Aún permanecemos tirados bajo los asientos del coche, no sé exactamente cuánto tiempo llevamos así pero mis huesos empiezan a decir basta. Hemos tenido que pasar aquí la noche desde que ayer nos rodearan los infectados al quedarnos parados en el gran atasco.
Nos las dimos de triunfadores al inicio de la marcha, todo estaba saliendo a pedir de boca: pistola cargada y coche llenito de gasolina, unas esposas y toda una carretera lista para nosotros. Todo se fue a la mierda en cuestión de minutos.
Ellos siguen ahí fuera. No sé si son capaces de olernos, pero no se separan del coche ni un momento, aunque el hecho de que no golpeen los cristales me da a entender que no saben que estamos aquí dentro.
Un movimiento brusco y todo habrá terminado para nosotros, lo sabemos, y por eso permanecemos en un silencio sepulcral.
Hemos cometido un error, teníamos que haber previsto que todo el mundo habría tratado de huir de sus barrios, de sus casas, y por tanto, que la carretera estaría colapsada, con los coches detenidos en una hilera interminable de chapa y asfalto.
Como es de suponer, no se distingue rastro alguno de vida. Los que pudieron salir de sus coches cayeron a manos de los infectados que en ese momento ya invadían la zona, los que decidieron permanecer dentro fueron cazados uno a uno por esa manada hambrienta de muertos.
Hace apenas dos horas, un grupo de pequeños monos parecidos a lémures ha pasado por encima de nosotros, saltando sobre los capós e introduciéndose curiosos en algún coche abierto en busca de comida.
Hemos tenido que frotarnos los ojos para comprobar que era cierto, que no era una alucinación por la noche en vela que hemos pasado aquí dentro.
No es del todo raro, seguramente provienen del parque temático de la naturaleza Faunia, prácticamente a un par kilómetros de nuestra posición. Supongo que los encargados de las instalaciones de los animales ahora están ocupados en comerse a los visitantes, o a lo que quede de ellos.
Lo que más me ha llamado la atención es que han pasado entre los infectados sin provocar ninguna reacción en ellos, ni buena ni mala; alguno les ha dedicado una mirada curiosa y ha vuelto a sus andares sin rumbo.
Si hay alguien en el mundo tratando de averiguar qué ha pasado y cómo solucionarlo, debería tener este dato en cuenta; no sé si será transcendente o no, pero por comprobarlo no pasaría nada, aunque supongo que ya lo habrán pensado.
—Alfonso, mira con cuidado por la ventanilla. El grupo más numeroso se ha dirigido hacia el sentido contrario, el que va hacia Valencia. Creo que algo les ha llamado la atención —comenta Pedro entre susurros.
—Creo que sí, hay una persona en un coche que no para de moverse y van hacia ella. Más le vale que salga de ahí cuanto antes —respondo sin dejar de mirar la escena.
—Pues entonces tenemos una oportunidad de oro para salir de aquí. Vamos a esperar por si acudieran más a por ese tipo —susurra Pedro.
Las lunas tintadas del Honda nos dan una mínima seguridad de no ser vistos, pero no tendremos oportunidad de fallar: si no conseguimos salir de aquí, estaremos muertos.
El grupo de infectados ya ha llegado a la posición del coche en cuestión. Su ocupante, al verles, ha dejado de moverse y permanece agazapado en su interior, supongo que aterrado.
Le han visto, un gemido horrible de uno de ellos lo confirma, y el resto comienza a golpear el vehículo con todas sus fuerzas. El coche se mueve de un lado a otro como si de un balancín se tratara.
No creo que tenga la más mínima oportunidad, está encajonado entre varios automóviles y eso hace imposible la huida. A pie tampoco lo conseguiría, son demasiados.
Solamente sus ventanillas le hacen las veces de escudo. Escudo que dura unos segundos, ya que uno de los infectados consigue romper la luna trasera con un fuerte golpe de su puño.
Al pobre hombre, víctima de la desesperación y del pánico, no se le ocurre otra cosa que abrir la puerta del conductor para tratar de huir a pie. Evidentemente, la masa de muertos lo aborda enseguida dando cuenta de él en cuestión de segundos.
La imagen es desgarradora. Marta no ha querido mirar ni un solo instante, se imagina que podrían hacer lo mismo con nosotros si cometemos el mismo error que ese pobre infeliz.
—Dios mío, si no lo veo, no lo creo —comenta Cristian.
—Esta es la oportunidad de salir de aquí, tenemos vía libre ahora que la mayoría de ellos están ocupados —añade Pedro.
Al ser los últimos en llegar, no tenemos tráfico detrás de nosotros, por lo que tenemos que hacer la maniobra de marcha atrás y girar el coche lo suficientemente rápido como para que no logren echarse encima de nosotros los que aún nos rodean, que todavía son bastantes.
—¿Estáis listos? —pregunta Pedro.
Todos estamos de acuerdo. Marta y Cristian permanecen inclinados en los asientos traseros, mientras que Pedro sigue al volante. Esperemos que su pericia nos vuelva a sacar de un buen aprieto.
Arranca el coche y, en una milésima de segundo, pone la marcha atrás acelerando lo más que puede, soltando el embrague hasta que las ruedas del coche empiezan a girar desorbitadas desprendiendo el característico humo blanco de la goma quemada. El vehículo sale disparado unos metros y, en una maniobra muy brusca, Pedro consigue girarlo y situarlo en el sentido contrario. Por un momento, el coche se ha puesto a dos ruedas, aunque levemente, pero lo suficiente como para tener que agarrarnos todos a lo que hemos podido.
Huele a goma quemada en el interior del coche, mientras Pedro se dirige a toda velocidad hacia la salida de la autopista, que en realidad es la entrada, y por el camino no podemos evitar llevarnos por delante a más de uno de esos seres, pero ya estamos fuera.
—Yehaaaaaaa… ¡Toma ya! —grita. La adrenalina acumulada durante toda la noche explota en el interior de Pedro, que no duda en mostrar su excitación por la maniobra realizada y que nos ha librado de una muerte segura.
Ahora nos toca deshacer el camino recorrido, lo mejor será avanzar hacia el centro de Madrid por la ciudad y probablemente callejear; seguramente no habrá tantos coches bloqueando las calles y siempre tendremos la posibilidad de las aceras.
Suponemos que los muertos se dirigirán a zonas más abiertas y Vallecas es un barrio en el que, desde luego, no abundan las grandes avenidas.
Recorremos la avenida de la Democracia en dirección a Villa de Vallecas. Aún sigue ahí nuestro «coche de emergencia» oculto tras los árboles, y el Hospital Infanta Leonor nos vigila a nuestra izquierda.
—Ha faltado poco, muy poco —comento mirando hacia el infierno en el que se ha convertido el hospital.
—Sí, pero lo hemos conseguido, que es lo importante. Lo siento mucho por aquel hombre, pero sin saberlo nos ha salvado la vida —responde un seguro Pedro.
En la rotonda de entrada al barrio giramos hacia la derecha, pero en sentido contrario, ya que aún permanecen los restos del famoso accidente que pudimos ver desde el mirador de mi casa. Los muertos recorren la avenida de la Albufera como meros transeúntes, parece que se dirigen a sus trabajos o a sus casas, vagan de un lado a otro girando sus cabezas al paso de nuestro coche y posteriormente dirigiéndose hacia nuestra dirección.
Subimos hasta Miguel Hernández y allí nos tenemos que detener. Por lo visto, los vecinos de la zona, en un intento de retener a los infectados, hicieron una barricada cortando el paso en ambos carriles y aceras, provocando que mucha gente que huía de Villa de Vallecas se quedara atrapada sin poder pasar.
—¡No me jodas! ¿A quién se le ocurre hacer semejante barbaridad? ¿Salvarse a costa de encerrar a los demás? —protesta Pedro observando la enorme barricada.
Coches, cubos de basura llenos de sacos de tierra, contenedores metálicos de obra. Todo puesto a conciencia para asegurar el perímetro de la zona.
Desde luego, un error: lo único que consiguieron fue que mucha gente agonizara sin tener oportunidad de escapar del horror que tenía a sus espaldas proveniente del Infanta Leonor.
A nosotros no nos va a detener una barricada, conozco bien la zona y sé cómo sortear esta barrera que tenemos frente a nosotros.
—Pedro, da la vuelta y yo te digo cuando parar, por favor —le indico.
Hago retroceder a Pedro hasta una salida que comunica el área de Miguel Hernández con la avenida de la Albufera; es la calle Fuengirola, que tiene una gran pendiente de subida utilizada únicamente por los vecinos de la zona, ya que está un poco escondida. La recorremos en sentido contrario y subimos hasta la calle Rafael Alberti. Por lo que podemos observar, la barricada desde luego no sirvió para librarse de los infectados, ya que miles de ellos campan a sus anchas por las amplias calles de la zona.
Seguimos subiendo por las calles paralelas a la Albufera, esta vez por la calle de los Riojanos para desembocar en la avenida de Pablo Neruda, que tomamos a la derecha para volver a incorporarnos de nuevo a la avenida de la Albufera a la altura de Alto del Arenal.
La barricada está superada. Los vecinos que la montaron, aparte de no pensar en los demás, no tuvieron en cuenta las decenas de calles adyacentes que llegaban hasta ellos. Los centenares de cuerpos mutilados y destrozados que llenan las calles así lo demuestran. Varios de ellos aún sirven de alimento para algunas de esas alimañas, que arrodilladas ante ellos, continúan con su desesperada tarea de desgarrar su carne.
Ya han pasado casi treinta horas desde que salimos de casa y, a lo lejos, aún puedo ver la urbanización donde se han quedado, esperando una ayuda que no sabemos si vamos a conseguir, Lorena, Araceli, Soraya y los niños.
A este paso llegaremos al centro de la ciudad dentro de tres días, contando con que tengamos suerte.
Según vamos avanzando, vamos comprobando el estado en el que se encuentra la zona: muchísima suciedad en las calles, coches abandonados, comercios saqueados y algún edificio ardiendo.
Llegando a Buenos Aires y Poztargo, observamos el estadio Teresa Rivero; su fachada que da a la calle Payaso Fofó está parcialmente derruida, parece como si hubiese sido bombardeada.
—¿Qué demonios ha pasado aquí? Parece Sarajevo cuando la bombardearon —comenta Pedro, frenando ligeramente el coche para observar la escena.
—Pues que no te extrañe que haya sido alguna bomba lanzada desde cualquier avión del ejército, a lo mejor el estadio estaba lleno de ellos —respondo.
No sólo el estadio del Rayo está en ruinas, varias casas de los alrededores también han sido alcanzadas por lo que suponemos que han sido bombardeos.
Es increíble ver cómo ha quedado mi barrio, las calles que tantas y tantas veces he recorrido con los amigos, en la adolescencia, en la infancia. Ahora, los cascotes y la destrucción son los protagonistas de esta escena dantesca y horrible.
No queda más remedio que dejar los recuerdos atrás y seguir con nuestro camino antes de que formemos parte de este paisaje desolador.
Después de casi dos días, por fin hemos abandonado el barrio y nos dirigimos por la avenida Ciudad de Barcelona en dirección a la estación de Atocha. Una vez allí, giraremos hacia el paseo del Prado y hacia la Castellana y entonces buscaremos a alguien que nos pueda echar una mano. Suponemos que allí habrán tenido más posibilidades de sobrevivir, los barrios más ricos son siempre los que primero reciben las ayudas.
Son las nueve de la mañana, el sol ya está en todo su esplendor y sus rayos rebotan en la cristalera del monumento que Madrid un día dedicó a los caídos en los atentados del 11-M.
Aunque sólo sea por ellos, tenemos que sobrevivir, no murieron para vernos rendidos así. El monumento representa a la Libertad, esa que nos tenemos que ganar luchando.