Junto con los primeros rayos del sol, aparecen también las primeras órdenes de la mañana.

Después de unos cuantos días bastantes desapacibles, hoy el cielo de Madrid nos ha dado una pequeña tregua, por lo que podremos trabajar un poco mejor.

El campo de fútbol es un auténtico barrizal. En algunas zonas los charcos son bastante considerables, tanto que parecen pequeñas lagunas de donde emergen las hierbas altas y demás hierbajos que crecen desproporcionadamente a sus anchas.

Iker por fin ha salido de su madriguera, en la que ha permanecido los últimos días, parece que se ha dado por vencido y ha dejado la radio aparcada en su despacho, castigada por no darle lo que quería escuchar.

Víctor le sigue a todas partes como si de su sombra se tratara, el teniente no da un paso ni da una orden sin su ayudante cerca.

La vigilancia es extremadamente fuerte, apenas se ven soldados por las zonas comunes, ya que la mayoría de ellos están apostados en diferentes zonas vigilando las hordas de muertos que tratan de penetrar en nuestro refugio.

Entre nosotros ha crecido un miedo añadido al que ya teníamos, algo dentro de nuestros corazones nos hace estremecer de una manera que nos hace presagiar lo peor.

Vestida con su traje verde, Carolina pasea ajena a nuestros miedos por el centro del campo, rodea al helicóptero una y otra vez, trazando la perfecta circunferencia que antes marcaban las líneas de cal.

La observo desde el ventanal de mi cuarto, uno de los palcos que usamos para nuestro descanso. Lorena se ha percatado de que algo no va bien, y se acerca al cristal para buscar el motivo de mi atención.

—¿Es la chica que me dijiste anoche? —pregunta.

—Sí, es ella. Y mírala, ahí sigue, dando vueltas como si le faltara un tornillo, lleva así desde hace media hora por lo menos —respondo.

—Bueno, tú, por si acaso, no te acerques mucho a ella, no vaya a ser que esté enferma o loca y trate de agredirte.

—Tranquila, mi amor, no tiene ninguna maldad esta chica, simplemente creo que todo lo que ha debido de vivir le ha hecho perder un poco la cabeza, nada más —le comento mientras le aparto el pelo cariñosamente de la cara—. Vamos a desayunar, desde aquí puedo oír a los críos que ya están bajando como fieras.

Lorena se enfunda su enorme chaquetón de camuflaje, siempre ha sido una friolera, incluso en verano le he visto ponerse alguna chaquetita fina porque, según ella, «refresca por la noche en agosto». En fin.

No le queda del todo mal el verde caqui, acostumbrado a verla siempre con algo rosa de Hello Kitty, ya sea una camiseta, pendientes o sus enormes colgantes.

Según la veo bajar las escaleras con su tranquilo y lento caminar, la pena me va invadiendo; ella no se merece tener que vivir este drama, siempre le ha dado miedo todo lo relacionado con el género de terror, ya sea cine o libros. Y ahora es una de las protagonistas de una cruel realidad de la cual no puede escapar, ni taparse los ojos para que todo pase rápido, como cuando veíamos una peli de miedo y no podía mirar a la pantalla.

No sé aún cómo lo haré, pero no permitiré que todo esto acabe en este sitio y de esta manera, no mientras yo esté vivo.

—Alfonso, vamos, que han preparado café, hacía ya mucho tiempo que no lo hacían —Lorena me despierta de mis pensamientos.

Me siento a su lado, intentando salir de las profundidades de mi cabeza. Los niños berrean al otro lado de la mesa. Araceli y Pedro tratan de poner orden en vano.

Javi se sienta junto con mi madre, que no presenta muy buena cara. No está logrando conciliar el sueño en este lugar; es una persona ya mayor, y tener que vivir esto es superior a sus fuerzas.

—Me tendríais que haber dejado en casa, yo allí me apañaba con lo que tenía, y al menos podía descansar un poco —replica refunfuñando.

—No digas tonterías, mamá, sabes de sobra que no lo hubieras conseguido tú sola —le contesta Javi.

—Pues mejor así. Si me hubiera quedado en casa, no os molestaría más, aquí soy sólo un estorbo y una boca más que alimentar.

—No te pongas en plan vieja que no te pega, mamá —contesto esta vez yo.

—Qué sabréis vosotros dos. Yo ya soy mayor para tener que estar jugando a los soldaditos, he vivido ya lo suficiente y os he visto ya criados a los cuatro hermanos. No tendría que estar aquí, debería de estar con tu padre y tu tío.

—¿Muerta y vagando por las calles? ¿Crees que te mereces acabar así? —le reprocho.

—Por lo menos no me enteraría de nada, y mi alma estaría descansando aunque mi cuerpo se siguiera moviendo. Y no quiero seguir con el tema, me duele la cabeza.

Mi madre prosigue con su tarea de mojar las galletas en el café, no se ha parado a pensar ni un minuto en si, con lo que ha dicho, nos ha hecho daño o no. Prefiero dejarlo estar, no ha dormido en muchos días y hoy se ha debido de levantar de mala leche.

—Alfonso, en cuanto termines de desayunar vente al despacho del teniente, por favor —me dice Víctor agarrándome del hombro suavemente antes de salir de la sala.

Soltando las galletas contra la mesa, Lorena estalla:

—¡Otra vez ese pesado! ¿Se puede saber por qué tienes que ser tú el que siempre tenga que ir?

—Iker confía en mí, cariño, no te enfades. No te preocupes, que desayunaré tranquilo, no tengo ninguna prisa por ver qué quiere esta vez.

Todos permanecemos en la mesa, cada uno inmerso en sus pensamientos; la poca alegría que había al bajar y ver que había café se ha desvanecido como el humo.

En la mesa de enfrente están sentados Marta, Soraya, Cristian y los demás compañeros de trabajo. Cristian me dedica una mirada conciliadora, sabe que tengo un papelón entre la familia y lo referente a lo laboral dentro del estadio. No puedo dedicar todo el tiempo que quisiera a los niños o hermanos, Lorena reclama continuamente atención y creo que es la que más me necesita aquí dentro. Espero que no me estalle todo en las manos, sólo intento hacerlo lo mejor que sé, nada más.

—Vuelvo enseguida, cielo. —Me despido de Lorena con un beso en los labios.

Abandono la sala en dirección al despacho de Iker, donde la puerta está abierta.

—¿Se puede? —pregunto mientras asomo un poco la cabeza al interior.

—Pasa, Alfonso, y siéntate, por favor —contesta Iker—. Bueno, ayer te vieron pasear junto con la chica de la pancarta. ¿Qué me puedes decir al respecto?

—¿Chica de la pancarta? —pregunto extrañado.

—Sí, la llamamos así porque, como todavía no ha abierto la boca, de alguna manera tendremos que llamarla. Y lo de la pancarta se refiere a que, cuando la encontramos, tenía una pancarta en el balcón pidiendo auxilio, por eso subimos.

—Pues la «chica de la pancarta» en realidad se llama Carolina y, por lo que veo, ha roto su silencio conmigo… y aún no sé muy bien por qué, si es lo que quieres saber —respondo.

—Pues sí, era lo que quería saber. Y dime, Alfonso, ¿qué más te ha dicho, aparte de cómo se llama?

—Si te digo la verdad, no lo sé. Lo que me ha dicho no tenía demasiado sentido, creo que está bastante trastornada aún y todo lo que diga no puede tomarse en serio.

—Tú dímelo, Alfonso, luego ya consideraré yo si tiene sentido o no —me recrimina Iker.

—Me dijo que los muertos que pueblan las calles no son el verdadero enemigo, que son sólo armas lanzadas contra nosotros… así que ya ves, como un cencerro está la tía.

—Eso te dijo, ¿eh? —Iker se levanta de la silla, con la mano frotándose la barbilla en un claro gesto de incertidumbre—. Pues a mí me resulta interesante la historia. Llama a Víctor y que se persone de inmediato aquí, por favor.

—Ahora vuelvo.

Abandono el despacho en busca del segundo oficial al mando, la última vez que le vi salía del comedor.

Desde una de las ventanas de un palco le veo en el helicóptero, está sentado dentro. Según me voy acercando, veo que está comprobando si todo funciona correctamente; las últimas lluvias y nevadas han podido dañar los sistemas de despegue, motores y demás relojitos que tiene ese trasto en su interior.

—Víctor, el teniente te reclama, tienes que ir a su despacho.

Asoma la cabeza entre los asientos delanteros, tiene la nariz negra de suciedad y el mono verde lleno de polvo.

—¿Ahora? Le dije que hoy me dedicaría toda la mañana al mantenimiento del Tigre. Qué pesadito está últimamente. Y tú no vayas repitiendo conversaciones, que luego tengo que aguantarle yo el mal humor.

Víctor sale de un salto del helicóptero, cerrando tras de sí el portón del mismo.

—Luego le pondré la lona —reza por lo bajo.

Al poco entra al despacho de Iker limpiándose las manos de la mugre que acumulaba el enorme helicóptero. El teniente se encuentra mirando un cuadro que adorna su despacho, se trata de la plantilla del Real Madrid de la última temporada, probablemente la última en su historia.

—¿Vosotros qué creéis que habrán hecho estos para sobrevivir? —nos pregunta sin dejar de mirar el cuadro.

—Sinceramente, supongo que alguno estará en alguna isla de esas que tienen compradas, y otros probablemente no lo hayan conseguido. El dinero no da la supervivencia —contesto.

—Nosotros tenemos a un chaval que sale en esta foto. Cuando todo se perdió definitivamente se encontraba de camino al estadio para firmar unos papeles y le obligamos a permanecer dentro por su seguridad. ¿No sabéis quién es? —pregunta Iker, esta vez mirándonos fijamente.

—No tengo ni idea, Iker. Yo conozco a los futbolistas, pero no he visto a ninguno por aquí —respondo.

—Es un chaval de la cantera que de vez en cuando subía al primer equipo, se llama Morata. ¿No os suena de nada? —insiste.

—Ah, sí, a mí sí me suena, pero no le había reconocido, apenas veía el fútbol —responde Víctor—. De todas formas, ¿para eso me haces venir, Iker? Estaba limpiando el Tigre, ayer te lo comenté.

—Evidentemente, no te he llamado por eso. Siéntate, que te comento. Tú también, Alfonso.

Tomamos asiento mientras Iker juguetea con la ruedecita que sintoniza la radio, se ha convertido en su principal entretenimiento.

—Alfonso me ha contado una cosa que me ha parecido bastante interesante. Por lo que me ha dicho, ha logrado hablar con «la chica de la pancarta», ya sabes, la que rescatamos en la avenida Ciudad de Barcelona. Bueno, ella se llama Carolina, y ha tenido una charlita con Alfonso.

Víctor se vuelve hacia mí con una mueca de pícaro.

—Si es que las tienes a todas loquitas, Alfonsito —me dice soltando una sonora carcajada.

—No me gustan esas bromas y lo sabes —le recrimino su actitud.

—El caso es que la chica le ha dicho que nos enfrentamos a algo más que a los infectados, o algo parecido. Y aunque pienso que está bastante loca, quiero hablar con ella. Víctor, vete a buscarla y tráela aquí, necesito oír de su propia boca lo que va diciendo por ahí.

Víctor sale de la habitación maldiciendo entre susurros el tiempo que le hace perder el teniente, que con todo el trabajo que queda por hacer se preocupa por verdaderas tonterías.

Al cabo de unos minutos, aparece de nuevo con la chica, quien muestra su particular mirada perdida y su atuendo descuidado al igual que su aspecto físico.

Se sientan. Yo permanezco en mi silla mirando a Carol de reojo, buscando una mirada cómplice por parte de ella para intentar trasmitirle tranquilidad, pero no levanta la cabeza de su pecho.

—Hola, Carolina, ¿cómo estás? Alfonso me ha dicho que por fin has hablado. Eso es una muy buena noticia, es señal de que te vas recuperando —comenta Iker en tono conciliador.

La chica no responde, ni siquiera hace el amago de mirarle, simplemente se encuentra sumergida en la oscuridad más extrema de sus pensamientos.

—Carolina, no tienes que tener miedo, esta es tu casa, igual que la de todos nosotros y, por lo tanto, somos tu familia. Nadie va a hacerte daño —insiste.

Nada, ni un gesto, parece que está esculpida en mármol. Iker me mira intentando decirme algo, interpreto que quiere que sea yo el que trate de hacerla hablar.

—Carol, soy Alfonso, ayer estuvimos dando un paseo por el campo y hablamos, ¿recuerdas?

De pronto la chica gira la cabeza en dirección al aparato de radio y permanece unos minutos observándolo detenidamente, parece que nunca ha visto uno en su vida.

—Pronto te volverán a llamar, teniente —comenta la chica con una voz casi imperceptible.

—¿Cómo? ¿Quién me va a llamar? —pregunta Iker nervioso.

—Pero mientras tengas mal sintonizada la frecuencia, pocos mensajes podrás recibir, teniente —vuelve a comentar Carolina—. ¿Me permites?

Ella estira el brazo para alcanzar la radio, Iker permanece atento a la jugada al igual que nosotros. La chica conecta el aparato y estira completamente la antena. A continuación comienza a manipular la rueda de la frecuencia con sus ojos fijos en la flecha que va buscando los canales.

El aparato empieza con su característico sonido de interferencias hasta que, al cabo de unos cinco minutos, el ruido cesa completamente.

Y tendiéndole el micrófono a Iker, la chica le mira fijamente y le dice:

—Pruebe ahora, teniente.

Iker le aguanta la mirada unos segundos, pero la fuerza de esos ojos le hace enseguida agachar la cabeza para mirar a la radio. Toma el micrófono y, apretando el botón de conversación, emite una llamada.

—Aquí emitiendo S.O.S desde Madrid. Somos muchos supervivientes. ¿Alguien me recibe? —Iker le habla al aparato un tanto incrédulo.

Silencio, no se percibe ningún ruido, ni siquiera el de las dichosas interferencias. Iker lanza una mirada asesina a la joven, que permanece impertérrita observando cómo el teniente se enerva por momentos.

—S.O.S. Somos supervivientes, estamos en Madrid ¿Hay alguien ahí? —insiste el teniente.

Iker se encuentra ridículo hablando a un aparato muerto, es evidente que la chica se ha burlado de todo un mando militar y el hecho de pensarlo hace que le hierva la sangre.

—Hola, hola, te recibimos alto y claro, Madrid. ¿Nos escuchas?

La radio ha respondido. La cabeza de Iker gira inmediatamente hacia el aparato, sus ojos parecen dos globos a punto de estallar y su expresión de asombro le delata.

—¡No me jodas! ¡Ha funcionado! ¿Pero qué cojones has hecho, niña? —pregunta Iker exultante.

—Será mejor que responda, teniente —apunta Carolina.

—Te hemos recibido. Estamos en Madrid, somos más de doscientas personas, permanecemos encerrados en un recinto grande, podemos ofrecer seguridad y alimentos. ¿Dónde estáis? —pregunta Iker.

—Estamos en la ciudad de Alicante, también somos bastantes, un centenar más o menos, y estamos apostados en el interior del castillo de Santa Bárbara —responden desde la radio.

Iker nos mira, su cara se ha desinflado con este último mensaje, pensaba que estarían más cerca.

—Alicante… ¿De qué nos sirve que estén allí si no podemos hacer nada al respecto? —sentencia Iker.

—Primero tendríamos que saber en qué condiciones están allí, porque si están dentro de un castillo, supongo que más protegidos que nosotros estarán, ¿no? —le respondo.

—¿Más seguros? ¿Cómo van a estar más seguros que aquí? Seguramente estén allí encerrados sin apenas recursos —replica Iker.

—Dame el micro un momento, por favor —le pido amablemente al teniente. Luego digo—: Alicante, aquí Madrid, necesitamos saber en qué condiciones os encontráis de víveres y seguridad.

—El castillo es lo más parecido a una fortaleza medieval, es imposible el acceso a menos que sea a través del monte donde está situado, y os aseguro que esas cosas no saben escalar.

—¿Pero contáis con comida y bebida? —pregunta el teniente Salvatierra.

—Sí, la que queramos. Aprovechamos túneles que se hicieron en la Guerra Civil que unen el castillo con una pequeña montaña que da al mar. Desde allí pescamos, cogemos marisco y ponemos trampas para atrapar gaviotas y demás aves de la zona. El agua la sacamos de pozos subterráneos que recorren todo Alicante —responden.

Automáticamente, todos nos miramos; lo que nos están diciendo es evidentemente mejor que lo que tenemos nosotros. No sólo tienen la protección de unos muros de piedra y un monte, sino que pueden trabajar en la pesca, incluso cazar algún animalillo o ave. Nosotros dependemos de latas de conservas y de lo poco que da la tierra.

—¿Tú cómo sabías hacer funcionar la radio? —dice Iker mirando a Carol.

—Es usted demasiado curioso, teniente. ¿Me puedo ir ya? —responde ella.

—Puedes irte, pero esta tarde a las seis te quiero ver otra vez aquí, porque tú y yo tenemos que hablar largo y tendido. Y no me gustaría tener que mandar a una persona a por ti, ¿entendido?

—Usted es el mando al cargo, teniente, por lo tanto, usted manda. Con permiso.

Carolina se levanta de su silla y sale del despacho entremezclándose con la negrura del pasillo, haciendo casi imperceptibles sus pasos.

Iker prosigue sus conversaciones con Alicante, mientras Víctor anota en un cuaderno lo más trascendente.

Es una sensación nueva el saber que no estamos solos, que el sol también sale en otro sitio para darnos luz en estos días oscuros.