Las mochilas están listas con las provisiones, y David, Pedro, Marta y yo estamos listos para salir en busca de Soraya.
Ha pasado un día desde que vimos el comunicado del monarca, y nos ha dado tiempo a pensar bien las cosas, y a pesar que ya lo teníamos muy claro, el mensaje del Rey nos hizo dudar más de la cuenta.
Entre tanto pensar, trazamos el plan definitivo para engañar a los muertos para que dejen libre la salida del garaje. Esperemos que salga bien.
Mientras nosotros bajamos al aparcamiento, Cristian y Araceli saldrán al patio de la urbanización para dejarse ver, y si todo sale según lo previsto, los inocentes seres los seguirán como borreguitos, despejando la salida y dando vía libre a nuestro arriesgado plan. Tenemos poco tiempo, así que debemos ser capaces de actuar de forma sincronizada.
Lorena ya está en la habitación con los niños y los perros, por lo que podemos salir a la escalera. Pedro encabeza la marcha, tiene el arma preparada, pero su cara no refleja precisamente tranquilidad.
—Me cago en la puta —reza Pedro por lo bajo.
—¿Qué te pasa, Pedro? —le pregunto.
—Pues que apenas me quedan balas, la otra noche disparé un par de veces y no reparé en la munición que me quedaba.
—¿Y cuántas te quedan? —pregunto.
—Dos o tres, no sé si tendré más en el coche. Al ir directamente de comisaría a tu casa, de lo último que me acordé fue de traer cargadores. Como normalmente apenas utilizamos el arma, pues no solemos reparar en estas cosas.
—Madre mía, pues sí que representáis seguridad, vaya tela con la Policía Nacional —critica David.
—Oye, cierra el pico, que a ti nadie te ha dado vela en este entierro. Bastante es que contáis con una pistola, ahí fuera casi nadie tendrá ni un triste cuchillo con el que defenderse —replica Pedro bastante enfadado.
—Bueno, bueno, tengamos la fiesta en paz, que lo malo lo tenemos fuera. No quiero tonterías entre nosotros —les contesto a los dos.
Pedro lanza una última mirada desafiante a David mientras comienza a bajar lentamente por la escalera, porta una mochila negra a la espalda cargada con varias botellas pequeñas de agua y algunas latas de conservas.
Todo parece despejado, todos hemos seguido en riguroso silencio a Pedro hasta la puerta del garaje.
Araceli y Cristian se acercan a la puerta que da salida al patio; en el mismo momento en que la atraviesen, estarán a la vista de los infectados, y en ese preciso instante es cuando nosotros tenemos que salir disparados hacia el coche y activar la puerta del garaje.
Miro a mi hermana para indicarle el momento exacto. Cristian permanece detrás de ella esperando la señal.
—Mucha suerte, Alfonso, ten cuidado y volved de una pieza —me dice Cristian casi en susurros. Y tras estas palabras, salen rápidamente al patio dejando una claridad casi cegadora al abrir la puerta.
Pedro abre la puerta del garaje y abre el coche con el mando, y sin mediar palabra, todos nos vamos introduciendo en el interior del vehículo.
Pedro activa la llave de arranque, y tras unos jadeos interminables, el motor arranca entre acelerones.
—Esperemos un momento. Cristian me ha dicho que si en un minuto los infectados no pican el anzuelo, vendrá a avisarnos para abortar el plan e intentar otra cosa —les indico a todos.
Cristian y Araceli se acercan a la zona de más visibilidad para los infectados, las verjas abarrotadas de muertos automáticamente se ponen a temblar por el zarandeo de estos al paso de los dos. Los gemidos son insoportables, los brazos de los muertos se asoman por la valla tratando de agarrarles aun estando bastante retirados de ellos.
Araceli se está empezando a bloquear, la impresión de ver a tanta gente que en realidad está muerta ha conseguido aterrorizarla. Está parada frente a la verja, mirando fijamente a los monstruos que pretenden llegar hasta ella con el fin de saborear su apetecible cuerpo.
—¡Araceli! ¿Pero qué estás haciendo? Ven de una vez, vas a conseguir ponerles más nerviosos —le grita Cristian preocupado.
Pero ella no reacciona, parece hipnotizada ante tanta exhibición de dientes desafiantes. Avanza un poco hacia ellos, es como si quisiera unirse al horror, o como si se sintiera atraída por algo que sólo ella estaría sintiendo en estos momentos
—¡Araceli, coño! —y tras un tirón del brazo, Cristian logra que la chica salga del momentáneo trance—. ¿Se puede saber qué cojones estabas haciendo? ¿Qué querías, dejar sin madre a los niños? —la bronca de Cristian es descomunal.
—No lo sé, perdona, por un momento no sé qué me ha pasado, no me acuerdo de nada —se disculpa Araceli.
—Bueno, déjalo, sígueme que tenemos que conseguir que vengan tras nuestros pasos —tranquiliza Cristian.
Parece que el plan funciona. Según van avanzando, la masa les va siguiendo lentamente, moviendo sus mandíbulas al unísono; la comida la tienen delante de sus apagados ojos, pero una verja metálica les impide pegarse el festín.
La ausencia de noticias indica que ya podemos salir. Pedro arranca y activa el control remoto de la puerta del garaje. Las ansias de comida de esos monstruos han logrado despejar la calle, aunque sabemos que por poco tiempo, ya que no creo que nuestros compañeros aguanten mucho más las miradas asesinas de los muertos deseando poder atraparles.
El chirrido de las ruedas del Honda de Pedro retumba con gran eco dentro del garaje, salimos disparados a la calle, y al girar por la esquina, vemos a la horda de bichos aporrear la parte trasera de la verja, atraídos por los apetitosos cuerpos de Cristian y Araceli.
Por ahora todo marcha según lo esperado, ya hemos dejado atrás la urbanización y avanzamos por la carretera. El paisaje es desolador, no se ve un alma en la calle, parece que la ciudad ha sido abandonada en plena actividad: los coches parados en plena calle, algunos con las puertas abiertas; los comercios presentan su aspecto de siempre, salvo que vacíos de gente y alguno saqueado.
—Voy a llamar a Soraya, tenemos que avisarle de que vamos hacia su casa para que esté preparada —le digo a Pedro mientras saco mi móvil del bolsillo.
Tras unos interminables tonos por fin responde.
—… ¿Sí? —la voz de Soraya apenas es perceptible.
—Soraya, vamos hacia tu casa, en unos minutos estaremos ahí. Estate atenta al móvil porque, cuando esté en tu calle, volveré a llamar. ¿Cómo está la cosa por ahí?
—¡Gracias a Dios! Está peor que cuando hablamos la última vez; si tardáis mucho, no sé si lograrán tirar la puerta —contesta Soraya.
—Vale, ahora permanece como estabas, ya llegamos. Por cierto, si tienes latas de conservas o comida que pueda servirnos, prepáralo en una mochila. Hasta ahora —corto la llamada.
Pedro sigue las indicaciones de Marta, tratando de esquivar las decenas de coches que entorpecen la marcha y que se encuentran parados en mitad de la calzada.
Estamos llegando por fin. Al fondo se ve su calle, y según nos vamos acercando, comprobamos que no exageraba nada: decenas de muertos rodean su casa, sus gemidos se escuchan a distancia.
Paramos el coche, no queremos que de pronto su objetivo seamos nosotros. No parece que vengan más, y parece que no se han dado cuenta.
Lentamente avanzamos por la calle paralela, a ralentí. Nos detenemos justo en la esquina, desde aquí se ve una de las ventanas de Soraya.
Antes de bajar, una última mirada a nuestro alrededor. Vamos a por ella.
—Madre mía. ¿Y pretendéis que nos metamos en pleno infierno? —pregunta David.
—Efectivamente, lo pretendemos —contesta tajante Pedro sin dirigirle la mirada.
—No empecéis, por favor. Voy a llamar a Soraya. —Marco su número—. Sory, estamos en la calle paralela ala tuya, justo debajo de la ventana de tu habitación. Vete para ella y sube la persiana muy despacito, ¿de acuerdo? Después, intenta salir por ahí, te estaremos esperando justo debajo. No te preocupes, que todo va a salir bien.
Por lo que veo, todos los infectados están concentrados en el mismo sitio, parece como si supieran de sobra que dentro tienen la comida asegurada, que sólo es cuestión de tiempo el disfrutar de una carne tierna y jugosa.
Me he percatado de que en el edificio no sólo está ella, hay más vecinos, alguno haciendo demasiado ruido, y de ahí la concentración masiva de muertos en el portal.
Mejor, que sigan así, nos están haciendo un favor, y lo siento por el que sea, pero en nuestro coche no entra nadie más.
Al cabo de unos minutos, veo moverse tímidamente la persiana de la habitación. El piso es un bajo y tiene rejas que se abren desde dentro. Nosotros permanecemos en silencio total. Marta y David están dentro del coche, Pedro y yo estamos agachados, ocultos entre los vehículos aparcados.
Poco a poco, la persiana va elevándose. Ya está a una altura razonable para poder salir, y entre las cortinas se distinguen los cabellos rubios de Soraya, que está tratando de abrir la reja. Lo consigue, pero el óxido o la falta de mantenimiento producen un estridente chirrido que resuena por toda la calle.
Soraya tira una mochila al suelo y Pedro la recoge. Al intentar salir, un gemido ensordecedor nos hace girar la cabeza hacia su origen.
Por entre los coches, avanzan tres individuos atraídos por el sonido oxidado de la reja, están lo suficientemente cerca como para que no nos dé tiempo a salir huyendo del lugar. Y tras ellos, la «manada» avanza inexorable hacia nosotros como alma que lleva el diablo.
Como ya saben que estamos aquí, Pedro y yo cogemos de los brazos a Soraya y tratamos de hacerla salir, pero está histérica, patalea y grita, y así se nos hace muy complicado.
—¡Soraya, coño, tranquilízate y trata de colaborar! —el potente grito sale de lo más profundo de la garganta de Marta.
Todos nos quedamos mirándola un tanto sorprendidos, pero es lo que logra hacer reaccionar a Soraya, que ahora sí trata de salir por todos los medios. No esperaba ver a su amiga Marta.
La fuerza que ejercemos hace que la chica se nos caiga encima y los tres acabamos en el suelo. Uno de los muertos está literalmente pegado a nosotros. Pedro echa su mano a la funda de la pistola, pero no está, al caer se le ha soltado y no la ve.
—¡Me cago en la puta! ¡Mi pistola! —maldice Pedro.
Estamos perdidos, el muerto se abalanza contra nosotros moviendo la boca y enseñando los dientes, desafiante. Ha logrado agarrarme un brazo, trato de librarme de él, y cuando ya me temo lo peor, un disparo retumba en nuestros oídos.
El infectado cae desplomado salpicándonos de una especie de sangre marrón viscosa. La sorpresa nos hace enmudecer, y automáticamente miramos hacia el origen del disparo. Marta aún mantiene el arma humeante apuntando al frente, las manos le tiemblan, y en sus ojos brotan las lágrimas. Deja caer la pistola, e inmediatamente Pedro la recoge y apunta hacia los otros dos muertos que siguen avanzando.
—Joder, Marta, me has salvado el culo, le has dado en plena frente —la felicito mientras introduzco a Soraya en el coche.
—Pues apuntaba al pecho… —me dice Marta con media sonrisa de pilla.
Nos metemos en el coche, me pongo al volante, arranco y mantengo la puerta del copiloto abierta para que entre Pedro, que sigue apuntando a los que se acercan.
—¡Pedro! Déjalos, no malgastes más balas, métete en el coche de una vez, coño. Al final nos van a alcanzar.
Los ojos de Pedro proyectan fuego, está rabioso por no poder volarles la cabeza allí mismo a esos desgraciados, pero por una extraña razón permanece de pie mirando fijamente a los otros dos muertos que están más cerca.
—¡Pedro! —vuelvo a insistir.
Este último grito parece que le ha servido para meterse en el coche, inmediatamente doy marcha atrás toda la calle hasta alcanzar el cruce.
Todos permanecemos en silencio, mirando por las ventanillas para ver lo que estamos dejando atrás. He logrado distinguir a una mujer que movía los brazos desde una de las ventanas del edificio, nos estaba pidiendo auxilio, pero no podemos hacer nada. Lo siento mucho por ella, ojalá consiga sobrevivir.
—Muchas gracias, chicos, de verdad —dice Soraya aún con el rostro desencajado.
Marta la coge de la mano tratando de mostrarle tranquilidad, aunque es bastante difícil después de lo que acaba de vivir.
—No tienes por qué dar las gracias, tú hubieses hecho lo mismo, estoy segura de ello —le contesta.
David llama a Lorena, le comenta la buena noticia, pero lo que nos cuenta desde luego no es muy alentador. La zona alrededor de la urbanización está completamente infestada, y al volver a la casa de nuevo, los muertos volvieron a replegarse en torno a la verja principal. Nos anticipa que lo tenemos realmente difícil para regresar sin ningún incidente.
Todos lo han escuchado. Me da rabia el pensar que, si nos pasa algo, dejaremos a las chicas y a los niños totalmente indefensos ante cualquier imprevisto.
La proximidad de la urbanización es cada vez mayor, nos estamos acercando. La gasolinera que tenemos cerca de la casa parece vacía, propongo parar allí por si se puede entrar y coger «prestado» algún mapa de carreteras, llenar alguna garrafa con gasolina o lo que nos pueda servir.
Todos están de acuerdo, así que nos aproximamos lentamente, primero pasamos alrededor de la gasolinera para evitar sustos. Parece que no hay señales de vida o muerte en sus alrededores, por lo que paramos en uno de los surtidores más alejados de la entrada de la tienda.
Vámonos de compras.