Cinco y media de la mañana. Lorena aún duerme como una niña y mis sobrinos respiran tranquilos en un rincón de la habitación, arropados los tres juntos con una enorme manta verde militar. Al lado de ellos, Araceli descansa abrazada a un almohadón con la boca entreabierta pero sin la compañía de su marido.
Pedro está despierto y observando por el ventanal cómo poco a poco el amanecer en Madrid hace acto de presencia, aunque aún tendrá que esperar un rato, la oscuridad todavía reina en todos lados. No puede dormir.
Le entiendo, yo tampoco puedo, apenas me queda media hora para tener que estar vestido y preparado en el despacho de Iker.
Puede que sea la última vez que pueda estar tranquilo con mi familia, o quizá peor: que pueda estar con ellos.
Comienzo a vestirme en silencio, la luz de la linterna me ayuda a no meter la pierna en la abertura de la manga de mi uniforme militar. Mi fusil está preparado desde anoche, cuando me entretuve unos minutos limpiándolo como me enseñó Víctor y cargándolo de munición. A mi cintura le añado una correa cargada de más balas y una pistola. Si alguien me viera con esta pinta hace apenas un año, me preguntaría si he perdido completamente la razón.
Una pequeña mochila me acompañará durante la misión cargada de munición para el fusil y la pistola, así como de un par de granadas de mano por si la cosa se pone muy fea. Espero no tener que usarlas nunca.
Aún retumban en mi cabeza las palabras de Carolina y esa imagen… No logro olvidar sus enormes alas blancas tan relucientes. Aún no me lo creo del todo.
Son ya las seis, hora de salir, y ya tengo a Luna y Bitxo a dos patitas subidos a mis piernas reclamándome mimos. Ahora no puede ser, amigos.
Me acerco a Lorena para despedirme. No quiero despertar al resto, todavía les quedan unos minutos de sueño.
—Cariño, me tengo que ir ya —le digo a Lorena, besándole en la frente.
—¿Mmmm? ¿Ya? —contesta, aún dormida.
—Sí, cariño. A ti todavía te queda un ratito, descansa y luego nos vemos, te lo prometo.
Lorena me da un beso todavía con los ojos medio cerrados y se da media vuelta buscando su postura preferida. La arropo para que no tenga frío y me pongo en pie.
—Ten cuidado, Alfonso —dice Pedro desde el fondo de la habitación.
—Gracias, Pedro. No te preocupes, que lo tendré.
Y tras estas palabras salgo de la habitación provocando los lloros de Luna por no sacarla a dar un paseo por el césped, como muchas mañanas hemos hecho.
La luz de la linterna me guía por las escaleras y me protege de cualquier tropezón tonto.
Con el silencio de la noche pueden escucharse perfectamente los horribles gemidos de las hordas de muertos que rodean el estadio, sobre todo los que están dentro del almacén. Se me ponen los pelos de punta, dentro de poco tendré que enfrentarme a ellos cara a cara como ya hice en plena Castellana con mi hermano Javi.
Giro por el pasillo y veo a Víctor y Paco charlando con Iker, todos portan sus mochilas y sus armas reglamentarias, tal y como pidió el teniente para esta misión. Los tres se quedan observando en silencio mi llegada mientras Iker abre la puerta de su despacho con la llave.
—Llevas puesto el jersey al revés —comenta Paco, provocando la risa irónica de Víctor.
Me observo con la linterna; efectivamente, tiene razón, los nervios acompañados de la poca visibilidad han provocado la mofa de estos dos.
—Pues bien empieza el día —comento por lo bajo mientras me coloco bien el jersey.
Los tres entramos en el despacho y ocupamos los asientos. Iker está muy serio y pensativo, sus ojos muestran miedo e incertidumbre, como si no supiera exactamente si su plan podrá funcionar en realidad. Mira a su alrededor y suelta un sonoro suspiro de indignación.
—¿Y Carolina? Le dije que precisamente hoy no llegara tarde —protesta.
—Supongo que estará al caer, teniente —responde Paco.
De pronto, el sonido de las palabras de los militares y el ruido de fondo se vuelven mudos para mis oídos. Ya sé lo que pasa.
«Alfonso, diles que estoy ya en el helicóptero comprobando los niveles, podéis venir cuando queráis».
El sonido vuelve bruscamente a mis oídos como un petardazo, Iker sigue protestando por la impuntualidad de Carolina.
—Teniente, Carolina está en el helicóptero, me la he encontrado bajando hacia aquí y me lo ha dicho —interrumpo sus protestas airadas.
—¡Joder! ¡Mira que es cabezota la niña! Le dije que primero tendríamos una pequeña reunión aquí antes de salir. Bueno, durante el vuelo ya hablaremos. Vámonos.
A su orden, salimos de la sala en dirección al césped del estadio Santiago Bernabéu.
Aún no se ve nada, pero el amanecer está mostrando tímido sus primeros claros. El helicóptero se muestra majestuoso en el centro del campo. La lona que normalmente lo cubre está caída sobre el césped, y en su interior se distingue una luz que se va moviendo nerviosa.
Carolina está manoseando la maraña de válvulas y botoncitos que tiene el frontal del enorme aparato, sujetando con los dientes la linterna para poder guiarse entre ellos.
—Todo listo, teniente, podemos salir cuando quiera —grita Carolina, enfocando el rostro de un Iker molesto con su actitud.
—Hablaremos en el aire, señorita. Saldremos a las siete en punto.
Desde abajo se observa cómo, poco a poco, las linternas y luces van abriéndose paso en la oscuridad de los palcos que hacen las veces de habitaciones. La gente se está desperezando lentamente para ocupar sus posiciones para la difícil misión que les espera.
El resto de los militares se encarga de despertar a los perezosos y de bajarles al garaje. Entre esas personas se encuentra Lorena. La imagino abrazada a su almohada cerrando fuertemente los ojos para tratar de imaginarse que todo lo que está pasando a su alrededor es una pesadilla y que, cuando los vuelva a abrir, se verá acostada en mi cama de Vallecas, como tantas otras veces había amanecido, abrazada a mí.
Siento en el alma no poder abrazarme a ella, seguramente estará muy asustada y nerviosa. Espero que mi familia la arrope y proteja para cuando vuelva poder hacerlo yo.
Las primeras personas van apareciendo lentamente por el túnel de vestuarios, algunas abrigadas con mantas para protegerse del frío mañanero de Madrid.
A una orden de Iker, Carolina enciende los motores del helicóptero mientras Paco y Víctor van introduciendo las garrafas de combustible para los autocares y las herramientas necesarias.
Intento ver en la oscuridad si ya está mi familia en el campo, pero es imposible distinguir a nadie a esta distancia y sin apenas claridad.
Son las siete menos cuarto, quedan quince minutos para salir y los primeros destellos de luz asoman en el cielo madrileño.
—Alfonso, sube al helicóptero y ocupa tu sitio —ordena Iker.
Obedezco, los nervios apenas me permiten articular palabra. Carolina se encuentra a los mandos del aparato y con el casco y los auriculares puestos, ya que estaremos en contacto permanente con ellos por medio de los walkies que tenemos para cuando desciendan del helicóptero.
Carolina se vuelve y me dedica un gesto cómplice de tranquilidad, sabe que lo necesito. Lo consigue.
Vuelvo a mirar al césped desde la ventanilla y ya puedo ver que ha llegado casi todo el mundo, están recibiendo las últimas instrucciones de Iker. Puedo ver a Javi sujetando a mis perros con sus correas, eso me tranquiliza.
—¡Nos vamos! Os informaremos sobre la marcha de lo acontecido —grita Iker al grupo de militares que quedan en el estadio.
Se introduce en el helicóptero y cerramos puertas, las aspas comienzan a girar muy lentamente hasta empezar a coger una cierta velocidad.
Es la primera vez que subo a uno de estos «bichos» y la verdad es que me da mucho respeto.
Poco a poco, el aparato se va elevando hasta levantar unos palmos del césped, nos movemos bruscamente de un lado a otro por el traqueteo de los motores.
—Carolina, controla al Tigre —ordena Iker.
—No se preocupe, teniente, solamente lo estaba poniendo a prueba —responde la chica tranquila.
El helicóptero empieza a coger una altura considerable, hasta ponerse a la altura de los palcos, y es entonces cuando una figura asoma por una de las ventanas. Es Lorena. Sus manos apoyadas en el cristal sujetándose la cabeza muestran su tristeza por mi marcha, y en un gesto espontáneo, levanta su mano derecha a modo de despedida. Le devuelvo el saludo tragándome las lágrimas para no preocupar a los demás mientras voy dejando atrás lentamente a la chica de mis sueños.
Lo que vemos a continuación es dantesco. Miles y miles de esos seres abarrotan los aledaños del Bernabéu, paradójicamente parecen los prolegómenos de un partido del Real Madrid de los llamados «de alto riesgo». Todos miran hacia arriba en busca del ruido que provocamos, levantando los brazos en un gesto absurdo de intentar atraparnos.
Avanzamos evitando los edificios más altos del corazón financiero de Madrid para poder volar un poco más bajo y así poder observar cómo se encuentran las calles próximas al estadio.
—Esto es increíble. Va a resultar muy difícil, teniente —comenta Víctor cabizbajo.
—No les mires a ellos, observa bien las calles por donde vas a tener que conducir el autocar —responde Iker.
El helicóptero gira hacia la estación de Chamartín, donde se observa bastante menos movimiento que en las calles más cercanas al estadio.
Antes de aproximarnos, damos un rodeo por los alrededores para estudiar detenidamente la operación.
—Bien, preparaos que vamos a bajar. Ya sabéis, rapidez de movimientos y vigilad siempre la espalda, cualquier cabrón de esos puede atacaros por sorpresa —ordena Iker—. Allí están los autocares. Carolina, aproxímate por favor.
La chica comienza la maniobra lentamente, provocando una gran polvareda y una lluvia de papeles y suciedad acumulada en la estación desde hace meses.
Paco y Víctor se deslizan por una cuerda atada a un arnés anclado en el helicóptero hasta llegar al suelo. Iker hace lo propio y, al tocar suelo, suelta la cuerda y se arrodilla con su arma en ristre.
Saben que hemos provocado mucho ruido y, como consecuencia, habremos atraído a cientos de infectados hacia la zona, por lo que no disponen de mucho tiempo para actuar.
El helicóptero se aleja, cogiendo la suficiente altura como para no interferir en la misión de interceptar los autocares.
Con un gesto de la mano, Iker ordena a los otros dos militares que avancen hasta un muro cercano. Cada uno de ellos porta su mochila y las garrafas de combustible que harán falta para poner en movimientos los pesados vehículos.
Todo parece inusualmente despejado, Iker se asoma por la pared de ladrillos para apreciar si tienen el camino libre o no. Parece que no están solos, tres o cuatro muertos merodean por los alrededores de los autocares con un paso lento y pesado.
El teniente se arrodilla y coloca su fusil apoyando el brazo en su rodilla derecha. Apunta con mucha tranquilidad y dispara. El pobre infeliz cae desplomado como un árbol recién talado. Los otros tres muertos se vuelven inmediatamente hacia ellos soltando un abominable gemido.
Otro gesto de Iker ordena la marcha inmediata hacia los vehículos situados a unos cien metros de su posición. Los tres echan a correr dejando atrás a los infectados, ya se ocuparán de ellos cuando se acerquen más de la cuenta.
Víctor ya está delante del autocar que tiene que conducir; ha tenido suerte, la puerta está abierta de par en par. Con mucho cuidado sube apuntando con el fusil, no se ve nada en el interior, solamente desorden y suciedad.
Inmediatamente se pone manos a la obra, saca de su mochila un punzón y unos alicates y arranca parte del salpicadero del vehículo. Un montón de cables se descuelgan de su soporte, no será difícil, ya que anteriormente había realizado varios puentes.
Logra hacer contacto y el motor tose bruscamente para después callarse de nuevo. No tiene gasolina, tal y como esperaba.
Vuelve a coger el fusil para bajar hasta el depósito del combustible. Nada más salir del autocar se topa con un infectado que le agarra del brazo tirándole la garrafa al suelo.
Víctor consigue empujarlo hasta que le hace caer golpeándose la cabeza contra una de las ruedas y, tomándose su tiempo, apunta tranquilamente a su cabeza y aprieta el gatillo. Uno menos.
Aún con el corazón latiéndole a cien por hora, consigue llenar el depósito con la garrafa y volver a subir al autocar. Repite la operación con los cables hasta que de nuevo el motor vuelve a carraspear, pero esta vez provocando el rugido del vehículo. Ahora sólo queda cerrar puertas y ponerse en la posición ordenada por Iker.
Paco y el teniente ya han abatido a varios de ellos que se habían acercado a su posición. Cada vez llegan más y es vital que se den prisa para llegar a su autocar y ponerlo en marcha.
Entre disparo y disparo logran llegar hasta él pero las puertas están cerradas y el botón exterior de apertura no responde. Iker saca de su mochila un trozo de hierro alargado que introduce en el filo de la puerta del conductor. A continuación, coge un pequeño martillo y propina un golpe seco al hierro hundiéndolo en la puerta y provocando que se abra lo suficiente como para introducirse en el vehículo.
Sin darle tiempo a darse la vuelta, el que antes era conductor del autocar se le abalanza tirándole al suelo, soltando dentelladas en todas direcciones buscando el objetivo de la carne del teniente.
Este le introduce al infectado el hierro en la boca, lo que provoca que los dientes se le rompan al morder con fuerza el metal. Por supuesto, eso no detiene al podrido, que se revuelve en el suelo moviendo a Iker de un lado a otro como si de un muñeco se tratase.
De pronto se oye un disparo que resuena dentro del autocar. El infectado cae encima del teniente, aún con los ojos abiertos y con su mochila entre las manos. Paco ha estado rápido.
—Muchas gracias, amigo, no me ha dado tiempo a poder reaccionar, casi me mata —comenta Iker, aún en el suelo.
—Para eso estamos, teniente —responde el chaval orgulloso.
—Por lo menos hemos tenido suerte, tiene las llaves del autocar colgando de su bolsillo —comenta Iker señalando el bolsillo del muerto.
Paco coge las llaves para introducirlas en el contacto. Nada, el motor tose roncamente para acabar ahogado y en silencio.
—¡Joder! Según las lucecitas, batería aún tiene, pero el tanque de gasolina está más vacío que ese jodido podrido que acabas de matar —protesta Iker.
Otro intento para confirmar lo inevitable. De nuevo el motor hace un amago de vida pero fallece al instante.
—Tenemos que echar la garrafa que traemos. Paco, date prisa, por la derecha se aproxima un grupo muy numeroso de infectados, no tenemos ni cinco minutos para realizar la operación —grita Iker.
Los dos militares bajan a toda prisa del autocar garrafa en mano, el grupo de muertos avanza a paso lento pero constante, uno de ellos mantiene un paso bastante más rápido que los demás, es como si fuese el jefe.
Paco abre el depósito de la gasolina e introduce una boquilla a modo de surtidor para volcar el contenido de la garrafa en el mismo. Iker mantiene su fusil apuntando a las cabezas de los nerviosos y hambrientos seres que cada vez se van acercando más.
Ante la proximidad del que va delante, Iker dispara sin contemplaciones, haciéndole volar la cabeza en mil pedazos al pobre desgraciado.
—Eso te pasa por correr más que los demás —susurra Iker irónico—. ¿Qué pasa con esa gasolina? ¿Está listo o no? —grita sin quitar el ojo de la mira telescópica de su arma.
—Un segundo, teniente, ya casi está —contesta Paco.
El soldado se afana en terminar de volcar la pesada garrafa para apurar hasta la última gota de gasolina y, cuando por fin la logra vaciar, vuelve a tapar el depósito para después tirar el envase lejos del autocar.
—¿Qué haces, desgraciado? La garrafa no la tires, no tenemos muchas en el estadio. Déjala donde está y sube al autocar, larguémonos de aquí —ordena Iker enfadado.
Suben al autocar, que mantiene la puerta abierta. Paco tira el cuerpo del conductor fuera del vehículo mientras Iker vuelve a comprobar el estado del motor.
Introduce la llave y, al girarla, el motor carraspea como un viejo moribundo, el autocar entero tiembla hasta el punto de obligar a agarrarse a una de las barras a Paco. El motor vuelve a detenerse, algo está fallando y no es la gasolina.
—¡Mierda! ¡Hay que joderse! Este trasto está muerto —protesta Iker
—Pues salgamos de aquí porque los infectados están llegando ya y tras ellos vienen bastantes más. Estamos rodeados, teniente, pida ayuda a Víctor y al helicóptero.
Rápidamente salen del vehículo para encaramarse encima del techo, saben que a pie no tienen posibilidad, ya que no tienen salida posible. Paco saca el walkie y comienza a emitir.
—Atención, Víctor, nuestra misión ha fracasado, necesitamos ayuda inmediata. Necesitamos el apoyo aéreo, contestad por favor —grita.
Los muertos ya están rodeando el autocar y, con los brazos en alto, tratan en vano de alcanzar a los dos asustados soldados. Varios de ellos han entrado dentro y lo recorren de un lado a otro.
—Teniente, esto es el fin, estamos perdidos, hemos fallado a todo el mundo —comenta Paco compungido.
—De eso nada, amigo. Saldremos de esta, ya lo verás —responde Iker dando una palmada en la espalda a su asustado compañero.
Entre el horrible jaleo de gemidos y ruidos metálicos provocados por los muertos dentro del autocar, se distingue el inconfundible ruido del motor del helicóptero.
—Mira, Carolina, están ahí —señalo con el dedo la posición de los compañeros.
—Ya los he visto, muchacho, están jodidos por lo que veo —contesta tranquila.
—Acércate todo lo que puedas, voy a ver si desde aquí puedo disparar contra esas bestias —le indico a Carolina.
El helicóptero hace la maniobra de aproximación mientras Paco hace aspavientos con sus brazos en nuestra dirección en un claro gesto de pánico.
Cojo un megáfono que el aparato tiene incorporado en el fuselaje.
—Atención, procurad manteneros agachados, vamos a abrir fuego —les advierto.
—Ten cuidado, Alfonso —me avisa Carolina.
Como durante tantos días hemos ensayado en el estadio, agarro la ametralladora del helicóptero y ajusto la mira telescópica en dirección a los infectados. Inmediatamente abro fuego, saliendo una ristra incesante de casquillos por el aire mientras los fogonazos de los disparos iluminan todo el interior del aparato.
Unos cuantos podridos caen fulminados por la cruel dictadura de las balas mientras otros son alcanzados y derribados pero sin darles en la cabeza. Por supuesto, no tardan en volver a levantarse y lanzar unas amenazadoras dentelladas al aire.
Vuelvo a la carga, los brazos los tengo tan entumecidos por el retroceso que el arma realiza con cada disparo que el hombro derecho apenas lo siento. Aprieto los dientes y trato de apuntar mejor, esta vez cae un mayor número de infectados, lo cual hace posible la huida a pie hasta un punto donde poder recogerles.
Cuando me dispongo a avisarles de que por la parte trasera del autocar ya tienen vía de escape, a lo lejos distingo una enorme masa de cuerpos que lentamente se acercan a la estación de Chamartín, seguramente atraídos por los disparos y el helicóptero.
—¡Joder! —exclamo en voz alta.
—¿Qué pasa, Alfonso? —pregunta intrigada Carolina.
—Mira hacia allí. No lo vamos a conseguir. —Señalo al punto donde la horda avanza.
—Madre mía, tenemos que neutralizarlos antes de que se aproximen más.
Carolina vira el aparato, se eleva hasta coger la altura necesaria y se pierde entre unos edificios acristalados.
Iker y Paco se quedan contemplando la escena atónitos, no entienden por qué de pronto el helicóptero huye del lugar. Por radio intentan pedir explicaciones.
—Carolina, ¿se puede saber por qué os vais? —grita Iker.
—Teniente, manténgase en el techo del autocar y no baje; hemos eliminado a la mayoría de ellos, pero hemos visualizado que se acerca un auténtico ejército de infectados a tan sólo una manzana de su posición. Vamos a por ellos —contesta.
—¡Date prisa, joder! —grita Paco, arrebatando el walkie de la mano de Iker.
Los dos soldados permanecen sentados en el techo del autocar a la espera de ser rescatados, no saben qué ha pasado con Víctor y su autocar, pero por la falta de noticias, lo más probable es que tampoco lo haya conseguido.
Todo se ha ido a la mierda, sin los vehículos no podrán huir del estadio y la esperanza de sobrevivir habrá desaparecido.
El ruido inconfundible de un motor sobresalta a Paco, que permanecía tumbado observando el reflejo del sol en los acristalados edificios que rodean la estación de Chamartín. De un salto se incorpora y saca rápidamente de su mochila unos prismáticos. Desde detrás del aparcamiento un autocar se aproxima a toda velocidad hacia ellos.
—No me lo puedo creer, teniente, ¡es Víctor! —comenta un emocionado Paco.
—Ves, amigo, te dije que todo saldría bien.
Paco comienza a agitar su chaqueta en el aire para hacerse ver mientras el autocar se acerca lo más que puede y se detiene.
Sin bajarse del vehículo, Víctor comienza a disparar con su fusil a las docenas de infectados que aún quedan en pie, logrando derribar a la mayoría. Ya no queda ninguno por la zona, salvo los dos o tres que han salido airosos del tiroteo.
Víctor baja del autocar y saca su pistola de la cartuchera, la amartilla y se dirige andando hasta el estropeado autocar de Iker y Paco. Con sangre fría, dispara a pocos metros de distancia a los tres infelices y se introduce dentro del autocar para comprobar que todo ha acabado.
Vuelve a salir y se dirige a sus compañeros:
—Podéis bajar, está todo despejado.
De pronto, uno de los infectados derribados por el helicóptero se revuelve en el suelo y muerde con saña la pierna de Víctor, destrozando el pantalón de camuflaje y provocándole un desgarro horrible. Este grita, dejándose caer al suelo por el terrible dolor que el mordisco ha provocado, mientras el infectado se ensaña con la pierna del soldado inconsciente.
Paco, desde arriba, dispara en la cabeza al muerto, que cae ante la espeluznante herida de la pierna de Víctor.
Iker y Paco bajan del autocar rápidamente para interesarse por su compañero.
—Paco, comprueba que están todos muertos, no quiero más sustos —ordena el teniente.
Este obedece y con miedo va tocando con su arma los cuerpos destrozados de los infectados para comprobar si realmente no van a volver a sembrar el terror.
—¡Víctor! Vamos, despierta, amigo mío, ya ha pasado todo —grita Iker.
El teniente Salvatierra trata de despertar a Víctor dándole manotazos en la cara, sin éxito.
Prueba con un poco de agua de su cantimplora, se la acerca a los labios y le echa un poco por la cara. Parece que reacciona, pero al instante vuelve a emitir un desgarrador grito de dolor intentando tocarse la pierna herida.
—Chssss, amigo, no te toques, tranquilo —susurra Iker tratando de tranquilizarle.
—¡Dios! La pierna me abrasa, no puedo soportarlo.
Víctor se revuelve en el suelo. La herida es tremenda, se le ve el hueso roído por los dientes del infectado, la sangre sale a borbotones, apenas le quedan unos minutos de vida.
—Escúchame, Víctor, te tengo que dejar aquí y lo sabes. Toma tu pistola, está cargada. Depende de ti el cómo quieres acabar —susurra Iker al oído del soldado.
Este agarra la pistola con fuerza y se la lleva al pecho con las dos manos, la abraza como si de un oso de peluche se tratara.
—Marchaos de una puta vez o acabaréis como yo —grita Víctor, sudando por la fiebre.
—Paco, vámonos de aquí inmediatamente, sube al autocar —ordena el teniente.
Ambos suben al vehículo que trajo Víctor y cierran las puertas, Paco no puede dejar de mirar a su amigo, tendido en el suelo rodeado de cadáveres.
El motor aún está en marcha gracias al puente que su compañero realizó anteriormente. Lentamente, el autocar se pone en movimiento y se dirige a la salida del aparcamiento de la estación. Cruza la entrada principal cuando el sonido de un disparo retumba entre los edificios.
Todo ha terminado para Víctor.