Las ruedas giran a gran velocidad acompañadas de un fuerte chirrido. Un ligero tufillo a goma quemada sale del coche de Pedro, que se dirige como un torpedo hacia aquel horrible grupo de transeúntes. Salgo detrás de él, pero mi habilidad con el coche no es la misma, se nota que Pedro ha aprendido a conducir en situaciones de persecución.

Y llega el primer impacto. Uno de los cuerpos golpea contra la luna delantera del coche de Pedro, rebotando después en el techo, para finalizar cayendo bajo mis ruedas.

Ha sido espeluznante. A pesar de estar muertos, no dejan de ser cuerpos humanos, y me impresiona ver su atropello como si fueran muñecos de trapo.

Mi hermana trata de impedir la visión a los niños, pero los traqueteos del coche les están asustando en exceso.

Pedro parece que está jugando a los bolos con esos pobres infelices, uno a uno van cayendo golpeados por la fuerza del Honda, saliendo despedidos en todas direcciones. Yo trato de esquivar los cuerpos.

La imagen que me chiva el retrovisor es aún más aterradora: la mayoría de ellos se levantan como si tal cosa.

Hemos emprendido marcha hacia la estación de Sierra de Guadalupe. En la primera rotonda de la plaza de San Jaime giramos por la tercera salida y parece que está más despejada la calle. Los infectados se aproximan al lugar de nuestra salida por una de las aceras.

Logramos esquivar a un numeroso grupo que se encuentra bajo el puente de la estación, y ya encaramos la avenida de la Albufera en dirección a la urbanización de mi hermana.

—Pedro lleva la luna delantera totalmente astillada por los golpes, Araceli —le comento a mi hermana.

—Ya lo he visto, por lo menos no se ha roto del todo. Ha sido horrible, no había visto nada igual jamás.

La cara de Araceli lo dice todo, apenas unos días atrás estaría trabajando después de llevar a los niños al cole y ahora se encuentra tratando de sobrevivir a una pandemia mortal y destructora.

Pero así estamos todos, y tenemos que tratar de salir adelante como sea y pase lo que pase.

Una vez más, el retrovisor me muestra una realidad fantasmagórica. Cientos de muertos avanzan desde las inmediaciones del Hospital Infanta Leonor; alguno se arrastra por el suelo aún lleno de cables y desnudo, a otros les delata la bata blanca estropeada por la sangre negruzca que ahora les adorna.

La visión me ha hecho detener el coche sin darme cuenta, un codazo de mi hermana me hace reaccionar. Pedro está unos metros más adelante, se ha detenido al verme parado.

—¿Qué haces, Alfonso? ¿Estás bien? —pregunta Araceli contrariada.

—Sí, perdona, sólo miraba lo que pasa detrás. Mejor que no mires. —Y avanzo soltando el embrague de golpe, provocando los espasmos de mi Opel.

Me acerco a Pedro, que no avanza, y me sitúo en paralelo a su coche. Delante de nosotros se encuentran varios vehículos cruzados, pero despacio podremos avanzar, no están en posición de bloquear la calle.

—Alfonso, ten cuidado, en uno de los coches hay uno de ellos. Subid las ventanillas y dile a tu hermana que procure distraer a los niños —me comenta Pedro.

Efectivamente, delante de nosotros se encuentra el ya famoso coche que colisionó y cuyo conductor trató de morder a la persona que se acercó en su ayuda. Su ocupante ahí sigue, sin poder siquiera quitarse el cinturón; estas criaturas son verdaderamente estúpidas.

Al pasar a su lado, no puedo evitar mirarle. Él enseguida extiende sus brazos hacia mí tratando en vano de alcanzarme. Sus gemidos son nauseabundos, ya que van acompañados por unos borbotones de sangre coagulada que sale de su boca. Sus ojos están totalmente apagados, sin expresión. Su piel blanquecina por la falta de riego sanguíneo ya no sé si me da asco, miedo o simplemente pena.

Araceli tiene en su regazo a los niños, pero también contempla la escena, no le quita ojo al infectado. Será mejor que avance porque creo que ya hemos visto suficiente.

Pasamos a ralentí por entre los coches, muy despacio, observando a un lado y a otro por si se nos presenta algún imprevisto. Nada. Una vez pasado este obstáculo, seguimos la marcha; ya vemos el edificio y nos dirigimos a él.

Pedro tiene llave para abrir el garaje, así que lo mejor es meterse dentro y desde allí subirlo todo a casa. Estamos enfrente de la puerta. Pedro ya ha activado el botón de apertura. Según sube la puerta, lentamente, la oscuridad va abriéndose paso detrás de ella. No vemos nada. Las luces del coche iluminan la entrada; no parece apreciarse ningún movimiento extraño, así que avanzamos lentamente hasta el interior. Todo vacío, parece que aquí todo el mundo se ha largado y ha abandonado sus casas, solamente se ven un par de coches al fondo.

—No hay ni Dios, todos se han marchado —comenta Araceli.

—Casi lo prefiero, nunca se sabe cómo puede reaccionar la gente si nos vieran cargados de provisiones.

Es mejor así, de esa manera podremos subirlo todo sin provocar ninguna molestia.

Dejamos los coches lo más cerca posible de la entrada que da acceso a los ascensores. Formamos una cadena humana con las bolsas y bultos y vamos dejando todo en el ascensor, hasta vaciar el coche.

—¿Estáis todos bien? ¿Y los niños? —pregunta Pedro preocupado.

—No han visto nada si es a lo que te refieres, tranquilo —contesta Araceli.

—Bueno, voy a subir a ver si la escalera está despejada. Esperadme aquí, enseguida vuelvo.

Pedro se dispone a subir, arma en mano, por las escaleras. Esta vez sólo es un primer piso. No queremos sustos, los niños ya están lo bastante atemorizados como para que tengan que ver cómo nos ataca una de esas cosas.

Todo parece despejado. Por el hueco de la escalera Pedro nos da la señal, y llamo al ascensor. Funciona. Metemos las garrafas de agua rápidamente y las demás bolsas. Cristian y David suben por las es caleras para recibir la carga arriba, los niños suben junto con los perros en el ascensor.

Las puertas del ascensor se abren. Pedro ya está dentro del piso y los niños salen disparados hacia sus habitaciones, seguidos de unos nerviosos perros que no saben exactamente dónde están ahora. Quieren comprobar si están todos los juguetes tal y como los habían dejado el último día.

Parece que han pasado horas, aunque en realidad sólo han pasado unos minutos, pero lo más importante es que por fin lo hemos conseguido. Estamos en la urbanización.

Ya estamos todos en la casa. Marta y Lorena ayudan a Araceli a desembolsar las latas, mientras Pedro almacena las garrafas en la pequeña terraza que tienen en la cocina.

Cristian me ayuda a distraer un rato a los niños, que, ansiosos, empiezan a sacar todos los trastos que se les ocurre, salvo Sergio, que permanece sentado en su cama cabizbajo. El incidente de las latas aún le pesa, sólo tiene doce años.

La extraña ausencia de David me hace ir en su busca. Está en el salón, oculto entre las cortinas, observando el exterior. Él mejor que nadie sabe perfectamente a qué nos enfrentamos, lo sabe desde mucho antes que el propio gobierno. Su condición de periodista a veces no es tan gratificante como parece, a veces es mejor vivir en la ignorancia.

Le paso la mano por el hombro, y con un gesto amable, le invito a que deje de observar el dantesco paisaje que tenemos enfrente.

—No te tortures más, David, ahora descansa un poco. Tenemos que pensar en el modo de ir a por Soraya, pero si no nos relajamos, no saldrá bien, créeme.

—Sí, ya lo sé, Alfonso, no hace falta que me lo digas, pero no dejo de pensar en mi familia, en si estarán a salvo o no. Es horrible esta sensación.

—Te entiendo, y aquí estamos todos con la misma sensación que tú. Yo también tengo a mis padres y hermanos ahí fuera, aunque tenga aquí conmigo a Araceli y los niños.

—Por lo menos tienes a alguien —lamenta David.

—David, mírame. Te prometo que cuando todo esto se calme un poco, iremos en busca de tus padres, ¿me has entendido? Te lo juro.

David, al escuchar mis palabras, no puede evitar que dos lágrimas asomen por sus ojos; necesita un abrazo y no seré yo quien se lo niegue.

Su cuerpo tiembla como el de un niño pequeño, se ha derrumbado, sus sollozos llaman la atención de los demás, que se asoman al salón curiosos, pero con un gesto les invito a salir de nuevo para que le dejen desahogarse tranquilo.

Enseguida se levanta para ir al baño, le da vergüenza que le vean con esos ojos hinchados. Ante todo, siempre quiere mantener las formas, aunque a veces sea tan difícil.

—Lorena, ven un momento —la llamo.

—¿Qué le pasa a David? —pregunta preocupada.

—Le pasa lo que nos pasa a todos, que tiene miedo. Bueno, te quería comentar algo: acostad a los niños, y dile al resto que descansen y que en un par de horas hablaremos de lo de Soraya. ¿Te encargas de hacerlo?

—Sí, claro, sin problemas. Además, los nervios están empezando a pasar factura a todo el mundo, nos vendrá bien un poco de descanso.

Lorena abandona el salón en busca de los niños, y yo ya tengo a los perros encima; tardaban mucho en venir conmigo, son muy pesados.

Marta viene con el móvil en la mano y con cara de circunstancias.

—¿Qué te pasa, Marta? Vaya cara traes.

—Acabo de llamar a Soraya, me dice que no paran de golpear la puerta, de gemir, alguno incluso golpea las verjas de las ventanas. Saben que ella está ahí dentro, y no pararán hasta darle caza.

—Ok, no te preocupes que iremos a por ella, pero ahora todo el mundo debe descansar un poco, cálmate.

—Yo voy a ir contigo, que lo sepas, eh —comenta Marta poniendo cara de valiente.

—Y yo quiero que vengas conmigo, pero ahora vete a dormir.

Marta desaparece por el oscuro pasillo, dejando un silencio sólo roto por el jadeo de Luna tumbada entre mis piernas. Me tumbo en el sofá, no puedo más, los ojos se me cierran, la oscuridad me transporta lentamente a los brazo de Morfeo.