Ya ha pasado una semana desde que llegamos al estadio, y desde ese día no he dejado de pensar en la gente que ya no volveré a ver más.
La cara de mi padre, ensangrentada, con los ojos fuera de sus órbitas, intentando llegar hasta mí, para hincar sus podridos dientes en mi cuerpo, un cuerpo al que él mismo dio la vida.
Me imagino a mi tío vagando por las calles del barrio, sin rumbo, buscando un trozo de carne viva que echarse a la boca, con su caminar lento y amargo.
Pero lo que no me imagino es a la pequeña Paula, eso sí que no me lo puedo creer, tan pequeña, con tantas cosas por vivir y por soñar. Y aunque no sepa nada de lo que les ha pasado, algo dentro de mí me dice que no lo han conseguido, muy a mi pesar.
Voy caminando por el césped del estadio, alrededor del gran helicóptero que preside el centro del campo, tapado con una gran lona verde de camuflaje que deja libre las hélices de la cola.
En el fondo sur, unos cuantos compañeros están trabajando removiendo el terreno, quitando las malas hierbas para poder plantar semillas de patatas, tomates y alguna que otra hortaliza más.
El trabajo resulta ameno, ya que todos tenemos muchas cosas que contarnos, muchas vivencias y muchos peligros pasados. Pero sobre todo desgracias, tragedias personales que encuentran un consuelo al ser expresadas, aunque sea efímero.
Hoy el teniente nos ha contado que a mediodía podrán salir todas las personas que llegaron el mismo día que nosotros, incluyendo a los niños.
Solamente dos veces he podido verles en esta larga semana, y aunque sólo fueron unos minutos, han sido suficientes, sobre todo ver a Lorena y saber que está bien.
Los únicos que se han librado del aislamiento son los perritos, que ahora han visto el cielo abierto con tanto campo para correr y distraerse, después de estar más de dos meses encerrados entre cuatro paredes.
Por mi reloj son las dos, y yo ya me encuentro en la sala de prensa sentado, esperando a que el teniente entre con todos ellos.
Y tras una larga media hora, por fin entran, flanqueados por Iker. Los primeros que entran son los niños, que en cuanto me ven, salen disparados hacia mí, abrazándome y dándome besos.
—¡Tío! Ja, ja, ja, mira lo que nos han puesto. Somos militares de verdad, ¿a que sí, tío? —Sergio está emocionado, no sólo por su nueva vestimenta, sino por estar por primera vez dentro del estadio de sus sueños.
—Eres todo un soldado, campeón —le respondo acariciándole el pelo cariñosamente.
—¡Hemos estado en el vestuario del Madrid, tío, y yo me acostaba al lado de la taquilla de Cristiano Ronaldo y Rubén donde la de Kaká! —me cuenta Sergio superemocionado.
—Me alegro mucho, Sergio. Luego te enseño algún rincón del estadio que seguro que te va a gustar mucho, ya lo verás —le digo, feliz por verles tan bien y tranquilos.
Sergio y Rubén están eufóricos mientras se sientan al lado de su hermana Eva, bastante más callada para lo que en ella es costumbre. Resulta evidente que no le hace mucha gracia su nueva situación.
Detrás de ellos, mi hermana y Soraya entran en la sala con su chándal verde y unas peculiares botas militares negras, visiblemente grandes para ellas.
Pero lo que estaba esperando desde hace una semana está a punto de producirse. Lorena entra la última, acompañada de mi madre y Javi, con cara de incertidumbre y buscando mi mirada.
Por fin la encuentra, y después de unos segundos, nos fundimos en un largo abrazo, añorado desde hace tiempo. Ella me aprieta con fuerza, hasta casi dejarme sin respiración, se le escapan las lágrimas de la emoción.
—Lorena, no llores, ya estamos otra vez juntos, con los demás y por fin a salvo, aunque sea atrapados en un recinto sin salida —la tranquilizo.
—No sabes lo que te he echado de menos, Alfonso, ahí dentro no se estaba muy cómodo y no teníamos nada que hacer. Lo único bueno es que he podido conocer mejor a tu madre, que me ha contado muchas cosas sobre ti —me dice con un gesto muy picarón, bastante característico de ella.
—¡Qué peligro tiene esta mujer! A saber qué te habrá contado, seguro que cosas de cuando era pequeño. —No me lo quiero ni imaginar.
Marta y Cristian están sentados en un lateral de la sala y junto a ellos está Soraya.
Todos los habitantes del estadio van sentándose uno tras otro para escuchar las palabras del teniente. Iker ya está situado en la mesa del centro, sentado junto con otro militar, Víctor creo que se llamaba.
—Bueno, lo primero es dar la bienvenida oficialmente a las personas que rescatamos el otro día. Poco a poco nuestro número aumenta, y gracias a eso, las probabilidades de sobrevivir a este infierno son cada vez mayores. Lamentamos la pérdida del brigada Aitor, ha sido una baja muy importante —explica Iker—. He de decir, en este caso refiriéndome concretamente a Alfonso, que la acción que realizó por su cuenta y riesgo fue una auténtica insensatez; no obstante, he de reconocer la valentía que demostró y la lealtad a su familia. Pero para la próxima vez que intente hacerse el héroe, al menos avíseme con antelación para que cuente usted con más posibilidades de sobrevivir.
Iker me dirige su mirada dura y fría, pero su gesto no es de una persona enfadada.
—Por supuesto, teniente, no volverá a suceder, se lo juro, pero tenía que hacerlo, y si se lo hubiera consultado antes, no me hubiera dejado —le explico en tono conciliador.
—Eso no lo sabemos, Alfonso, pero ya sabe lo que tiene que hacer para otra vez. —Y dirigiéndose a todos, continúa—: Bueno, no sólo nos hemos reunido aquí para dar la bienvenida a nuestros nuevos vecinos, sino para hablar de nuestro futuro próximo.
»Es más que evidente que no podremos estar aquí para siempre, que tarde o temprano tendremos que salir de aquí y buscar ayuda en otro sitio, tratar de encontrar algún refugio o población donde no exista la epidemia o donde hayan logrado controlarla.
»Estamos tratando de contactar con una señal que nos llegó hace dos días por radio. Era completamente ininteligible, pero lo único que nos quedó claro es que eran voces humanas. Si esto podemos comprobarlo, sería la confirmación de que no estamos solos, de que aún resisten en algún otro lugar, lo que nos invita a la esperanza.
—Pero, teniente, aunque logremos averiguar de quién se trata, no podremos salir de aquí con seguridad, cada vez somos más y no contamos con los suficientes medios de transporte para desplazarnos todos.
La persona que ha interrumpido al teniente es Manel, un padre de familia que vino solamente con su hija Macu y su pequeña perrita caniche Paris, uno de los primeros en llegar al refugio, en plena expansión del virus A-24.
—Manel, entiendo su postura y no le falta razón, pero estamos pensando en eso también. Estamos deliberando la posibilidad de coger algún autobús de la estación de Chamartín, donde tenemos constancia de que se encuentran al menos dos autobuses de línea que solían hacer rutas a los pueblos de la sierra —explica Iker.
—Si así se decidiera, habría que ir a comprobar si tienen combustible y si aún podrían arrancar, ¿no? —insiste Manel.
—Con dos autobuses tendríamos más que suficiente, y junto con los tanques, los Jeeps y el camión cisterna, podríamos salir de aquí con todo el equipamiento del que disponemos —continúa Iker.
—No ha contestado a mi pregunta, teniente —Manel vuelve a insistir.
—Eso lo decidiremos internamente —responde Iker con un claro gesto de enfado.
—Me parece demasiado arriesgado, teniente —le interrumpo—. Pienso que si fueran hasta Chamartín, correrían un grave peligro, le recuerdo que tiene el hospital de La Paz y el Ramón y Cajal prácticamente al lado y, como usted dijo, son zonas calientes y repletas de muertos.
—Ya lo sabemos, Alfonso, no me vayas a decir tú ahora cómo está Madrid. Pero al igual que fuimos a por tu familia y despejamos el terreno, también lo podremos hacer allí. Con soltarles varios proyectiles desde los Leopard sería más que suficiente para despejar momentáneamente la zona y hacer las comprobaciones de los autobuses —responde el teniente Salvatierra.
—¿Y el helicóptero? ¿Qué pasa con el helicóptero que hay ahí fuera en el campo? ¿No se podría realizar la operación con el aparato? Creo que sería más fácil y rápido, y si hay problemas, podrían salir de allí rápidamente, ¿no? —trato de poner otras soluciones a mi entender más factibles y seguras.
—A ver, Alfonso, te explico. El helicóptero sólo lo utilizaremos en caso extremo. Y no creo que esta operación sea el caso. Además, uno de nuestros mejores pilotos cayó al principio de la epidemia y solamente yo, de los que estamos aquí, sabría manejar un bicho de estos, y por ahora, no pienso hacerlo, ¿entendido?
—Entendido, teniente, era para saberlo simplemente —me callo resignado.
—Bueno, de todas formas, todo esto que estamos hablando es pura hipótesis. Hasta que no averigüemos de dónde vino la señal de radio y nos pongamos en contacto con ellos, no haremos nada —añade Iker—. Mientras tanto, los nuevos vendréis conmigo ahora para daros las tareas a realizar, menos los niños y la señora mayor, que podrán estar libremente por el refugio.
El teniente se levanta y desaparece por la puerta, seguido de Víctor, que con un gesto invita a los demás a ir tras ellos.
—Lorena, ahora vete con ellos y después te espero en el césped. Estaré en el fondo sur siguiendo con la siembra, ¿vale?
—Vale, Alfonso, luego te veo —contesta Lorena un tanto cabizbaja. Y con estas palabras, sale de la sala junto con Javi, Soraya y Araceli.
Después de permanecer un rato en la sala ya vacía, salgo de allí para dirigirme a la parte más alta del estadio, donde Iker aquel día nos enseñó cómo estaban los alrededores.
Una vez allí, contemplo el horizonte: cuatro montañas gigantes de acero y cristal, grandes colosos que un día fueron el referente de la arquitectura y el poder en España, convertidos en fantasmas transparentes, vacíos en sus interiores, y expuestos a una lenta muerte.
Me pregunto si alguien más estará pensando lo mismo que yo desde algún punto de Madrid, soñando con un futuro libre de muerte.
Una cosa me llama la atención, de la que antes no me había percatado, y es que una autentica legión de muertos se acerca desde la zona por donde vinimos en dirección al estadio.
Son muchísimos, van saliendo de las calles adyacentes, salen por todas partes, y se unen al grupo más numeroso, y en su arrastrar de pies, les acompañan sus gemidos, alguno de ellos levanta los brazos al frente como si tratara de agarrar algo.
No entiendo qué les habrá llamado la atención como para que, de repente, todos a la vez se dirijan hacia aquí. Tengo que avisar a Iker, a ver si entendemos el comportamiento que ahora están teniendo los infectados.
Salgo de allí y bajo las escaleras lo más rápido que puedo sin matarme en el intento. Cruzo un largo pasillo hasta llegar a su despacho, pero no está. Me dirijo a la sala de prensa, pero tampoco está allí. ¿Dónde se habrá metido ahora? Por ahí viene un soldado.
—Perdona, ¿sabes dónde está el teniente Salvatierra? —pregunto extrañado.
—Pues hace un momento estaba en su despacho, pero creo que ha ido al almacén a por algo de comida —responde el soldado muy amablemente.
—Muchas gracias.
Salgo disparado hacia el almacén, lugar que tenemos restringido, pero en esta ocasión creo que merece la pena saltarse las normas.
—Teniente, perdone, necesito hablar con usted un momento —interrumpo a Iker
—Pero bueno, Alfonso, me parece que no acaba de entender bien las normas de este recinto en el que yo estoy al mando —me vuelve a abroncar.
—Lo sé, teniente, conozco perfectamente las normas, pero si he bajado, es por algo urgente. Necesito que me acompañe a la azotea del estadio.
—¿Qué ha pasado? ¡No me diga que han conseguido entrar al recinto! —exclama asustado.
—No, teniente, pero necesito que usted mismo lo vea a ver qué le parece. Coja los prismáticos, por favor.
Iker deja las latas que había cogido y, cerrando los candados de la puerta del almacén, subimos hacia el lugar indicado. A ver si él entiende algo.