Ya no hay tiempo que perder. Nos tenemos que poner en marcha, tenemos que trazar un plan más concreto para ver cómo podemos afrontar esta situación.
Por lo que veo, la gente aún no es muy consciente de lo que pasa. Los coches siguen circulando por la avenida de la Albufera, que se ve desde mi ventana, y veo gente pasear, pero ni rastro de policía. No entiendo nada.
Son las doce de la mañana y seguimos intentando ponernos de acuerdo. Marta está en camino, pero a Soraya aún no la hemos localizado.
Se escuchan las primeras sirenas de policía, desde mi ventana puedo ver que están rodeando el Hospital Infanta Leonor. Mis prismáticos me dicen que la situación ha empeorado considerablemente. Están disparando contra la gente, y aunque sean infectados, no deja de impresionarme. Son personas, o al menos lo fueron, y lo peor de todo es que no caen, siguen avanzando hacia sus víctimas.
Veo un choque entre varios coches en la calle. Creo que ha empezado el caos. El conductor que lo ha provocado no se baja del coche; se acercan para pedirle que mueva el vehículo del asfalto, pero la persona que trata de hablar con él, al asomarse a su ventanilla, es agarrada con fuerza por la cabeza e introducida en el coche de una manera impresionante. El pobre diablo patalea con tanta fuerza que pierde los zapatos, pero lo que sea que hay en el interior no suelta su presa. A los pocos segundos no se aprecia movimiento alguno del transeúnte, sus piernas cuelgan flácidas e inertes por la carrocería del utilitario. Dentro se están pegando un buen festín, las lunas manchadas de un rojo espeso así lo delatan.
Los demás, al contemplar la dantesca escena, salen corriendo en todas direcciones, mientras que los conductores que no cesaban de hacer sonar el claxon dan media vuelta con sus vehículos, despavoridos y quemando goma.
El atasco que se ha montado es monumental, convirtiéndose en un auténtico laberinto de hierro y una trampa mortal para los asustados conductores.
Todos estamos contemplando la escena desde casa. Se escuchan frenazos, gritos y desde el hospital aún llegan los ecos de los disparos efectuados por la policía.
El coche de Marta aparece por la esquina de mi calle a toda velocidad, casi se estampa contra los coches aparcados por la inercia de la curva. Lleva un piloto colgando, no sé si se habrá dado cuenta. Voy a abrirle.
Marta se encuentra sentada en el sofá, su cara está completamente desencajada y su tez es muy pálida. Sus manos tiemblan y no es capaz de sostener la tila que le hemos preparado. Sus ojos reflejan terror al igual que su expresión, el rictus de su rostro parece haberse detenido al contemplar el mismísimo infierno.
—Vamos a ver, Marta, lo primero tranquilízate, que parece que has visto un fantasma —le comenta Cristian levantándole la cara suavemente por la barbilla.
Marta le sostiene la mirada con los ojos cristalinos y llenos de lágrimas.
—Un fantasma no, Cristian, pero sí he visto cómo un muerto de esos intentaba morder a un señor que le ha ido a prestar su ayuda. ¡Se lo estaba comiendo, joder!
—Lo hemos visto desde la ventana, pero ¿qué ha pasado al final? —le pregunto, con las ganas de saber a qué nos enfrentamos realmente.
—Pues si lo has visto, no hace falta más explicaciones. Supondrás que lo que ha pasado es lo que ocurre por toda la ciudad. Todo está lleno de ellos. —Marta se echa a llorar desconsolada, le tiembla todo el cuerpo.
—Toma —Lorena le acerca un vaso de agua—. Bebe un poco y serénate.
—Después de eso —prosigue Marta—, los demás coches han ido frenando en seco, los más distraídos se han golpeado con los que se detenían de golpe, y entre esas personas me he visto yo, ¡y todo por quedarme mirando!
—Bueno, por lo menos has sido capaz de salir de ese atolladero que se ha formado después. Si llegas a tardar en reaccionar, aún estarías allí intentando salir —dice David para tratar de tranquilizarla.
—Eso es verdad, se puede considerar que encima he tenido suerte, aunque un faro me ha costado.
—Eso se arregla, hombre, no te preocupes. Por cierto, ¿sabes algo de Soraya? —aprovecho la situación, ya que ellas son muy buenas amigas.
—Pues no, la verdad, no la he llamado. ¿Por qué?
—No coge las llamadas y nos extraña mucho, era por si sabías tú algo. De todas formas, supongo que en cuanto vea las llamadas nos las responderá.
—Tratemos de calmarnos. Aquí por ahora estamos seguros, la película está fuera y tenemos comida y bebida por si las cosas se ponen muy feas.
No creo que tengamos problemas estando aquí sin salir, pero la cercanía del hospital me hace dudar un poco. Supongo que al ser una zona más conflictiva las autoridades pondrán más efectivos en los alrededores.
Suena el móvil. Es mi hermana Araceli, supongo que el caos se ha debido de extender más allá de Vallecas.
—¿Sí?
—Alfonso, ¿estás viendo lo que está pasando?
—Sí, Ara, como para no verlo. Ya sabes que enfrente de mi casa tengo el Hospital Infanta Leonor, aunque está cercado por la policía ahora mismo. Por lo que vemos desde aquí, hay muchos más casos de infectados de los que hablaba la televisión.
—Pues aquí estamos igual. Me voy del trabajo ahora mismo y acabo de llamar a Pedro para que recoja a los niños del colegio, que lo tiene muy cerca de su zona. Yo tengo cerca el Hospital 12 de Octubre y lo han acordonado, estoy muy asustada.
—No te preocupes. Si quieres, vente a casa, que hemos comprado comida y bebida por si la cosa se pone muy fea.
—¿Y mamá y los demás? —pregunta Araceli con cierta angustia.
—Bueno, si me han hecho caso, habrán hecho una compra grande. Les he pedido que no salgan de casa bajo ningún concepto hasta que todo esto pase.
—Vale, llamo a Pedro para que vaya directamente a tu casa. No tardo.
—Un besito, Ara. Date prisa, por favor, y sobre todo ten cuidado. La Albufera está muy congestionada, vente por el polígono industrial, por Camino de Hormigueras.
—Gracias por el consejo. ¡Adiós!
Corto la llamada. Mi hermana vive enfrente de mi casa, al otro lado de las vías del tren, en una urbanización cerrada con piscina, pistas de pádel, zonas infantiles y portero veinticuatro horas.
Me pregunto si aquello no será mejor que mi casa para refugiarnos; aunque mi casa es bastante grande para todos, la urbanización está cerrada con verjas metálicas. Pero ya es tarde para pensar en eso, mi hermana viene hacia mi casa y no nos vamos a poner a mover cosas de un lado a otro.
—¿Le has dicho a tu hermana que venga con Pedro y tus sobrinos? —pregunta Lorena.
—Sí, ¿por qué?
—Pues porque ya seremos cinco más, y ellos podrían ir a su casa, ¿no te parece?
—Podrían, pero le ha parecido bien venir aquí. Además, Pedro es policía y nos vendría bien por si necesitáramos ayuda.
—Tú mismo. Si piensas así, bien, pero yo no estoy de acuerdo.
—No voy a discutir, Lorena, son mi hermana y mis sobrinos. Si estuvieras en mi lugar, harías lo mismo.
—No lo sé, yo también tengo a mis padres por ahí y me gustaría que se vinieran conmigo, pero no se puede tener todo en la vida, Alfonso.
—Bueno, vale ya los dos —interrumpe David—. Vienen y punto. Dejadlo ya, que al final vais a salir mal.
Lorena se va a la cocina visiblemente enfadada, no ha tratado de disimularlo. Prefiere calmarse antes de soltarme cualquier burrada.
La espera se hace eterna, las horas no pasan y la angustia comienza a crecer en mi corazón. Araceli ya tendría que haber llegado, seguro que le ha pasado algo.
Tocan el timbre. El sonido estridente casi provoca que dé con mis huesos en el suelo. De un salto, me levanto del sillón directo al auricular.
Gracias a Dios es mi hermana. A los pocos segundos ya está subiendo en el ascensor y, al abrir la puerta, se me abraza con lágrimas en los ojos. Otra que viene temblando como Marta.
—Pedro ya viene de camino con los niños y yo vengo histérica, no imaginas la que se está formando ahí fuera, es un infierno.
—Lo sé, Ara, no tardarán mucho en venir. Estate tranquila y siéntate un poco.
—Llama a Javi y a Lola, anda, quiero saber si están ya con mamá —me pide Araceli agarrándome con fuerza las manos.
—Ya lo hice y puedo confirmar que Javi está ya con ellos. Pablo, Lola y Paula aún no han llegado, tenían que hacer no se qué y después irían.
»Chicos, vamos a comer algo antes de que vengan los niños. Si lo hacemos por turnos, ocuparemos menos espacio —aconsejo a los demás.
David y Marta se ocupan de poner la mesa, mientras Lorena sigue en la cocina preparando los platos. Creo que todavía está un poco resentida conmigo; luego hablaré con ella. Araceli le ayuda mientras conversan de sus cosas.
Yo permanezco asomado a la ventana intentando distinguir el Honda negro de Pedro con mis prismáticos. Lo único que veo son decenas de coches de policía cercando el hospital.
Ahí vienen por fin; han tardado un poco, pero supongo que todas las calles estarán igual, con miles de coches tratando de llegar a sus casas.
Voy a abrirles la puerta. Supongo que los niños tendrán un hambre impresionante.
Y tras la puerta, llega el terremoto. El pequeño Rubén, de cuatro años, se me abalanza al cuello. Como siempre.
—¡Tío! He visto muchos coches de policía como el de mi papá, todos juntos.
—¿De verdad? Qué suerte tienes, Rubén, desde aquí también se ven. Ven, mira.
Le aúpo a la ventana para que los vea. Sus ojos se iluminan de pronto, como si estuviera contemplando un espectáculo circense.
Pedro se acerca por detrás y echa un vistazo al exterior. Su gesto es muy serio y su evidente preocupación me inquieta bastante.
—Hola, Pedro. ¿Te has encontrado con mucho lío? —le pregunto para tratar de romper el hielo.
—Ni te lo imaginas, llevan toda la mañana llamándome para que me incorpore, aunque hoy es mi día libre. Pero cuando he visto la situación, he preferido quedarme con los niños.
—Has hecho bien, créeme —le tranquilizo.
Sergio y Eva están en el salón, son mis otros dos sobrinos. Eva tiene once años y Sergio, trece, y parecen más preocupados que su hermano Rubén, que lo único que quiere es ver los coches de la policía y sus sirenas.
A las cinco y media ya hemos comido todos. Pedro y los niños están en una habitación aparte. Mi cuñado Pedro es policía nacional y se supone que debería estar ayudando a los demás compañeros en los diferentes puntos calientes de la ciudad, pero sus hijos son sus hijos y su decisión, para mí, es la acertada. Yo hubiese hecho lo mismo.
Marta no hace otra cosa que telefonear una y otra vez a Soraya, pero nada de nada, el móvil da señal pero no contesta.
La tarde se está acabando y el sol parece también huir, aterrorizado de lo que está viendo.
Toca organizarse para dormir. Mi cama es de matrimonio, por lo que dormiremos Lorena y yo. En la otra habitación del fondo, dormirán los niños, ya que tiene dos camas de noventa y supongo que estarán cómodos los tres. En la habitación que queda, dormirán mi hermana y Pedro en un colchón hinchable. La tengo un poco de trastero, pero estarán cómodos. Marta y David, cada uno en un sofá del salón, y Cristian se conforma con tirar una manta al suelo y acostarse sobre ella. Esto parece un Tetris, pero desde luego estaremos mejor que mucha gente que ahora mismo estará ahí fuera muy asustada.
Al cabo de un buen rato apenas se escucha nada en la casa, el silencio es total. Y como me suponía, no puedo dormir; las imágenes que he visto con mis prismáticos me rebotan en la cabeza una y otra vez, nunca había visto algo así tan de cerca, solamente en películas y, en los últimos meses, también en pesadillas.
La habitación se me va a caer encima, por lo que me levanto y me voy al salón, donde Marta, David y Cristian parecen tres niños pequeños ajenos a lo que pasa. Duermen plácidamente.
Me asomo al mirador. Las luces del hospital están encendidas pero no parece haber ningún movimiento extraño, no se ven disturbios, aunque veo muchos coches de policía con sus luces apagadas. El famoso coche que se cruzó en la carretera sigue ahí. Han cortado el tráfico con una valla situada al fondo de la calle. No distingo bien, pero veo gente pasear por la zona como si se tratase de una noche veraniega. ¿Qué hacen a estas horas con el peligro que corren?
Daría lo que fuera por unas gafas de visión nocturna, de esas que se ven en las películas de acción, pero me tendré que conformar con forzar la vista o acostumbrarme a la oscuridad.
Tengo unas ganas terribles de bajar a ver cómo está el barrio, penetrar en la oscuridad con mi linterna y adentrarme en las inmediaciones del hospital sin ser visto, pero sé que si lo hago, tal vez no vuelva, por lo que decido no obedecer a mis pensamientos y quedarme donde estoy.
De pronto, otra vez la misma sensación que viví en la ducha. No escucho nada, solamente mi propia respiración. Los ojos me fallan y me sumerjo en las tinieblas sin poder hacer nada por impedirlo. Siento como si mi cuerpo flotara, como si me llevara el viento como a una hoja en otoño.
Una imagen viene a mi cabeza en un flash, en ella sólo veo un armario cerrado y lleno de manchas de sangre. A continuación, una potente luz brillante me ciega completamente hasta hacerme caer de rodillas.
Cuando me quiero dar cuenta, me encuentro arrodillado en medio del salón. Miro a mi alrededor y todo parece normal, mis amigos continúan durmiendo como si nada. No sé por qué me están pasando estas cosas, tengo miedo a caer enfermo.
Vuelvo a mi cuarto, donde Lorena está enroscada como un gato, se ha llevado toda la manta y respira tranquila. No la quiero despertar, me acuesto a un lado y me arropo con la chaqueta del chándal. Sólo espero dormir aunque sea un par de horas.
Además, algo me dice que el amanecer no será como el de todos los días.