Madre mía, la cabeza me va a reventar. Hace un buen rato que estoy dando vueltas en la cama y ya no consigo seguir durmiendo. Es la una y media de la tarde y, a pesar de mi persistente mareo, me levanto para intentar llegar a la cocina y prepararme algo de desayunar, aunque no sé si por la hora esperarme a comer, pero mi café es mi café y eso no lo perdono.

Las cervezas de ayer no me sentaron del todo bien, ya que no soy mucho de alcohol, pero Chisku siempre me acaba liando de tal manera que al final acabo bebiendo hasta el agua de los ceniceros. Y ahora lo pago.

Enciendo la tele a ver si ponen un zapping de esos en algún canal nuevo de TDT. Mi dedo pulgar baila de botón en botón, buscando algo interesante entre tanta opción, pero los sábados por la tarde son horribles si quieres ver la tele. Me paro en el canal de noticias, en el que veo que están dando otra vez la noticia que vi ayer por la mañana de Alemania. Por lo visto el incidente no ha pasado a mayores, aunque mantienen la investigación aún. Supongo que lo controlaran, desde luego los alemanes en industria y medicamentos no tienen rival.

Después de un rato viendo cómo acordonaban la farmacéutica, algo me llama poderosamente la atención. El edificio de la empresa alemana me suena de haberlo visto anteriormente, pero no recuerdo dónde. Quizás en algún periódico o en algún reportaje.

Es hora de que mis pequeñas bolas de pelo salgan a su descampado, que ellos no salieron anoche y parece que están un poco histéricos por bajar. Con un chándal y las deportivas me basta y me sobra para sacarlos, allí no hay más que hierbajos secos y cacas de perro.

Esta vez el paseo se alarga un poco más de lo normal; los sábados tengo más tiempo para poder dedicarles y nos hemos ido un poco más allá de la antigua estación de Villa de Vallecas, actualmente abandonada. Bueno, en parte, ya que una antena de televisión vieja adorna el tejado en ruinas del edificio, lo que evidencia la «ocupación» por parte de algún «sin techo». Allí nos reunimos unos cuantos vecinos con los perros y, mientras los animales corren y juegan, nosotros charlamos de todo un poco, la mayoría de las veces cotilleos.

De vuelta a casa no sé qué hacerme de comer, mi nevera me echa la bronca cada vez que la abro: se siente sola y vacía. Tranquila, pienso, el lunes te traigo compañía del Mercadona. Unas patatas fritas y unas salchichas me apañan el cuerpo. Debería pensar un poco más en mi alimentación porque, como siga así, comenzaré a engordar y no me gustaría, sinceramente.

Con la tranquilidad que te dan los sábados doy cuenta de ello viendo el informativo. Cómo echo de menos la comida de mi madre… Vuelvo a poner la tele, esta vez las noticias de Telecinco me acompañan, aunque los sábados los informativos no hacen más que hablar de los accidentes de tráfico típicos de los fines de semana. Lo más destacado son de nuevo las noticias que llegan desde Alemania, esta vez introducen la palabra «cuarentena»; supongo que lo que les afecta no es demasiado bueno y han declarado la zona como restringida. En las escasas imágenes han mostrado cómo varios operarios acordonaban el edificio con unos trajes especiales… Esos trajes… Ha salido hablando Angela Merkel diciendo que no pasa nada, que la situación está controlada y que cuando esté el asunto aclarado darán más datos al respecto.

Ya está bien de tele y malas noticias, el sueño y la resaca pueden conmigo y mi cama lleva un rato llamándome a voces. No quiero hacerla esperar, además esta tarde he quedado con unos colegas para tomarnos algo y contarnos la fantástica semana de trabajo que hemos «disfrutado».

Tengo mucho sueño.

Un inesperado ruido agudo y muy molesto me hace dar un bote en la cama. El puto despertador.

—Joder, si ya son las siete y treinta y cinco.

Nunca me ha sentado bien dormir la siesta, pero si luego quiero quedar, no tengo más remedio o acabaría dormido en cualquier barra de bar como si fuera un zombi. He quedado a las ocho y me parece que una vez más muy puntual no seré, pero, bueno, ya me conocen mis amigos. La confianza, ya se sabe.

Me tiro a la ducha literalmente. El agua caliente me hace sentir mejor aunque ahora me da pereza salir de la bañera, pero ya estoy bastante despejado y con ganas de salir a divertirme. He quedado con Cristian y David, que en principio quieren ir al cine. Me parece bien, pero también necesito un poco de fiesta madrileña, así que ya les he dicho que después del cine nos vamos por ahí a ver que se «cuece».

Arranco el coche. Hemos quedado en el centro comercial La Gavia; menos mal que lo tengo cerca de casa y en diez minutos ya estoy por allí.

Las ocho y doce —je, yo en mi línea—, pero otros son peores. David aún no ha llegado pero veo a Cristian dando vueltas por la entrada del centro con su típica cara de mosqueo, seguramente eligiendo las palabras adecuadas para echarnos la bronca por nuestra impuntualidad.

—Ya era hora, tronco, llevo aquí ya un rato. Sois muy pesados con eso de la puntualidad, eh, y David es peor que tú.

Cristian me tenía que echar la bronca, es algo automático y tradicional, por mucho que pasen los años. Si no lo hubiese hecho, le llevaría a urgencias.

A las nueve menos cuarto David hace acto de presencia por el aparcamiento, se le ve venir a lo lejos con su típica forma de caminar sorteando los coches aparcados. Según se acerca, algo dentro de mí se estremece. No sé qué coño me está pasando últimamente pero no me encuentro del todo bien. Al final tendré que ir al «matasanos». Quizás una baja larga solucione estas sensaciones tan extrañas.

—Buenas. ¿Qué pasa, chicos? ¿Lleváis mucho tiempo aquí?

—Lo suficiente como para que encima te lo tomes a guasa —responde Cristian mientras enseña el reloj en un claro gesto de desacuerdo.

—Bueno, tío, lo siento, esta vez ha sido por mi madre que está muy pesada. Por el hijo de una amiga que ha venido a verla. Trabaja en Alemania, y han estado de cháchara con el tema de una farmacéutica en la que ha pasado algo o no sé qué; en la redacción hoy ha pasado casi desapercibido.

—Sí, lo he visto en la tele. La presidenta alemana ha dicho que ha sido un incidente sin importancia. —Ni yo mismo me creo mis propias palabras.

—Pues ha empezado a decir que su hijo vive cerca del lugar del incidente, y que allí había demasiado movimiento de policía y un par de ambulancias, que algo raro estaba pasando.

—Ni caso, David, son cosas de viejas. Ya sabes lo que les gusta chismorrear sobre este tipo de noticias, ¿no ves que se aburren mucho?

Cristian ya comienza a estresarse y empieza a andar hacia la entrada del cine. No hace falta ser muy inteligente para captar su falta de paciencia. Nunca ha sido su virtud, desde que le conocí hace ya unos años en mis comienzos laborales. Su fuerte carácter siempre ha chocado con casi todo el mundo, pero tiene un corazón tan grande que no le cabe en el pecho. Siempre ha estado a las duras y a las maduras, tanto conmigo como con David, y jamás ha tenido una mala palabra para ninguno de nosotros.

Ya teníamos compradas las entradas y, con las palomitas y refrescos en la mano, nos acomodamos en las butacas. Luces fuera; David suelta una de sus payasadas típicas, que provocan risas en la sala y un sonoro chisteo de una pareja que está delante de nuestras butacas. Sé que suele ser molesto, pero yo me parto siempre de risa con este tipo de cosas. Soy así… Terminan los tráilers y empieza nuestra película; a ver qué tal se portan los chicos de Avatar.