Han pasado ya dos días desde que recibimos por última vez la señal de radio, y el ritual se repite diariamente: Iker y Víctor sentados frente al aparato tratando de conseguir que vuelva a emitir algo. De vez en cuando me llaman para intentar captar la frecuencia por donde llegó la señal, sin éxito. Esperan que ese dichoso trasto escupa algún sonido inteligible que vuelva a llenar de esperanza el corazón ya medio congelado del teniente.

Nadie sabe nada de todo esto, salvo Lorena, claro, no pude evitar contárselo porque me parecía demasiado importante como para tenerlo oculto. Es más, enseguida supo que algo pasaba; menos mal que me ha prometido mantener silencio absoluto, más nos vale.

Estamos abandonando ya el mes de enero, y el frío es muy intenso. Ayer estuvo toda la mañana nevando, lo que nos obligó a tapar con la lona que cubría el helicóptero el terreno sembrado, para evitar que se congele lo poco que ha salido de la tierra.

Hoy la nieve se ha convertido en lluvia, por lo que el trabajo en el campo se ha hecho prácticamente imposible, hay mucho barro y grandes charcos, pero al menos estamos logrando llenar varios contenedores con el agua de la lluvia, lo cual es de agradecer. Alguien ahí arriba nos está echando una pequeña mano, al menos de sed no moriremos, no por ahora.

La mayoría de los habitantes del estadio prácticamente no hacen mucho, se ocupan de mantener todo un poco limpio y ordenado, pero sin matarse en el empeño. La apatía se está apoderando de la gente, muchos de ellos han caído en depresiones y se niegan a trabajar, se pasan el día lamentándose en cualquier rincón.

Y la famosa chica que rescataron antes que a nosotros está dando «señales de vida»; de vez en cuando se la ve andando por el césped, aún metida en su mundo, pero por lo menos ha salido de su madriguera por primera vez desde su llegada al Bernabéu.

Esa chica me despierta una gran curiosidad, no sé qué le habrá pasado para que esté en ese estado de shock tan duradero. Todos hemos vivido escenas traumáticas, pero ella ha tenido que vivir algo más, algo peor; sus ojos siempre están perdidos en lo más profundo de su alma y a veces, al verla caminar, me da la sensación de que estoy viendo a uno de «ellos».

Hoy he decidido abordarla en pleno paseo para intentar averiguar algo más de ella, no sé si querrá colaborar conmigo. Hace un rato la vi pasar por las escaleras, debe de estar ya en el campo.

Efectivamente, allí está, caminando bajo el aguacero que está cayendo sobre Madrid, sin importarle lo más mínimo empaparse de esa manera más absurda. Menos mal que tengo mi chubasquero militar, al menos yo no me mojaré tanto.

Me sitúo a su altura y me uno a su paso lento. Al principio no sé cómo empezar a hablar, ella ni me ha dedicado una mirada, sigue con su cabeza incrustada en el pecho como si la tuviera pegada con Super Glue.

—Hola. —Espero una respuesta que sé que no llegará.

Silencio, el ruido de la lluvia es el protagonista de este absurdo intento de conversación.

—Perdona, no te quiero molestar, te he visto pasear y he pensado que podría acompañarte… si no te molesta, claro. —Segundo intento.

Me siento ridículo, soy consciente de que muchos otros, incluyendo a Iker, han intentado antes sacar algo de los labios de esta pobre alma atormentada, sin éxito alguno. Pero a cabezón no me gana nadie.

—Yo me llamo…

—Alfonso —me interrumpe la chica, dejándome perplejo.

—Sí… pero… ¿cómo lo sabes? Es la primera vez que hablo contigo.

La chica se para repentinamente sin dejar de mirar a la hierba mojada.

—Aquí todo el mundo te conoce —comenta ella.

Y reanuda la marcha. Tiene las manos en los bolsillos de su abrigo militar, la ausencia de capucha le hace tener el pelo empapado, las gotas de lluvia le resbalan por la cara, pero no parece importarle mucho.

—¿Cómo te llamas? —le pregunto.

De nuevo me ignora, pero al menos ya sé que no es muda, como pensaba Iker.

Otra vez se para, pero esta vez se vuelve hacia mí y levanta la cabeza clavando sus ojos en los míos como si fueran dos puñales.

—Llevaba mucho tiempo esperando a que vinieses a hablar conmigo; te ha costado superar tu timidez, Alfonso —dice.

Ahora sí que no entiendo nada. ¿Cómo que esperaba que me acercara a ella?

—Perdona, pero no te entiendo. ¿Me conoces de algo? —le pregunto.

—No, pero tú y yo tenemos mucho en común, aunque tú todavía no lo sabes… pero lo sabrás pronto. El que hayas venido a hablar conmigo no ha sido casualidad, tarde o temprano sabía que vendrías porque eres como yo.

Las gotas de lluvia siguen resbalando por sus mejillas, sus ojos siguen escaneando los míos, la profundidad de sus pupilas me obliga a tener que apartar la mirada.

—Sigo sin entenderte. ¿Podemos meternos dentro para hablar más tranquilamente? Me estoy empezando a empapar —le indico amablemente.

—Dentro hay mucha gente y muchos oídos indiscretos. Si quieres hablar conmigo, tendrás que mojarte —su respuesta es contundente. Desde luego, si quiero saber quién es y de qué me está hablando, no me queda otra que seguirle la corriente.

—¿Podríamos ir a uno de los banquillos al menos? Allí no nos molestará nadie, te lo aseguro.

No me contesta, pero su cambio de dirección hacia la zona de los banquillos me confirma que está de acuerdo.

Me siento en el banquillo donde, apenas unos pocos meses antes, Mourinho pegaba botellazos contra el lateral de metacrilato cada vez que el árbitro pitaba algo que no le gustaba. Ella se sienta a mi lado, está completamente mojada, su mirada ahora parece más dulce, quizá sea por la ausencia de agua resbalando por toda su cara.

—Me llamo Carolina, pero me puedes llamar Carol si quieres, que es como me llamaban mis amigos.

—Pues encantado, Carolina… bueno, Carol, y gracias por tu confianza.

—Supongo que no sabrás de qué te he hablado antes, ¿verdad? —pregunta Carolina.

—Pues la verdad es que me has dejado un poco helado, y no precisamente por la mierda de día que hace hoy —contesto.

He logrado que sus labios esbocen una mínima mueca de sonrisa, enseguida abortada para mirar otra vez al frente.

—¿Qué crees que está pasando, Alfonso? —pregunta Carolina.

—Pues no sé. ¿A qué te refieres exactamente?

—Sabes de sobra a lo que me refiero: a lo que le ha pasado a nuestro mundo, a nuestra ciudad y a nuestra gente —contesta la chica volviéndome a taladrar con sus ojos.

—Lo que sé es lo que sabemos todos: un virus nos ha destruido, nos ha aniquilado como a simples hormigas —contesto.

—Esa es la realidad oficial, la realidad que todos creen saber y por la que estáis luchando. Pero el verdadero enemigo no está ahí fuera arrastrando los pies e intentando entrar para arrancarte las entrañas y poder saciar su hambre.

—¿Pero qué estás diciendo? ¿Acaso la lluvia ha calado en tu cerebro? —le digo molesto.

—Ellos son sólo una consecuencia de la maldad de otros, son un arma lanzada contra la humanidad para sentenciarnos y condenarnos a todos —continúa Carolina su discurso.

Me quedo mirándola fijamente, no sé si ha sido una buena idea hablar con esta chica, creo que tiene algún tipo de trastorno o algo parecido. Será mejor que me despida de ella educadamente para no molestarla.

—Ni tengo trastorno alguno ni ha sido una mala idea hablar conmigo, créeme. Y nadie te obliga a estar aquí haciéndolo —interrumpe mis pensamientos repentinamente.

—Pero… ¿cómo sabías lo que te iba a decir? ¿Quién eres en realidad? —le pregunto extrañado.

—Ya te he dicho que me llamo Carolina, y también te he dicho que tú y yo somos iguales, aunque tú aún no sepas diferenciarlo. Pero ya te darás cuenta, no te preocupes. Ahora me voy a mi cuarto, hablamos en otro momento.

Y sin dejarme contestar, abandona el banquillo para introducirse en el túnel de vestuarios en busca de su mazmorra, de donde apenas ha salido.

¿Qué coño querrá decir con eso de que somos iguales? No entiendo nada, y será mejor que esto sí que no se lo diga a Lorena, seguro que lo interpretaría de otra manera.

Su sombra desaparece en la oscuridad del túnel, y tras de sí deja la duda y el miedo causado por sus palabras, tan profundas como ilógicas. Ha conseguido que algo dentro de mí se remueva, lo que ha dicho sobre lo que está pasando me desconcierta, y una sensación de malestar se apodera de mí.

Me vuelvo a poner la capucha. Será mejor que me vaya de aquí porque al final voy a coger una pulmonía, y no es que vayamos sobrados de medicamentos precisamente.

Me dirijo al despacho de Iker, quiero saber si hay alguna novedad respecto a la radio.

Tras unos toquecitos con el nudillo, un breve «adelante» me indica que puedo pasar.

—Hola, Iker. ¿Cómo va la búsqueda de señal? —pregunto amable.

—Va como estos últimos días, o sea, mal. Creo que estamos perdiendo el tiempo, es posible que si eran supervivientes, ya no lo sean, o vete tú a saber.

Iker está visiblemente cansado. Su imagen se ha deteriorado bastante en estos últimos días: se nota que apenas ha dormido, su cara refleja el cansancio acumulado, y su barba de tres días indica dejadez y falta de ilusión por continuar adelante con todo esto.

—Iker, no te tienes que desanimar; tú eres el que está al mando de todo esto, la gente no te puede ver en este estado, vas a conseguir contagiarles tu pesimismo. No sé si sabes que aquí hay mucha gente que ya ha bajado los brazos, y que tú eres el encargado de que eso no ocurra. Te has obsesionado con la dichosa radio, y aún no te has enterado de que ahí fuera ya no hay nada, ¿me entiendes? Nada. Sólo muerte y dolor. Has conseguido con mucho esfuerzo reunir aquí dentro a un montón de supervivientes, y debes seguir luchando por ellos. No les puedes abandonar, y lo sabes.

Iker me mira fijamente con los brazos extendidos sobre la mesa, sabe que tengo razón, y que ha tenido que ser un civil el que le ha tenido que poner los pies en la tierra de nuevo.

—Alfonso, probablemente, de todos los que estemos en este estadio, eres de las mejores personas. Y no te falta razón en lo que me has dicho. Sé de sobra que hay mucha gente aquí dentro que ha dejado de luchar, que se ha rendido y está esperando a que todo acabe, cobardes por no hacerlo ellos mismos. Pero también te digo que no les he abandonado ni lo pienso hacer. A pesar de mi rango y de la responsabilidad que tengo, también tengo límites, y quizás estoy llegando a ellos.

—Bueno, pues quizás es hora de que delegues en tus compañeros ciertas responsabilidades y descanses un poco, Iker, ¿no te parece?

—Lo que me parece es que tengo en un almacén reunidos a cientos de muertos tratando de llegar hasta nosotros, una radio que cuando le da la gana emite señal, y un campo de siembra que ahora mismo más que una huerta parece un barrizal, así que, si crees que es buen momento de irme a tomarme unos días, tú mismo, Alfonso —contesta el teniente malhumorado—. Y ahora, por favor, si no te molesta, vete con tus compañeros y entretente con lo que sea, ya que ahí fuera, mientras siga diluviando, no podéis hacer nada. Cierra al salir.

Salgo de la sala sin contestarle y, tras un sonoro portazo, me dirijo a mi habitación en busca de Lorena, que según me comentó antes, estaría con mi madre, Araceli y los niños, jugando un poco con ellos.

Quizás es lo mejor que puedo hacer hoy, porque entre la conversación con Carol y aguantar los malos modos de Iker, lo mejor es disfrutar un poco de la inocencia de los niños, probablemente lo más puro en este infierno en el que vivimos.