Por fin amanece, los primeros rayos de sol atraviesan los agujeros de la persiana de mi habitación. Lorena sigue sumergida en un sueño profundo; desde luego, si el mundo se fuera a la mierda, ella sería la última en enterarse.

Me voy al salón. Veo a David levantado, está mirando por el balcón, tiene las manos apoyadas en la cabeza, de sus labios escapan palabras que no llego a entender. Me acerco a él, le miro; no me devuelve la mirada, sus ojos están fijos en la calle, su expresión de horror me hace temblar.

Entonces miro yo también. Los alrededores de mi casa parecen tranquilos, no entiendo qué está mirando, y entonces me doy cuenta. Los alrededores del hospital son un hervidero de personas, deambulan de un lado a otro, no consigo distinguir ni sus caras ni qué hacen allí. Cojo los prismáticos, David aún los tiene en la mano. Lo que me muestran es algo dantesco: la gente que pasea, en realidad no lo hace, andan sin sentido, chocan unos con otros y cambian de dirección; hay policías, médicos, pacientes aún con su bata azul, gente vestida normal, todos ellos ensangrentados, alguno mutilado. La escena es bastante desagradable.

El único motivo por el cual esos bichos no están en mi calle son las vías del tren que separan el hospital de nuestras casas.

—Aún no ha pasado ningún tren, ni de cercanías ni de mercancías —comenta David.

—Por la hora que es, ya deberían estar circulando los trenes. Esto no me gusta nada, David —le comento.

—Alfonso, has visto lo mismo que yo. En el hospital están todos muertos, y ahora caminan sin rumbo, en busca de algún vivo. Es lo mismo que vi en las imágenes de Alemania.

Sus palabras retumban dentro de mí como si hubiera metido la cabeza dentro de un tambor en pleno concierto.

Sé de lo que habla, yo también vi esas imágenes, y soy consciente de lo que está pasando. Ya no es a través de una televisión, es a través de mis ventanas, a unos cuantos metros de mí, de mi gente.

El barrio parece muerto, es como si se hubiese parado el mundo. Los coches tampoco circulan, las calles las cortaron ayer debido al colapso de accidentes que se produjeron a última hora.

Marta se une a nosotros. Al igual que me pasó a mí, no entiende nuestras caras de miedo. Los prismáticos le aclaran las dudas. Ella no es tan fría como David, sus manos empiezan a temblar, no quiere seguir mirando y se da media vuelta tapándose la cara. Sentada en el sofá, empiezan a brotar las lágrimas de sus ojos.

—E… esos de ahí, ¿son… son…? —a Marta no le salen las palabras.

—Sí, Marta, son ellos, están todos muertos —le confirmo.

Se echa a llorar nada más escuchar mis palabras. Todos sabíamos lo que pasaba, pero tenerlo delante de nuestras narices es duro de asimilar.

No me había dado cuenta, pero Pedro también ha sido testigo de todo. No dice nada, se limita a observar pensativo, como si estuviera trazando algún plan. Está vestido, tiene la pistolera debajo de una de sus axilas, parece que ha sido el más madrugador.

Una mancha en su camisa me llama la atención, parece sangre a simple vista, y su gesto es más serio de lo habitual.

—Pedro, ¿te ha pasado algo? Tienes la camisa manchada. ¿Eso es sangre?

—No me ha pasado nada, déjalo —contesta.

—Eso es sangre, Pedro, a mí no me la das —insiste Marta.

—He dado un pequeño paseo al amanecer, nada más —contesta Pedro.

Todos los que estamos en el salón le miramos automáticamente, el silencio se vuelve protagonista una vez más.

—Explícate mejor, Pedro. ¿Cómo que has dado un paseo esta mañana? —le pregunto.

—No preguntes tanto y llama al resto, tengo que comentaros algo. Y date prisa. —Sus ojos desprenden fuego.

Inmediatamente abandono el salón y me voy a despertar a Lorena y a los demás. No entiendo nada, a saber qué nos querrá decir, pero lo peor de todo es saber qué coño ha hecho para venir ensangrentado de la calle.

Araceli prepara la leche para los niños, el café ya está listo también. Lorena ya está en el sofá; ha pasado por los prismáticos, al igual que mi hermana. Las dos están bastante nerviosas. Lorena es bastante sensible y esto le está empezando a pasar factura, sólo espero que sea fuerte, lo necesitaremos todos.

Ya estamos todos en el salón, expectantes. Pedro mira por la ventana hacia ningún lado, tratando de elegir bien las palabras. Los niños están en la terraza de la cocina con mis perros, los pobres llevan dos días sin salir y necesitan algo de atención.

Parece que por fin se decide a hablar, nos mira uno a uno como si supiera que sus palabras no van a ser una buena noticia.

—Esta mañana, antes de que amaneciera, he cogido las llaves de Alfonso y he decidido bajar a la calle a analizar cómo estaba realmente la situación. Aparentemente todo parecía bastante tranquilo y silencioso, pero nada más lejos de la realidad. He avanzado por el callejón que da a la estación de Sierra de Guadalupe ocultándome en las sombras, y me ha llamado la atención el movimiento de gente que allí había.

—¿Tú estás loco o qué te pasa, Pedro? —recrimina Araceli.

—Déjame terminar, por favor —contesta Pedro—. Las personas que allí se encontraban eran infectados por el virus. Sus ojos estaban apagados, sus piernas apenas podían sostener el peso del cuerpo y sus movimientos eran bastante torpes. Están muertos.

—¿Y la sangre? ¿Por qué vienes manchado de sangre? —Araceli está muy nerviosa.

—Al ver que eran demasiados, he decidido volver a casa, y al torcer la esquina me he encontrado cara a cara con uno de ellos. Inmediatamente se ha dirigido hacia mí levantando los brazos para intentar agarrarme. Le he pedido varias veces que se retirase, pero no me ha hecho caso, ha intentado morderme, y ha sido cuando le he empujado y ha caído; he sacado mi pistola y le he encañonado advirtiéndole que dispararía. Pero el muy cabrón se ha vuelto a levantar y se ha abalanzado sobre mí, he tenido que dispararle. Le he dado en el pecho y ha caído a plomo al suelo.

—Por eso la sangre, ¿no? —pregunta David.

—En parte sí. Con una bala atravesándole el pecho, se ha vuelto a levantar como si le hubiera hecho cosquillas, y ha vuelto a atacarme. Un segundo disparo le ha volado la cabeza, y ahí es cuando ha caído fulminado, dando espasmos hasta que ha permanecido inerte. Esas cosas están muertas, nada les mata, sólo destruirles la cabeza por lo que he visto. Deben de reaccionar a impulsos eléctricos del cerebro o algo así, porque si no, no lo entiendo.

—Pedro, ¿por qué te has arriesgado de esa manera? Tu condición de policía no te obliga a tener que estar jugándotela siempre, debes pensar en el grupo. Si te hubiera pasado algo, ¿qué haríamos los niños y yo? —señala Araceli.

—Tenía que saber a ciencia cierta a qué nos estamos enfrentando, y si tenemos alguna posibilidad de salir de esta —contesta Pedro—. El problema es que el ruido de los disparos ha atraído a más seres de esos, que deben de orientarse por el sonido, y han aparecido algunos más por la esquina de enfrente, por lo que he tenido que retroceder y volver a la casa.

—Cojonudo, o sea que ahora les tenemos en nuestra calle gracias a tu ocurrencia —Cristian está enfadado.

—Les hubiéramos tenido de todas formas, más tarde o más temprano; ahora sólo queda esperar a que se vayan y ya está, no le deis más importancia de la que tiene y tranquilizaos un poco —contesta Pedro.

Un silencio inunda el salón. Cada uno de nosotros imagina en su cabeza la escena, y ninguno damos crédito a lo que nos acaba de contar.

Entiendo el enfado de la gente, pero también entiendo a Pedro. Anoche yo también tenía ganas de bajar a ver qué pasaba, pero claro, ni soy policía, ni tengo pistola para defenderme.

Al menos hemos llegado a una conclusión, y es que las balas no les matan, salvo que les des en la cabeza. Lo malo, que sólo tenemos una pistola, la de Pedro, y que yo sepa, aquí nadie ha utilizado ninguna, y yo lo máximo que he llegado a disparar es con una pistola de aire comprimido que un amigo me regaló hace tiempo; eso sí, el pego da, pero a estos no creo que les amedrente una réplica de una real.

Suena mi móvil, Lorena pega un bote en el sofá con la inesperada música del teléfono. Es mi madre otra vez.

Me dice que están emitiendo un comunicado oficial, que si lo estoy viendo. Inmediatamente pongo la tele. Está en todas las cadenas, la persona que habla no es el presidente, es del gobierno pero no sé quién es.

Todos callamos, subo el volumen. Aquel hombre presenta una cara demacrada, como si hubiera estado un mes sin dormir. Se llama Mario Gómez. A ver si nos da alguna explicación que nos sirva de algo, que nos ayude a saber a qué nos enfrentamos.

El señor Gómez lleva un rato hablando. Habla de caos, de pandemia, explica que toda Europa esta asediada, Estados Unidos, África, toda la zona asiática. Explica que el virus se contagia con la saliva o la sangre, es decir, por un mordisco o que sangre infectada entre en contacto con una herida abierta o una zona del cuerpo donde pueda entrar dentro y mezclarse con la sangre de la persona sana. La persona infectada muere a las horas. Indica que también hay casos en los que la gente muere rápidamente, por lo visto todo ello depende de la genética o de la gravedad de la herida causada por un infectado. Una vez muerto, el infectado vuelve a levantarse, pero en realidad sigue muerto, no tiene ningún signo vital. Cuando se ha producido ya esta reacción, el infectado ataca a los individuos vivos con gran agresividad. La única manera de acabar con ellos es destruyendo su actividad cerebral.

Nos indica las precauciones que debemos tomar, que inmediatamente nos pongamos a salvo y evitemos salir de nuestras casas. Todo se ha parado y, por lo tanto, llama a los ciudadanos para que colaboren en lo posible.

Por último, indica que tanto la Casa Real como el Gobierno Central se encuentran refugiados, y declaran el estado de emergencia nacional en el nivel más alto. Su Majestad el Rey seguirá al mando de la situación y será la máxima autoridad en ausencia del Gobierno Central.

Se despide deseándonos suerte y esperando que todo se solucione lo más rápidamente posible.

El comunicado acaba, y le siguen imágenes tomadas desde varios puntos del planeta, grabaciones de videoaficionados que muestran la realidad que asola la Tierra.

Marta apaga la tele, no quiere seguir viendo más, deja el mando en la mesa y se asoma a la ventana, mirando al horizonte. Hace una mañana bastante soleada; si no fuera por lo que sabemos, parecería un día cualquiera.

—He visto demasiadas cosas durante mis años de policía, cosas bastante duras, pero jamás me imaginaba que me tendría que enfrentar con la muerte cara a cara, porque eso es lo que son, muertos —comenta Pedro—. Aquí no podemos seguir, eso está claro. Tenemos que largarnos de esta casa e ir a nuestra urbanización, al menos estaremos más seguros que aquí; está totalmente rodeada de verjas metálicas, tenemos garaje y la casa es bastante más grande.

—Estoy de acuerdo —señala Araceli.

—Supongamos que nos movemos de sitio, la pregunta sería: ¿cómo nos llevamos todo lo que compramos el otro día? —pregunta Marta.

—Pues lo bajaríamos a los coches poco a poco, comprobando primero que la calle está despejada —responde Pedro.

—No me convence, Pedro. Somos diez personas ahora mismo en esta casa sin contar con mis perros, y tú propones que bajemos toda la compra, la carguemos en los coches y salgamos de aquí como si tal cosa —le indico a Pedro.

—Efectivamente, Alfonso, veo que has entendido mi plan. A ver, he pensado que, si marchamos con dos coches a modo de caravana, no tendremos problemas. El trayecto a recorrer es muy corto, la urbanización está ahí enfrente, tardaríamos cinco minutos en llegar. Y por la compra no te preocupes, en mi maletero entrará todo; lo que más ocupan son las garrafas de agua, y mi coche es grande.

—Tardaremos un buen rato en bajarlo todo, y tenemos que tener cuidado de que no haya ningún infectado en la calle —apunta Lorena.

—De eso me encargaré yo. Vamos a prepararlo todo y dejarlo en la entrada de la casa mientras bajo por la escalera por si tuviéramos «visita».

Todos nos ponemos manos a la obra, hacemos una cadena humana para tardar lo menos posible. Los niños siguen jugando con los perros como si tal cosa.

Lorena y Marta se encargan de llenar bolsas con las latas y conservas, y también con las herramientas que compramos en el supermercado.

La situación se complica por momentos. No me imaginaba que tan pronto tuviésemos que empezar a tomar decisiones, y decisiones que implican el tener que ponernos en peligro.

Más allá de todo miedo, dentro de mí permanece una sensación de ahogo constante, como si algo me estuviera obstruyendo el pecho y no me dejara respirar. Tengo miedo de perderlo todo, de que hagamos lo que hagamos, este sea el final, un final que puede llegar demasiado pronto.