Avanzamos despacio por si se nos presenta algún imprevisto, el corazón se me sale del pecho. La tienda de la gasolinera está abierta pero no presenta ningún movimiento sospechoso, aunque se aprecia claramente que ha sido saqueada con anterioridad.

Pedro es el primero como de costumbre, casi dependemos de él en exclusiva en caso de emergencia, aunque ha sido Marta la que nos ha salvado el pellejo ante esos bichos.

Entramos muy lentamente, mirando de un lado a otro. Todo parece tranquilo y abandonado, las máquinas de refrescos siguen funcionando, me parece extraño entrar de esta manera después de tantas y tantas veces haber repostado aquí. ¿Qué habrá pasado con los dependientes?

Ante la ausencia de movimiento, podemos relajarnos un momento, y sin hacer ruido, las chicas dan vueltas por los pasillos en busca de algo útil, mientras nosotros nos acercamos al mostrador para ver si hay algo que nos pueda aclarar un poco la situación, aunque sin suerte.

Yo ya tengo en mi poder la guía de carreteras que necesitaba, y de paso me he apropiado de un lote de herramientas bastante completo que supongo que en algún momento nos vendrá bien.

He descubierto cómo abrir el surtidor de la gasolina. No ha sido complicado, está explicado en post-it pegados a la pantalla del ordenador, como si el dependiente de turno fuera un novato.

He abierto el que está al lado del coche, el número ocho, y le indico a Pedro que llene el depósito y unas cuantas garrafas de agua previamente vaciadas.

Todo parece estar saliendo bien, no tenemos más qué hacer por aquí. Mientras dure el suministro eléctrico, podremos repostar en caso de necesidad.

David se adentra en la zona de refrigerados; hay una puerta que da al almacén, donde pueden tener cajas de conservas y agua. La abre, y sin casi darle tiempo a reaccionar, uno de los empleados de la gasolinera se le abalanza al cuello. David grita y en un momento nos presentamos a su lado para ayudarle.

—¡Quitádmelo de encima, me va a morder! ¡Ayudadme! —grita desesperado.

De una patada, David consigue quitárselo de encima, y el muerto cae de espaldas contra una de las estanterías de bebidas. Por supuesto, se levanta de nuevo. Soraya no para de gritar, lo cual nos hace ponernos más nerviosos. David sigue en el suelo tratando de arrastrarse hacia el otro pasillo.

Un sonoro disparo sale de la pistola de Pedro, la bala recorre el local a una velocidad endiablada hasta alojarse en plena cara del infectado, haciéndole volar unos cuantos metros.

—¡Me cago en la puta! He fallado, no le he dado en la cabeza —maldice Pedro.

El infectado se incorpora de nuevo con un tremendo agujero en pleno rostro, no me puedo explicar cómo pueden sobrevivir a esas heridas.

«Clic», suena un sonido seco de la pistola de Pedro. No tiene balas, justo ahora.

—¡Salid de aquí ahora mismo! —grita Pedro.

Las chicas echan a correr. David se levanta por fin, y aún con el susto en el cuerpo, logra salir de la tienda. Pedro y yo permanecemos dentro, pero alejados del infectado lo suficiente para que no pueda pillarnos otra vez por sorpresa.

Es un individuo de mediana edad, aproximadamente de un metro setenta, delgado y con entradas, juraría que es el tipo que hace quince días me puso el combustible. Aún viste el uniforme de trabajo; eso sí, ensangrentado y con un terrible desgarro que le hace tener un brazo medio colgando. En el uniforme se lee su nombre en una chapita, «José Miguel», y el muy cabrón viene directo hacia mí.

—No te asustes, Alfonso, dale en la cabeza con lo primero que veas.

—¡No me jodas, Pedro, no tengo nada a mano, hostias! —contesto histérico. El miedo me hace retroceder y refugiarme detrás de la estantería.

Desde luego, Pedro no se anda con contemplaciones, y José Miguel cae desplomado con un martillo clavado en la cabeza. Este ha sido su último día de trabajo.

—A tomar por culo. Eres un cagado, tío —me recrimina Pedro con aire chulesco.

—Y tú, un salvaje. No todos somos como tú —le contesto malhumorado.

Los demás nos están esperando en el coche, salimos por fin y arrancamos en dirección a la urbanización; eso sí, con mucho cuidado, ya que nos dijeron desde allí que los muertos se habían vuelto a replegar por toda la manzana.

Desde una distancia prudencial, observamos lo que nos habían advertido: centenares de ellos caminan despacio por los alrededores, pero no se alejan de allí.

—¿Y ahora qué? —pregunta Marta.

—Pues no nos queda otra que hacerlo en plan bruto: tenemos que lanzarnos contra ellos y rezar —contesta Pedro mirando al frente.

Todos nos miramos, silencio total. Soraya no para de llorar, Marta la abraza con fuerza, y todos nos abrochamos los cinturones.

—Quiero que os agarréis con todas vuestras fuerzas. Allá vamos.

Pedro acelera y el coche sale disparado hacia la calle que da a la puerta del garaje. Las ruedas giran a una velocidad endiablada mientras avanzan impasibles hacia su objetivo inmediato.

Al llegar a la zona, Pedro se sube a la acera para evitar a un gran grupo que tapa la entrada a la calle. Todos tratan de seguirnos, como era lógico. Un frenazo en seco nos indica que estamos delante de la puerta, que lentamente se va elevando a la orden del mando a distancia de Pedro. Demasiado lentamente, ya que una horda de muertos ha torcido la esquina y avanzan hacia nosotros no con muy buenas intenciones. Los gemidos son insoportables, no me acostumbro a ese horrible ruido.

Entramos dentro, Pedro para a mitad de la rampa, la puerta alcanza su altura máxima, a continuación vuelve a bajar, y nosotros nos dirigimos hacia la entrada al edificio.

—¡Van a entrar, Pedro, van a entrar! —grita David.

Por el retrovisor, nos damos cuenta de que la puerta ha aplastado a unos cuantos pobres diablos al bajar de nuevo, pero por desgracia, un par de ellos han logrado pasar dentro. A partir de ahora, tendremos que tener en cuenta que la próxima vez que cojamos el coche tendremos visita asegurada.

—Venga, subid todos por las escaleras y dejad las garrafas de gasolina en el maletero, ya sabéis que aquí abajo no estamos solos —grita Pedro.

Uno a uno, vamos subiendo por las escaleras mientras Pedro cierra la puerta que da acceso al garaje; los gemidos se escuchan tras ella, retumban con el eco del aparcamiento vacío.

Apenas hemos alcanzado la puerta de entrada al piso cuando los primeros golpes de puñetazos empiezan a retumbar por toda la escalera. Ya están ahí abajo, pero sólo son dos, no podrán entrar, gracias a Dios.

Ya estamos todos a salvo. Lorena nos espera tras la puerta completamente fuera de sí, ha escuchado los acelerones y frenazos del coche, y ha sido testigo de las embestidas que hemos tenido que hacer contra los infectados.

Soraya se funde en un abrazo con ella, llora desconsolada, todo lo que acaba de vivir ha sido muy traumático y difícil de olvidar.

—Lo habéis conseguido, chicos, ya somos uno más. ¿Os habéis encontrado con muchos problemas? —comenta Araceli.

—¿Problemas? Salir ahí fuera supone ya un serio problema, Araceli —responde Pedro, sentándose en el sofá.

—Lo imagino, cariño. Ahora lo que tenéis que hacer es descansar y relajaros un poco de tanto ajetreo —Araceli muestra un tono conciliador.

Los niños están durmiendo, y los perros han aparecido en el salón para mostrar su alegría por nuestra presencia.

Una imagen me llama la atención. Mientras todos están hablando a la vez y cuentan a Cristian y a los demás lo que ha pasado, una persona permanece de espaldas al grupo, mirando por el mirador de la casa de Araceli y Pedro.

Es David, parece como si estuviera hipnotizado con el baile de muertos que abarrotan la calle. Tiene una extraña mancha en la manga del jersey y parece sujetarse el brazo.

—David, ¿estás bien? —le pregunto preocupado.

De pronto, todos callan al escuchar mi pregunta y dirigen su mirada hacia la posición del muchacho.

David nos mira con los ojos llenos de lágrimas. Una herida le sangra en el brazo, José Miguel le ha mordido.