La cara de Lorena es todo un poema. Sé que está muy asustada, pero también sé que entiende mi posición: mientras tenga la posibilidad de encontrar a mi familia con vida, no voy a cesar en el intento.

Pero también me siento culpable: estaba prácticamente salvada y ahora vuelve a estar en peligro, aunque a decir verdad, no se ha negado a venir conmigo, aun sin saber a dónde íbamos.

—No te preocupes, tenemos gasolina de sobra, comida por si la cosa se pone fea y cuatro armas cargadas que algo de seguridad nos darán. Te juro que si no veo indicios de vida en casa de mis padres, regresaremos al estadio lo más rápidamente posible —trato de tranquilizarla.

Durante el trayecto, le explico todo lo que hemos vivido en las últimas semanas, en lo que se ha convertido el estadio Santiago Bernabéu y la cantidad de supervivientes que hay allí.

Está algo aturdida por tanta información, yo creo que está más pendiente del exterior del coche que de lo que le estoy contando. Y es normal, el panorama según voy callejeando por el barrio de mis padres es desolador: coches abandonados, alguna casa ardiendo, y muertos, muchos muertos por sus calles, la mayoría de ellos seguramente antiguos vecinos, que en otras ocasiones me hubieran saludado, y de paso, intentado sacarme algún cotilleo sobre la familia. Ahora más bien vendrían a darme un buen bocado.

La casa de mis padres está a escasas dos manzanas; si me meto por las calles en dirección prohibida, llegaré antes, y aunque me resulta raro circular así, la verdad es que ya da igual, no creo que venga nadie a multarme.

Voy por la calle Martínez de la Riva, estoy llegando ya, solamente me falta girar por la calle Julia Mediavilla en dirección contraria y habremos llegado.

Un momento. De entre una decena de cuerpos medio podridos, una chaqueta me resulta familiar. Detengo el vehículo e inmediatamente los infectados giran sus cabezas hacia nosotros, ya nos han olido, y ya puedo ver sus rostros, y entre caras destrozadas y miradas apagadas veo una familiar… No puede ser…

—Lorena, ¡ese de ahí es mi padre! ¡Mierda! ¿Pero qué ha pasado? Les dije que se quedaran en casa sin salir. Le han mordido salvajemente.

Lorena se tapa los ojos, no quiere verlo, ella le conocía de verle alguna vez por el barrio, y ahora es él el que la ve a ella, y la ve con ojos de depredador hambriento, deseoso de hincarle el diente a la más mínima oportunidad.

Me dan ganas de bajar del coche e intentar salvarle, pero sé que es imposible. Las lagrimas apenas me dejan seguir mirándole. No me lo puedo creer, si él ha caído, ¿qué les habrá pasado al resto?

—¿Qué hago, Lorena? No lo puedo dejar así, humillado durante toda la eternidad, vagando sin rumbo en busca de su presa, pudriéndose lentamente con el paso del tiempo —pregunto angustiado.

—Alfonso, haz lo que quieras, pero hazlo ya, porque se acercan cada vez más y al final ninguno podremos salir de aquí con vida —responde Lorena muy asustada.

Tengo la pistola en la mano, amartillada, y bajo la ventanilla. Aún están retirados, y afortunadamente, él encabeza el grupo.

—Le tengo a tiro, Lorena, que Dios me perdone.

La bala sale del cañón en medio de un fogonazo y un ruido ensordecedor, atravesando la cabeza del que fuera mi padre, que cae a escasos metros de mi ventanilla.

Los demás prosiguen su camino, les da igual que ahora sean uno menos, no sienten otra cosa que hambre y rabia, y van a por nosotros.

Es el momento de salir de allí lo más rápido posible, y mientras lo hago, aún le puedo ver por los retrovisores, tirado boca abajo en la calle, rodeado de sangre marrón y de otros muertos que ven cómo se les escapa otra vez la comida.

Lorena me coge la mano, aún me tiembla. Sé que he hecho lo correcto, pero no puedo dejar de sentirme mal, al fin y al cabo, aunque ya estaba muerto, no dejaba de ser su cara, su cuerpo, su ropa, la persona que me dio la vida, la que me crio junto con mi madre y hermanos.

—Descansa por fin en paz, papá —susurro mirando aún por el retrovisor.

Ya hemos llegado. El portal está a la derecha y la calle está inexplicablemente desierta; el disparo ha debido de atraer a los muertos que merodeaban por la zona, y el hecho de que la calle no sea muy grande hace que la afluencia de infectados sea bastante menor que la de las grandes avenidas.

Bajo del coche con el fusil entre las manos. Lorena permanece dentro con el motor apagado, ahora debemos guardar el más absoluto silencio.

—¿Alfonso?

La voz proviene del balcón de la casa, miro hacia arriba y entonces la veo.

—¡Mamá! ¿Estáis todos bien? Hemos venido a por vosotros, tengo las llaves, preparad lo que necesitéis que os llevaremos a un lugar seguro que hemos encontrado —exclamo muy alterado.

Mi madre se mete dentro de casa y yo, dentro del coche. La calle sigue despejada, sin rastro de monstruos carnívoros. Lorena ha presenciado la escena y no puede disimular su cara de asombro.

—No me lo puedo creer, Alfonso, está viva. Entonces tu padre… ¿Por qué bajaría? —pregunta Lorena.

—No lo sé, Lorena, supongo que ahora tendremos la explicación.

Con una maniobra, subo el coche a la acera, pegándolo tanto al portal que llego a rozarlo por todo el lateral izquierdo. Sólo se puede salir bajando la ventanilla, pero de esta manera bloqueo la entrada por si las cosas salieran mal.

Salgo yo primero, y en el poco espacio que tengo entre el coche y el escalón de la entrada, saco mis llaves del bolsillo interior del traje militar y abro la puerta.

Por seguridad, Lorena me va dando la mochila y las armas para dejarlas en el portal; nunca se sabe si podremos volver a salir de aquí o no.

Luego le toca el turno a Lorena, que sale sin problemas, y ya estamos los dos en el portal.

La ventanilla se queda abierta, pero desde fuera es imposible que nadie pueda entrar, ni siquiera un vivo, ya que tendría que retirar el coche de la acera. Por si acaso, lo cierro con el mando, es posible que desde algún edificio nos estén mirando y el coche sería un buen método de escape, así que toda precaución es poca.

Según vamos subiendo, se escucha la puerta de arriba. Es mi madre, está impaciente por vernos y baja las escaleras angustiada. El abrazo es de los de romperte las costillas, casi no me deja respirar, mientras llora desconsoladamente.

—Mi niño, creía que tú también habías muerto, estaba convencida de que no lo habíais logrado —solloza mi madre mientras me abraza.

¿También? ¿Qué habrá querido decir con eso? ¿Acaso sabrá lo de mi padre?

Después de los achuchones, subimos al piso, y allí de pie junto a la puerta, mi hermano Javi llora también, con una mezcla de alegría y tristeza.

—¡Javi! Esto ya sí que no me lo esperaba. Después de ver lo que hemos visto, creíamos que todo se había perdido —comento con verdadera alegría.

Necesito explicaciones, saber qué ha pasado y por qué mi padre estaba ahí abajo, convertido en uno de ellos.

—Mamá, necesito que me lo cuentes todo desde el principio, desde la última vez que pude hablar contigo hasta hoy, y no te preocupes, que tiempo es lo que más tenemos ahora mismo —le pido a mi madre.

Ella traga saliva y mira a Javi, no sabe por dónde empezar, las lágrimas se le escapan sin control, pero parece que por fin se decide.

—Bueno, Alfonso, tú también tendrás que contarme muchas cosas, y para empezar, ¿qué haces vestido de militar? ¿Te metiste al ejército, tal y como pedían en la tele?

—¡Mamá! Deja eso ahora y empieza a hablar —Javi le recrimina su comentario inoportuno.

—Está bien, no os enfadéis. La última vez que hablé contigo me pediste que reuniéramos la suficiente comida y agua como para aguantar mucho tiempo, y eso hicimos. Entre tu padre y tu tío, trajeron montones de latas de conservas y muchas garrafas de agua, de las de diez litros. Yo también fui llenando otras garrafas que tenía vacías con el grifo antes de que cortaran el agua definitivamente.

»Todo iba bien, las noticias de la tele eran cada vez peores y Madrid entera huía hacia la sierra, a los pueblos de la zona —explica mi madre—. A tu tío Goyo le pareció que tendríamos que coger más provisiones, decía que le parecía poco para aguantar mucho tiempo y en pleno caos, así que bajó a ver si aún estaban abiertos los supermercados.

»Tardaba mucho en volver, el barrio salía en estampida, la gente saqueaba las tiendas y dejaba todo destrozado a su paso, por lo que tu padre decidió bajar a buscarlo, en contra de nuestra opinión.

»Nunca volvieron, ninguno de los dos, y de esto ya ha pasado más de un mes. Es más que evidente que no lo consiguieron, si no, hubieran regresado sanos y salvos —termina de explicar la historia.

Tengo que interrumpir a mi madre, he de decirle lo que hemos visto.

—Mamá, papá está muerto. Le hemos visto en la esquina de la otra calle, era ya uno de ellos —le comento abatido.

A pesar de la evidencia de la noticia, mi madre se vuelve a echar a llorar; la confirmación de su muerte ha vuelto a abrir la herida que estaba tratando de cerrar en las últimas semanas.

—¡Fueron unos inconscientes! Les dijimos que se estuvieran quietecitos en casa, que esperaran si acaso a que la cosa mejorase, pero no, no lo hicieron, tuvieron que irse, uno por cabezón y el otro por hacerse el héroe —protesta Javi. Se desahoga con estas palabras, se le ve muy dolido e impotente por no haber podido hacer nada al respecto.

—El caso es que aquí estamos tu hermano y yo —continúa mi madre—, solos y aguantando el frío, la necesidad, los olores que provienen de la calle y los gemidos de esos horribles seres que no cesan de merodear por ahí abajo.

—¿Estáis solos? ¿Y los demás? ¿Dónde están Lola, Pablo y la niña? —pregunto esperanzado.

El corazón me da un vuelco pensando en la respuesta a mi pregunta, les dije que se reunieran todos aquí y me encuentro sólo con los dos.

—Nunca vinieron, Alfonso. Logré llamarles y me dijeron que vendrían en cuanto pudieran, pero que Pablo tenía primero que arreglar unos asuntos en el banco para venir. Creo que quería sacar todo el dinero que tenían —responde mi madre—. El banco, como si hubiera estado abierto para él. El caso es que no aparecieron y las líneas de los móviles ya no funcionaban, así que no sé si aún están en su casa o definitivamente han corrido la misma suerte que tu padre y tu tío.

El silencio ahora es el protagonista, supongo que todos estamos imaginándonos qué ha podido pasarles y si estarán vivos o no.

—Mamá, no todo son tan malas noticias. Araceli, Pedro y los niños están a salvo, hemos conseguido llevarles a un lugar seguro —les comento.

Ahora me toca a mí dar explicaciones de mi vestimenta, de qué ha pasado y de cómo hemos logrado sobrevivir.

—Al principio nos reunimos en mi casa; vinieron algunos amigos, Lorena y ellos. Más tarde, cuando las noticias eran devastadoras, decidimos irnos a la urbanización de Araceli, donde estaríamos más seguros por su ubicación y por su protección. Y allí nos fuimos, no sin antes perder a uno de nuestros amigos en una salida que hicimos en busca de una amiga nuestra, Soraya.

»Permanecimos unos días en la urbanización, hasta que Pedro y yo tomamos la decisión de salir en busca de ayuda, ya que en uno de los últimos mensajes que dieron en la tele se instaba a la gente a buscar un grupo de resistencia que se había formado en el centro de Madrid, y allí que nos fuimos.

»Tardamos casi dos días en llegar, casi no lo contamos. Tuvimos que pasar una noche prácticamente tirados bajo los asientos del coche de Pedro, menos mal que era más o menos amplio —explico ante la atenta mirada de los dos.

Lorena permanece absorta en la conversación, pero sin querer intervenir, está entre cansada y muy triste por la situación.

—El caso es que logramos dar con ellos —prosigo—, o más bien, nos encontramos mutuamente, y nos dirigieron al refugio que tienen tomado. Aunque te resulte increíble, están dentro del Santiago Bernabéu, y ya lo sé, mamá, sé que eres muy del Atleti, pero es lo que hay —trato de poner una nota de humor ante tanta desdicha.

Mi madre suelta una carcajada, fruto más bien de los nervios que de lo que le acabo de contar, aunque la idea de imaginarse en ese estadio le resulta cuanto menos peculiar.

—No te rías tanto, maja, que lo que antes era para ti un sitio «prohibido», ahora va a ser tu casa y tu protección. —Y ya para terminar, les digo—: Bueno, no quiero enrollarme más, el caso es que salimos desde allí en busca de las chicas y los niños, que se habían quedado en la casa esperando noticias, y una vez que estaban seguros dentro del tanque, nosotros decidimos venir a por vosotros.

—Perdona —interrumpe Lorena—. Di más bien que nos escapamos sin avisar a nadie y sin permiso del teniente. ¡Si ni siquiera yo sabía a dónde íbamos!

—Bueno, Lorena, eso es cierto, pero tampoco hacía falta entrar en detalles, digo yo. Además, qué más da cómo lo hiciéramos, el caso es que aquí estamos y volveremos con dos supervivientes más —trato de corregir las palabras de Lorena.

—Tres —vuelve a interrumpir, esta vez, Javi.

—¿Cómo que tres? ¿Quién es el tercero? —le pregunto intrigado.

—Pues mi gato Kiko, que irá donde yo vaya —apunta Javi.

—Bueno, por mi no hay problema, mis perros también han ido dentro del tanque, y otra cosa no, pero allí tendrán campo para correr a sus anchas, desde luego —le respondo a mi hermano.

La conversación ha terminado. Una vez dadas las pertinentes explicaciones, decidimos cómo salir y qué cosas cargar. Parece que, de lo que tenían guardado, les sobra bastante, ya que compraron cosas para siete personas y al final quedaron sólo dos.

Poco a poco, vamos bajando todo al portal, dejándolo amontonado en la escalera para irlo metiendo en el coche. Agua, latas, cubiertos y varias mantas y ropa, todo entrará en el maletero sin problema, aun llevando muchas garrafas de agua, que pueden ir entre los pies de ellos.

Desde arriba, asomado con discreción desde el balcón, observo cómo está la calle y si es necesario abrir fuego al bajar. Esta vez se ve un pequeño grupo al fondo de la calle, a unos doscientos metros del coche, por lo que nos daría tiempo de sobra si nos damos prisa en salir de aquí.

Ya estamos todos en el portal. Mi madre se ha empeñado en cerrar la puerta de arriba con llave, costumbres.

Abro con cuidado, todo sigue tal cual lo dejamos, la ventanilla continúa abierta, y por ella, Lorena y Javi, con su gato en brazos, se introducen en el coche y les voy pasando las garrafas de agua. Mi madre no podrá entrar de esa forma, por lo que antes entraré yo para dejar el coche retirado de la acera y así también poder meter lo que queda en el maletero.

Al arrancar el coche, cuatro muertos que no había visto desde el balcón se asoman desde la esquina atraídos por el ruido, están apenas a unos cincuenta metros y la cosa se pone fea.

Mi madre ya está asustada, y al colocar el coche fuera de la acera, logra entrar por la puerta de atrás, mientras yo salgo disparado al portal a coger lo demás y meterlo en el maletero. Javi me echa una mano, hasta que por fin, logramos llenarlo y cerramos el portal.

Uno de los muertos camina demasiado deprisa, al contrario que todos los que he visto hasta ahora, y prácticamente está encima ya del coche.

Por si acaso, echo el seguro, no sea que hayan aprendido a abrir las puertas, y metiendo primera, salgo disparado con el infectado enganchado al retrovisor izquierdo, donde está sentada Lorena.

Al girar la esquina por donde volvimos, el muerto se suelta, rebotando en el asfalto como si de un muñeco se tratara, y levantándose de nuevo, sale andando hacia nuestra dirección.

—Ahí te quedas, ya no nos alcanzarás.

Y girando de nuevo hacia Martínez de la Riva, desaparecemos de la zona, dejando allí tirado a lo que un día fue mi padre.

Lo siento mucho, papá, lo siento de verdad, me digo para mí mismo.

Y encaminando la avenida de la Albufera en dirección Atocha, el rastro del coche desaparece entre edificios y semáforos apagados.