El convoy avanza ágilmente por la Castellana; los coches que en un principio estorbaban en la calzada se apartaron con el tanque en las primeras salidas de reconocimiento, y ahí siguen, destrozados contra las aceras y jardines que recorren toda esta vía emblemática de Madrid.

Es el camino más seguro, y aunque la calle está plagada de muertos, ya saben que las autopistas están completamente colapsadas.

Los infectados acuden al paso de los tanques, atraídos por el ruido y el movimiento, y seguramente también por nuestro olor. El hambre puede con ellos, y su rabia también.

Yo voy en el Leopard con Iker, y según me cuenta, cuando la gente empezó a huir, lo primero que eligieron fueron las vías de circunvalación M-30 y M-40.

—Toda la gente que vio que la situación era irremediable cogió lo poco que pudo y a sus familias y se encaminó a las carreteras en dirección a otros pueblos, y en general, a la sierra, ya que desde el gobierno se insistía en la seguridad que esos pueblos ofrecían —comenta.

Iker hace una pausa para observar por la escotilla las llamas del Museo del Prado, ya casi extinguidas, pero aún latentes.

—Pero el lugar donde se cometió el principal error, y sobre todo el más horrible, fue en los túneles de la M-30. La Policía Municipal empezó a desviar el tráfico hacia esa zona, con el fin de aliviar la carretera de Burgos, sin saber que estaban enviando a toda esa pobre gente a su muerte. Por supuesto, el túnel se atascó inmediatamente, y muchos de los conductores de los coches, ante la ausencia de movimiento de la caravana, decidieron abandonar sus vehículos y salir a pie. Muchos de ellos ya estaban infectados y murieron allí mismo, otros fueron atacados por grupos de muertos que entraban como enjambres por las salidas de emergencias. El caos fue total y la masacre, horrible; en ese túnel murieron miles y miles de personas en cuestión de horas, muchos de ellos sin poder salir de sus coches, sin ninguna posibilidad de escapar. Y por supuesto, todos ellos fueron resucitando paulatinamente, convirtiendo el túnel en un holocausto de inocentes y aterrorizados vecinos de Madrid. Fue horrible, no pudimos hacer nada por ellos.

El relato es escalofriante, sólo imaginarme la escena me pone los pelos de punta. Apenas hace unos meses, circulaba libremente por esos túneles, unos túneles que tuvieron a Madrid patas arriba durante varios años. Tantas obras y tanto esfuerzo para convertirse en un matadero en plena calle.

Iker me comenta que lograron bloquear varias salidas de los túneles, pero alguna quedó libre debido a que el ejército empezó a tener innumerables bajas en sus filas, y los que quedaban fueron enviados a la sierra para cortar carreteras y proteger a la gente que salía de la capital.

Les dejaron solos, les dejaron morir como a perros, y cortando las salidas, les encerraron como a un ratón en el terrario de una serpiente, que lentamente se acerca a su víctima para devorarla sin dar oportunidad alguna a una posible huida.

Estamos atravesando en estos momentos la plaza del Emperador Carlos IV, y a nuestra derecha queda la nueva estación del AVE, que se estaba construyendo para albergar los nuevos trenes que el gobierno tenía preparados para llegar a Valencia, Bilbao y otras provincias españolas. Ahora, vacía y sin terminar, caerá víctima de las llamas, como otras tantas construcciones empezadas, y como otros edificios de la zona.

Los tanques bajan por la avenida Ciudad de Barcelona, dejando la basílica de Atocha a nuestra izquierda. Y a la derecha, en uno de los balcones de un edificio, una pancarta pidiendo auxilio llama mi atención.

—Ya estuvimos aquí no hace mucho, poco antes de encontraros a vosotros —comenta Iker—. La chica que comparte habitación con vuestra amiga Marta procede de ese piso, la encontramos dentro de un armario en unas condiciones lamentables. La pancarta llamó nuestra atención y por eso acudimos, a pesar de tener prohibido acceder a las casas, por lo peligroso que resulta. Menos mal que tuvimos éxito, aunque la chica actualmente sigue sin decir ni pío; el trauma ya le dura semanas, no sabemos ni cómo se llama.

»Con vosotros también haremos una excepción, ya que tendremos que meternos en la urbanización y rescatar a vuestra gente, y encima, en una de las peores zonas de Madrid —añade.

Iker sigue hablando, contándome cómo entraremos y en qué orden, aunque desde hace un buen rato he dejado de prestarle atención. Nos acercamos a mi barrio, el de mis padres, Puente de Vallecas, y según nos aproximamos, más nervioso me pongo. La idea me ronda desde hace varios días y cada vez lo tengo más claro.

—¿Me estás escuchando? —protesta Iker, interrumpiendo mis pensamientos con su pregunta en tono molesto—. No me estás prestando atención y lo que te estoy diciendo es lo bastante importante como para que cojas incluso apuntes —me echa la bronca.

—Disculpa, el rescate me tiene muy nervioso. Si no te importa, repíteme lo que me habías dicho —le digo.

El convoy pasa por debajo del puente de Pacífico y ya se encamina hacia la avenida de la Albufera, el principio de una de las «zonas calientes».

Comunicación por radio con el tanque de Aitor y Pedro:

—Tigre Uno a Tigre Dos, necesitamos confirmación de combustible y niveles, acabamos de entrar en zona hostil.

—Aquí Tigre Dos. Niveles ok, combustible al máximo aún, preparamos armamento pesado para el Leopard.

—Recibido, Tigre Dos. Nosotros también procedemos a preparar artillería.

Yo procuro mantenerme al margen de cualquier conversación militar, tengo la sensación de que siempre hablan en clave y no entiendo por qué, probablemente sean los últimos militares vivos de este país, no tendrían por qué seguir las normas tan a rajatabla.

La avenida de la Albufera es un auténtico desastre, me parece increíble cómo era y cómo está, con los coches abandonados en la carretera, las tiendas saqueadas, la suciedad en las calle y los muertos paseando libremente por las calles de mi barrio. Por la escotilla veo las tiendas por donde solía comprar cuando tenía que hacer un regalo, el colegio donde hice la EGB.

Toda la calle está llena de cascotes y basura que tenemos que esquivar con cierta dificultad, zigzagueando continuamente para que no nos detenga ningún trozo de hormigón.

Entre giro y giro, algún que otro infectado cae bajo el peso del tanque, emitiendo su horrible gemido, que aún tengo grabado en mi memoria.

Informo al teniente de que tenemos que desviarnos y salirnos de la avenida, ya que más adelante, por la zona de Miguel Hernández, los vecinos hicieron una barricada que cruza toda la calle, imposible atravesar.

Iker se comunica con el otro Leopard, que ya tenía constancia de la noticia gracias a Pedro, por lo que los dos tanques giran a la derecha por la avenida de Pablo Neruda. Callejeando, y una vez atravesada la avenida de Rafael Alberti, volvemos a la avenida principal, en dirección a la urbanización.

Aquí la cosa se complica, la cantidad de muertos que invade la zona es inmensa, el equipo de Iker no había visto nunca grupos tan numerosos como los que atraviesan las calles.

La urbanización ya se divisa al fondo, aún queda dejar atrás el polideportivo municipal y las rotondas de acceso a la M-40.

—¡Allí está, Iker, esa es la urbanización de mi hermana! —le señalo con el dedo su posición.

Inmediatamente, Iker habla por walkie con Aitor, y después de dar instrucciones, los tanques se detienen uno al lado del otro. Las escotillas se abren y los dos soldados asoman medio cuerpo, cargando cada uno con unos prismáticos. Iker otea el horizonte con los suyos, dirigiendo su mirada hacia la urbanización. Aitor hace lo propio, y tras unos segundos fijos en la casa, por fin hablan.

—La zona está completamente invadida de muertos, es evidente que algo les está atrayendo hacia allí, probablemente los supervivientes que buscamos. —Iker lo tiene claro, y sabe que tiene que pensar algo rápido para no tener que abrir un fuego innecesario contra todo lo que se mueva—. Pienso que podríamos lanzar una carga desde una posición más cercana contra los que están en los alrededores, y así facilitar una entrada con más probabilidades de éxito.

—Sinceramente, no me parece una buena idea, el susto que puede causar la detonación por sorpresa no creo que sea muy recomendable para las chicas, y menos para los niños —le aconsejo a Iker.

Como me imaginaba, mi opinión no vale de nada, el plan está decidido y así se efectuará, le pese a quien le pese.

Los misiles están cargados y listos para ser disparados, todos permanecemos dentro y con las escotillas cerradas y los cascos puestos para amortiguar el ruido.

El tanque hace un giro para apuntar hacia la rotonda que da acceso a la urbanización, plagada de muertos que avanzan hacia las verjas de la entrada.

Una última comunicación por radio indicando coordenadas avisa del inminente disparo.

—Esperemos que tus amigas aún estén vivas, reza por que todo salga bien —me dice Iker.

Las últimas palabras del teniente no las he terminado de entender, pero su tono me ha transmitido tranquilidad.

Después de unos segundos angustiosos, por fin llega: un espantoso estruendo seguido de una tremenda sacudida, que me hace caer de espaldas, golpeándome con una válvula del interior del tanque.

Y desde el suelo escucho la explosión final. El impacto ha sido brutal y la humareda se eleva al cielo, mientras cientos de cascotes vuelan por los aires.