Pedro señala el garaje a Aitor, que dirige el tanque hasta la entrada. Tiene en su mano el mando que anteriormente Pedro le ha facilitado, aunque no saben si va a funcionar, ya que la electricidad puede fallar y dejarles con la puerta cerrada, y la entrada tendría que ser a la fuerza.

Al accionar el mando, la puerta emite un chirrido seco, y como si le costara mucho, finalmente se eleva lentamente ante la mirada de satisfacción de Pedro.

El problema es que el tanque no entra por esa puerta, rozaría con el techo y sería imposible, por lo que inmediatamente van bajando uno a uno los militares del blindado, rodeándolo, mientras Aitor y Pedro se deslizan por uno de los laterales, arma en mano, llegando hasta la puerta.

El tanque, en una maniobra, tapona la entrada del garaje para evitar que entren infectados, mientras se cierra la escotilla del mismo.

Los compañeros empiezan a disparar a discreción contra todo infectado que se les va acercando, que son bastantes, cubriendo la entrada de Pedro y Aitor en el garaje.

La total oscuridad les obliga a encender las linternas, mostrando su interior, completamente sucio y con un olor bastante desagradable.

Van sorteando columnas, hasta llegar a la entrada que da acceso a la escalera.

—A partir de aquí vamos con mucho cuidado; la escalera está oscura y no sabemos si con la explosión han podido penetrar en el edificio —ordena Pedro. Se dirige a Aitor como si él fuera el oficial, pero en esta ocasión domina bastante mejor el terreno que él.

Cuando se disponen a abrir la puerta un gemido les hace girar la cabeza, enfocando directamente la boca de uno de los muertos que quedaron atrapados en el interior del garaje en la huida de los chicos.

Sin poder evitarlo, y sin tiempo de reacción, el infectado hunde sus dientes en el cuello de Aitor, provocándole un desgarro lo suficientemente profundo como para dejarle casi muerto al instante. La sangre le sale a borbotones, le ha seccionado todas las arterias, y aunque trata de taparse la herida, es imposible. Aitor cae desplomado al suelo, con su verdugo aún enganchado a él, esta vez del brazo izquierdo.

Pedro ha caído al suelo, la escena le ha dejado completamente paralizado, y sin casi espacio para moverse entre él y el festín que se está pegando el monstruo con el que hasta ahora era su compañero.

—¡Maldito hijo de puta! —dice Pedro apuntando con su arma a la frente del pobre desgraciado.

El sonido sordo de la bala retumba en el eco del garaje, el muerto se desploma sobre Aitor, que yace sin vida en un charco de sangre y con el brazo desgarrado por los mordiscos que le ha propinado el infectado.

Todo está lleno de sangre, y Pedro se ha manchado el traje, pero afortunadamente no está herido y lo puede contar. Ahora toca lo más difícil, tendrá que rematar a su compañero, porque en cuestión de minutos se levantará y su presa será él.

Apuntando con la pistola a la frente de Aitor, Pedro aprieta el gatillo sin querer mirar, evitando la posibilidad de que se levante y se una a los millones de muertos que pueblan ahora todo lo que antes conocíamos como nuestro hogar.

Inmediatamente, uno de los militares se acerca a Pedro por el sonido de los disparos y, al contemplar la escena, se echa las manos a la cabeza.

—¿Se puede saber qué coño ha pasado aquí? —pregunta uno de los compañeros de Aitor.

Pedro, aún con el arma humeante en la mano, está mirando al suelo en dirección a su compañero muerto.

—No sé qué ha pasado, se nos ha echado encima de repente, no lo hemos podido esquivar, ha sucedido todo demasiado rápido. Ya perdimos a un amigo de igual manera. Una vez que los tienes encima, es prácticamente imposible deshacerte de ellos —responde Pedro.

—Tengo que informar al teniente Salvatierra de inmediato, tenemos que tomar decisiones al respecto —dice el soldado. Y tras estas palabras, abandona a Pedro en busca de su teniente para darle las desgraciadas novedades.

Pedro permanece sentado en el suelo del garaje, retirado de la sangre, con sus manos apoyadas en las rodillas. A pesar de su profesión de policía y de vivir muchas cosas bastante desagradables, esto se le hace demasiado duro, ni siquiera su carácter frío le ayuda en estos momentos.

Por fin voy a salir del tanque. Tengo ya ganas de ver el exterior y poder volver a reunirme con Lorena y las demás.

Se escuchan muchos disparos; yo también quiero un poco de acción, poder poner en práctica todo lo que he aprendido.

De pronto, uno de los soldados del otro tanque se aproxima corriendo y dando voces. Por lo que he escuchado, hay alguien herido, no sé quién, y requiere la presencia del teniente.

—Prepárate, vamos a salir a bailar ahí fuera —comenta Iker.

Y con estas palabras, sale del tanque disparando hacia uno de los laterales.

—¡Venga! ¡Salta ya, lo tienes todo despejado! —me grita.

Ya no siento las mismas ganas de salir que antes, el panorama es distinto visto desde lo alto del tanque.

No quiero pensármelo más veces, y por fin me decido a salir, con el arma bien agarrada entre las dos manos, y ya amartillada para ser usada si fuera preciso.

Inmediatamente, Iker se pone en marcha, voy detrás de él, y enseguida nos metemos en el garaje.

Las luces de las linternas nos guían en la oscuridad, y allá al fondo distingo una figura sentada en el suelo, no sé de quién se trata.

Cuando ya hemos llegado a la zona de acceso a la escalera, una imagen me hiela la sangre. Ahí, en el suelo del parking, yacen sin vida Aitor y otra persona en un charco de sangre inmenso, ambos con desgarros y sendos disparos en la cabeza. Junto a ellos, Pedro permanece sentado en el suelo, con la mirada perdida en la oscuridad, con los ojos apagados, sin expresión.

—¿Pero qué ha pasado? ¡Pedro, dime qué ha pasado aquí!

Iker coge de un brazo a Pedro y trata de incorporarlo, sin apenas moverle del sitio.

—¡Venga, coño! Apenas tenemos tiempo para cogerlas y salir de aquí, de nada sirve lamentarnos ahora. Vamos, levántate y llévame al piso de las chicas. —Iker no muestra ningún tipo de sentimientos, debe de ser el entrenamiento al que está sometido, pero el caso es que tiene razón, de nada sirve quedarse aquí mirando un cuerpo que ya no va a volver con nosotros.

Pedro por fin reacciona, y abriendo la puerta, empieza a subir las escaleras. Los demás le seguimos; ya hemos hecho esto otras veces, pero ahora tenemos la seguridad de llevar armas con nosotros, aunque de poco le han servido a Aitor.

En la escalera se ven los rastros de sangre que dejó David, o vete tú a saber de quién es, el caso es que ya nos encontramos en la entrada de la vivienda de Pedro y Araceli.

La puerta se abre directamente, desde la mirilla nos estaban esperando, y tras ella, Araceli se abraza a Pedro hecha un mar de lágrimas.

—Cariño, has vuelto, sabía que volverías, siempre lo haces, como cada día que te ibas de servicio o te llamaban con alguna emergencia en plena noche.

Pedro la abraza mientras los niños salen a recibirle, él les corresponde agachándose y haciendo lo propio.

—Mis chicos, os he echado de menos. ¿Cómo os habéis portado? —Y dirigiendo la mirada a Sergio, el mayor, le dice—: Y tú, campeón, ¿has cuidado de mamá y tus hermanos? ¿Has sido valiente?

El niño le abraza fuerte mientras le va relatando cómo han sido los días de espera, sus planes de rescate y demás.

Y mientras tanto, mi mirada se pierde en el interior de la casa, buscando a mi niña, buscando sus ojos azules.

Y allí está, mirándome fijamente, con los ojos vidriosos, a punto de estallar, mordiéndose el labio para no reventar a llorar.

Saltando prácticamente entre Araceli y los niños, entro en la casa para abrazarla. La he echado tanto de menos que parece que mientras nuestros cuerpos están entrelazados no ha transcurrido el tiempo, que en realidad no ha pasado nada y que ahora, cuando salgamos, el mundo seguirá girando como si tal cosa y nos estarán esperando nuestras vidas.

Pero un grito de Iker rompe la magia, nos pide urgentemente que salgamos de allí de inmediato, nos avisa de que los compañeros no podrán aguantar allí abajo por mucho tiempo el asedio de los muertos.

Antes de salir, aviso a mi hermana de que tape los ojos a los niños al bajar al garaje.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Araceli antes de coger a Rubén en brazos.

—Hay dos cadáveres en la salida de la escalera al garaje, ya te lo contaré más adelante, y por cierto, te tengo que decir una cosa, pero me tienes que guardar el secreto, al menos hasta que te lo indique yo. Lorena también lo sabe, se lo he dicho mientras la abrazaba.

Araceli me mira con cara asustada e inmediatamente se retira de los demás, y al oído, se lo cuento. Y sin darle tiempo de reacción ni opinión, salimos escaleras abajo con las mochilas y los niños a cuestas, alumbrando con las linternas para no tropezar con nada.

Hemos alcanzado el garaje. Un soldado nos espera con la puerta abierta, ha retirado los dos cuerpos de la entrada y están detrás de una columna, sólo queda el rastro de sangre que han dejado. Es de agradecer, no es una escena digna de contemplar.

—¡Daos prisa, cada vez son más y no queremos desperdiciar tanta munición! —El grito proviene del tanque que tapona la entrada al garaje, y que, con un rugido, se pone en marcha, haciendo retumbar el oscuro parking.

A los primeros que introducen son a los niños y las mochilas, y después el tanque se retira de la entrada para que puedan subir más fácilmente los demás. Pedro está arriba junto con Iker, ayudando a Soraya y Araceli.

El otro tanque también arranca, todos los soldados ya están dentro, y se encamina hacia lo que antes era una rotonda.

—¿Y Alfonso y Lorena? —Pedro dirige su mirada hacia la negrura del garaje para intentar ver si nos hemos retrasado por algo.

Pero no nos hemos retrasado, estoy llevando a cabo mi plan, algo que me he estado callando durante largos días, pensándolo entre paseo y paseo por el césped del estadio, intentando elaborar un buen plan que pudiese funcionar.

Arranco mi coche, que tanto tiempo llevaba parado en el garaje de Pedro; afortunadamente, la batería resiste. Lorena está a mi lado, con una de las mochilas de comida, y a su lado, las dos armas que portaba Aitor junto con sus municiones.

Acelero a fondo, saliendo por la puerta a toda velocidad y ante la mirada atónita de todos los demás, que desde lo alto del tanque observan cómo esquivamos el blindado y nos vamos alejando sorteando el cráter dejado por la explosión.

—¿A dónde vamos, Alfonso? Espero que no te hayas vuelto loco y sepas lo que estás haciendo —Lorena me mira con cara de espanto.

—Vamos a por mis padres. Agárrate fuerte, no va a ser fácil.

El coche se pierde en el horizonte. A lo lejos, la mancha azul marino se desvanece.