13 de noviembre de 2010. 8:30 horas.

El teniente Salvatierra pasa lista del total de todos los inquilinos del estadio en lo que en su momento era la sala de trofeos del Real Madrid, que aún permanecen allí ajenos a lo que ha pasado fuera de sus hermosas y transparentes vitrinas. Años de historia y de gestas deportivas condenadas al olvido más absoluto, y con el tiempo, seguramente, una capa de polvo apenas permitirá ver su brillo. Ya no tienen ningún valor, los jugadores que en su día los consiguieron es fácil que ahora estén ocultos en algún lugar paradisiaco y seguro, o probablemente estén ahí fuera, caminado errantes y sin rumbo, movidos por la rabia y el hambre.

Están todos, ya están preparados para marchar por las calles infestadas de Madrid en busca de algún superviviente desesperado.

Ahora toca la difícil tarea de abrir el portón trasero del estadio, por donde antes solían entrar el autobús del equipo, ambulancias y demás vehículos oficiales.

La última vez que salieron se encontraron con unos «aficionados» que no esperaban. Dando cuenta de ellos provocaron el inevitable ruido de los disparos. Este hecho tuvo consecuencias fatales, ya que el potente ruido de los fusiles llamó la atención de cientos de infectados de los alrededores del estadio, llegando en masa por el paseo de la Castellana y calles adyacentes.

El soldado que se encuentra en una de las torretas de acceso a las gradas está alerta vigilando la puerta de salida del Leopard, no quieren más imprevistos ruidosos.

Parte del equipo que llevan dentro del tanque, que proviene de la Brigada de Infantería Acorazada Guadarrama XII, son armas silenciosas: varios arcos olímpicos que aportó uno de los voluntarios y tres ballestas. Lo demás son armas de fuego, varias ametralladoras MG-3 del Ejército de Tierra.

Lentamente, el pesado vehículo va saliendo poco a poco de su escondrijo. Varios soldados a pie cubren la salida del enorme blindado con su fusil siempre encañonando al infinito. Todo parece despejado, tienen la calle libre para poder maniobrar sin ser molestados. Una vez que entre en la Castellana, llegarán los nuevos vecinos a recibirles con cariño.

El momento llega, cientos de muertos giran al unísono sus cabezas hacia el tanque, sus gemidos producen una melodía siniestra y oscura, capaz de helar la sangre a cualquiera. Sus ojos desprenden furia, rabia, mucha hambre. Su obsesión es su carne, saborearla, despedazarla, e ir a por otra víctima.

Según avanzan, los infectados más desesperados van cayendo bajo el pesado tanque, aplastados por su gran tonelaje, mientras que otros consiguen subirse al vehículo a duras penas. Los soldados se encuentran en el interior observando la dantesca escena, no es la primera vez que los ven tan de cerca ni desde luego será la última. Desde que empezó todo ya han pasado unas cuantas semanas y bastantes salidas, pero no terminan de acostumbrarse a este horror que cada día tienen que soportar.

El tanque toma dirección hacia la estación de Atocha. Hoy toca recorrer la zona del distrito de Retiro; unas últimas señales de radio captadas hace unos días alertaban de unos supervivientes atrapados en un edificio de la zona, o eso al menos dieron a entender esas voces angustiadas.

La velocidad del Leopard no es la de un Fórmula 1, pero es bastante rápido para lo que pesa y, a pesar de su tracción de oruga, mantiene una velocidad constante de cincuenta kilómetros por hora que permite poder librarse de los miles de infectados que salen al paso, ya sea esquivándolos o pasando literalmente por encima de ellos.

Madrid es una autentica pesadilla; sorprende ver las calles llenas de coches atravesados, incendios en los edificios y monumentos solitarios, parece que ha caído una bomba atómica.

Llegando por el paseo de Recoletos, una imagen demoledora hace que el equipo de Iker se detenga. El Museo del Prado es una bola de fuego, las llamas salen por todas las ventanas rotas del antiguo edificio, todas las obras de arte y cuadros de un valor incalculable destruidos.

Los militares permanecen en silencio, contemplando la escena sin poder hacer nada por evitarlo. Es seguro que algún cortocircuito ha provocado semejante catástrofe.

La escotilla superior del tanque se abre y de ella emerge el teniente Salvatierra para poder observar mejor lo que acontece delante de sus ojos. El chasquido de las llamas se mezcla con los incesantes gemidos lejanos de los numerosos grupos de infectados que tratan de llegar hasta ellos. A pesar de tener la cara iluminada por el reflejo del fuego, no termina de creerse lo que está viendo. Si algún día la vida vuelve a ser lo que era, la pérdida es irreparable.

Iker ordena continuar con la marcha. Atrás quedan siglos y siglos de historia hechos cenizas, parece ser que el arte también ha sufrido su letal «virus».

La glorieta del Emperador Carlos V se abre ante ellos. La estación de Atocha queda a la derecha, completamente abandonada, siniestramente oscura. El monumento en honor a los caídos del 11-M permanece en pie, majestuoso, recordando la tragedia que vivió Madrid y toda España. Ojalá la ciudad levante algún día otro en honor de todos los caídos víctimas del virus A-24.

En el interior de la estación pueden apreciarse cientos de sombras deambular de un lado a otro, recordando el enorme tránsito de pasajeros que no hace mucho albergaba una de las mayores terminales de viajeros de este país. Lo único, que ahora no tienen un destino. Tienen hambre.

Ya se encuentran en la zona de conflicto. A partir de ahora, toca salir al exterior por la escotilla y permanecer atentos, en lo alto del tanque, a cualquier movimiento tanto de vivos como de los muertos.

El Teniente Salvatierra recorre los edificios con sus prismáticos, alerta a cualquier señal que muestre evidencias de vida.

—Permaneced atentos a cualquier movimiento que apreciéis —ordena Iker.

El equipo continúa la marcha muy lentamente observando todo al detalle, ya que las casas, los coches y las calles son puntos calientes donde no se puede desviar la atención.

—Teniente, mire allá arriba, en aquel edificio —comenta uno de los soldados.

Iker alza sus prismáticos hacia la dirección donde señala su compañero, enseguida comprende lo que ha llamado su atención.

En una de las terrazas de la tercera planta, en el número 35 de la avenida Ciudad de Barcelona, se divisa una pancarta que pone «S.O.S» pintado sobre una sábana blanca.

—No sé si la gente que escribió ese mensaje aún permanece con vida, pero desde luego tenemos que averiguarlo —indica Iker—. Dejemos el Leopard lo más cerca posible y subamos.

El tanque para en la misma puerta. La avenida parece tranquila. Se divisan varios cuerpos al fondo de la calle, andan hacia el lado contrario de donde se encuentran los soldados, quizá no les han escuchado, aunque el blindado hace un característico y sonoro ruido.

Una vez comprobado que todo está despejado, uno a uno van bajando del tanque para agacharse bajo la protección del blindaje del mismo. Apenas hacen un solo ruido, los gestos aprendidos en años de formación militar les permiten comunicarse sin articular una sola palabra.

El portal está abierto; desde luego, no es una señal alentadora para el grupo, ya que cualquiera de esos bichos ha podido entrar dentro y encontrarse aún en el edificio.

Iker lanza una señal con su brazo para dar orden a cuatro de sus hombres para que avancen y se coloquen a los lados del portal. Los otros dos soldados permanecerán en el tanque vigilando la zona por si surgiera cualquier complicación, y en caso de emergencia, salir lo más rápidamente posible del lugar.

Otro gesto de Iker mueve a Aitor hacia el interior del portal alumbrando la escalera para confirmar que todo está despejado. Este utiliza el código Morse con la linterna para indicar al teniente que todo está en orden y que pueden comenzar a subir.

Todos entran, seguidos de Iker, que deja la puerta del portal entornada para evitar que alguien más se pueda unir a la expedición.

Oscura la escalera, sangre en las paredes, la linterna se desliza por la profunda oscuridad del miedo.