Son ya las seis y veinte de la tarde e Iker empieza a impacientarse ante la tardanza de Carolina. Le dejó bien clarito que fuera puntual o no le quedaría más remedio que ir a por ella.
Víctor se encuentra de pie frente al cuadro de la plantilla del Real Madrid, parece como si repasara la alineación uno a uno, recordando quizá cómo eran las cosas antes de que todo se fuera a la mierda.
Y una vez más, aquí estoy yo, perdiendo el tiempo y poniendo en peligro mi relación con Lorena por tanta ausencia sin tener una explicación lógica para justificarme. «Son órdenes de Iker», siempre la misma excusa, pero en realidad no me queda otra cosa que decir. La verdad a veces puede tener peores consecuencias que una mentira piadosa.
Pasando las siete menos cuarto aparece la chica ataviada con su enorme abrigo verde caqui de camuflaje, fácilmente dos tallas más grandes que la suya. Calza unas botas militares negras y un pantalón verde con bolsillos laterales. El mismo look de siempre. Su melena desaliñada y pelirroja le recorre medio rostro, dejando entrever solamente su pronunciada nariz y su mueca de ausencia.
Sin mediar una sola palabra, se sienta frente al teniente, que la observa sin decir tampoco nada. Ella levanta la cabeza, los mechones pelirrojos que cubren su cara se desplazan a los laterales para mostrar esos ojos vacíos de expresión y de un color indefinido, quizá negros, quizá marrones. Su mirada está clavada en la de Iker, que la aguanta heroicamente en un gesto de autoridad. Son unos minutos de incertidumbre, de ver quién aguanta más.
Gana ella, como lo hizo en las anteriores ocasiones.
Víctor ya se encuentra sentado al lado de Iker, mientras yo prefiero permanecer de pie en un segundo plano, a la espalda de Carol.
—Teniente, usted está al frente de este estadio y ha ofrecido protección y alimentos a mucha gente, lo cual le honra. Pero usted no tiene la culpa de estar luchando contra algo que desconoce totalmente —comenta Carolina.
—¿A qué te refieres con que desconozco la situación? —pregunta Iker intrigado.
—La gente fallecida que tiene ahí fuera intentando entrar a toda costa no son víctimas de un virus, ni de un experimento, ni nada que se le parezca —añade Carolina—. Ellos son armas, simplemente armas. Los han utilizado contra nosotros mismos, han hecho que nos autodestruyamos.
—¿Pero qué estás diciendo, Carolina? Creo que no estás aún recuperada del todo y es posible que tengas secuelas de lo ocurrido —comenta Iker.
—No me trate como a una loca, se lo advierto. Probablemente esté más cuerda de lo que usted lo ha estado en toda su vida. Tenemos que irnos de aquí y tenemos que hacerlo cuanto antes, si de verdad quiere usted guiar a su gente hacia la supervivencia. Aquí sólo conseguirá crear una enorme trampa mortal.
Una vez más, Carolina consigue dejar a Iker sin saber qué decir, sus palabras no son de una persona que no esté en sus cabales precisamente. Se le nota una seguridad y una templanza en sus palabras que me causan escalofríos.
—Carol, vamos a suponer que lo que dices es verdad. ¿Qué propones tú para salir de aquí? ¿A dónde vamos? —pregunto acercándome a ella.
—La radio ya os ha dado la solución, pero no lo habéis querido escuchar —responde ella con contundencia.
—¿La radio? ¿Pretendes que pongamos a doscientas personas en marcha hacia una muerte segura? Alicante está a más de cuatrocientos kilómetros de aquí, no tenemos medios para desplazarnos todos —grita Iker visiblemente enojado.
—¿Y qué hay de esos autocares que dijiste aquella vez que utilizarías en caso de que surja una emergencia? —pregunto mirando al teniente.
—Ese plan requiere un gran esfuerzo militar y la utilización del helicóptero, y Aitor era nuestro piloto, el único piloto que teníamos. Cuando cayó en la urbanización de tu hermana, perdimos toda esperanza de salir de aquí en busca de ayuda —responde el teniente.
—¿Pero tú no sabías pilotarlo? Lo dijiste en una de las reuniones hace ya un tiempo —le pregunto extrañado.
—Mentí para tranquilizaros. ¿Qué sabía yo de la situación que ahora tenemos? —responde un Iker abatido.
—A mí me gusta mucho el juguetito que tiene en el centro del campo, es de los últimos modelos Tigre que compró el ejército español a los Estados Unidos. Yo estaba acostumbrada al modelo antiguo —interrumpe Carolina.
—¿Acostumbrada al modelo antiguo? Explícate mejor, por favor —le ruega Iker.
—Yo sé pilotar el trasto ese, y cualquier cacharro que me ponga usted delante. De donde yo vengo, usted se quedaría llorando como una niña —contesta Carolina.
El teniente gira la cabeza buscando la mirada de Víctor, quiere entender lo que acaba de decir la chica y necesita una explicación.
Yo tampoco entiendo nada, lo único que me viene a la cabeza es que sea también militar o miembro de algún cuerpo de seguridad nacional o extranjero. O simplemente está como un cencerro. Preferiría la primera opción.
—Veo que le cuesta creerme, teniente, pero eso tiene fácil solución. Lléveme hasta su pajarito y verá como lo hago volar —sugiere Carolina.
—De acuerdo, así salimos de dudas, porque ya estoy empezando a estar harto de esta situación y de tanta fantasía. Usted primero —dice Iker, indicando con la mano la puerta de salida.
Los tres se levantan al mismo tiempo, a la vez que Víctor recoge las llaves del helicóptero y se las pasa a Iker discretamente. Salen por el pasillo en dirección a los vestuarios para subir las escaleras que dan acceso al campo.
Aún perdura la luz solar, pero no tardará mucho en anochecer, por lo que deberíamos darnos prisa.
Iker llega primero al gran aparato, seguido de Víctor. Carol llega a los pocos segundos con su típica pose, manos en los enormes bolsillos y cabeza pegada al pecho. La chica extiende la mano hacia Iker, quiere las llaves del helicóptero. El teniente vacila unos instantes, y tras una mirada fugaz a Víctor, se las entrega.
—Yo entraré con usted, y se lo advierto: no haga ninguna tontería si de verdad sabe pilotar este trasto —advierte Iker.
—Tranquilo, teniente, creo que está usted demasiado susceptible —responde ella.
Una vez accionado el motor de arranque, Carolina empieza a comprobar los niveles mientras se coloca los cascos. Las hélices comienzan a girar muy lentamente y Víctor me aparta del helicóptero hasta alejarme lo suficiente como para que no ocurra nada.
Las aspas ya han alcanzado una velocidad endiablada, y toda la hierba seca y el polvo empiezan a agitarse y levantarse en todas direcciones. La polvareda es inmensa, apenas me deja ver más allá de un metro. La gente empieza a asomarse al campo por el tremendo ruido del helicóptero.
El Tigre empieza a elevarse de una manera torpe, cogiendo altura muy despacio. El depósito está lleno, cargado al comienzo de la crisis en un gesto de prevención.
—No está mal el trasto este —comenta Carolina mientras observa lo que deja abajo—. ¿Le parece que demos una vuelta por los alrededores para ver cómo está la ciudad, teniente?
—Pon rumbo hacia la estación de Chamartín, quiero ver si aún permanecen allí los autocares que vimos al principio del mes de noviembre. Y quiero pedirte disculpas por dudar de tus palabras, pero, como comprenderás, era complicado creerte —contesta Iker.
—No tiene por qué pedirme perdón, y ahora dígame si ve sus autocares ahí abajo.
El helicóptero ha desaparecido de mi campo de visión, aunque puedo percibir su motor todavía, no está muy lejos. Sólo espero que no nos haya engañado a todos y lo utilice para escapar ella sola.
La gente ya se encuentra en el césped tratando de averiguar por qué el helicóptero ha despegado y con qué fin. Lorena es una de ellas, y se dirige directamente hacia mí.
—¿Qué está pasando, Alfonso? —pregunta intrigada.
—Están probando el helicóptero, creo que van a realizar una misión de reconocimiento o algo así —miento.
—Pues me han pegado un susto de muerte, el sonido del motor nos ha hecho salir disparados a todos.
Víctor, consciente de la expectación causada y atento a mis palabras, trata de disuadir a todo el mundo haciéndoles entrar otra vez en el estadio.
—Son sólo unas pruebas de reconocimiento, métanse al estadio, pronto volverá a aterrizar —grita Víctor, haciendo gestos con los brazos mostrando el túnel de vestuarios.
Poco a poco la gente va entrando dentro, cuchicheando entre ellos ante tan imprevista prueba.
El sonido del helicóptero es cada vez más lejano, por lo que aumenta mi preocupación. La cara de Víctor también es un poema; no sabe qué hacer y ha optado por la prudencia. Hace bien, no sería una buena idea que cundiera el pánico por algo que a lo mejor es una tontería.
Iker observa desde el aire la magnitud de la catástrofe. Multitud de incendios asolan los edificios de la periferia de Madrid, alguno se muestra ya totalmente calcinado tras el paso inexorable del fuego.
En alguna azotea se pueden apreciar señales de auxilio: algunas pintadas con los restos de algún bote de pintura guardado para realizar alguna obrilla en casa, otras con ropa o sábanas formando las palabras «S.O.S.», muchas de ellas desbaratadas por el viento.
Los cuerpos tirados y pudriéndose al sol muestran que las señales fueron ignoradas o simplemente no hubo lugar a que se pudieran ver.
En otras terrazas se puede apreciar que la infección llego antes que la ayuda, y al paso del helicóptero, los pobres seres alzan los brazos desesperados por el hambre.
Llegando a la zona de plaza de Castilla, se puede comprobar cómo miles de infectados salen de todos los rincones atraídos por el ensordecedor ruido del helicóptero.
El obelisco creado por el famoso arquitecto Santiago Calatrava, que presidía majestuoso el centro de la plaza, se muestra totalmente abatido y en ruinas, víctima de un proyectil del ejército para tratar de parar el avance de los muertos que llegaban desde el hospital La Paz, a unos pocos metros de su ubicación.
Tampoco ha corrido mejor suerte el depósito de agua que tantos años ha adornado el paisaje de tan emblemática plaza madrileña.
—Aquí tuvimos uno de los peores enfrentamientos con los infectados. Llegaban por todas partes, tuvimos demasiadas bajas y nos retiramos hacia el estadio debido a la ineficacia de nuestras armas contra ellos —comenta Iker sin quitar la mirada del dantesco paisaje que tiene ahí abajo.
El helicóptero gira aproximándose a la estación de Chamartín y comienza a perder altura para poder tener una mejor visión de la situación por la zona. Iker trata de encontrar con la mirada los autocares que vio la última vez que estuvo por allí.
Lentamente van acercándose más, las aspas del aparato provocan un enorme remolino de papeles y polvo acumulado de varios meses.
—¡Allí, en la zona del aparcamiento! —Iker señala con el dedo un enorme aparcamiento en donde se distinguen claramente dos enormes autocares, los dos de la misma compañía de transportes y con su característico color verde—. Acércate un poco más.
La chica orienta el aparato ajustándose a las posibilidades que tiene, no puede acercarse mucho más debido a la proximidad de cables y el techo que cubre parcialmente el parking. Mantiene el helicóptero en suspensión, mientras Iker saca de uno de los bolsillos laterales una hoja y un bolígrafo.
—¿Ahora se va a poner a hacer dibujitos, teniente? —bromea Carolina.
—No, voy a intentar realizar un plano orientativo de dónde están los autobuses y cómo llegar hasta ellos.
Después de unos momentos trazando líneas y escribiendo anotaciones, el teniente vuelve a doblar el papel y lo introduce en su bolsillo de nuevo.
—Vámonos a casa —ordena Iker.
El helicóptero se zarandea lentamente, cogiendo altura, hasta que ya, por fin, vira hacia el sentido contrario de la estación y encara el paseo de la Castellana en dirección al estadio.
Una auténtica horda de infectados alza los brazos con la esperanza de alcanzarles, los pobres infelices siguen el ruido del helicóptero como si fueran lobos tras los pasos de un asustado conejo.
—Están tardando demasiado, Víctor, no me gusta un pelo —protesto.
—Si esa chica hiciera el intento de huir, te aseguro que Iker, antes de permitirlo, derribaría el aparato con los dos dentro —Víctor trata de calmarme. Su cara no concuerda con sus palabras, pero la responsabilidad que le ha caído en ausencia de Iker le hace ser prudente.
De pronto, el inconfundible sonido del helicóptero se hace presente cada vez más cerca. Miramos al cielo como si fuésemos campesinos esperando a la lluvia durante el mes de agosto.
Y tras un rato angustioso, las enormes aspas aparecen surcando el cielo madrileño, provocando de nuevo la salida masiva de supervivientes al césped.
Una vez posado con suma precisión de nuevo en el centro del campo, las aspas comienzan a ralentizar su frenético girar hasta detenerse completamente.
Las puertas se abren, y tras ellas aparecen Iker y Carolina. La chica baja del aparato mirándome fijamente con un gesto de satisfacción. La media sonrisa la delata, sabe que ha dejado en evidencia a Iker y esperará paciente su momento para echárselo en cara.
Se aproxima hacia mí, Lorena permanece a mi lado. Al llegar a mi altura se detiene sin mirarme, permanece mirando al frente.
—Aún tenemos una conversación pendiente. Cuando quieras ya sabes dónde encontrarme —me dice al oído. Y tras estas palabras continúa su marcha hacia la salida de los vestuarios, seguida de Iker y Víctor.
Lorena se me queda mirando con cara de pocos amigos, no le ha hecho ni la más mínima gracia el comentario.
—Alfonso, espero que esa tía no intente nada contigo, porque si es así y me entero, tendremos un problema serio y una superviviente menos, no sé si te ha quedado claro —me dice clavándome como un puñal la mirada.
—Muy claro, pero puedes estar tranquila, sólo quiere contarme una cosa, y si dependiera de mí, tú estarías delante —la tranquilizo.
Toda la gente se arremolina en torno al helicóptero, todavía caliente por los motores. Todos cuchichean e intercambian impresiones de lo acontecido, muchos de ellos me dedican miradas indiscretas. Saben que mi relación con el teniente es fluida y no dudarán en intentar sacarme información.
Como imaginaba, es Tito el primero en acercarse.
—Alfonsito, guapo, ¿a que les vas a decir a tus compañeros de trabajo lo que está pasando aquí? —me dice, tratando de sonsacarme.
—Tito, sabes que sé algo, pero también sabes que no te puedo decir nada. Esperaos un poco, te prometo que pronto os daré alguna novedad, pero lo único que te puedo decir es que son buenas noticias —respondo.
Ixa y Jorge están junto a Tito, y parece que la respuesta les ha dejado igual que estaban. Sus caras reflejan la extrañeza del momento, saben de sobra que algo está pasando y quieren saberlo.
Sé que me tienen mucho aprecio, las largas jornadas de trabajo pasando frío han hecho fraguar nuestra amistad. Han logrado hacerse un hueco en mi círculo más cercano, uniéndose a Cristian, Marta o Soraya. Creo que sabemos todo de todos: gustos, defectos, aficiones, e incluso amoríos. Ojalá logremos todos salir de aquí y llegar hasta ese lugar que promete la libertad que tanto anhelamos.