, y en unos días, en nuestras calles. Debemos tomar medidas, Alfonso, ya que nosotros sabemos algo más que el resto de la gente.

—¿Medidas en qué sentido, David? —pregunta Lorena.

—Coger provisiones, las suficientes como para poder estar una temporada sin salir prácticamente de casa hasta que todo esto pase.

—¿Propones que compremos comida y bebida y encerrarnos en un sitio a esperar? ¿Y nuestras familias? —Lorena plantea la pregunta con un claro gesto de sorpresa y duda.

—Nuestras familias serán avisadas igualmente, Lorena, pero comprende que con todo el mundo junto en una misma casa sería prácticamente imposible garantizar un mínimo de calidad de supervivencia.

Nos quedamos en silencio, lo que acaba de decir no es ninguna tontería. Mi preocupación va en aumento, más de lo que ya lo estaba. Si el propio David nos cuenta este tipo de cosas, que las conoce de primera mano, podemos asustarnos y esta vez con razón.

La televisión del local se confunde con las voces que la gente da entre cerveza y cerveza, aumentando la incertidumbre entre nosotros.

—Alfonso, te lo diré una sola vez y quiero que me respondas pensándotelo muy bien. ¿Qué te parecería si nos quedáramos en tu casa todos, las chicas y Cristian, hasta que pasara lo más gordo? —David rompe el silencio bruscamente con una pregunta directa.

—Puf, David, me pides que llenemos mi casa de alimentos y garrafas de agua, y que permanezcamos atentos a la jugada. Creo que me lo tengo que pensar bastante.

—Pues a mí me parece una buena idea, David —comenta Lorena—. Yo me apuntaría sin problemas, mis padres son ya mayorcitos como para cuidarse ellos solos. Además, no creo que les dé por salir si de verdad viene el virus ese hacia aquí.

—Bueno, supongamos que digo que sí, ¿tú estás seguro de que Cristian, Marta y Soraya aceptarían dejar sus casas para venirse con nosotros?

—Pues creo que sí. Soraya vive sola, Cristian se apunta a un bombardeo y la duda es Marta, no sé qué dirá ella. Yo me encargo de llamarles, Alfonso, no te preocupes —dice David apurando su cerveza.

Y apenas sin terminar de decir la frase, el camarero del bar sube repentinamente el volumen de la tele. En ella, se producen una serie de imágenes que están emitiéndose con el cartelito en la parte superior izquierda que reza «directo», y en esas imágenes se puede ver lo que David trataba de contarnos.

Centenares de personas caminan por las calles de París, aparentemente sin un rumbo fijo y con unas ciertas dificultades al andar. Pero lo sorprendente es que se aprecia a la policía disparándoles a discreción sin apenas afectarles lo más mínimo, sólo alguno cae ante la fuerza de las balas.

Absolutamente todo el bar mira perplejo al plasma. Una reportera informa en directo micrófono en mano y, mientras habla, las imágenes van saltando entre varias ciudades europeas, pero sin cambiar el contenido.

En todas ellas, esas personas renqueantes son abatidas por los disparos de la policía. La reportera informa de que todos los países europeos cercanos a Alemania están completamente infestados de las personas «reanimadas» después de caer víctimas del virus. Han parado fábricas, colegios, comercios… todo. Es el caos.

Mientras repiten una y otra vez las imágenes, el bar entero ha entrado en estado de shock. Nadie habla, incluso gente que pasaba por la calle mira por los cristales del local. No sé qué decir; después de lo disparatada que me ha parecido la oferta de David de permanecer juntos, ahora no me lo parece tanto.

Pagamos las consumiciones aunque perfectamente nos podríamos haber marchado del local sin pagar, el camarero no quitaba ojo de las impactantes imágenes.

—David, creo que ya me lo he pensado mejor, me parece buena idea que vayamos a mi casa. Pero antes vayamos al súper a por la comida y la bebida, espero que no hayan arrasado con todo.

Salimos del bar como alma que lleva el diablo en dirección a los coches. Lorena viene conmigo y David viene detrás con el suyo. Estamos cerca de mi casa y del supermercado, pero nunca un camino tan corto me pareció tan largo.

De camino al súper, Lorena se ha encargado de llamar a Cristian. Por suerte también ha visto las imágenes, ya que han interrumpido la programación en todos los canales. No ha dudado ni un minuto en unirse a nuestro plan, y mientras hablaba con ella ya bajaba por las escaleras de su casa.

El Mercadona está frente a nuestros ojos y lo primero que vemos son las interminables colas en las cajas; la gente acumula varios carros y parece que tardaremos un poco en salir de allí. Es impresionante ver cómo la gente responde ante una situación de emergencia, no hace ni media hora que salió la noticia y ya están ahí.

Finalmente hemos tenido suerte, el almacén que tienen es bastante grande por lo que reponen género constantemente.

Hemos hecho una megacompra: cada uno de nosotros ha llenado fácilmente un par de carros, sobre todo de garrafas de agua y latas de conserva, que es lo que más tarda en caducar. También hemos comprado bastantes pilas y herramientas, y Lorena se ha emocionado con las velas. Dice que nunca se sabe si nos quedaremos sin luz en algún momento.

Menos mal que tienen servicio a domicilio, porque si no, no sé cómo hubiéramos metido todo eso en el coche.

Al volver a casa, observamos como mucha gente carga maletas y enormes cajas atropelladamente en sus coches. Están abandonando la ciudad.

No sé si es la decisión más acertada: si todo el mundo toma la misma determinación, colapsarán las salidas de la ciudad y nos pondrán en peligro a todos.

Ya estamos en casa, y lo primero que hago nada más llegar es poner el canal veinticuatro horas de informativos a la espera de alguna novedad o algún comunicado del Estado.

Dios mío, esto no puede estar pasando.