Ya han pasado dos días desde que tomamos la decisión de marcharnos en busca de ayuda. Ha llegado el momento de partir.
Durante esta espera de cuarenta y ocho horas, nos ha dado tiempo a descansar, dormir y, sobre todo, pensar. Se ha creado un vínculo especial entre todos, nos hemos sincerado los unos con los otros, hemos compartido experiencias e intimidades, nos hemos conocido aún mejor, a pesar de tantos años juntos.
Quizás ahora es más difícil marchar, pero después de estos dos días las chicas tienen más confianza en que todo saldrá bien, y aunque en el fondo siguen pensando que todo está perdido, nos dan ánimos para nuestro viaje.
Mis perros son otros de los damnificados. Hace más de quince días que no han salido a la calle, con el correspondiente perjuicio que provoca a los presentes, pero no deja de ser un mal menor. Ellos son ajenos a todo y lo único que les preocupa es recibir su sesión de mimos diarios, menos mal que los niños los satisfacen plenamente.
De vez en cuando gimotean dirigiéndose a las ventanas, están muy asustados porque saben que lo que hay detrás de esos cristales es algo malo, muy malo. A Bitxo alguna vez se le escapa algún ladrido desafiante tratando de subirse a una de las sillas que hay debajo de una de las ventanas del mirador del salón. No sé si es en defensa nuestra o porque algo ahí fuera no es lo que parece ser.
Es la hora, debemos irnos ya. En estos días hemos planificado la ruta de escape, hemos tenido en cuenta todo, incluso los dos visitantes «non gratos» que nos esperan en el aparcamiento.
A falta de armas de fuego, llevamos objetos contundentes, desde un hacha hasta unas tijeras de podar enormes, cortesía de Pedro y su afición al campo y a las plantas que tiene.
No sé si haremos o no el tonto, pero hemos decidido vestir lo más oscuro posible; no sabemos si a estas criaturas el color llamativo las atrae o no, pero mejor no arriesgarse.
Y por último, Pedro le ha dejado el walkie a Araceli. Tenemos la esperanza de hacernos con otro igual de cualquier agente caído, en el hospital hay muchos.
Emitiremos desde el canal cinco, y si todo sale bien, el invento funcionará, siempre y cuando la batería del walkie incautado aguante. De esta manera, podríamos estar en contacto permanente, ya que el alcance de la radio de la Policía ocupa toda la ciudad.
—Si tenemos la suerte de encontrarnos con algún compañero de la Policía, no sólo le cogeremos el walkie, trataremos de conseguir munición y su arma reglamentaria —comenta Pedro.
—Pero no creo que esos policías estén tendidos en el suelo, seguramente traten de atraparnos ellos a nosotros primero, tendremos que tener muchísimo cuidado —le comento a Pedro.
La despedida es dura, pero menos de lo que pensaba, en el fondo de mi corazón brota una pequeña llama fruto de la esperanza y las ganas de poder ayudar a la gente que quiero. Siento algo especial, una fuerza nueva reconforta mis músculos y mi mente está más despejada que nunca. Desde luego, estas sensaciones son nuevas para mí.
—Tened mucho cuidado, por favor. Al más mínimo indicio de peligro volveos inmediatamente, no os hagáis los héroes —aconseja Soraya.
—Ya sabes que no vamos en plan aventuras, sólo trataremos de encontrar algo de ayuda, si es que existe esa ayuda —contesto.
Un último abrazo a Lorena y abrimos la puerta que da acceso a la escalera. Pedro se encarga, como siempre, de cerciorarse de que no haya ninguna sorpresa en el rellano. Todo parece tranquilo. La mirada de Araceli se mantiene fija en la oscuridad de la escalera, con la mano se tapa la boca para evitar que veamos su evidente temblor, fruto de los nervios.
Un gesto de Pedro nos indica que ya podemos avanzar, la puerta se cierra detrás de nosotros. El sonido de la mirilla es evidente y la lucha por hacerse con el pequeño agujero también. Me siento observado.
La escalera está muy oscura, pero no encenderemos la luz, no queremos llamar la atención ni bajar por el ascensor. Poco a poco, descendemos los peldaños en fila india sin hacer apenas ruido. Marta es la última a petición suya, no quiere ser la primera en bailar en caso de que llegue la fiesta.
Como no podía ser de otra manera, Pedro encabeza el grupo linterna en mano, con una luz potente de esas largas que usan en la Policía. En la otra mano, un hacha no muy grande, pero letal en el caso de un cuerpo a cuerpo con uno de esos bichos.
Nos hemos dado cuenta de que en la barandilla de la escalera hay restos de sangre, al igual que en el suelo, en forma de gotas. Parece ser que David se fue por la escalera porque son bastante recientes.
Bajamos muy lentamente, apenas se sienten nuestros pasos y la respiración agitada de Marta se distingue claramente entre tanto silencio.
Estamos ya en zona caliente, sólo nos separa una puerta del aparcamiento y está cerrada con llave. Pedro introduce con cuidado la llave en el bombín y, muy lentamente, la gira. Se abre con un leve clic, y detrás de ella, silencio y oscuridad. La puerta se queda entornada, todos aguantamos la respiración, un leve sonido se aprecia desde lo profundo de la oscuridad. Son pasos arrastrados, sin rumbo, aún no se han percatado de nuestra presencia.
Trago saliva, vamos a por los «nuevos vecinos».
La oscuridad se abre ante nosotros, profunda, misteriosa e implacable. El sonido de los pasos en el garaje interrumpe el profundo silencio que se respira en aquel siniestro lugar. Nuestras respiraciones se aceleran según van pasando los segundos, sabemos que en cualquier momento nos tocará enfrentarnos a ellos, ver de nuevo esos horribles rostros desencajados por el hambre y la rabia.
Pedro es el primero en penetrar en la oscuridad. Mantiene la linterna apagada para no llamar la atención de los dos infectados que deambulan entre las columnas del aparcamiento. En la otra mano lleva el hacha, siempre al frente, desafiando a las tinieblas que le separan de la luz del sol.
Agarrándonos de las manos y caminando en fila india, los demás le seguimos muy lentamente, asegurando los pasos, evitando tropezar con algún obstáculo inesperado.
Un leve gemido delata la posición de uno de los muertos. Por el tono, parece que nos ha descubierto por el olfato; no puede vernos, pero es evidente que se ha puesto nervioso, sus pasos son más rápidos y torpes.
Pedro enciende la linterna el tiempo suficiente como para verle la cara a ese desgraciado.
—Maldito cabrón —grita Pedro.
El hacha se hunde profundamente en plena cabeza del muerto, el impacto es muy fuerte y bastante desagradable y, lo peor de todo, el hacha se ha quedado clavada en el individuo.
La linterna sale rodando por el suelo oscuro del garaje. Pedro la ha soltado en un gesto reflejo al lanzar el brazo contra el infectado. Su caída ha provocado que se desparrame por el suelo, pilas por un lado, la carcasa por otro. Consecuencia: ya no tenemos luz, y ahora estamos a merced de la oscuridad más absoluta y de un monstruo que, debido al jaleo montado con la linterna, se dirige hacia el origen del ruido.
—¡No me jodas! ¿Y ahora qué hacemos? —protesta Cristian.
—¡Silencio! Dejadme escuchar a ver si averiguo dónde está el otro —replica Pedro.
Marta está empezando a perder los nervios, permanece agarrada con las dos manos al cuerpo de Cristian, no es capaz de acostumbrarse a la oscuridad, no ve absolutamente nada y eso le aterra.
Cristian no es que sea precisamente un carámbano de hielo, tiembla más que ella, aunque intenta aparentar valentía y tranquilidad. Las enormes tijeras de podar arbustos que lleva le sirven de aliciente en caso de una embestida del infectado.
Yo permanezco quieto, justo detrás de Pedro. Trato de zambullirme en lo profundo del abismo en el que estamos metidos, intentando averiguar a qué distancia se encuentra el muerto que trata de utilizarnos de cena.
Se me ocurre utilizar las llaves del coche de Pedro: al activar el mando a distancia, las luces se activarán por unos segundos, segundos que tendríamos que aprovechar para localizar el coche y salir corriendo en su dirección.
—Pedro, activa las puertas con el mando del coche. En cuanto veamos las luces, corremos todos a la vez hacia él, ¿de acuerdo? —comento.
—Vale, estad todos preparados —contesta mi cuñado.
Pedro tiene las llaves en la mano, levanta el brazo y aprieta el botón de apertura de puertas. Inmediatamente a la derecha de nuestra posición, unas luces anaranjadas parpadean varias veces, con un leve sonido de cerraduras al abrirse.
Sin perder un solo segundo, corremos hacia el Honda de Pedro. Las luces del interior del vehículo permanecerán encendidas sólo unos segundos, vitales para que nos garanticemos la supervivencia y la salida de este garaje maldito.
Evidentemente, la verbena de luces, ruido y un grito de Marta, que no puede evitar al correr, llama la atención del infectado, que casi se nos ha echado encima.
Pedro se hace con los mandos del coche, sentándome yo a su lado, mientras Marta y Cristian hacen lo propio en los asientos de atrás.
El infectado alcanza el coche y golpea con los puños la luna lateral donde se encuentra Cristian. Menos mal que no le ha dado por golpear la luna delantera, ya que está bastante dañada por los atropellos de nuestra primera huida de mi casa.
—¡Joder! ¡Lo tengo a mi lado! ¡Pedro, arranca de una vez! —grita Cristian.
Pedro enciende las luces, arranca y da marcha atrás, dejando al infectado a un lado del garaje. Al maniobrar para dirigirse a la puerta principal, atropella al muerto dejándolo bajo las ruedas. Desde luego, no creo que lo vaya a detener, pero al menos ahora tendrá algún hueso roto y le será más difícil moverse.
Sólo queda apretar el botón de apertura de la puerta del garaje para poder salir al exterior. El momento sucede, la puerta tiembla un segundo, para después empezar a elevarse lentamente, demasiado lentamente.
La luz se abre ante nuestros ojos, como un latigazo en las retinas que nos hace a todos mirar hacia otro lado. Nos ha cegado completamente por un breve instante, lo cual nos deja un poco a merced de los infectados que hayan contemplado la escena ahí fuera.
—Vamos, vamos… —susurra Pedro impaciente.
Por fortuna, son lentos y torpes, y Pedro logra acostumbrarse a la luz y sale disparado hacia la calle, dejando atrás oscuridad y huesos rotos.
En el camino, un par de cuerpos rebotan contra la chapa del Honda, pero por lo demás todo parece más despejado de lo que pensábamos.
Ya estamos en dirección avenida de la Albufera. Esperemos que sigamos teniendo la misma suerte que hasta ahora hemos tenido.