La luz clara y tenue asoma perezosa por los agujeros de la persiana de mi habitación, y en mi cabeza a medio despertar ronda la duda de si hoy madrugo o es el bendito y esperado sábado. Todo queda resuelto de pronto con el estridente sonido de mi móvil a modo de despertador. Son las siete de la mañana y eso quiere decir que tengo que ir a levantar el país, una vez más. Aun así, una vez que el mecanismo de mi cerebro comienza a funcionar después de una larga pausa nocturna, me doy cuenta del día que es. Viernes, ¡por fin viernes!
Con un ojo abierto y el otro luchando por hacerlo, me voy al baño. Hoy es 8 de octubre y ya va quedando menos para mi cumpleaños; este año creo que cae en viernes, aunque para eso tendría que mirarlo en algún calendario. En la cocina intento preparar a duras penas un café. No me acostumbro a madrugar, a pesar de llevar haciéndolo más de diez años. El microondas gira obediente tras la orden de mi mano, programando un minuto exacto, y mientras el pequeño pero inteligente aparato hace su trabajo voy a saludar a mis perritos. Están en la terraza deseando que les abra, para salir disparados a chuparme las manos y pedirme que les baje a la calle.
Aún recuerdo cuando me tiraba las horas muertas navegando por internet, intentando elegir la raza adecuada para convivir conmigo en un piso. Ni un perro enorme ni uno enano tipo chihuahua, quería la raza ideal. Al final, un magnífico macho de la raza carlino llegó a mi casa. Muchos lo conocían como «pug», que según leí en un libro sobre la raza significa «chato». Desde luego carece completamente de hocico.
Así fue como Bitxo entro en mi particular mundo de independencia. Su compañía en los primeros días fue bastante tormentosa, pero no porque fuera un mal perro, sino porque llegó enfermo. Un parvovirus letal para el 99% de los perros sacudía violentamente su pequeño cuerpecito de cachorro. La veterinaria, al diagnosticarle la terrible enfermedad, simplemente me dijo que me despidiera de él, que no pasaría de esa noche. Y allí se quedó Bitxo ingresado. Mi aventura como principiante dueño de mascota estaba fracasando estrepitosamente.
Recuerdo que cuando llegué a casa lo único que deseaba era que mi pequeño amiguito luchara por su vida. Lo deseé con tantas fuerzas que me quedé dormido abrazado al collar azul que le había comprado esa misma tarde.
Al día siguiente una llamada al móvil a las nueve de la mañana me despertó sobresaltado. Era de la clínica veterinaria.
Ya te has ido, amiguito, buen viaje, pensé abatido.
Pero lo que me transmitió la auxiliar de la clínica fue del todo inesperado.
—No sé cómo lo ha hecho ni cómo ha pasado, pero su perro está correteando por toda la sala de curas. Puede venir a por él cuando quiera.
No esperaba aquella noticia, ya me imaginaba enterrando su cuerpecito flácido en algún campo alejado de la ciudad. Desde ese día comprendí lo mucho que necesitaba a ese animal, y cuando Bitxo cumplió su primer año, el regalo fue una hembra de la misma raza. Luna entró en nuestras vidas llenándolo todo de nuevo de una alegría propia de un cachorro y, a partir de entonces, jamás se separaron ni un solo minuto. Tienen dependencia el uno del otro.
Ahora me observan mientras engullo las galletas y me bebo el café; siempre están expectantes por si cae algo al suelo para dar buena cuenta de ello. Acabo y me pongo lo primero que pillo en el armario, un chándal para bajar a los perros antes de ir a trabajar.
Y allí estoy con ellos en el descampado de enfrente de casa, con las luces de las farolas aún brillando, y con el cielo con un azul muy oscuro, ya amaneciendo.
Todas las mañanas mis pequeños amiguitos se juntan con Chispi, un macho de color negro azabache de tamaño mediano, y también con Nala, una perrita preciosa cruce de pastor alemán y husky siberiano de increíbles ojos grises. A la cita diaria también acude puntual Blanca, una cocker americano bastante juguetona. Tres perros que, al igual que los míos, eligen para hacer sus necesidades y como zona de juegos la enorme extensión de terreno sin urbanizar que rodea el edificio donde vivo. Este descampado hace frontera con las vías del tren, que separan mi pequeña urbanización de la de mi hermana Araceli.
El frío es intenso a esta hora de la mañana, pero a ellos no parece importarles mucho. Entre matorrales y hierbajos hacen sus necesidades olisqueando todo lo que les sale al paso, a la vez que juegan y se persiguen por todo el terreno.
Los perros ya están exhaustos y ahora toca subir a vestirme. Aún tengo tiempo de encender un rato la tele y ver el telediario de la mañana, aunque a estas horas no sé qué noticias pueden dar. Seguramente el tiempo, el tráfico, noticias del día anterior… Si no veo nada interesante elegiré uno de los refritos que suelen dar para rellenar la programación.
Al final pongo CNN+, pero según van pasando los minutos no dan nada nuevo. Un accidente de tráfico en Huelva bastante aparatoso, que si «la Esteban» podría ser alcaldesa si se presentara a unas elecciones municipales, o que una farmacéutica alemana está siendo investigada por un incidente ocurrido la semana pasada con uno de sus empleados. Por lo visto tuvo que ser hospitalizado tras protagonizar un episodio violento con alguno de sus compañeros.
Es curioso, pero creo que soñé con algo parecido anoche. Veía cómo mucha gente corría en todas direcciones y no entendía nada de lo que decían. Sólo recuerdo que gente vestida con trajes especiales acordonaba un enorme edificio blanco con unas grandes cristaleras en la entrada.
No creo en las casualidades ni en las premoniciones, por lo que apago la tele y que investigue bien quien tenga que hacerlo. Ya es la hora y me voy a trabajar. Voy con el tiempo justo para tomarme un cafecito con mis compañeros, a ver qué se cuece en la magnífica empresa en la que trabajo, y después de la jornada me gustaría planificar el fin de semana.
Sinceramente, cada vez me gusta menos el trabajo que realizo, tengo ganas de cambiar de aires y poder crecer en otra empresa sin tener que aguantar ciertas cosas o a ciertas personas; no sé por qué, pero necesito algo nuevo en mi vida, desde hace un tiempo lo noto. Noto algo raro cada día que pasa y no sé describirlo, supongo que será cuestión de épocas que uno pasa en la vida.
—Adiós, perritos, no me echéis de menos.
En el metro la gente parece hipnotizada, absorta en sus lecturas, en sus mp3 y en sus conversaciones. Allí dentro parecemos todos autómatas programados para la misma rutina diaria, mismo camino, mismas caras, uf, siempre lo mismo. Siempre la misma historia.
Ya he llegado y allí está mi querida compañera del alma, esa que tan simpática me cae y tanta gracia me hace con sus idioteces mañaneras. Lleva el 20 Minutos en la mano y como cada día nos comenta la repetición de la jugada, es decir, nos lee todas las noticias que a ella le parecen interesantes.
—Mira, Alfonsito, ¿has visto lo que ha dicho Zapatero sobre las pensiones? ¿Tú qué opinas?
Ella es Raquel, una chica de aproximadamente metro sesenta, rellenita y con bastante maldad en lo que al trabajo se refiere. Es la típica compañera que tienes que aguantar por decreto ley, y encima se sienta a mi lado. Cada vez la aguanto menos pero es parte del trabajo. No sólo tengo que aguantarla a ella sino también a mi enternecedora jefa.
No dudó ni un solo instante el día en que la jefa la sentó frente a ella en su despacho y le propuso ocupar un puesto de responsabilidad en la sombra sin llamar la atención. Sería la chivata de la empresa. Un pequeño sobre doblado y arrugado se caía cada fin de mes de la mano de Laura, la jefa, para acabar en lo más profundo del bolso de Tous que Raquel se encargaba siempre de restregar a sus compañeras. Ese sobre la ayudaba a pagar sus caprichitos y, de paso, a algún que otro currante de las oscuras calles madrileñas.
El tiempo pasa lento allí dentro pero no todo es malo, también tengo compañeros que merecen la pena. Y uno de ellos es Juan Carlos, un padre de familia fuera de lo normal. No es lo que aparenta ser, es un tipo simpático donde los haya. Escondida detrás de un traje y una corbata aparece una persona muy divertida y con un marcado síndrome de Peter Pan que comparto sin duda. Muchas noches madrileñas nos han visto cerrar algún que otro bar, mientras despellejábamos a las arpías que inundan los pasillos de nuestra mierda de empresa. Juan Carlos, «Chisku» para los más cercanos, siempre tuvo especial conexión conmigo, prácticamente desde el principio de entrar a trabajar en la compañía. Me ayudó y apoyó en mis inicios, no dudó jamás en regalarme su amistad y compañerismo.
Hoy hemos quedado después del trabajo para tomarnos unas cervezas, charlar un poco y poner verdes a las de siempre.
Son ya las seis de la tarde, por lo que salimos disparados hacia el bar de enfrente del curro tras fichar religiosamente en esa estúpida maquinita. Este es nuestro pequeño rincón de desahogo, antes de ir para casa y poder descansar un poco.
Entre risas y cañas, se nos ha echado el tiempo encima para variar; al fin y al cabo, a mí no me espera nadie, pero lo que es a él, solamente su mujer y sus tres hijos, casi nada.
—Bueno, Juan Carlos, que pases un buen fin de semana y cuidado con las fieras que te esperan en casa.
—Venga, Alfonso, cuídate y descansa.
—Un momento, Chisku.
—Dime, Alfonso.
—Ten cuidado, me pica la nariz y ya sabes lo que eso significa.
—¿Que te has resfriado? —contesta Juan Carlos provocando la carcajada de los dos.
—Te lo he contado muchas veces: siempre que me empieza a picar la nariz ocurre algo malo. Y me pica horrores.
—Vale, paranoico, iré vigilante y me esconderé en las sombras de la noche para que no me pase nada —responde mi amigo sarcásticamente mientras desaparece tras la esquina de la calle.
Al escuchar estas últimas palabras un tremendo escalofrío me recorre la espalda. Últimamente no hago más que tener sensaciones un tanto extrañas, pero mi miedo no es por Juan Carlos. Una sombra crece en mi interior, a veces no me deja dormir, y desde hace unos días es más intenso ese temor.
En el metro me vuelvo a encontrar de nuevo a los autómatas de cada mañana, pero esta vez regresando a sus hogares.
«Próxima parada»… la mía, por fin en casa.