El helicóptero sobrevuela la zona donde Iker y Paco se encontraban hace apenas unos minutos. Ahí abajo sólo veo muerte por todos lados, pero un detalle me hace prestar más atención.
—Carolina, acércate un poco al autocar —le pido a mi compañera.
—¿Has visto algo? —pregunta ella.
—Uno de los cuerpos va vestido de militar, pero no logro distinguir quién es.
En ese momento suena la radio, es Iker.
—Volvemos al estadio. Dirigíos al césped y esperad nuestra llegada. Sólo hemos conseguido un transporte. Hemos perdido a Víctor.
Según escuchamos sus palabras, podemos comprobar de primera mano que sus malas noticias son ciertas. Entre tanto cuerpo tiroteado se encuentra el de Víctor, tendido boca arriba y con un tiro en la cabeza. Aún mantiene el arma en su mano derecha.
Compruebo el motivo del disparo: una herida le cubre media pierna, seguramente del mordisco de algún infectado.
El silencio se apodera del helicóptero, apenas noto el ruido del motor que producen las hélices. Carolina contempla la imagen sin apenas pestañear, una leve sonrisa le brota de la cara.
—No te preocupes, Alfonso, él ya está bien y con su gente. Pronto podrás comprobarlo por tus propios medios.
—¿Lo has visto? —pregunto nervioso.
—Desde el momento en que cayó. Ahora vámonos al estadio.
El helicóptero coge altura y vira en dirección al Bernabéu. Mientras, mantenemos comunicación por radio con el autocar.
—Teniente, ¿necesita apoyo aéreo para su entrada al estadio? —pregunta Carolina.
—Negativo. Diríjanse al estadio y avisen de nuestra llegada.
—Pero, teniente, tendrán problemas, son muchísimos los que están allí concentrados —insiste ella.
—He dicho que se dirijan al estadio. Es una orden —contesta malhumorado.
Carolina obedece de mala gana, aumentando la velocidad para llegar cuanto antes.
—Es un testarudo, yo ya le he avisado —protesta.
Poco a poco nos aproximamos al Santiago Bernabéu, es impresionante la enorme concentración de cadáveres andantes que pueblan las calles adyacentes. La zona donde se encuentra el portón de entrada al garaje está repleta de ellos, realmente lo van a tener muy complicado.
Después de casi una hora de arriesgada misión, por fin descendemos hasta el destrozado césped del estadio. Un grupo de militares corre hacia nuestra posición protegiéndose del tremendo vendaval que provocan las aspas del aparato.
Lentamente, el motor muere y, con él, las revoluciones de la hélice.
—¿Cómo ha ido todo? —pregunta uno de los militares.
—Sólo hemos conseguido uno de los transportes, viene de camino —respondo.
—¿Y los compañeros? ¿Están todos bien? —insiste el militar.
—Lamentándolo mucho, no. Hemos perdido a Víctor. Lo sentimos mucho —responde esta vez Carolina.
Todos se miran entre sí sin dar crédito a lo que acaban de escuchar. Uno de ellos se agacha mirando al césped tratando de disimular el llanto; es Iván, compañero de habitación de Víctor y buen amigo. Los demás guardan un respetuoso silencio por el caído, alguno mira al cielo tratando de pedir explicaciones a un Dios que les ha abandonado.
—Lo siento mucho, Iván, de verdad. Pero ahora tienes que ser más fuerte que nunca, nos queda lo peor y el autocar viene por la Castellana en dirección al estadio, en cuestión de minutos estarán aquí —intento animar al chaval.
—Venga, vámonos al garaje, todo el mundo está ya preparado ahí abajo —grita Iván, tragándose las lágrimas y poniéndose de nuevo en pie.
Todos salimos corriendo hasta la entrada al túnel de vestuarios para bajar al aparcamiento, pero antes de salir del campo observo cómo Carolina aún permanece en el helicóptero.
—¡Venga! Date prisa, Carolina —le grito.
—Ya voy, estaba dejándolo todo preparado —contesta.
La espero apoyado en la entrada, se acerca por fin a paso ligero y con cara de circunstancias.
—¿Se puede saber qué es eso de «dejándolo todo preparado»? —pregunto intrigado.
—Ya lo sabrás… aunque deberías saberlo ya —contesta bastante borde.
Baja las escaleras sin esperarme y, tras ella, abandono el césped, quizá haya sido la última vez que lo vea.
Llegamos al garaje, todos los supervivientes se encuentran apostados tras los tanques y el camión cisterna con su fusil en la mano. Cada uno de ellos porta una mochila y en sus caras se muestra el vivo reflejo del pánico. Sus ojos desprenden miedo, incertidumbre. Muchos de ellos no pueden disimular el temblor de sus piernas o el castañetear de sus dientes.
Los niños están subidos en un pequeño altillo que servía para almacenamiento de material de entrenamiento del equipo. Me parece bien que estén ahí: si todo sale mal, al menos tendrán una oportunidad de salir con vida.
Lorena me busca con la mirada, ha oído el helicóptero y sabe que ya estamos en el estadio. La bajada de los militares la ha puesto aún más nerviosa si cabe. No quiero hacerla sufrir más y me dirijo hacia ella, está junto a mi familia.
—¿He tardado mucho? —la sorprendo llegando por la espalda.
—¡Alfonso! —grita abrazándome.
Los demás se acercan, y con ellos, algún superviviente para enterarse de cómo ha ido todo allá fuera.
—Dime que todo ha salido bien, Alfonso, por favor —me pregunta Lorena angustiada.
—Tenemos transporte, pero sólo viene un autocar, el otro ha sido imposible. Ya vienen a por nosotros, cariño.
El murmullo se expande por todo el garaje a la velocidad de la luz, todos comentan con el de al lado la nueva noticia del éxito de la misión.
Iván se sube a uno de los tanques y levanta los brazos pidiendo silencio.
—Atención todo el mundo. En cuestión de cinco minutos entrará el autocar que nos sacará de aquí de una vez por todas. Sólo viene uno por razones que no vienen al caso, por lo que viajaremos un poco incómodos y tratando de llevar con nosotros sólo lo estrictamente necesario. Tenemos a un compañero apostado en la parte más alta del estadio que da al paseo de la Castellana; en cuanto vea aparecer el transporte, me avisará por radio y comenzará el baile. Todo lo que hemos aprendido estos días tenemos que ponerlo en práctica, no podemos fallar o todo se habrá acabado. ¿Entendido?
Todo el mundo asiente con la cabeza. Alguno no puede soportar la presión y se sienta en el suelo, derrumbado; otros amartillan su arma con ganas de que empiece el espectáculo.
Me vuelvo hacia los míos para dirigirles las últimas instrucciones.
—No os hagáis los héroes, el cementerio está lleno de ellos. Javi, Pedro, Cristian y yo permaneceremos en primera línea. Marta, Araceli, Lorena y Soraya, quedaos con vuestro fusil detrás de nuestra posición y disparad en caso de que entren infectados al garaje. Y tú, mamá, súbete con los niños al altillo, por favor.
—Creía que no podía, Iker dijo que los adultos permaneciéramos juntos —responde mi madre.
—Iker no está aquí. Súbete con ellos, anda —le respondo.
Y tras darle un beso y un largo abrazo, la ayudo a subir con los niños, quienes se alegran profundamente de contar con la visita de la abuela. Aunque no estaban solos, mis perros y el gato de Javi, que acaba de llegar asustadísimo, ya les estaban haciendo compañía.
De pronto, una señal de radio alarma a Iván.
Ggggggggggggiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii
—Aquí Joe desde la torre dos. El transporte se aproxima por la Castellana. Bajo hasta vuestra posición. Preparaos para abrir el portón en cinco minutos.
—¡Ya lo habéis oído, todos preparados! —grita Iván muy nervioso.
La gente corre hacia sus posiciones y con su fusil apuntan hacia la puerta que da salida al exterior.
Inmediatamente bajo del altillo para unirme a mis compañeros, amartillo mi fusil y compruebo que está cargado. Un sudor frío me recorre la mejilla, el temblor de mis manos apenas me deja centrarme en un punto fijo con la mirilla de mi arma.
Carolina apunta firme en la misma dirección que casi doscientas almas, y los niños se agachan instintivamente para protegerse de algo que aún no saben qué es.
Se puede escuchar perfectamente en el exterior cómo los gemidos de los infectados aumentan considerablemente, el autocar debe de estar aproximándose. El ruido comienza a ser aterrador, una mezcla de desgarradores gritos muertos y de pies arrastrándose al unísono.
Se escucha un claxon bastante grave. Es el autocar, es la señal de apertura de puertas.
Dos militares quitan las barras de acero que refuerzan el portón y tiran de él para abrirlo. Lentamente se eleva, proyectando una brillante luz solamente entorpecida por un enjambre de pies que van de un lado a otro.
La puerta ya está casi a la mitad de su altura cuando los primeros infectados entran como fieras al interior del garaje.
Una ensordecedora ráfaga de disparos sale de los fusiles derribando a la mayoría de ellos. Muchos han hecho blanco en sus cabezas, otros sólo han conseguido desplazar unos metros los cuerpos que después vuelven a levantarse.
El autocar se abre paso entre los cuerpos aplastados que van dejando tras de sí sus enormes ruedas. En él se puede apreciar cómo Paco conduce e Iker dispara indiscriminadamente a las cabezas de los podridos.
La avalancha de cuerpos que sigue al autocar es inmensa, da miedo verles avanzar tratando de entrar por todos los medios al garaje.
El autocar gira, intentando ocupar la mayor parte posible de la entrada para evitar que sigan entrando más infectados, pero colisiona con uno de los muros laterales provocando un enorme desconchón.
Los disparos no cesan. Alguno trata de cargar inútilmente de nuevo su arma, pero los nervios le juegan una mala pasada.
Unos cien muertos entran en tromba, provocando la retirada de algunos de los supervivientes que, presas del pánico, huyen escaleras arriba.
Pero las puertas están cerradas por Iván en un gesto de prepotencia, seguro de que la misión saldría perfectamente.
—¡Son demasiados! ¡La gente está asustada, no lo conseguirán muchos de ellos! —grito a Iker, que sigue disparando sin parar.
Nadie me presta atención. Algunos infectados ya han alcanzado a varios compañeros que tratan de librarse de ellos dándoles culatazos con su arma, pero ya es demasiado tarde. Entre forcejeos, suenan gritos de dolor, están siendo mordidos salvajemente. Otros infectados se unen al festín ante la atónita mirada de los demás supervivientes, que han dejado de disparar ante el terrible espectáculo de sangre y dolor que están presenciando.
—¡Seguid disparando! —grita Iván desesperado.
En ese momento le alcanza un infectado, mordiéndole en el cuello y provocándole un desgarro espeluznante. Iván cae literalmente muerto, la herida le ha seccionado la yugular. Ya en el suelo, varios infectados dan buena cuenta de él.
Los disparos vuelven a retumbar en la sala. Algunos utilizan el modo de repetición en sus fusiles para intentar derribar al mayor número posible de infectados, desperdiciando así muchísimas balas.
Me vuelvo y veo que Lorena ha soltado su fusil y se encuentra agazapada en un rincón con los ojos completamente desorbitados. Voy hacia ella cuando, de pronto, el silencio se apodera del lugar.
Busco con la mirada a Carolina, pero no la veo, sé que algo me trata de decir.
«Alfonso, esto fue lo que viste aquel día y este es el dolor que sentiste. No podemos hacer nada por ellos. Tenemos que salir de aquí, nos vemos en el campo».
El ruido vuelve a retumbar en mis oídos. El mensaje de Carolina no deja lugar a dudas, todo ha salido mal y la misión ha fracasado, pero me resisto a abandonar a mi familia.
Cojo de la mano a Lorena y le obligo a incorporarse, subo con ella por las escaleras que dan a la puerta de salida del garaje y la dejo apoyada en la pared.
—Ni se te ocurra moverte de aquí bajo ningún concepto, ¿me has oído?
—Va… vale… —responde sin poder apenas articular palabra.
Salgo corriendo escaleras abajo, disparando esta vez con las pistolas a todo infectado que trata de morderme.
Subo al altillo, los niños y mi madre están tirados en el suelo tapándose la cabeza con las manos a modo de protección.
—¡Mamá! Veníos conmigo, ¡rápido! —Les tiendo la mano para ayudarles a incorporarse.
Todos me sigue agachados ante los disparos, trato de proteger con mi cuerpo a los niños. Suben hasta donde está Lorena, que sigue paralizada por el miedo. Rubén la abraza en un bonito gesto de cariño.
—¡La puta puerta está cerrada! ¿Pero quién coño la ha cerrado? —grito nervioso—. ¡Apartaos!
Apunto a la cerradura y disparo varias veces hasta destrozar la puerta, luego doy una patada para abrirla del todo.
—¡Venga, id al campo a toda prisa y no miréis atrás! —les ordeno gritándoles.
Salen corriendo hacia el campo.
Araceli se ha percatado de mi acción y abandona su puesto para intentar subir también. Su reacción le hace bajar la guardia y un infectado la aborda sin que se dé cuenta, mordiéndole en el antebrazo derecho y provocando que deje caer su arma por el dolor.
Inmediatamente apunto a la cabeza del muerto y le derribo sin contemplaciones.
—¡Araceli!
Corro hacia ella. Permanece agachada agarrándose la herida y llorando desconsoladamente.
—Alfonso, ¡me han mordido! ¡Estoy muerta! —grita despavorida.
Trato de taponarle la herida, pero no deja de sangrar. No sé qué decirle, la ayudo a levantarse.
Pedro se acerca sin dejar de disparar y, al observar el brazo de su mujer, baja el arma en un gesto de desolación.
—Pedro, súbela al campo, están allí los niños. Aquí ya no tenemos nada que hacer —le digo.
—¡Joder, Araceli, no me jodas, ahora no! —protesta Pedro. La coge en brazos y sube las escaleras a trompicones abandonando rápidamente el garaje.
Intento buscar a mi hermano, pero no lo veo. Cientos de infectados abarrotan todo, los disparos cada vez son más esporádicos. Muchos han caído y los muertos se están pegando un buen festín a costa de ellos, por lo menos permanecen distraídos durante unos instantes.
Subo al altillo para poder hacer mejor blanco y comienzo a disparar uno a uno intentando no fallar. Por la mira telescópica apunto a la cabeza de una mujer que anda trastabillando, tiene un buen desgarrón en su pierna. Su ropa me suena mucho. Al girarse hacia mí el corazón me da un vuelco: es Soraya.
—Dios mío, Soraya… —susurro angustiado.
No me queda más remedio que poner fin a su sufrimiento. La bala sale de mi cañón a una velocidad endiablada, alojándose en lo más profundo de los pensamientos de la que era una de mis mejores amigas. Cae fulminada ante un espectáculo dantesco de sangre y cerebro esparcidos por todos lados.
—Lo siento mucho, Sory.
No puedo evitar llorar, esto es demasiado duro. Ya tuve que hacer lo mismo con mi padre y no tardando mucho tendremos que hacerlo con Araceli.
Las lágrimas no me dejan ver con claridad, trato de secarlas con la manga de mi jersey. Por fin puedo distinguir en un rincón a mi hermano, está bien protegido tras uno de los blindados pero sin poder disparar.
La única manera que tengo de llamar su atención es disparando cerca de él.
Apunto al lateral de la pared donde está apoyado, lo suficientemente lejos como para no cometer el error de alcanzarle. Disparo y la bala se incrusta en el ladrillo provocando un desconchón en la pared.
He logrado llamar su atención; mira hacia todos lados en busca del tirador hasta que el movimiento de mis brazos agitándose le hace fijarse por fin en mí. Con señas le hago entender que venga hacia mi posición lo más rápidamente posible y parece que me ha entendido.
Le cubro en su huida, disparando a todo infectado que trata de agarrarle para arrancarle la vida. Sube corriendo al altillo y se agacha a mi lado, yo hago lo mismo, aún permanece con su arma pegada al pecho, su respiración es muy agitada.
—Cristian… Cristian ha muerto —me comenta a duras penas.
—No me jodas, Javi. ¡Esto es una carnicería! ¡Maldita la hora en que se nos ocurrió esta mierda de plan!
Los dos permanecemos en silencio. Ya apenas me salen lágrimas, el sentimiento que inunda mi corazón me confunde, no sé distinguir entre el dolor y la tristeza. Siento rabia e impotencia, no he sido capaz de salvarles ni de ayudarles si quiera. Todo ha acabado para nosotros, no tenemos ninguna posibilidad de sobrevivir, ninguna.
Me incorporo levemente para ver cómo está la situación, y lo que ven mis ojos es lo que me imaginaba: centenares de cuerpos vagan a sus anchas por todo el garaje, apenas se distingue vida entre tanta muerte.
Solamente veo a Iker, que sigue disparando desde lo alto del autocar, ya que el interior del mismo está lleno de ellos, y supongo que Paco formará parte del siniestro grupo de pasajeros.
—Javi, vámonos de aquí. Los demás han subido al campo, tenemos que ir con ellos —le comento a mi hermano.
—He perdido a Kiko, hace un rato que salió corriendo y se ha escondido en algún sitio, se asustó con el ruido de las balas.
—Javi, olvídate del gato y vámonos de una vez —protesto.
Nos levantamos de golpe y nos dirigimos hacia la escalera que sube hasta la puerta de salida. Apenas nos quedan unos metros cuando un grito me llama la atención: es Iker. Desde su posición nos hace señas, no le entiendo muy bien pero parece que quiere que le esperemos.
—¡Alfonso! —grita desesperado.
—¡Iker! Intenta llegar hasta nosotros —le contesto gritando.
No puede bajar del autocar, está rodeado, cientos de muertos alzan sus brazos al cielo para intentar hacerse con el apetitoso cuerpo del teniente Salvatierra. La única salida que tiene es saltar desde el techo donde está hasta uno de los blindados más próximos. Con impulso lo lograría.
—¡Salta al tanque, Iker! ¡Salta! —le grito.
Con un gesto levantando el pulgar, me confirma que me ha entendido y, colgándose el fusil a la espalda, da unos pasos hacia atrás para coger impulso.
Iker pega un buen salto hasta caer sobre la escotilla del blindado; sabe que desde ahí no puede llegar hasta nuestra posición, por lo que decide bajar e introducirse en el tanque.
—¿Qué está haciendo, Alfonso? —pregunta un extrañado Javi.
—Va a venir hasta aquí dentro del tanque. Es muy listo, hermanito.
Efectivamente, el enorme blindado arranca. Unos cuantos infectados se han logrado subir al Leopard, pero la escotilla permanece cerrada. El tanque lentamente comienza a moverse y a tomar nuestra dirección.
Levanto mi fusil para disparar a los viajeros no deseados del tanque que, uno a uno, van cayendo víctimas de mi puntería.
El blindado llega hasta nuestra posición, los infectados ahora vienen hacia nosotros en masa. La escotilla se abre y sale Iker rápidamente, encaramándose sin pausa a la escalera.
—Muchas gracias, chicos. Vámonos de aquí.
Salimos del garaje y nos dirigimos al campo. Algún infectado comenzaba a subir las escaleras torpemente por lo que debemos tener cuidado, tarde o temprano subirán todos aquí.
Lo que nos encontramos a continuación es desolador. Los niños están dentro del helicóptero distraídos, jugando con Carolina como si no hubiese pasado nada. Unos metros más lejos, Araceli permanece tendida sobre el césped, rodeada por Pedro, Lorena y mi madre.
Corremos hacia ellos y me agacho para ver su estado. Está sudando mucho, tiene mucha fiebre. La herida ha dejado de sangrar, pero su aspecto es muy feo.
Pedro le coge una mano y mi madre no para de llorar.
Lorena me mira con ojos de impotencia, están rojos de tanto dejar escapar lágrimas.
Araceli gira su cabeza hacia mí y hacia Javi.
—Siento mucho fallaros, chicos. Pronto me reuniré con Lola y Paula, y con papá. Tengo mucho miedo —comenta entre sollozos.
—No digas eso, Ara, tú no has fallado a nadie, hiciste lo que tenías que hacer —le contesto, tratando de hacerle sentir mejor.
—Por favor, no dejéis que los niños me vean así, y mucho menos convertida en uno de esos monstruos —suplica Araceli.
—No te preocupes, eso no sucederá —contesta Pedro.
Los gemidos comienzan a ser más cercanos, han logrado llegar hasta los vestuarios, sólo es cuestión de minutos que den con nosotros, no tenemos posibilidad alguna. Ahí abajo se ha desatado una autentica carnicería, nadie ha conseguido salir con vida.
—Tenemos que irnos, subid al helicóptero —grita Carolina desde el aparato.
—Un momento, Carolina, no podemos subir así a mi hermana y lo sabes.
—Lo sé, y es duro decidir, pero es ella o todos nosotros —añade fríamente.
—Tiene razón, Alfonso, marchaos, al fin y al cabo yo ya estoy muerta —dice Araceli.
Lorena sube al helicóptero, Javi y mi madre permanecen junto a mi hermana que agoniza. Iker se sube también y se coloca en el puesto de copiloto, no quiere inmiscuirse en un asunto familiar.
—Mamá, no deberías estar aquí, sube al helicóptero, por favor —le susurro al oído.
—¡No! Marchaos de aquí, yo me quedo con ella hasta el final —responde muy segura.
—¿Tú estás loca, mamá? ¡Vamos ahora mismo! —grita Javi muy enfadado.
—Javi, tengo más de setenta años, ya he perdido a dos hijas, a tu padre y a tu tío. No quiero seguir viviendo en este horrible mundo, ya he vivido demasiado, ¿no te parece? —responde tranquila.
—Pero, mamá… no quiero perderte… —le suplico.
—Alfonso, cariño, estoy muy orgullosa de ti, cielo, has logrado poner a salvo a la mayoría de nosotros. Nos has defendido de lo indefendible. Ahora te toca a ti y a tu hermano haceros cargo de todos ellos.
La emoción y la pena apenas me dejan permanecer en pie, no puedo convencerla de que venga, pero sí puedo garantizarle una muerte digna.
—Está bien, mamá, tú lo has decidido así. Pero aquí no te vas a quedar para que sirvas de alimento a esas bestias —comento resignado.
Trato de levantarla del césped a duras penas mientras Pedro coge en brazos a Araceli. Carolina y Lorena tratan de desviar la atención de los niños, pero Sergio no es tonto y no hace más que asomarse por la puerta del helicóptero para ver qué está pasando con su madre.
Pedro corre hacia la grada del estadio para subir con ella a una parte más alta, donde no puedan alcanzarla los infectados. Javi y yo hacemos lo mismo con nuestra madre, pero su torpeza debido a la edad lo hace mucho más complicado.
—¡Pedro! Necesitamos ayuda, no podemos subirla —grita Javi.
—¡Voy! Un momento, Ara, aguanta un poco, por favor —suplica Pedro.
Tiende sobre unos asientos a Araceli y baja rápidamente para echar una mano; entre los tres conseguimos subirla y ahora sólo es cuestión de dejarlas allí a esperar lo inevitable.
—Mamá, por favor, entra en razón y vente con nosotros —pide Javi con lágrimas en los ojos.
—He dicho que no, me quedo con mi hija hasta el final, no me da la gana de que se vaya sola y de esta manera. Marchaos de una vez —comenta muy segura.
—Mamá… por favor… hazles caso… —Araceli tose bruscamente hasta quedarse totalmente quieta.
Pedro inmediatamente toma el pulso de su mujer, sus peores presagios se han cumplido: mi hermana ha muerto.
—¡Joder, no me dejes solo, Araceli! —Pedro llora apoyado en el pecho de ella.
Mi madre apenas deja escapar las lagrimas, ya no le deben de quedar, simplemente coge la mano de Araceli y la acaricia suavemente.
Un nudo me aprieta la garganta y no me deja apenas respirar, la pena que siento no es comparable a nada de lo que haya sentido hasta ahora en mi vida.
Javi permanece de pie mirando fijamente a su hermana fallecida, parece completamente perdido y desorientado, apenas parpadea.
—¡Están subiendo por los vestuarios! ¡Venid de una vez! —grita Iker desde el helicóptero.
—Pedro, se va a volver a levantar en apenas unos minutos y atacará a mi madre, tenemos que hacer algo y rápido. —Y dirigiéndome a mi madre, le suplico—: Mamá, ya has estado con ella hasta el final. Por favor, ella misma te lo ha pedido, vente con nosotros.
—Está bien, pero no dejéis que se convierta en uno de esos monstruos.
Javi y yo ayudamos a mi madre a descender por las escaleras que bajan al césped desde la grada, sólo queda volver al campo y llegar hasta el helicóptero.
—Yo me quedo para terminar con su sufrimiento. Ahora voy —dice Pedro.
—¿Estás seguro de ello? ¿No quieres que lo haga Carolina? —pregunto.
—Estoy seguro, marchaos de una vez —replica Pedro.
Araceli permanece inerte sobre unos asientos azules, su rostro completamente pálido y su pelo rubio rizado revolotean ligeramente por el viento que se ha levantado en Madrid.
Pedro desenfunda su pistola y comprueba si está cargada. Por desgracia, sí lo está. Le dedica unos últimos minutos a su mujer, da una última caricia a su frío rostro para despedirse cuando, de pronto, sus ojos se abren bruscamente inyectados en sangre.
Pedro se echa para atrás instintivamente, cayendo varios asientos abajo y perdiendo su arma. La que antes era mi hermana se abalanza hacia él emitiendo un terrible gemido que nos llama la atención a los demás.
—Javi, sube a mamá al helicóptero, date prisa —le pido.
Iker baja del aparato para ayudar a mi hermano a subirla y ponerla a salvo por fin.
Salgo disparado hacia la grada, Pedro está en serios apuros y se ha pegado un buen golpe. La nueva inquilina del cuerpo de Araceli trata a la desesperada de llegar hasta un aturdido Pedro, que está tendido boca abajo en la parte trasera de las vallas que antes mostraban la publicidad en los partidos.
La torpeza del cuerpo de Araceli me da una pequeña ventaja, se me ocurre una idea.
—¡Eh! ¡Aquí! —grito todo lo que puedo para llamar su atención.
Ella gira espasmódicamente su cabeza como si de un robot se tratara y cambia de rumbo, esta vez hacia mí. En su lento caminar me muestra sus dientes desafiantes, soltando dentelladas al aire.
Levanto mi pistola ya amartillada y apunto a su cabeza. Cuando estoy a punto de apretar el gatillo, suena un disparo. El cuerpo de Araceli se desploma sobre los asientos del Bernabéu liberándola por fin de su sufrimiento definitivamente.
Miro hacia atrás y veo a Carolina aún apuntando con su fusil a unos metros del helicóptero. Ha tomado la precaución de cerrar la puerta del aparato para así evitar que los niños presenciaran la escena.
—¡Vamos, Alfonso, están ya ahí! —Carolina señala el túnel de vestuarios.
Efectivamente, se aprecian sombras moviéndose en todas direcciones, es cuestión de segundos que entren al campo.
Carolina enciende los motores y las enormes aspas comienzan a girar lentamente, la puerta del aparato se abre y en su interior asoma la cabeza de un Sergio conocedor de todo lo que ha pasado. Su rostro refleja el dolor por la pérdida, pero la vida le ha hecho madurar mucho estos últimos meses y sabe que ahora tiene que cuidar de sus hermanos. Y eso es lo que hace, permanece abrazado al pequeño Rubén con fuerza.
Corro hasta donde se encuentra Pedro tendido, ha conseguido sentarse pero está muy desorientado, una enorme brecha preside su frente y la sangre no deja de salir.
—¿Estás bien? ¿Puedes andar? —le pregunto.
—Sí… eso creo —responde confundido.
Con mi ayuda se incorpora a duras penas y pasamos con cierta dificultad al césped. Sólo nos quedan unos metros para salir de este infierno. Los primeros infectados hacen acto de presencia atraídos por los múltiples ruidos que hemos provocado.
El helicóptero ya está preparado para despegar, las aspas giran a una velocidad endiablada. Iker se asoma por la puerta del aparato y comienza a disparar contra la decena de cuerpos que avanzan hacia ellos. Trata de cubrirnos y darnos un poco de tiempo.
Una auténtica horda de muertos se abalanza contra la puerta y entran al césped gimiendo todos a la vez, sus brazos se extienden hacia nosotros y sus bocas piden a gritos un trozo de nuestra fresca carne.
Iker deja de disparar para ayudar a Pedro a subir al helicóptero, que se ha elevado ya unos centímetros del suelo. El aire apenas me deja ver con claridad a qué distancia se encuentran, pero un grito de Iker me despeja la duda.
—¡Sube de una puta vez, que los tienes encima! —grita desesperado.
Me agarro a una de las barras del helicóptero y este inmediatamente coge altura. He podido sentir el aliento de alguno de ellos, ha faltado muy poco.
—¿Y Ara? Dime que no forma parte de ese grupo, por favor —pregunta Pedro.
—No, ella está ahora mucho mejor que nosotros, te lo aseguro —responde Carolina.
Lorena trata de frenar la masiva salida de sangre de la herida que Pedro presenta en la cabeza poniéndole a modo de presión una toalla que tenía en su mochila.
—Esta brecha es de puntos, no sé cómo detener la hemorragia —dice.
El helicóptero se eleva en el cielo de Madrid dejando tras de sí meses de angustia y esperanza, truncadas por un plan que nunca debió llevarse a cabo. Desde el aire se aprecia cómo el campo de fútbol del Santiago Bernabéu está completamente plagado de esos horribles seres.
Al mirar hacia el estadio una imagen inesperada me hiela el corazón. Marta corre desesperada por el césped, alzando sus brazos hacia nosotros, perseguida por miles de muertos que tratan de alcanzarla.
—¡Marta! ¡Da la vuelta, Carolina! —ordeno muy nervioso.
—Lo siento mucho por ella, sabes que no podemos hacer nada ya —responde sin quitar la vista de lo que tiene enfrente.
Vuelvo a mirar hacia el estadio, ya no la veo, sólo veo un autentico enjambre de infectados agachados y amontonándose unos con otros. Han cazado a Marta.
Ya no me quedan lágrimas que dedicar a mi amiga, sólo me queda el fuerte dolor en el pecho que me ha producido ver cómo gritaba desesperada.
Lorena llora la muerte de una de sus amigas, ya está acostumbrada a ello y parece que lo afronta con más tranquilidad, pero no con menos dolor.
Por suerte, Araceli descansa tranquila y en paz en la grada, lejos de ellos y sin posibilidad de que accedan a ella.
Según salimos de la ciudad de Madrid, nos damos cuenta de que probablemente jamás podremos regresar y de que, a donde nos dirigimos, siempre viviremos con el peligro en nuestras espaldas.
«Ya has superado la prueba. En tu destino recibirás tus alas y comenzará tu verdadera batalla contra ellos. Esto no ha hecho más que comenzar, Alfonso».
La voz de Carolina retumba en mi cabeza más dulce que nunca, no sé si estoy preparado para afrontar mi destino.
Abandonamos por fin la ciudad para poner rumbo a Alicante, donde un numeroso grupo de supervivientes nos espera impaciente.
La radio desde donde pudimos contactar con ellos la transporta Iker, que se afana por hacerla funcionar de nuevo. Un leve ruido de interferencias hace despertar al viejo aparato. Un molesto ruido sale a trompicones del altavoz.
—Soy el teniente Salvatierra. Nos dirigimos hacia vosotros, en un par de horas llegaremos. ¿Me recibís?
Ggggggggggggiiiiiiiiiiiiiiiiiiiggggggggggggggggggg…
—Aquí Alicante. Os esperamos con los brazos abiertos, amigos. Tened buen viaje.
Todos permanecemos callados, un silencio incómodo sólo roto por el jadear incesante de Luna y Bitxo.
Mañana amanecerá un nuevo día en el que la muerte volverá a estar presente. La lucha ha empezado, hemos perdido una batalla.
La guerra está aún por decidir.
David baja la escalera despacio, no tiene ninguna prisa porque todo le da ya igual. Atrás deja sus esperanzas y sus ilusiones, sus amigos… y a saber dónde estará su familia.
Ha llegado al portal que da acceso al patio de la urbanización; antes de cruzar el umbral de la puerta se para a pensar cómo puede hacer para frenar todo esto. Sabe que no puede hacer nada, pero se resiste a la idea de que ya está muerto. La herida que tiene en el brazo no deja de sangrar y, aunque la intenta taponar con su propia camiseta, presenta un aspecto muy feo.
Aquel mordisco le ha sentenciado; no lo vio venir, le pilló completamente desprevenido y sin tiempo de reacción. Qué más da ya. Ahora sabe que es uno de ellos y que es cuestión de tiempo que pase el resto de sus días deambulando durante toda la eternidad por las calles que le vieron crecer y ser feliz.
Tiene mucho frío, la fiebre empieza a hacer presa de él, sabe que es el principal síntoma de que pronto todo acabará.
Atraviesa el patio de la urbanización, el ruido es ensordecedor, los gemidos son incesantes, la valla que cubre todo el recinto detiene a las masas de muertos que tratan de entrar para devorar al pobre David.
Se detiene a pocos metros de ellos, que ansiosos y rabiosos meten sus brazos entre los barrotes de la verja metálica tratando en vano de hacerse con su presa. David les observa detenidamente, les mira a sus ojos inyectados en sangre y completamente desorbitados. Muchos de ellos están deformados e irreconocibles por tremendos mordiscos.
Por su cabeza no pasa nada, prácticamente ya se siente uno de ellos aunque todavía le queden unos instantes de su corta vida.
¿Qué hacer? ¿Dejarse devorar o esperar a morir con dignidad? A David le da todo igual, pero tampoco quiere sufrir y notar más dolor del que ya siente.
Decide dar media vuelta y salir del patio en dirección al garaje, ha prometido a su amigo de la infancia que trataría de llegar hasta sus padres y una promesa es una promesa.
Lo tiene muy complicado, ya que su coche lo dejó en la casa de su amigo, justo al otro lado de las vías del tren.
Las puertas que dan al garaje están abiertas y, afortunadamente, la puerta de salida de vehículos está entreabierta por culpa de un montón de cuerpos aplastados que la frenan.
David se tumba en el suelo para reptar y salir por el pequeño hueco, los cuerpos destrozados los va dejando muy cerca. Uno de ellos reacciona a su paso abriendo sus ojos rojos de par en par, pero sin posibilidad de llegar hasta él. Por fortuna tampoco puede gemir, ya que carece de buena parte de la garganta.
La calle parece despejada; todos los infectados están reunidos en torno a la verja de la entrada, por lo que echa inmediatamente a correr hacia las vías del tren.
Un grupo de muertos ha salido tras él, pero su ritmo es bastante inferior y no representa peligro alguno para David.
Logra saltar la valla de alambre y, tras mirar instintivamente a ambos lados por si llegara algún tren, se para un momento para reír irónicamente, se siente ridículo por su gesto.
La siguiente valla es un muro de ladrillo bastante considerable; lo saltaría sin problemas de no ser por la herida del brazo, que no deja de sangrar ni de doler.
A la derecha observa una valla de obra, perfecta para usarla a modo de escalera. A duras penas la logra levantar y apoyarla contra el muro. Tras él, cientos de muertos se agolpan en la primera valla de alambre, han sido atraídos por el olor a carne fresca y no cesarán hasta alcanzarle.
David mira hacia atrás conocedor de que no tiene mucho más tiempo. Lentamente sube por la valla hasta encaramarse al muro. Desde arriba observa lo que hay al otro lado, no hay ningún infectado pero la altura es considerable.
No tiene fuerzas para volver a coger la valla, por lo que decide saltar asumiendo todas las consecuencias.
David salta, cayendo al suelo y rodando hasta golpearse con un coche aparcado. Durante unos instantes queda un poco aturdido, quedando a merced de cualquiera que pueda estar cerca. Por suerte aún está solo y ahora le queda llegar hasta su coche, aparcado justo en la esquina de la calle.
Tiene el mando en el bolsillo, el cual activa a una distancia prudencial para evitar sorpresas inesperadas.
Todo despejado. David entra dentro de su coche cerrándolo inmediatamente. Arranca sin problemas y sale de la calle en dirección a casa de sus padres. No viven muy lejos de allí, tardará apenas unos quince minutos en llegar si no encuentra ningún problema en el camino.
A su paso sólo ve destrucción y muerte, cuerpos mutilados moviéndose por impulsos, otros agachados devorando los restos de algún pobre infeliz.
David llega hasta la calle de sus padres, dejando el coche en medio de la carretera. Antes de salir procura mirar bien por si no está solo.
Todo parece despejado, sale del coche con las llaves de casa de sus padres en la mano, se aproxima al portal sin apenas notarse sus pasos. Se detiene un momento por el dolor que cada vez es más intenso, las piernas le tiemblan y está a punto de perder el conocimiento.
No quiere morir en la orilla después de nadar durante horas, y un esfuerzo de lo poco que le queda de humano le hace levantar la llave hasta el bombín de la puerta del portal.
La puerta chirría al abrirse y de la oscuridad del portal un cuerpo se abalanza sobre él tirándole al suelo.
El infectado le muerde repetidamente en los brazos mientras otro de ellos sale de la oscuridad para agacharse y unirse al festín.
David, en su último hilo de vida, abre los ojos.
Sus padres le están devorando.