Ya ha pasado más de una semana desde que Alfonso y los demás se fueron en busca de ayuda. Una semana llena de miedos, incertidumbre, insomnio, dudas y desesperación.
Ahí fuera la situación es insostenible, cada vez hay más infectados rodeando la urbanización, ya saben que están ahí y el hambre insaciable les hace acudir lentamente a por su comida.
Allá en el horizonte, por los alrededores, se les ve subir lentamente por la avenida de la Albufera, unos desde el hospital, otros acuden desde la zona de Palomeras, donde se encuentra el polideportivo y la piscina de verano.
En la verja metálica ya son miles los que están golpeando con fuerza, y con cada golpe, un gemido que le acompaña, atrayendo a los demás.
Dentro de la casa, Araceli trata por todos los medios de mantener a los niños lo suficientemente ocupados como para que no tengan la oportunidad de asomarse a las ventanas, o para que no les entre la curiosidad propia de su edad.
Sergio es el único que se da cuenta de todo. Su única meta es imitar a su padre y salir a la calle a poner solución al problema, por lo que continuamente está haciendo dibujos en folios ambientando su aventura imaginaria en cómics, y viñeta a viñeta, va matando a los muertos con su «ametralladora supersónica».
Araceli es consciente de ello y mantiene bien escondidas las llaves de la casa, ha echado la llave en la puerta y un gran mueble de cajones la mantiene bloqueada; nunca se sabe lo que la imaginación de un niño puede provocar y, si algún infectado logra entrar por la escalera, tampoco lo tendrá fácil para penetrar en la casa.
Por lo demás, Soraya y Lorena ven pasar los días a través de sus pensamientos, y mientras Soraya trata de mantenerse ocupada con los juegos de los niños y con los perros, Lorena se pasa las horas muertas tras las cortinas del salón, con el walkie de Pedro en la mano, mirando al exterior sin dejarse ver, observando cómo las hordas de muertos invaden la zona sin remisión, mirando de un lado a otro en busca de un Honda negro que traiga de vuelta a su chico y, con él, la esperanza de la supervivencia.
Pero, por el momento, eso no ocurre. El tiempo transcurrido ha caído sobre las chicas como una auténtica losa; cada hora, cada minuto, es una pura pesadilla, saben que ya tendrían que saber algo de ellos. Vivir alrededor del mismísimo infierno es demoledor.
La idea de la huida cada día es más fuerte, el coche de Alfonso aún está en el garaje y tanto Araceli como Soraya conducen.
Lo único que saben es que lograron salir del edificio, ya que les vieron marchar a toda prisa hacia la sierra de Guadalupe, desapareciendo entre los edificios de la zona.
El frío de diciembre hace más difíciles las cosas. Sin calefacción y sin agua caliente, Araceli se ve obligada a tener que calentar el agua en la vitrocerámica para poder lavar en condiciones a los niños. El suministro de agua y luz aún sobrevive, aunque en los últimos días el parpadeo de las bombillas hace temer lo peor.
En el momento en que la luz se vaya definitivamente, todo será muy complicado y tendrán que hacerse con el camping gas y lumigas que tienen en el trastero, comprados hace mucho para las escapadas al camping de El Escorial. Pero la sola idea de tener que bajar a los trasteros hace que se pongan a temblar de puro miedo, sin luz en la escalera, a merced de las linternas y sin ningún tipo de protección ni arma para defenderse.
Por ahora, no tienen intención de bajar a menos que la situación se les vaya de las manos, pero saben que tarde o temprano tendrán que tomar una determinación; la ausencia de noticias, tanto del gobierno como de los chicos, hace crecer la sombra en la mente de ellas.
Hoy a Soraya se le ha ocurrido hacer una excursión por la escalera, quiere saber si en el bloque todavía queda gente con vida y ver si pueden hacerse con más comida. A pesar de la negativa de las demás, ha insistido tanto que le han tenido que dar la razón, no quieren dar voces para no llamar más la atención.
Un gran cuchillo de cocina sujetado con la mano derecha acompaña a la chica y, en la otra mano, la linterna, y junto con Araceli, desplaza el mueble de la puerta muy lentamente.
Lorena se está encargando de los niños, los mantiene en la habitación entretenidos con un puzle. Mientras, las dos chicas se dedican una última mirada y prácticamente no necesitan apenas palabras.
—Ten mucho cuidado. Al más mínimo ruido o peligro que veas te vienes rápidamente —comenta Araceli.
—No te preocupes, Ara, sé cuidar de mí misma —responde Soraya, que sonríe y, tras un apretón cariñoso en el brazo, se sumerge en la oscuridad de la escalera.
Araceli cierra la puerta nerviosa, no entiende la cabezonería de Soraya de tener que ir en busca de vecinos, pero no ha podido con ella esta vez.
La luz de la linterna no es muy potente, pero permite ver con suficiente claridad. Soraya sube lentamente al piso superior y, con mucho sigilo, apoya la oreja en una de las puertas blancas, la primera que ha encontrado.
Nada, lo único que se oye son los incesantes ruidos del exterior, el constante golpeteo de los infectados contra las verjas y sus horribles gemidos.
Soraya repite la operación en las demás puertas, sin obtener ningún resultado.
En el quinto piso descubre una puerta entreabierta y, con sangre fría, se decide a entrar.
Los pisos son todos iguales, por lo que entra directamente en el salón. Todo está en orden, parece que la casa descansa ajena a todo lo que está pasando. La luz entra por las ventanas, no le hace falta la linterna.
Según avanza por el pasillo, encuentra ropa tirada por el suelo, armarios abiertos y las camas deshechas. Es evidente que esta gente ha salido despavorida de su casa, pero, ¿a dónde? Probablemente a su muerte, directamente al infierno.
Una habitación rosa, llena de peluches y juguetes, evidencia que una corta vida ha tenido que lidiar con una experiencia horrible, saliendo de la protección de su habitación, de sus Barbies, de sus padres. La sola idea de imaginarla entre tanta muerte, tanto dolor y tanto sufrimiento, hace temblar a Soraya, que sentada en la cama, abraza con fuerza a un osito marrón.
Una foto tirada en la encimera pone cara a la niña, que junto con sus padres, posa feliz en una playa, con el mar de fondo. Desiré, el nombre de la inocencia interrumpida, un nombre que firma una nota en la entrada de la habitación prohibiendo la entrada a «mayores». Es una linda niña rubia con cara de traviesa y unos enormes ojos muy expresivos. En la foto viste un simpático bañador rosa estampado con motivos de Disney.
Soraya sale de allí, no quiere seguir pensando en el destino de la niña que antes dormía tranquila entre sus sábanas de Hello Kitty, por lo que se dirige a la cocina en busca de algo aprovechable.
El fuerte olor que desprende la nevera hace presagiar que no se pueda aprovechar nada. En un armario encuentra latas de conservas, pocas, pero algo es algo.
Se hace con el botín, mientras registra los demás armarios y puertas que se va encontrando a su paso. No parece que haya nada más que merezca la pena, por lo que vuelve al pasillo y sale del piso.
Enciende la linterna, otra vez la oscuridad inunda sus pupilas. La adrenalina de estar en una casa ajena, registrándolo todo, la ha animado aún mas a seguir buscando, se siente fuerte y con ganas de volver como una heroína, por lo que se afana en encontrar algún indicio de vida en el edificio.
Piso tras piso, Soraya avanza sigilosamente, sin apenas hacer ruido con sus pasos, asomándose de vez en cuando por las ventanas de la escalera y comprobando que los muertos aún siguen ahí.
—No se cansan estos cabrones —dice en voz baja mientras decide volver a la protección de la casa.
Enfocando al fondo de la escalera, Soraya baja apresuradamente; esta vez la adrenalina ha desaparecido y el miedo empieza a penetrar en la cabeza de la chica.
Al pasar la mano por la barandilla, algo húmedo le hace retirarla bruscamente y, dándole luz con la linterna, lo ve.
—¡Sangre! —exclama asustada.
Efectivamente, Soraya se ha manchado la mano con una sangre negruzca y maloliente. El miedo ya se ha apoderado de ella definitivamente y la bajada se convierte en desesperación, la respiración es muy fuerte y la precipitación de sus movimientos provoca la caída de las pocas latas de conserva que guardaba en el abrigo.
El eco provocado por las latas en la escalera retumba por cada rincón del edificio; después, silencio.
Soraya se ha detenido en el cuarto piso sin hacer apenas ruido, sólo se percibe su agitada respiración, presta atención a cualquier sonido que pueda salir de la oscuridad de la escalera.
Parece que, por suerte, está sola, y muy despacio, baja lo que le queda.
Por fin está delante de la puerta y, con unos toquecitos, esta se abre para dejarle entrar en la protección de la casa.
Araceli la espera asustada, ha escuchado el ruido de las latas y ya se temía lo peor. Inmediatamente, sujeta la mano de Soraya, que está manchada de sangre, al igual que el abrigo.
—¿Qué te ha pasado? ¿Te han mordido, Soraya? —pregunta Araceli muy asustada.
—No es mía, te lo juro. La barandilla está toda manchada de sangre —responde angustiada.
—Pues si hay sangre en la escalera, es que alguien ha sido atacado dentro del edificio y, si eso es así, desde luego no sería una buena noticia —comenta Araceli ya más tranquila.
Lorena acude al salón preocupada por el tono de voz de sus amigas.
—Esto sólo va a peor y, sin noticias de los demás, la esperanza está cada vez más lejos. No habrá un mañana para nosotras, no podremos volver a verles, yo no quiero ver cómo morimos de hambre y solas, con los niños en sus camas, preguntando cuándo podrán tomarse un vaso de leche. No aguanto más, me voy a la cama a ver si puedo dormir algo y ojalá no haya amanecer para mí —comenta, tirando la toalla definitivamente.