Deben de ser por lo menos las diez. Los niños ya están durmiendo en su departamento, mientras los demás estamos en los palcos VIP que el Real Madrid tenía a disposición de unos cuantos privilegiados. Sus cómodos sillones, sus increíbles vistas al terreno de juego y su servicio de catering le hacían ser uno de los mejores estadios españoles de fútbol.
Pero ahora su utilidad es bien distinta, aunque no menos importante, ya que sus paredes cobijan a mucha gente del frío y la lluvia, sus sillones hacen las veces de camas, y sus vistas ofrecen una visión muy diferente a la de antaño.
Tito e Ixa acaban de llegar, acompañados por el marido de esta, Oskar, también natural de San Sebastián. Enseguida llega también Jorge.
Mientras tanto, los demás ya empiezan a contar qué han hecho en el día de hoy. Las caras de la gente son iluminadas por las velas que dan luz a la sala, unas velas que dan un aspecto un tanto siniestro y lúgubre a los presentes.
—Bueno, Alfonso, ya que estamos unos cuantos, dinos qué se cuece por el centro de mando del estadio, ya que tienes tanta confianza con el teniente Salvatierra —comenta Jorge con un gesto burlesco.
—Pues no tengo mucho que decir, la verdad, no te creas que tengo confianza con él, y menos desde el incidente del rescate de las chicas, desde ese día está bastante distante conmigo —respondo.
—Normal, tío, es que te pasaste tres pueblos largándote por tu cuenta —añade Pedro.
—Bueno, no empecemos con este tema otra vez. Además, hemos quedado para pasar un buen rato, no para sacar el cajón de la mierda —protesto.
—Tranquilo, Alfonso, no te molestes, ya sabes que Pedrito tiene su particular visión de las cosas —comenta Tito.
—No me enfado, Tito, de verdad, pero a veces las formas no son las adecuadas, nada más —respondo.
—Bueno, chavales —dice Tito levantándose con una vela en la mano—, vamos a cambiar de tercio. Si queréis, podemos empezar por conocernos un poco mejor; al fin y al cabo, somos la nueva generación de este puto planeta, somos el futuro.
—¿Estás seguro de que somos el futuro, Tito? —pregunta Lorena.
—Completamente seguro, y te digo por qué: somos más de doscientas personas aquí metidas, ya tenemos varios niños, y muchas sois mujeres y no muy mayores. Además, contamos con provisiones para aguantar hasta que seamos capaces de sobrevivir con nuestros propios medios. También tenemos armas y el apoyo de unos militares que defenderán el refugio en caso de que sea necesario —Tito explica la situación bajo su punto de vista.
—Eres la viva imagen del optimismo, Tito —comenta Marta—. Tienes mucha esperanza de salir adelante, pero tienes que ser cauto con tus explosiones de alegría, ya que puedes crear falsas esperanzas en la gente, y eso puede llevar a que se relajen en sus trabajos diarios y olviden por lo que están luchando.
—Visto así, Marta, quizá tengas razón, pero no creo que eso ocurra. Además, yo soy así, era así también antes de que todo esto ocurriera, y ahora no voy a cambiar. De todas formas, me contendré dependiendo de a quién tenga delante —responde Tito.
La gente está demasiado relajada, demasiado; y ahí fuera, una autentica legión de muertos vaga a sus anchas por nuestra ciudad, por nuestro planeta.
Es bueno tener estos momentos, pero sin olvidar que ya nada volverá a ser lo mismo y que probablemente nuestros ojos no vuelvan a ver el mundo tal y como lo conocíamos.
De pronto, un tremendo ruido metálico retumba por todo el estadio, el eco es ensordecedor, causando estupor y desconcierto en los presentes.
A continuación, un sonido inconfundible, siniestramente familiar en los últimos meses: gemidos.
Todos salen de la sala, sumergiéndose en la profundidad de la oscuridad de los pasillos. Algunos gritan, otros mantienen la calma, pero todos tienen la misma cara de miedo.
—Lorena, quédate en el palco, no se te ocurra salir de aquí. Voy a ver qué ha sido ese ruido, parece que se han escuchado los gemidos de esos bichos aquí dentro. Marta y Soraya, quedaos con ella, por favor, ahora vuelvo. —Y con estas palabras, linterna en mano, salgo del palco en dirección a las escaleras.
Se escuchan las botas militares de los soldados a la carrera, voces, el inconfundible sonido metálico de las armas.
Trato de llegar abajo, enfocando cada rincón que me sale al paso, sin ver nada anormal. La gente ha desaparecido engullida por la negrura de los pasillos que dan acceso a sus departamentos. De pronto es como si estuviera solo en el estadio, no sé a dónde dirigirme, no sé qué ha pasado, pero no me gusta un pelo.
Por fin, la imagen de un soldado aparece ante mí.
—¿Qué haces aquí? Vete a tu habitación inmediatamente, tenemos una incidencia que resolver —me increpa el soldado muy borde.
—¿Incidencia? ¿Qué tipo de incidencia? Hemos escuchado gemidos y sonaban dentro del estadio, todo el mundo está muy asustado.
—Te repito que te vayas a tu departamento y no hagas más preguntas, aquí no estás seguro.
—Déjale, Paco. Vete con los demás, ahora voy yo —interrumpe Iker.
—¡Iker! Me alegro de verte. Dime qué está pasando, y dime la verdad, por favor.
—Eres demasiado insolente, Alfonso, pero es lo que más me gusta de ti. ¿Te acuerdas de lo que vimos desde la torre, cuando me viniste a buscar?
—Sí, estaban llegando desde todos los puntos hacia el estadio.
—Pues esta tarde han seguido llegando sin parar, tantos que el ruido que has escuchado ha sido una de las puertas laterales. La han derribado de la presión que han ejercido durante toda la tarde y ahora están dentro…
—¿Cómo que dentro? —interrumpo.
—Déjame acabar y tranquilízate. Han entrado, pero no tienen acceso a la zona donde estamos nosotros. La sala donde están es una de las que no tenemos habilitadas para la gente que vive aquí y, por lo tanto, no la teníamos reforzada, por eso la puerta ha cedido a la presión —me intenta tranquilizar Iker.
—¿Estás seguro de eso, Iker? —pregunto nervioso.
—Completamente, te lo juro. Tú mismo lo puedes comprobar, vente conmigo y cógete este fusil por si las cosas se ponen feas.
Iker me acerca uno de los fusiles que utilicé en el aprendizaje de tiro y unos cuanto cargadores.
—Sígueme. —Me invita a acompañarle con un gesto de su mano.
Salgo tras él y, alumbrados por las linternas, atravesamos un largo pasillo, vamos dejando puertas metálicas tras nuestros pasos, creo que es la zona de la lavandería del estadio, no muy común para el tránsito de civiles. Al fondo, un grupo de soldados esperan al teniente, agachados y con las linternas apagadas.
—Chicos, novedades —ordena Iker.
—Teniente, los bichos están dentro del almacén A. Son muchos, pero no representan ningún peligro, al menos aparentemente —responde Paco.
—¿Pero los habéis visto? —pregunta Iker.
—Sí, el almacén tiene el techo alto, como en las fábricas, y desde aquí se puede acceder subiendo por una escalera de mantenimiento —responde Paco—. El problema es que nos huelen cada vez que nos acercamos y están muy nerviosos, pero no tienen forma de acceder a nuestra zona; tendrían que atravesar el muro y no creo que sean capaces de hacerlo.
Iker sube despacio por la escalera de mantenimiento, me pide que le siga con un gesto, la linterna está apagada, y al llegar arriba, nos escondemos tras unas enormes tuberías de refrigeración.
Y ahí están. Son muchísimos, más de los que me imaginaba, andan de un lado al otro del almacén, sin rumbo, desorientados, pero levantando todos al unísono la cabeza, olfateando el ambiente; saben que estamos cerca, pero no nos pueden ver.
Si siguen entrando tantos, podrían llegar a amontonarse unos encima de otros, y quizá, llegar hasta aquí, pero sería una auténtica carambola macabra del destino.
Otro gesto de Iker me indica que se acaba la visita al almacén, por lo que bajamos despacio de nuevo.
—Bueno, en principio, son muchos pero no representan peligro alguno, están prácticamente encerrados allí, y si tenemos suerte y no hacemos ruido, quizás acaben por largarse —comenta Iker más tranquilo.
—Pero seguirán oliéndonos, Iker. Nada les va hacer moverse de ahí, es más, seguirán entrando como borregos al olor de la hierba fresca —comento.
—No si logramos desviar la atención en otra dirección, entonces podremos sellar esta entrada para que no vuelva a suceder otra vez —contesta Iker.
—¿Y me puedes explicar cómo piensas hacer algo así? —le pregunto intrigado.
—Pues de la misma manera que bloqueamos la entrada al garaje de la urbanización de tu hermana: con uno de los tanques.
—Muy bien, pero primero tendremos que sacarles de ahí, digo yo, ¿no?
—Sí, Alfonso, pero eso tenemos que estudiarlo y ver la manera más segura de hacerlo. Lo primero ahora es regresar a la zona segura y tranquilizar a la gente, que debe de estar bastante nerviosa con la situación.
Y tras estas palabras, los soldados desaparecen en la oscuridad de los pasillos, mientras el teniente y yo nos dirigimos a la salida más cercana, guiados por la luz de las linternas.
Todos están reunidos en el césped del estadio, tal y como tenían ordenado en caso de emergencia, ya que a menudo se practicaban simulacros. Están situados en el centro del campo, rodeando el helicóptero, y en sus caras se puede apreciar el miedo y la incertidumbre, causados por aquella extraña sensación de inseguridad que les provocó el ruido de la puerta al caer, pero sobre todo, los gemidos escalofriantes.
—Vamos a ver, lo primero, ¿habéis hecho recuento de personas los que estáis aquí? —pregunta Iker dirigiéndose a los presentes.
—Sí, teniente, estamos todos los civiles menos Alfonso, pero veo que viene con usted —contesta Soraya.
—Le dije que viniera conmigo. Me imagino que querrán saber qué ha pasado esta noche y qué ha sido ese ruido, ¿verdad?
—Hombre, pues si tiene usted el detalle, se lo agradeceríamos —replica Lorena.
—Procure bajar el tono de su conversación, Lorena, todos nos hemos asustado de la misma manera. —Y dirigiéndose a todos, continúa—: El ruido ha sido provocado por los infectados, han logrado derribar una de las puertas de uno de los almacenes que dan a la zona restringida del estadio.
—¿Están dentro? ¡Dios mío, están dentro! —grita asustada Soraya.
—Están dentro, pero en realidad no suponen ningún peligro para nosotros, así que pido cautela y dejadme que os cuente —Iker trata de tranquilizarles—. La zona donde están ahora mismo está aislada, y aunque estén dentro del estadio, no pueden pasar de ahí. Es como si se hubieran metido en una jaula, y si les logramos cerrar la puerta de nuevo, podremos librarnos de unos cuantos de esos seres.
—¿Y malgastar munición a lo tonto? —increpa Pedro.
—¿A lo tonto? ¿Crees que matar a unos centenares de infectados es malgastar munición? ¿Entonces para qué la tenemos? No caigamos en demagogias baratas, y ahora todo el mundo a sus cuartos. Pueden estar tranquilos, he doblado la seguridad en aquella zona, y si hubiese alguna incidencia, no se preocupen que inmediatamente procederíamos a su aislamiento y seguridad.
—Muy bien, teniente, pero le voy a decir una cosa, y espero que no se moleste. Nos ha costado mucho llegar hasta aquí, sobrevivir, y no queremos que se nos oculte absolutamente nada, ¿entendido?
—Entendido, Pedro, pero ahora váyanse y duerman tranquilos, mañana hablaremos de este tema más tranquilamente después del desayuno.
Iker se retira acompañado por otros soldados, metiéndose por la boca de vestuarios, en dirección a su despacho.
—Pues se nos ha jodido la fiesta —replica Tito.
—Bueno, mañana la seguimos, ahora es mejor que obedezcamos al «militroncho» si no queremos otro tipo de fiesta —comenta Ixa—. Hasta mañana a todos.
La gente se dispersa por el césped, cada uno hacia su habitación. Las luces de las velas y alguna linterna iluminan esta gélida y oscura noche madrileña.
Lorena permanece a mi lado mientras los demás desaparecen en la oscuridad.
—Hace mucho frío, Alfonso, vamos a dormir —me insiste temblando.
—Espera un poco, mira al cielo, Lorena.
Lorena mira hacia el negro cielo de Madrid, y contempla asombrada el manto estrellado que lo cubre en su totalidad.
—Jamás había visto tantas estrellas. Entre tanta muerte y miedo, nunca había reparado en este tipo de cosas. —Lorena está maravillada.
—La ausencia de luz artificial hace que se vean de esta manera, y precisamente desde Madrid no se podían apreciar. ¿Te gusta?
—Me encanta, de verdad, es precioso.
Y abrazados, avanzamos despacio hacia el túnel de vestuarios, sin dejar de contemplar el cielo y con la mente puesta en un futuro, ni bueno ni malo, simplemente un futuro.