Se asoma una vez más por el balcón mientras a duras penas trata de terminar la pancarta. No es fácil porque sabe que no tiene tiempo, ya están ahí y vienen directamente a por ella. Un estremecedor alarido hace que el rotulador se le escape de la mano.

Los segundos corren en su contra y se conforma con este breve mensaje para dedicarle a la pancarta, así que simplemente la deja tal cual. Hasta hace unos minutos la enorme sábana de 1'35 reposaba tranquila en la cama de la muchacha. Ahora, vuelve a trompicones desde la mesa del salón hasta el pequeño balcón de su casa que tiene en la avenida Ciudad de Barcelona. Con las manos temblorosas, la chica intenta atar lo más fuerte posible la sábana a la barandilla, sujetando la pancarta por los cuatro costados para que el viento no le dé la vuelta.

Otro grito desgarrador retumba por la escalera; ya han entrado en el edificio y los gritos de los pobres vecinos se mezclan con los de ellos. Los golpes son muy fuertes y las puertas que dan acceso a las casas van cediendo como si fueran de papel. Los ruidos de cristales rotos y de muebles aplastados por sus demoledores puños hacen temblar las paredes.

No están dejando a nadie con vida.

Su objetivo principal es ella y lo sabe muy bien, ya desde hace mucho tiempo se lo habían avisado, pero jamás pensó que fueran capaces de hacerlo. Y lo tenían tan bien preparado que no los vio venir, pero ya es demasiado tarde y solamente su sábana escrita por su rotulador le sirve de pequeña esperanza.

La muchacha suda como si fuera un deportista de élite en pleno esfuerzo, no tiene ninguna salida pero aun así corre por toda su casa para ver si se le ocurre algo rápido.

Está atrapada y vuelve al balcón. Miles de ellos abarrotan las calles destrozándolo todo a su paso. A todos. Y allí, subido en lo alto de un coche y mirándola fijamente a los ojos, está él. Su mirada no ha cambiado lo más mínimo desde la última vez que se vieron, sólo que la situación era bien diferente. Pero ahora es él el que disfruta, y su media sonrisa provoca aún más a la chica, que aprieta la barandilla con tanta fuerza que los nudillos van tomando una tonalidad blancuzca.

Ha encontrado lo que buscaba y disfruta por ello, pero no se entretiene en ver su final. Desaparece entre sus ejércitos como si fuera un pastor caminando tranquilamente entre su rebaño de ovejas.

Su figura se va desvaneciendo al igual que lo hace el sol cada anochecer.

Un primer golpe seco en su puerta ayuda a la chica a salir de su trance, al ver que sus sospechas se están cumpliendo. Un grito sale de su boca sin darse cuenta, mientras sigue agarrada al balcón de espaldas a la calle. Corre hacia la entrada pero es demasiado tarde, son demasiados. Un par de golpes más y todo habrá acabado.

Entra en su habitación y se asoma por la ventana. El patio interior inunda sus pupilas, pero la altura es considerable. Con un sonoro golpetazo, un trozo de puerta se rompe con un espeluznante crujido de madera, dejando asomar por el enorme agujero varios brazos de esas cosas.

La chica, al girar la cabeza en todas direcciones buscando una solución, abre la puerta de su armario y se mete dentro haciéndose un hueco entre tanta prenda arrugada. Cierra la puerta y permanece en un silencio sepulcral, sólo roto por el inconfundible sonido de la madera destrozada al caer contra el suelo.

Por fin, los goznes que sujetan la hoja de la entrada ceden ante la insistencia de los golpes, y esta cae formando una enorme polvareda causada por las virutas de madera.

A base de manotazos al aire y gruñidos, todos avanzan a la vez empujándose unos a otros. Algunos tropiezan con la puerta y caen de bruces contra el suelo sin tener la posibilidad de poner los brazos para impedirlo. Todos los demás pasan por encima de ellos sin importarles lo más mínimo. Recorren sin pausa toda la casa golpeándose con las paredes, en busca de algo que finalmente no van a encontrar. Más de uno cae precipitadamente por el balcón tras desequilibrarse con la barandilla, al no saber frenar en su frenética carrera.

Tras unos largos minutos, los gritos y los ruidos guturales cesan levemente acabando en unos desagradables y leves ronquidos, fruto de la inactividad que empiezan a experimentar.

En unas horas, lo único que se aprecia desde el interior del oscuro armario es el inconfundible ruido de decenas de pies arrastrándose por toda la casa.

Está atrapada. Sólo un milagro podrá acabar con todo esto, y Él le estaba fallando.