Acabamos de pasar por la rotonda de la plaza de Cibeles, y a pesar de estar apagada y abandonada, la diosa todavía permanece majestuosa ante tanta muerte, como si desafiara a los miles de muertos que sustituyen a los coches que antes contaminaban su blanca piedra. Y a su derecha, el Palacio de Correos, parcialmente andamiado por unas obras que Gallardón ordenó comenzar para adaptar el palacio a la sede del Ayuntamiento de Madrid.
Tarde o temprano, todo caerá. Esperemos que lleguemos a tiempo para detener la muerte de la capital, o al menos la de la mayoría de sus monumentos.
Ya nos aproximamos a Nuevos Ministerios, y por delante aún nos queda el tramo de la Castellana más peligroso hasta llegar al estadio.
Mi madre ha permanecido en silencio todo el trayecto, mirando por la ventanilla como si fuera un niño en un viaje, imaginándose formas extrañas en las nubes. En cambio, Javi no ha parado de hablar ni un instante; después de estar casi dos meses encerrado, no imaginaba en lo que se ha convertido la ciudad.
—Madre mía, míralos. ¡Si hay miles de ellos! Pero, ¿no ha sobrevivido nadie? ¿Esto es el fin del mundo? —pregunta desorientado.
—No, Javi, esto no es el fin del mundo. No van a poder con nosotros, sólo son unos sacos de carne podrida, muy numerosos eso sí, pero sin inteligencia alguna, sin armas, sin recursos —intento calmarle.
—Sí, lo que tú digas, pero han conseguido llevar a la ciudad al más absoluto caos, ni más ni menos que Madrid, la capital. ¿Qué habrá pasado con las demás ciudades españolas? ¿También han caído? —Mi hermano empieza a ponerse bastante nervioso.
—Javi, no sólo en Madrid, en toda España, y en todo el mundo, todo lo que conocíamos y teníamos se ha ido a la mierda. Parece mentira que me hagas esas preguntas si ya sabes la respuesta, tú mismo viste las noticias en la tele antes de que se acabaran las conexiones —contesto.
—Bueno, ya está bien. —Mi madre por fin sale de su letargo para poner orden entre nosotros—. Entre que uno no se calla y el otro que está metiendo más miedo del que tenemos me tenéis aburrida.
—Lo siento, mamá, tienes razón, no todo es tan malo. A donde vamos ahora hay mucha gente, la mayoría de ellos no son del ejército, son supervivientes que lograron llegar hasta el estadio, a otros los rescataron en las numerosas salidas que hicieron los soldados en busca de gente y alimentos —le comento.
—Me parece muy bien, pero desde luego, ya podrían haberse instalado en otro lugar, sabes que no me gusta mucho el Bernabéu, hijo —añade sarcásticamente.
—Espero que delante del teniente no digas esas bobadas, mamá, les ha costado mucho tiempo acomodar el estadio para todo el que venga —digo con cara de pocos amigos.
Lorena permanece atenta a la conversación, mirando hacia atrás, apoyada en el respaldo de su asiento, mientras de vez en cuando suelta alguna sonrisa por algún comentario ocurrente de mi madre.
A punto de llegar a Nuevos Ministerios, un imprevisto me obliga a detener bruscamente el coche. La conversación distendida se ha cortado radicalmente, ahora todos miran al frente, fijos en la carretera.
Y lo que miran es a una auténtica manada de infectados que, al unísono, giran sus cabezas hacia nosotros, soltando por sus asquerosas bocas un sinfín de horribles gemidos. Tienen completamente invadida la calzada, seguramente atraídos por el regreso de los tanques, que habrán pasado hace ya un buen rato.
Por lo menos son más de dos mil o tres mil los que ahora avanzan hacia nosotros; la rapidez de alguno contrasta con el mal estado de otros, que caen bajo los pies de los más fuertes, siendo aplastados y engullidos por el enjambre de muertos que se nos echa encima.
—Dios mío, por aquí no podremos pasar en la vida. Aunque acelerase a tope, la gran masa lograría detener el coche y ya sabéis lo que nos pasaría —comento asustado.
—Pues haz algo, Alfonso, están muy cerca —Lorena está muy nerviosa.
Introduzco la marcha atrás, y con un golpe de volante, pongo al coche en el sentido contrario de la marcha, llevándome por delante a un par de infectados que se acercaban por la retaguardia y no había visto.
—¿De dónde han salido estos dos? —pregunta Javi, observándolos caídos en el suelo.
—Estos cabrones por momentos parecen organizarse, porque cada vez son más sigilosos. Agarraos bien, que vendrán curvas —les aviso.
No sé qué hacer, no podemos volver hacia atrás, sería una locura; tenemos que llegar al estadio sí o sí, no tenemos otra alternativa.
Me he alejado lo suficiente como para pensar más tranquilamente, detengo el coche y reviso los cartuchos de que disponemos.
—¿Qué haces? —pregunta Lorena.
—Estoy tratando de ver de cuántas balas disponemos, para ver si podemos pasar por uno de los laterales de la Castellana abatiendo a los más que podamos —contesto.
—¡¿Estás loco o qué te pasa?! ¿Cómo vamos a salir y dispararles? Y encima hay que tener mucha puntería. A mí no me parece bien, pero haz lo que quieras —suelta a voz en grito Lorena.
La bronca de Lorena es monumental y no le falta razón, pero, ¿qué hacemos si no? No se me ocurre otra cosa; las calles paralelas son aún más estrechas y una trampa mortal, tenemos que pasar entre ellos como sea.
—Javi, toma, este es un fusil de asalto del ejército, está cargado y con el seguro quitado, sólo tienes que apuntar a la cabeza y apretar el gatillo; apenas tienen retroceso, es fácil —le ofrezco el fusil.
—Debes de estar de broma, yo no pienso salir ahí a disparar a nadie. —Javi me lo devuelve con un claro gesto de miedo.
—Pues si no sales, te aseguro que tú serás el primer plato de toda esa mierda andante, y no te anestesiarán primero para devorarte, no sé si me explico. —Le clavo la mirada a modo de orden.
Mi hermano me mira a los ojos fijamente, sabe que tengo razón, y la sola idea de imaginarse morir de esa manera le hace reaccionar cogiendo el fusil y los cargadores.
—Bien, Javi, créeme que es la mejor solución. Cuando se te acaben las balas, dímelo, que te recargo el arma. Vamos a aproximarnos por el lateral de la calle, donde hay menos concentración, y a por ellos. Recuerda que sólo acabas con ellos si les das en la cabeza. ¿Entendido?
—Entendido. Dios mío, ayúdanos —suplica Javi, dedicando una mirada al cielo madrileño.
Mi madre permanece en silencio, cogiendo de la mano a Lorena; las dos están muy nerviosas mientras nos aproximamos al primer grupo.
Detengo el coche y Javi y yo salimos del mismo, pasando Lorena al asiento de atrás sin salir del vehículo. Las lunas tintadas las mantendrán parcialmente ocultas; menos mal que el gato de Javi es negro y no llamará la atención, aunque ya está lo suficientemente asustado y encogido a los pies de mi madre.
El olor a carne fresca está enloqueciendo a toda la multitud de muertos que ahora se dirigen hacia aquí, pero nos tenemos que centrar en los que tenemos enfrente.
Los primeros disparos salen de mi fusil y en su mayoría hacen diana en plena frente de esos pobres diablos. Javi me mira paralizado, alucinando con la puntería adquirida en los últimos días.
—¡Vamos, Javi! ¡Empieza a disparar de una vez! —le ordeno.
Él traga saliva y apunta a uno de los muertos que tiene más cerca, y al apretar el gatillo, la bala sale disparada, alojándose en plena cabeza del sujeto, que cae como un fardo al suelo.
—¡Le he dado, le he dado! —Javi está exultante, su primer disparo y ha dado en la diana.
—Muy bien, Javi, pero sigue disparando, yo solo no podré —trato de que no pierda la concentración.
Y según vamos disparando, retrocedemos para evitar que se acerquen peligrosamente, tenemos que poner terreno entre nosotros y los muertos que aún permanecen en pie y nos persiguen.
La puntería de Javi empieza a fallar; al menos dispara a las piernas, obligando a más de uno a tener que arrastrarse por el suelo.
—¡Alfonso! ¡No tengo balas, recárgame, que no tengo ni idea de hacerlo! —y me ofrece el fusil.
Javi dispara a discreción y agota muy rápidamente los cargadores, demasiado rápidamente. Esta vez le explico cómo tiene que hacerlo.
Poco a poco, van cayendo, mientras el grupo más numeroso se aproxima atravesando la calzada, mostrando sus dientes amarillos y ensangrentados. Entre tanto muerto caído, se abre un pequeño hueco, suficiente como para atravesarlo con el coche y poder salir de esta trampa mortal.
—¡Javi! ¡Sube al coche, nos vamos! —le grito mientras voy retrocediendo.
Y después de ir corriendo hacia atrás a por el coche, nos metemos dentro, arranco y, sin perder ni un segundo, acelero a fondo dirigiéndome hacia los pocos muertos que permanecen aún en pie de esa pequeña horda que avanzaba hacia nosotros.
El coche rebota muy bruscamente sobre los cuerpos caídos, haciendo que se zarandee de un lado a otro como si fuésemos a volcar. Mi madre grita de pánico, agarrada al asa que llevan los coches atrás, mientras con la otra mano se tapa los ojos.
No consigo controlar el coche, que da tumbos entre tanto obstáculo, es como si tuviese que pasar una calle con badenes a toda velocidad.
Con tanto revuelo, no me he percatado de los pivotes de la acera, y al intentar subirme a ella, el coche rebota contra ellos, provocando un espantoso ruido de chapa que se arruga.
El vehículo patina con un espectacular trompo y acabo atravesado en mitad de la calle, eso sí, esta vez por delante de los infectados que no cesan en su lento caminar.
Se me ha calado el coche de tanto golpe y trato de arrancarlo. Un intento, nada. Javi me mira con cara de susto. Segundo intento y nada, y por el retrovisor veo cómo llegan los primeros muertos, los más rápidos.
—¡Dios, no puede ser! —Sólo me queda rezar.
Y por fin, al tercer intento el motor vuelve a rugir, y sin apenas dejar más margen de tiempo, salgo disparado hacia el estadio, a pocos metros de aquí.
—¡No me jodas, Alfonso, casi me muero del infarto! —Javi se agarra el pecho a la altura del corazón.
Mientras avanzo, veo por el retrovisor a la manada de muertos levantar los brazos hacia nosotros, en un gesto de rabia y desesperación por ver cómo su comida se aleja cada vez más.
Ya tengo delante de mis ojos el Santiago Bernabéu, y enseguida el vigía de la torre de acceso da una orden por walkie.
Me pongo delante del portón por donde salimos la última vez, y después de unos segundos interminables, las puertas comienzan a abrirse lentamente, hasta dejar ver el interior.
Ya estoy dentro, y mientras los soldados se afanan en volver a cerrar de nuevo, Iker baja a paso firme por la escalera metálica que llega hasta el aparcamiento.
Lorena y mi madre bajan del coche —mi madre lleva en brazos a Kiko— y Javi hace lo propio.
Al salir yo, el teniente se aproxima rápidamente y se detiene delante de mí.
—¿Se puede saber en qué estabas pensando? ¿No sabes que te has puesto en peligro? Y no sólo a ti, sino que también has expuesto a Lorena, después de estar mucho tiempo luchando por sobrevivir —Iker está fuera de sus casillas.
—Pero escúcheme… —trato de explicarme.
—No te escucho. Has hecho una gilipollez y lo sabes, por lo menos podrías habérmelo consultado y hubiéramos trazado un plan para no cometer errores —me interrumpe bruscamente.
—Lo siento, teniente, era mi familia la que estaba en peligro y creí oportuno ir a por ellos —insisto.
—Me parece perfecto y también lo entiendo, pero aquí todos tenemos una familia, o teníamos, mejor dicho, y no por eso nos hacemos los héroes saltándonos todas las normas que os he explicado —Iker cada vez se altera más.
—¡Bueno, vale ya! —Mi madre se pone delante del teniente—. Mi hijo lo único que ha hecho es venir a salvarme de una muerte segura. No creo que tenga usted que hablarle en ese tono, ¿quién se ha creído que es? —le abronca fuertemente delante de todos.
—Pues soy la persona al mando en este recinto, y si no están contentos con las normas, ya saben dónde está la puerta —grita Iker sin compasión.
—¿Nos está echando, teniente? —Lorena no aguanta más la tensión.
Y girando la cabeza hacia la chica rubia, Iker se dirige a ella:
—No, no os estoy echando, sólo os aviso de que aquí hay unas normas que todos debemos cumplir si queremos sobrevivir, simplemente eso. —Y a continuación se vuelve hacia uno de sus soldados y le ordena—: Víctor, lleva a los recién llegados a los vestuarios; los nuevos en las instalaciones tienen que pasar por el protocolo correspondiente.
—Sí, teniente. —Y con un gesto con el brazo a modo de saludo militar, el soldado indica a los recién llegados que le sigan por las escaleras.
Me despido de mi madre y de mi hermano con un abrazo.
—No os preocupéis, todos hemos pasado por esto. Son unos pocos días, en breve nos volveremos a reunir —trato de tranquilizarles.
Lo peor de todo es que Lorena también tiene que pasar por este trámite, lo único bueno es que estará con Araceli, Soraya y los niños.
—Mi niña, pasaré a verte. Procura descansar y dormir todo lo que puedas, han sido muchas emociones juntas —susurro a Lorena mientras le tomo de la mano.
Y con un beso, me despido de ella, que junto con Javi y mi madre, desaparece tras un pasillo oscuro.
Yo avanzo hacia donde estaba mi habitación y allí me encuentro con los demás.
—¡Coño, Alfonso! ¿Se puede saber dónde te habías metido? ¿Por qué no has vuelto con los demás? —pregunta Cristian dándome un fuerte abrazo.
—Una larga historia, Cris. ¿Te acuerdas lo que te había comentado de ir a por mi familia? Pues eso he hecho, pero por mi cuenta —respondo.
—Estás como una puta regadera —la voz de Pedro suena al fondo de la habitación—. ¿Con quién has contado para ir a por ellos? Con nadie, como siempre. Has querido ir tú solo arriesgando varias vidas, incluida la tuya.
—Pedro, tenía que hacerlo y lo sabes. Además, todo ha salido bien… Bueno, más o menos, no sé si te has dado cuenta, pero sólo he traído a Javi y a mi madre —le explico.
El silencio toma ahora la palabra, Pedro me mira fijamente pensando en lo que le acabo de contar.
—¿Y Paula? No me digas que la niña ha muerto, Alfonso —pregunta Pedro mientras le cambia completamente la cara.
—No lo sé, nunca llegaron a casa de mis padres, no sabemos nada —respondo.
Nos sentamos en el suelo para que pueda contarles más tranquilamente la aventura que hemos vivido. Marta se une a la conversación, acaba de llegar del baño y, después de un efusivo saludo, se sienta con nosotros.
Mi boca va expulsando palabras mientras los demás escuchan atentamente. Las lágrimas empiezan a brotar de mis ojos. Es ahora cuando la tensión de todo lo vivido me pasa factura.