—Madre mía, otra vez has vuelto a fallar y no sé cuántas veces llevas ya —comenta Iker.

Empieza a perder la paciencia, sé que mi puntería no es la mejor del planeta, pero creo que estoy mejorando, lentamente, pero mejorando.

—Venga, otra vez, y ahora intenta poner más atención al muñeco —insiste Iker.

El teniente tiene montado un improvisado campo de tiro en el césped y las dianas son las figuras que servían de barrera para los lanzamientos de falta en los entrenamientos.

Seguro que Cristiano Ronaldo tenía más puntería que yo, pero es lo que hay, jamás he disparado con un arma, salvo un día que fui de caza cuando era pequeño y disparé con una escopeta de doble cañón, el retroceso casi me disloca el hombro.

Los fusiles de asalto del ejército son muy ligeros y apenas se nota el retroceso, pero se necesita mucha puntería para acertar en plena frente a esos bichos, ya que de otra manera no caerían. Y acertar, acierto, pero les destrozaría el cuerpo antes de atinar en su podrida cabeza.

Pedro es todo lo contrario, el tío no falla un disparo, y además, se le ve que disfruta con el armamento, bastante diferente al que estaba acostumbrado en la Policía. Le da igual la pistola que el fusil, maneja las armas bastante bien, y ha aprendido a desmontarlas, limpiarlas y a cargar la munición de forma rápida.

Llevamos unos días de entrenamiento, y ya estamos un poco impacientes por salir a por las chicas y los niños. Aunque Iker no confía demasiado en nosotros a nivel profesional, sabe que no le queda más remedio que llevarnos si quiere dar con la casa de los supervivientes.

La misión es arriesgada y cara, ya que supone sacar a los dos tanques, con su respectivo gasto de gasolina, que es uno de los bienes más preciados que tienen en el estadio.

Hemos comido a las tres y media, unas latas de lentejas han sido hoy nuestro menú. Se echa bastante de menos el pan, una coca-cola fresca, o simplemente un vaso de leche caliente.

Durante la comida, hemos establecido ya la fecha para realizar la misión y los integrantes definitivos de la misma.

El 25 de diciembre es el día elegido, y no por casualidad: Iker quiere que ese día sea recordado también por el difícil rescate que tienen que realizar.

Las Navidades pasaron a la historia, cientos de años de tradición han quedado sólo en el recuerdo de los que aún sobrevivimos. Y no sólo eso, también cualquier tipo de celebración o fiesta. Si algún día la civilización sobrevive a esta pandemia horrible, tendremos que encargarnos de volver a recordar al mundo lo que fuimos y lo que somos.

24 de diciembre. Por ser la última noche antes de la misión, Iker nos ha permitido dormir a los cuatro juntos.

Ha sido bonito, prácticamente no hemos dormido en toda la noche, hemos hablado de cómo nos conocimos, de lo que hacíamos antes de que todo esto estallara, de qué manera tan increíble y surrealista el mundo se ha ido a la mierda. Y sobre todo, por qué, no entendemos cómo ha podido suceder algo así.

Yo me acuerdo mucho de mis padres y hermanos, no se me olvida el consejo que di a mi madre de permanecer en casa con los demás, y de que consiguiera provisiones para una larga temporada.

No tengo ni idea de si lo han conseguido o no, pero lo que tengo claro es que lo voy a comprobar, aunque tenga que aprender a conducir un Leopard y adentrarme yo solo en el barrio.

Todavía no se lo he planteado al teniente, pero lo haré en el momento preciso, cuando volvamos de la misión. Tenemos que pasar muy cerca de su casa, y no creo que le importe si nos acercamos para comprobar si sobreviven o no.

A Marta, desde luego, le parece una buena idea y dice que me apoyará hasta el final. Cristian opina lo mismo, pero es Pedro el que pone la nota negativa. No está de acuerdo en poner en peligro al equipo por saber si unas personas mayores, acompañadas de tres personas más, han sobrevivido o no. No le ve garantías, pero aun así, me dice que no opinará negativamente, que son mis padres y que entiende mi postura.

Entre alguna risa que otra y las anécdotas de Cristian, nos hemos dejado vencer por el sueño, y los sueños nos han hecho volver a ser libres de nuevo.

Son las siete de la mañana del día 25 de diciembre. En una situación normal, hoy nos reuniríamos todos en casa de mis padres para celebrar la Navidad, los niños cantarían villancicos para que mi padre les diera el aguinaldo, y después nos iríamos a mi casa a jugar a la Wii.

Pero hoy es diferente: no hay niños, ni Wii, ni villancicos. No hay Navidad, lo único que hay es muerte, devastación, angustia y miedo.

Las luces del vestuario hoy han brillado más que nunca al encenderse; supongo que debe de ser porque hoy hemos dormido menos que ningún día, no sé si por recordar viejos tiempos o porque parecía que, mientras nos reíamos, no había sucedido nada, que saldríamos después de la conversación a la calle, a tomar algo, como cualquier Nochebuena.

Son ya las ocho, y después de un breve desayuno, permanecemos todos en la sala de prensa sentados, esperando al teniente, que llega tarde.

A los diez minutos se presenta en la sala, perfectamente equipado, con su uniforme de camuflaje de la Brigada Paracaidista y su fusil al hombro. Se sienta en la mesa central dejando el arma en la mesa, ojea un plano brevemente y, por fin, nos mira.

Son unos segundos de silencio e incertidumbre, hasta que se decide a hablar:

—Bueno, supongo que estáis más que preparados para lo que se nos avecina, no hace falta que os diga a lo que nos enfrentamos, sobre todo vosotros, que venís de allí —nos comenta.

Iker se ha referido especialmente a Pedro y a mí, y a pesar de sus ojos desafiantes, su mirada ha transmitido más bien un tono de súplica, como si supiera que todo depende de nosotros.

—Pedro irá en el tanque con Aitor y los demás soldados, y Alfonso vendrá conmigo, solamente los dos. En nuestro tanque entrarán los supervivientes, por eso iremos solos. ¿Tenéis alguna pregunta? —continúa Iker.

El silencio se apodera de la sala. Pedro y yo nos miramos, no sabemos exactamente si callar o bombardearle a preguntas, ya que no estamos acostumbrados a este tipo de experiencias.

Decidimos guardar silencio, ya preguntaré cuando esté a solas con el teniente, me gustaría proponerle lo de mis padres, espero que sepa ver el lado humano y decida ir a por ellos.

Al no haber preguntas, Iker sale disparado por la puerta, perdiéndose por las escaleras que dan a la sala de armamento, aquella que nos enseñó después de nuestra particular cuarentena.

Aitor entra en la sala y nos pide que le sigamos hasta el garaje, donde se encuentran los Leopard. Allí, un grupo de soldados, ya armados, forman en posición de firme, y nos pide que nos pongamos en la fila junto con los compañeros.

Al rato aparece Iker, con dos bolsas negras a los hombros, y al llegar a nuestra altura las deja en el suelo. Por el ruido deben de pesar bastante. De ellas saca nuestros fusiles, dos para cada uno: uno lo llevaremos a la espalda ya cargado y el otro en la mano. Una pistola en el cinto, machete, y munición para los fusiles y la pistola. Parece que nos vamos a la guerra. Todo el equipamiento pesa bastante, menos mal que hemos estado entrenando con el equipo encima siempre.

Me siento un poco más seguro con todo este arsenal adherido a mi cuerpo, desde luego es bastante mejor que aquellas tijeras enormes de podar que me dio Pedro en su casa.

Creo que ya estamos listos, los tanques han sido llenados y revisados, y uno a uno, van entrando los equipos.

Ayudado por Iker, subo al nuestro, y una vez dentro, compruebo la cantidad de luces e indicadores que contiene, sin entender para qué sirve cada uno. El teniente lo conducirá y yo seré su guía, por lo que iremos delante del convoy.

El portón chirría y los Leopard avanzan uno detrás del otro, a paso lento. La calle se abre ante nosotros por primera vez en mucho tiempo y la claridad inunda mis pupilas.

Nada más torcer la esquina y encaminarnos por el paseo de la Castellana, veo una vez más el horror que dejamos atrás el día que nos rescataron. Los miles de muertos que invaden la calle me hielan la sangre. Verles dirigirse al blindado, en busca de su comida, me hace retirar la mirada de la escotilla.

El sonido ronco del tanque no me deja escuchar sus horribles gemidos, pero estoy convencido de que deben de ser terribles.

Lentamente en un principio, avanzamos Castellana abajo, dejando atrás el refugio, a Marta y a Cristian y, quizá, nuestra última oportunidad de vivir.