Los días van pasando demasiado lentos. Aún no podemos salir de esta sala, toda decorada de blanco, con sus fotos de los jugadores del Madrid, que si ya antes los conocía, ahora mucho más. Podría recitar de memoria la plantilla al completo y sus trofeos, citados en un mural al fondo de la sala.
Me pregunto qué habrá sido de ellos; supongo que si han sobrevivido estarán en alguna isla de esas que tienen compradas o alquiladas, pescando en alguno de sus lujosos yates o encerrados en sus mansiones sin poder salir de allí.
En este tipo de casos, ¿para qué sirve tener tanto dinero? Ya no vale de nada, ahora sólo es papel tintado con unos números y colores, sin ningún valor. El dinero que ahora funciona es el de la comida, la gasolina y, por supuesto, las armas.
En este tiempo que hemos estado aquí, las conversaciones con el teniente han sido bastante frecuentes. En el fondo siente una admiración profunda hacia nosotros por haber conseguido llegar hasta aquí, sobre todo viniendo de donde venimos. Le hemos contado desde nuestra huida de mi casa a la urbanización de Pedro hasta el rescate accidentado de Soraya en su casa, pasando por nuestro desafortunado encontronazo con ese empleado putrefacto de la gasolinera, donde perdimos a nuestro amigo David.
Pero lo que más le ha sorprendido es cómo pudimos sobrevivir a aquella noche encerrados en el coche. Por mucho que se lo explicamos, no logra entenderlo; la verdad, tuvimos mucha suerte en esa ocasión.
Son momentos duros de recordar, y aunque aquí todo el mundo ha perdido a alguien, no deja de doler, y a cada uno le duele lo suyo y no por eso dejas de ser persona.
Aún tengo en mi cabeza la imagen de David abandonando la casa, con el brazo ensangrentado y sin mirar atrás. Tras el portazo, vino la frustración, la impotencia de no poder ayudarle, de sentir que le había fallado en el momento más crucial de su vida.
Fríamente, sé que no tuvimos la culpa ni él tampoco, y que no podríamos haber hecho nada; lo único, haberle ahorrado la agonía de enfrentarse a ellos quitándole la vida rápidamente, sin dolor, sin sufrimientos. Pero que alguien me explique cómo le quitas la vida a tu amigo de la infancia, aun sabiendo que ya está muerto. ¿Cómo?
Es demasiado tiempo encerrados en este antro y en silencio como para no pensar y pensar, es inevitable. Las imágenes de todo lo vivido hasta ahora, desde que empezó el caos en Madrid, se repiten una y otra vez en mi mente, y siempre pienso que tendría que haber hecho las cosas de otra forma en determinadas ocasiones.
Demasiado tiempo, necesito salir de aquí.
Debe de ser la una, más o menos. La iluminación de emergencia del vestuario no nos permite adivinar en qué momento del día estamos, pero el ruido de mi estómago me hace pensar que el mediodía está cerca.
Nos quitaron todas las pertenencias —relojes, el arma, todo—, según ellos para hacerles una desinfección exhaustiva, al igual que a nuestra ropa.
Parecemos reos, los tres vestidos de verde militar, y Marta desde luego parece cualquier cosa menos un soldado. Afortunadamente, de vez en cuando la permiten venir a visitarnos y así nos quedamos todos más tranquilos, aunque para dormir y comer cada uno tiene que estar en su sala.
Según nos dice ella, esta conviviendo con una chica joven, pero su presencia no resulta muy agradable, ya que apenas come y duerme y tampoco dice ni «mu». Supongo que algo gordo le debe de haber pasado a la pobre, el tiempo lo dirá, o no.
Hoy el teniente nos ha reunido a los cuatro en la sala de prensa. Nos dirigimos hacia ella expectantes por lo que nos pueda comunicar, ojalá sea que por fin hemos acabado con esta tontería de la cuarentena.
La sala está vacía, nos acompaña uno de los militares de confianza de Iker, creo que se llama Víctor. El teniente Salvatierra entra en la habitación y se sienta frente a nosotros. Marta ha llegado también junto con la chica que cuida a su extraña compañera de vestuario.
—Chicos, hoy finaliza vuestro periodo de precaución, o como lo queráis llamar. A partir de ahora formaréis parte del grupo activo que ya convive dentro del estadio —explica Iker.
—Entonces ya podemos salir a por nuestra familia, ¿verdad? —pregunta Pedro.
—No tan rápido, amigo Pedro. Primero tendremos que explicaros cómo funciona todo esto y daros a conocer al resto de la comunidad. La estancia aquí no es del todo gratuita, por decirlo de alguna manera —responde Iker.
—¿Qué quiere decir con eso de «gratuita»? —pregunta Cristian.
—Aquí todo el mundo tiene algo que hacer, un trabajo, vamos. Tenemos gente trabajando en el césped cultivando hortalizas y demás productos del campo, otros se encargan del mantenimiento del estadio y de su limpieza —responde Iker.
—Me parece lógico, entre todos tendremos que colaborar para poder sobrevivir lo mejor que podamos —comento.
—Efectivamente, Alfonso, tú lo has dicho. Por eso tenemos estipulados unos turnos de trabajo que nos permiten organizarnos de una manera justa y equitativa para todo el mundo —añade Iker—. Por supuesto, en los turnos que vosotros tendréis he procurado manteneros juntos, ya que al principio os costará acostumbraros a todo y a todos.
A continuación, nos enseña todo lo que tienen tomado del estadio en un enorme plano del mismo, para después acompañarnos por las instalaciones para que podamos comprobarlo in situ. Desde luego, impresiona ver el terreno de juego con la hierba descuidada y con casi un metro de altura; una de las porterías permanece en su sitio, la otra no está; todos los laterales del césped son ahora terrenos de cultivo, donde se ve a unas personas trabajar en ellos. En el centro del campo, un enorme helicóptero duerme tapado con una lona, dejando ver las hélices de la cola.
En las gradas no se ve nada, sólo los asientos y las palabras «Real Madrid» que forman varios de ellos pintados de otro color.
En los palcos privados se ve movimiento; según nos comenta Iker, son dormitorios de varios de los militares —entre ellos, el suyo— y también de parte de los supervivientes.
—Vosotros tendréis palco, ya que quiero teneros cerca dadas las circunstancias de vuestra llegada al estadio —comenta Iker mirando hacia las estancias.
Los demás duermen en diferentes zonas: unos, en la zona de las lavanderías; otros, en la antigua cafetería, y alguno, en las cabinas de prensa que rodean el estadio.
Bajamos unas escaleras que conducen al aparcamiento. Esto ya me suena, allí está nuestro coche aparcado entre dos columnas y dos inmensos tanques presiden el fondo del parking. También puedo ver varios jeep del ejército y un camión de transporte grande con una enorme cisterna en su remolque, supongo que llena de combustible o agua, todos pintados con los colores típicos del Ejército de Tierra.
Desde luego, lo tienen bien montado, y se me hace raro ver cómo han conseguido transformar un estadio de fútbol en una especie de refugio, con su propio huerto y todo.
El portón de entrada está permanentemente vigilado por dos hombres, que se van relevando con otros compañeros cada cierto tiempo.
—No es la primera vez que tratan de entrar, pero siempre hemos conseguido reducirlos, gracias a Dios son bastante torpes. Los cabrones nos huelen y saben que estamos aquí, el hambre les puede y su rabia crece día a día —comenta Iker.
En las torretas de acceso al campo también tienen algún vigilante por si la cosa se pone fea, y todas las demás entradas al estadio las sellaron a conciencia, dejando únicamente el portón del parking como entrada y salida.
Lo que el teniente teme es que, si un día se reuniera el suficiente número de infectados delante del portón, no se pudiera garantizar que aguantara los envites desesperados de esas cosas furiosas y hambrientas.
—Esperemos que eso no suceda, porque si no, estaríamos perdidos y la única esperanza que tenemos se desvanecería por completo.
Iker cambia de tema radicalmente; nuestras caras son un poema ahora mismo y se ha dado cuenta, por lo que nos hace subir a la parte más alta del estadio para que podamos ver una perspectiva de Madrid.
Desde luego, es increíble el estar viendo esto: simplemente ver cómo deambulan cientos de muertos por los alrededores, sin un rumbo fijo, hace helar la sangre a cualquiera, pero ver cómo unas docenas de infectados golpean sin cesar una de las entradas de las taquillas del estadio preocupa bastante más.
—Nos os preocupéis, llevan golpeando esa puerta desde hace días, pero es porque tras ella está uno de los generadores de electricidad que suministran los servicios más mínimos que tenemos dentro del estadio. El ruido que genera los atrae —nos tranquiliza Iker.
—¿Y no se cansarán de dar golpes? —pregunto extrañado.
—Jamás se cansan, jamás duermen y jamás dejarán de perseguirnos. Algunos se han fracturado los brazos e incluso han perdido la extremidad de dar tantos golpes. Tendremos que poner una solución al respecto, ya que es bastante molesto el ruido que provocan y encima seguramente atraigan a más de ellos al lugar —responde Iker.
—Pero, ¿la puerta está asegurada? —pregunta Marta asustada.
—Tranquila, dentro tiene dos barras de hierro apuntalando la entrada, soldadas a una estructura metálica y anclada al suelo. Necesitarían un explosivo o una excavadora para poder entrar por ahí —Iker sonríe para tranquilizarla.
Todas las entradas tienen la misma seguridad, fue lo primero que hicieron al tomar el estadio: asegurarlo todo para poder establecer, en principio, una base temporal para atender las necesidades del ejército y para organizar un plan para defender la ciudad.
Más tarde, cuando la cosa se les escapó de las manos, decidieron convertirlo en cuartel general permanente, habilitando zonas comunes para el descanso de los civiles que lograban llegar. Poco a poco, han ido modificando las diferentes zonas del estadio hasta lograr que parezca una especie de casa cuartel, cubriendo las necesidades más básicas de la gente que lo habita.
Aunque hay zonas que todavía presentan cierta dificultad para ser protegidas y habilitadas como las otras; por ejemplo, la zona de entrada de mercancías y un almacén donde solían guardar las porterías, material deportivo y cuando se hacían conciertos de algún grupo conocido. Por lo visto, allí las paredes no ofrecen una seguridad tan sólida como la de las otras áreas y el frío es intenso. Además, consideran innecesario poner vigilancia en aquella zona, dadas las condiciones en las que se encuentra, ya que está en la otra punta, en la parte opuesta del estadio, y desde allí es difícil acceder a la posición donde nos encontramos.
Los soldados se ocupan de la logística, de la seguridad y de la vigilancia, y los civiles de las tareas más propias de una casa.
Iker nos dirige ahora a una puerta que presenta una fuerte cadena, muy gruesa, y con dos candados enormes cerrando la entrada a cal y canto.
Antes de abrirla, nos dirige una mirada desafiante y, muy serio, nos avisa de que este lugar es una zona restringida, que no todos los civiles la han visto y que, por lo tanto, procuremos guardar silencio.
—Os lo enseño a vosotros porque tarde o temprano tendremos que salir juntos a por vuestra familia y tendremos que bajar aquí alguna que otra vez —comenta.
Iker saca un manojo de llaves de uno de los múltiples bolsillos de su traje militar, cada una de ellas lleva un llaverito con el nombre de la cerradura que abre. Eligiendo una, abre los dos candados y retira la gran cadena, dejándola en el suelo. La puerta queda abierta y, encendiendo una pequeña luz de emergencia, nos hace entrar tras él.
Lo primero que veo es un montón de cajas de madera rectangulares, apiladas una encima de otra al fondo de la habitación; a su izquierda, unas docenas de bolsas de deporte negras, también apiladas en un rincón, y al otro lado, más cajas de madera, pero estas son cuadradas, todas ellas selladas con grapas.
No entiendo el secretismo del teniente, no sé qué tienen esas cajas dentro, debe de ser el almacén de la comida.
—Armas —dice Pedro mirando hacia una de las bolsas negras.
—Efectivamente —contesta Iker mirándole a los ojos—. Todo esto es el arsenal que poseemos: cientos de armas, fusiles, pistolas, munición y artillería. También tenemos misiles para el helicóptero que tenemos en el campo.
»Creíamos que íbamos a ser bastantes más soldados de los que somos, prácticamente vaciamos la armería que teníamos en los almacenes del ejército. Lamentablemente, no fue así y muchos de ellos cayeron en las calles como perros, murieron cruelmente por que no sabían realmente a lo que se estaban enfrentando, por culpa de la mala información del gobierno.
»Los miles de muertos que atacaban al mismo tiempo hacían inútiles las balas de los soldados, que uno a uno iban cayendo a merced de las bocas hambrientas de los infectados. Muchos de ellos volvieron heridos a la base del Bernabéu, y lo peor era saber que, aunque aún vivos, ya estaban muertos.
»Algunos de ellos lo sabían y una ola de suicidios sacudió el recinto; con otros hubo que tomar medidas duras, muy duras.
»Jamás podré olvidar las caras de los chavales antes de que un compañero apretara el gatillo, no podré perdonarme nunca por ello, pero no quedó más remedio, eran ellos o nosotros, no podíamos permitir que la infección se propagara por la base. —Iker relata los hechos visiblemente emocionado—. Tuvimos que retirarnos los que éramos en ese momento, y recluirnos en el estadio y esperar a unos refuerzos que no llegaron.
»Y os digo todo esto para que sepáis a lo que nos enfrentaremos juntos, y os muestro lo que hay aquí porque ahora vamos a daros un equipamiento completo y nos iremos al césped del estadio para que probéis vuestras armas y os familiaricéis con ellas.
»Pedro y Alfonso vendrán conmigo y el brigada Aitor en uno de los Leopard, y el otro equipo de soldados irá en el otro.
»Con esto quiero decir que, cuando estéis preparados, iremos a por vuestra familia.
Iker cierra de nuevo la armería.