Iker otea el horizonte con sus prismáticos, observando lo que ya le había avisado anteriormente. Miles de muertos avanzan lentamente hacia aquí, como auténticas legiones organizadas, y hasta donde alcanza la vista, se puede ver a montones de ellos acercándose.

El teniente está confundido, no entiende nada y sus gestos así lo demuestran.

—No lo entiendo. Ellos saben que estamos aquí, pero los que tenemos en los alrededores, no los que están viniendo en manadas desde el fondo de la Castellana —comenta Iker preocupado.

—Teniente, son demasiados, y como vengan muchos más de los que ya están llegando, me pregunto si nuestras puertas aguantarán tanta avalancha de infectados.

—Claro que aguantarán, Alfonso, no seas pájaro de mal agüero. Y procura no comentar nada por ahí abajo, lo que me faltaba era que la gente tuviera un motivo más de preocupación de los que ya tienen. Así que silencio, intenta no comentar nada… aparte de que no tiene la menor importancia. Es una tontería crear dudas y miedos absurdamente, ¿entendido? —ordena un inseguro Iker.

—Entendido, no se preocupe, de verdad.

Y tras mis palabras, Iker se aleja, no sin antes volver a echar una ojeada a la calle con gesto serio.

Yo prefiero quedarme un poco más, quiero ver si lo que les ha llamado la atención somos nosotros u otra cosa que se nos escapa.

Ya ha pasado más de media hora desde que me di cuenta de la concentración de muertos, y los aledaños del estadio están completamente infestados. Si no estuviéramos en las condiciones en que estamos, juraría que son hinchas del Madrid en un día de partido, acudiendo como cada fin de semana a ver jugar a su equipo.

Pero no, no son aficionados, son máquinas de matar, hambrientas y desesperadas, sin otro deseo que penetrar dentro del refugio y pegarse un festín con nuestros débiles cuerpos.

No quiero ver más, tengo miedo, voy a ver si Lorena ha terminado con su charla laboral y nos podemos ver un rato.

Mientras bajo por las escaleras, escucho al teniente Iker hablar en su despacho. Está reunido con Víctor y los demás soldados que tiene a su cargo, salvo los efectivos que tiene de guardia en los puntos estratégicos del estadio, que por cierto, menuda vigilancia que hacen, mira que no haberse percatado del avance de los infectados hacia aquí… En fin, no quisiera estar en su pellejo, seguro que les cae una buena bronca.

Las voces son fuertes, pero no consigo entender lo que están diciendo. Me arrimo sigiloso a la puerta y pongo la oreja para ver si logro entender algo.

Nada, la puerta es metálica, de esas ignífugas, y es prácticamente imposible entender nada, lo único que sé es que está nervioso, por la forma de hablar, y los demás no dicen nada. Me voy al campo antes de que me descubra y sea aún peor.

Al entrar por la zona de vestuarios que da acceso al campo, veo al gato de Javi, Kiko, tumbado en uno de los banquillos, intentando coger los rayos de sol que llegan tímidos.

Y mis perros allí están, cómo no, corriendo por los laterales del campo, hasta que se percatan de mi presencia y vienen como locos a saludarme.

Ya estoy lleno de pelos, no podía ser de otra manera, y mientras me dirijo al fondo sur donde quedé con Lorena, observo cómo tres soldados más, los que vigilan la zona alta del fondo norte, bajan corriendo para entrar al estadio en dirección al despacho de Iker. Les va a caer una buena.

Yo, mientras, me quedo con mis compañeros de labranza. Uno de ellos es Tito, un chico gallego que trabajaba en Madrid en una comisaría de administrativo, un tipo bastante extrovertido, muy risueño, y con un profundo y marcado acento gallego. Su casi uno noventa de estatura le hace tener una apariencia muy bruta, nada que ver con la realidad.

También está Ixa, una mujer de unos «cuarenta y algo» según ella, también muy simpática y alegre; tiene el pelo rubio y no para de hablar de su ciudad preferida, San Sebastián, de donde vino en su día a ganarse el pan a la capital.

Y por último, Jorge, un chaval bastante majo, nacido en Extremadura, y en Madrid por estudios. Su historia es cuanto menos un auténtico reto y una demostración de fuerza de voluntad y superación. Nos cuenta que, no hace mucho, superó una leucemia, la cual combatió durante mucho tiempo, logrando vencerla con ayuda de los suyos.

—Esta puta mierda de pandemia no podrá conmigo; si he logrado vencer al cáncer, esto es pan comido —repite Jorge cada vez que saca el tema.

Y bueno, son mis compañeros de trabajo, juntos sembramos esta parte del campo, aunque aquí, hasta que quiera salir algo, ya podemos sentarnos a esperar.

Dependemos del agua de lluvia casi por completo: no sólo nos riega los campos, sino que nos sirve para nuestro propio consumo.

Gracias a la práctica desaparición de la «boina» de polución que cubría Madrid por las emisiones de gases y demás porquerías que salían de los coches y fábricas, el agua que cae ahora es prácticamente bebible, aunque el ejército, por si acaso, echa una pastilla potabilizadora a cada recipiente o cubo de basura, utilizados como «pequeños embalses».

Me pregunto cómo vivían hace dos mil años, cómo lograban subsistir, sin nada parecido a lo que tenemos ahora… bueno, teníamos.

Entre tanto pensamiento, no me he dado cuenta de que Lorena está detrás de mí.

—Hola, Alfonsito. ¿He tardado mucho? —me dice Lorena en tono cariñoso.

—Bueno, la verdad es que he estado entretenido y no me he fijado mucho en el reloj. ¿Qué te han designado como trabajo? —le pregunto curioso.

—Pues a petición propia, me pondré contigo aquí. Se lo he pedido como favor y han aceptado, aparte de que nos han dicho que es lo que más mano de obra necesita y lo más urgente, ya que queda mucho todavía por sembrar. De todas formas, ha llegado Iker dando voces y nos ha echado de la sala, tenía prisa por hablar con Víctor y los demás —contesta Lorena.

—Y tanto, niña, tenemos que llegar hasta casi el centro del campo —interrumpe Tito con su acentazo gallego.

—Hola. Soy Lorena, llegamos hace una semana más o menos —y le tiende la mano para saludarle.

—Yo soy Tito. Ya os vi llegar, aquí cada vez que viene alguien nuevo se celebra especialmente. Llevo aquí desde prácticamente el principio, la comisaría donde trabajaba está cerca y el ejército me metió dentro porque estábamos siendo atacados salvajemente. Y aquí sigo desde entonces, sin saber nada de nadie de los que conocía —explica el muchacho.

—Pues creo que aquí todos tenemos historias parecidas. Yo lo único que tengo es a él —cuenta Lorena señalándome a mi—, porque no sé nada de mis padres o tíos. Quedamos incomunicados rápidamente, hasta que vinieron a por nosotros. También lo lograron dos amigas mías, y todo fue porque nos juntamos para hacer un plan en casa de Alfonso, pero no sabíamos que todo iría tan rápido, no nos dio tiempo de poder irnos con nuestras familias —explica Lorena.

—Bueno, ahora tu familia somos nosotros. No nos queda más remedio que apoyarnos los unos a los otros, tenemos que aprender a vivir sin ellos y mirar hacia adelante, que bastante oscuro está el panorama —Ixa se suma a la conversación. Se expresa con mucha naturalidad, es la viva imagen del optimismo, siempre tiene una palabra adecuada para alegrar al personal.

—Muchas gracias, me alegro de que pienses así y de que estemos aquí todos juntos. Hemos tenido mucha suerte, muchísima suerte, probablemente seamos los únicos supervivientes de Madrid y quién sabe si del resto de España —dice Lorena.

—No lo creo, Lorena, pienso que habrá más gente que estará escondida como nosotros, o que vivan en sitios recónditos y apartados donde no haya llegado la infección —comento.

—Ojalá, Alfonso, ojalá. Si no, ¿de qué serviría tanto esfuerzo por intentar sobrevivir aquí, dejarnos las manos y la piel sembrando este campo, o haciendo otras labores, como si estuviésemos en el siglo dieciocho? —comenta de nuevo Ixa.

—Dejaos de monsergas, todos sabemos cómo acabaremos si no les hacemos frente. Ellos no mueren naturalmente, hay que matarles, darles en plena cabeza. Y si decidimos quedarnos aquí, los recursos se nos acabarán rápido y habrá que salir de todas formas —la reacción de Jorge es contundente.

—Pues, Jorge, te doy la razón: tarde o temprano tendremos que salir de aquí, pero para eso tenemos que confiar en Iker y en los soldados, y si ellos creen conveniente esperar, esperaremos —dice Tito.

—Y por las armas desde luego que no será, porque una vez el teniente nos enseñó el arsenal que tenían abajo y es impresionante, capaz de armar a un pequeño ejército —comento viniéndome arriba.

—¿Y para qué tienen tantas armas si son un puñado de soldados nada más? —pregunta Jorge.

—Pues porque cuando llegaron hasta aquí eran muchísimos, todos los que estaban en la Comunidad de Madrid, y utilizaron el estadio como base temporal y aquí guardaron todo: armas, comida, material, vehículos y demás enseres militares —respondo—. Pero casi todos murieron en las calles, me lo contó Iker, y muchos de los que están ahí fuera, intentando entrar, seguramente sean ellos.

Todos callan, imaginándose la escena: si unos militares cualificados y entrenados para cualquier situación límite caen de esa manera, ¿qué no harán con nosotros?

Parece que no tendremos posibilidad, pero algo dentro de mí me dice que sí; no sé por qué, pero la esperanza se ha escondido en mi cuerpo y no la dejaré salir.

Será mejor que empecemos a trabajar un poco, porque llevamos un buen rato de cháchara y las semillas no salen solas de la bolsa. Y mientras remuevo la tierra, pienso en los niños, qué futuro les aguarda y en qué estarán pensando, y aunque sé que Sergio y Rubén están encantados con la aventura, pronto empezarán las preguntas y las impaciencias, las ganas de salir de aquí y sus miedos.

Hace un frío que corta hasta la cara. Ya estamos en el mes de enero de 2011, hemos cambiado de año sin apenas darnos cuenta. Por primera vez desde que tengo uso de razón, España no se ha comido las uvas al son de las campanadas de la Puerta del Sol.

Cuando era pequeño siempre me imaginaba cómo sería el futuro; cuando estaba en los años noventa escuchaba eso del «año dos mil» y yo decía: «en el año dos mil los coches ya deberían volar».

Pues no sólo no vuelan, sino que ya prácticamente no existen, o más bien lo que no existe son las personas para conducirlos.

No sé cómo, pero hoy necesito un poco de alegría para poder dejar de pensar en tanta tontería como estoy haciendo.

—Tito, esta noche en los palcos vamos a juntarnos unos cuantos, a ver si podemos pasar el rato con unas cartas o algo parecido, ¿te parece? —le propongo al alma de las fiestas en el estadio.

—Pues claro que sí, Alfonsito, todo lo que sea cachondeito es bien recibido. Si quieres, aviso a los demás y el que quiera que se apunte —responde un alegre Tito.

—Ok, tú mueve tus hilos, que eres el relaciones públicas del Bernabéu —le digo con una sonrisa en los labios.

—Los moveré, pero ahora dale a la azada y remueve toda la tierra que puedas, que no tardará mucho en ponerse el sol y tendremos que salir de aquí guiados por las luces de las linternas. —Tito me devuelve a la dura realidad de un plumazo.

—Lorena, cuando terminemos me gustaría que diésemos una vuelta por el césped. Me apetece que hablemos tranquilos antes de subir a los palcos —le digo en voz baja.

—Vale, mi niño, también me apetece pasar un ratito a solas contigo, sin ningún militar de esos rondando cerca —responde Lorena con gesto relajado.

Los rayos solares abandonan la ciudad lentamente, desapareciendo entre los cristales rotos de los edificios madrileños, dejando tras de sí una inmensidad de oscuridad, gemidos y muerte.