Llevamos fácilmente una hora moviendo trastos de un lado a otro. Entre garrafas de agua y bolsas, tenemos el pasillo ocupado; no sé si esto entrará todo en el maletero del Honda de Pedro.
Otra vez suena un móvil, esta vez es el de Marta, que está en la otra punta de la casa.
—¡Soraya! —se oye gritar a Marta.
Todos salimos disparados al oírla. Está sentada en mi cama, sujetándose la cabeza con una mano, y el móvil con la otra.
—¿Estás bien? ¿Por qué no cogías las llamadas?
—Marta, tengo mucho miedo. Están por todas partes y no puedo ni moverme, cada vez que me levanto hacen ese espantoso ruido.
—Tranquilízate, Soraya, y dime, ¿quiénes no te dejan moverte? —Marta trata de calmar a su amiga.
—Ellos, los muertos, están aquí mismo, en la calle, y son muchos, son mis vecinos.
—Cálmate de una vez y deja de llorar. A ver, por lo que me dices ellos saben que estas ahí, ¿no es así?
—Claro que lo saben, no dejan de aporrear la puerta. Cada vez que sonaba el móvil se ponían más y más nerviosos, por eso he tenido que apagarlo. Lo siento mucho, Marta.
—No tienes por qué disculparte, no has hecho nada malo. Y ahora escúchame bien: apaga las luces y baja todas las persianas de la casa, no hagas ruido y, sobre todo, no entres en pánico, es muy importante que permanezcas tranquila y en silencio.
—Vale, Marta, eso haré, pero tengo mucho miedo.
—Iremos a por ti en cuanto podamos, te lo prometo, Soraya. Pon en silencio el móvil y ten paciencia, guapa. Te veo en nada, ya lo verás. Un besito, rubia.
Marta corta la llamada. Todos permanecemos mirándola como si hubiésemos visto un fantasma, ella llora por la mentira piadosa que acaba de decir a su amiga del alma. Sabe que difícilmente podremos ir a por ella, y ahora se siente mal por engañarla, pero ha hecho bien, mejor así, alguna posibilidad más tendrá.
—Marta, siento ser yo el aguafiestas una vez más, pero eso que le has dicho a tu amiga es muy arriesgado. No sabemos aún como vamos a llegar a mi casa como para ponernos en plan rescates. Lo entiendes, ¿verdad? —comenta Pedro.
—Sé de sobra que lo que acabo de decirle es prácticamente mentir, pero ¿qué quieres que hiciera? ¿Decirle que no iremos y que morirá entre cuatro paredes de inanición? —responde Marta furiosa.
—Has hecho bien, Marta, no te atormentes —intenta tranquilizarla David.
—Iremos a por ella —digo mirando a Pedro a los ojos—. En cuanto nos instalemos en la urbanización, saldré con mi coche a buscarla. El que quiera venir conmigo que venga; el que no, lo entenderé, pero lo que no voy a consentir es dejar a una amiga a merced de esos bichos. Ella vive en un bajo y es cuestión de tiempo que derriben la puerta. ¿Queréis esa muerte para Soraya?
Como me suponía, todos callan. Marta me dirige una mirada llena de esperanza y agradecimiento por mis palabras, y levantándose, mira a los demás.
—Yo iré con él —dice.
—¡No, Marta, tú no! —grita Lorena.
—Lorena, Soraya es mi amiga, no pienso dejar que se la coman viva, no si tengo una posibilidad de impedirlo.
—Marta tiene razón, Lorena, y tienes que entenderlo, tenemos que intentarlo al menos —comento.
Lorena se va de la habitación visiblemente contrariada, le siguen Marta y Araceli, mientras los demás nos quedamos pensativos mirando a una cama ahora vacía.
—Estáis locos —dice Pedro abandonando la habitación también.
Está claro que la desunión no nos favorece en absoluto, debemos permanecer juntos porque, si no, estamos perdidos. Lo que no mate la infección, lo terminará de matar el hombre, es nuestra naturaleza y eso me da miedo.
—Soraya no vive lejos, en el barrio de Entrevías, podemos llegar en quince minutos —David interrumpe mis pensamientos.
—Ya lo sé, David, lo había pensado. Tenemos que tener cuidado con lo que hacemos y decimos, porque lo peor que nos podría pasar ahora es que el grupo se rompiese y que cada uno quiera coger su propia opción, y ese sería el peor error que podríamos cometer, sería nuestra sentencia de muerte.
Todo está preparado ya. Pedro se asoma a la ventana con los prismáticos. Parece que la calle está totalmente despejada de infectados, es el momento de bajar.
—El ascensor aún funciona. Bajaremos lo más pesado en él, y mientras, los demás bajarán por las escaleras con las bolsas menos pesadas —indica Cristian.
—Un momento —interrumpe Pedro—. Primero bajaré para ver si en la escalera hay algún problema imprevisto, ya os lo había dicho antes.
Pedro saca de la funda su pistola reglamentaria de la Policía Nacional y abre la puerta que da acceso a la escalera. Arma en mano, va bajando piso a piso hasta llegar al portal. No hace ni el más mínimo ruido, apenas se distinguen sus pasos.
Ahora está subiendo; esta vez el arma la tiene ya en su funda, su gesto muestra tranquilidad.
—Despejado —dice Pedro mientras coge un par de garrafas de agua y las deja en el descansillo de la escalera—. Vamos, no os quedéis mirando como pasmarotes, ayudadme a traer el agua, venga. —Está claro que le gusta dar órdenes.
Poco a poco, vamos llenando el ascensor de garrafas de agua y bolsas, mientras Araceli y Lorena se afanan en comprobar por toda la casa si nos dejamos algo que nos pueda servir. Marta trata de entretener a los niños, que están ajenos a todo, salvo Sergio que tiene doce años y es consciente de que pasa algo malo, aunque trata de disimular delante de sus otros dos hermanos.
Lo más pesado ya está en uno de los laterales del portal, lejos de la visión de cualquier vivo o muerto que pase por ahí. Sólo queda cerrar arriba y que todos bajen para poder cargar el coche. Sergio se encarga de bajar a los perros; espero que a Luna no le dé por ladrar, sería bastante inoportuna.
Ya llevamos más de diez minutos en el portal, y aunque no se ve movimiento en la calle, aún pensamos en cómo ir a por los coches y cargar.
Pedro se asoma, muy despacio, mirando de un lado a otro. Su coche lo tiene prácticamente en la misma puerta, y a una treintena de metros aproximadamente está el mío. David y Marta lo dejaron en la esquina, más retirado. No nos hacen falta más que dos coches, así que los otros los podemos dejar aquí por si ocurre cualquier imprevisto.
Desde el portal, con el mando, Pedro abre su coche. Las luces de los intermitentes parpadean, la cerradura ha hecho su particular ruido, normalmente insignificante, pero ahora me ha sonado como si resonara en toda la calle. Guardamos silencio absoluto, esperamos a ver si alguna cosa de esas ha percibido el ruido del coche. Parece que hemos tenido suerte, no se aprecia nada ahí fuera.
Pedro vuelve a asomarse con cuidado. Nada. Ha salido bien por ahora, por lo que lo siguiente es meter todo en el coche. La única solución es hacerlo de una sola vez y muy rápido, así que cada uno de nosotros debemos coger las cosas, sin dejar nada en el suelo, y meterlas directamente en el coche.
—Bien, ahora lo que haremos es coger la mayor cantidad posible de bultos y meterlos en el maletero lo más rápidamente posible, ¿entendido?
—Ok, Pedro, espero que todo salga bien. —Tengo miedo.
—A mi señal, salimos todos —dice Pedro sin quitar la vista de la calle.
Una vez recogido todo, una última mirada afuera; esperamos la orden de Pedro, y un gesto de su cabeza nos hace reaccionar a todos y salir disparados hacia el coche.
David abre el maletero y los demás vamos metiendo las cosas apresuradamente. Los perros ya están dentro, y los niños van entrando por las puertas traseras, salvo Sergio, que porta una de las bolsas con latas de conservas.
Las prisas, los nervios, o quizás el miedo, le hacen tropezar, y todas las conservas ruedan por la calle, con el correspondiente ruido, parecido al que producen las latas atadas al parachoques de un coche de recién casados.
—¡Sergio, coño! —le recrimina Pedro.
—Shhhhhh… —Araceli manda callar.
Silencio. Todos contenemos el aliento, nadie se mueve, sólo aguzamos el oído por si nuestra presencia ha atraído a los infectados.
Parece que todo sigue igual. Nos ponemos a recoger las latas y meterlas en el maletero. Sergio ya está dentro del coche, disgustado por su torpeza, mi hermana trata de quitarle hierro al asunto.
Pero todo estaba saliendo demasiado bien. Entre lata y lata, no nos hemos dado cuenta de que, al fondo de la calle, la silueta de una persona está parada, fija en nosotros. Es Pedro el que se ha percatado de su presencia. Parece inmóvil, pero es evidente que nos está mirando.
De pronto, un gemido bronco y espeluznante sale de la garganta de aquella silueta, y extendiendo sus brazos, avanza hacia nosotros, a pasos muy lentos y temblorosos.
—¡Me cago en la puta! —maldice Pedro.
—¡Meteos en los coches ya, vamos! —les grito a todos.
Desde luego, la escena acojona a cualquiera, y salimos en estampida hacia los coches. En el mío ya están los niños, mi hermana y los perros; en el de Pedro entran Marta, Lorena, Cristian y David.
—Sergio, te has lucido chaval —comento mientras me vuelvo hacia los asientos de atrás en busca de la mirada triste de Sergio.
—Déjalo, Alfonso, bastante tiene con tener que vivir todo esto, es sólo un crío.
—Lo siento, tienes razón. Perdona, Sergio, no pasa nada. —Me vuelvo y miro hacia el frente.
Imaginaba que algo saldría mal. Detrás de aquel personaje que se acerca lentamente, se aproximan unos cuarenta o cincuenta más. Sus gemidos son insoportables, ocupan toda la calle.
Pedro maniobra y se pone a mi lado, los dos coches estamos en paralelo con el motor en marcha. Pedro baja la ventanilla, yo también, con la mirada nos lo hemos dicho todo, no nos queda más remedio.
Y pisamos el acelerador a fondo…
—Agarraos todos, que sea lo que Dios quiera…