8

¡Qué agradables son los domingos por la mañana! Se puede remolonear en la cama, y si afuera hace frío, se está aún mejor, arrebujadito entre las sábanas, sobre todo si pegado a ti hay un cuerpo caliente y lleno de vida, que despierta todos tus instintos. Y ése era el caso, se dijo Laura, mirando a Sergio. Llevaban un par de horas despiertos, pero se resistían a levantarse. Era divertido jugar y reír, sin nada que hacer, disponer del tiempo para malgastarlo a placer. Y a eso se dedicaban desde las seis de la mañana.

—¿Sabes una cosa? —dijo Sergio, la cabeza en la almohada, muy cerca de la de Laura—. Mañana hará una semana que nos conocemos. Yo creo que hay que celebrarlo.

—¡Una semana! Sólo una semana y cuántas cosas han pasado. Hace una semana estaba yo muy nerviosa porque empezaba a trabajar, y ahora… —lo miró muy seria—. Creo que he perdido la ilusión por el trabajo del bufete, no me gusta mucho…

—¿Qué dices? No lo puedo creer, si no llevas más que unos días. En los trabajos nuevos, al principio uno está como desubicado, desanimado. Pero ya te acostumbrarás.

—Ojalá tengas razón, pero no lo creo. No veo que tenga allí ningún futuro. Ya sé que es pronto para decirlo, pero a veces esas cosas se notan enseguida… En fin, esperaré a ver qué pasa, después de todo no quiero dejar mal a… —se interrumpió. Iba a decir «Antonio», pero prefirió evitarlo— don Tomás. Él fue quien convenció a sus asociados para que me contrataran —otra mentira. Últimamente decía muchas mentiras. Demasiadas.

Al pensar en las mentiras, recordó el incidente de la noche anterior.

—Por cierto, anoche te levantaste; me desperté y no estabas en la cama.

—Sí, no podía dormir y me levanté para terminar un trabajo. Así ya lo tengo hecho y hoy podré dedicarme sólo a ti.

Laura sonrió. A la luz de la mañana, sobre todo de una mañana tan espléndida como ésa, los temores de la noche se desvanecen. Lo que en la oscuridad parece misterioso y maligno por la mañana nos hace reír; las preocupaciones pierden importancia cuando abrimos los ojos a la luz del sol.

—¿Sabes? —Sergio continuaba con su conversación anterior—. Yo me alegro mucho de que trabajes en ese bufete, porque, si no trabajaras allí, no te habría conocido. Aquella mañana, cuando te vi en el bar, me dije: «Esta chica me gusta, a por ella».

—No veas el susto que me pegué cuando salió el juez y eras tú…

Ambos rieron.

—Sí, yo también me quedé pasmado.

—Por cierto, hay algo que quería preguntarte. Claro que no sé si querrás responderme. Quizá eso forme parte del misterio en que envuelves tu vida… Sin preguntas.

—¿A qué te refieres? —saltó él. Se puso pálido.

Al ver su reacción, Laura se arrepintió de sus palabras. Era una bocazas, lo había estropeado. «Con lo bien que estábamos», pensó. De todos modos, no era normal que se pusiera así, ¿por qué se alarmaba tanto por una simple pregunta?

—Bueno… Esa tarde, quiero decir, el día en que nos conocimos, cuando salí del bufete por la noche… Te vi.

—¿Me viste? Claro, y pensaste que era un ladrón.

—No, antes, en la calle. Estabas en tu coche, dormido, con la cabeza sobre el volante.

—Ah, eso… —Sergio sonrió, visiblemente aliviado, y el color volvió a sus mejillas. Parecía que se había quitado un peso de encima—. Verás, estaba esperándote.

—¿Qué?

—Sí. Me enteré de cuál era tu bufete y decidí acercarme hasta allí; mi plan era esperar a que bajaras y cuando te viera pasar delante de ti con el coche como por casualidad y decirte: «Pero bueno, qué pequeño es el mundo, volvemos a encontrarnos…» Ya sé, muy infantil, sí —se sonrojó un poco y Laura lo miró extasiada. Estaba guapísimo cuando se ponía colorado—. Simplemente quería volver a verte y no se me ocurrió otra cosa. Pero tú tardabas y tardabas, y yo allí, mirando una puerta por la que no aparecías, cada vez más aburrido. Total, que me dormí. Cuando desperté me enfadé mucho conmigo mismo, porque supuse que ya habrías pasado sin que yo te viera, así que me marché. Fíjate, al final sí que nos encontramos por casualidad.

Laura rio. Claro, cómo no se le había ocurrido. Era tranquilizador saber que el motivo era algo tan inocente. ¿Por qué no podían ser igual de inocentes todos los detalles de su comportamiento que le habían llamado tanto la atención? No, al menos uno no lo era: la rubia explosiva. Estuvo a punto de preguntarle otra vez qué pintaba ella en su vida, pero lo pensó mejor y decidió no hacerlo. No quería que Sergio volviera a enfadarse.

—Princesa, son las ocho. Nos hemos despertado muy pronto, pero hay ocasiones en que merecen la pena estos madrugones, ¿no te parece? —le acarició el trasero y luego le dio una pequeña palmadita—. ¡Arriba! Te propongo un plan.

Laura se removió, no tenía ningunas ganas de levantarse. ¡Se estaba tan bien así!

—Nos levantamos, nos vestimos y salimos a pasear.

—¿A pasear? Son las ocho de la mañana, es domingo y hace frío. ¿Qué pintamos dando un paseo con lo bien que se está en la camita?

—¿No me digas que nunca has paseado un domingo temprano por el centro de Madrid? Las calles, siempre abarrotadas, están vacías, y da gusto. Además, hace sol y el cielo está completamente azul, sin una nube. ¿Nunca lo has hecho?

—No, nunca he salido a pasear así como así, sin ton ni son, tan temprano. Si alguna vez he salido ha sido porque tenía que ir a algún sitio, pero la verdad es que no lo recuerdo.

—¡Qué vida tan triste! —otra palmadita—. ¡Arriba!

Sergio se levantó y se metió en el cuarto de baño. Laura oyó enseguida el ruido del agua de la ducha y su voz desafinada. Cantaba: «Por un beso de la flaca, yo daría lo que fuera». Sonrió. ¿Lo diría por ella? No estaba gorda, pero flaca…

Afortunadamente había metido unos vaqueros en la bolsa y tenía sus deportivas, ideales para pasear en una gélida mañana de finales de noviembre. También tenía su gorro de lana, que había conocido mejores tiempos, pero abrigaba un montón. Y en la bolsa había metido un jersey, así que no pasaría frío. De repente, salir a la calle con Sergio le pareció lo mejor que podía hacerse en este mundo.

Pero tenía que ducharse y Sergio no salía del baño. Bueno, tendría que entrar, a ver si espabilaba.

—«… aunque sólo uno fuera»… —cuando Laura corrió la mampara, él interrumpió su canción y extendió los brazos—. Ya estabas tardando…

La ducha se alargó algo más de lo planeado y, cuando salieron, eran ya las diez de la mañana. Subieron por la calle Alfonso XII y luego bajaron por Alcalá, tomados de la mano.

—Tengo hambre. Ni siquiera me has dado de desayunar.

—Pues yo he desayunado muy bien en la ducha. Pero, como soy un caballero, voy a invitarte a tomar un opíparo desayuno.

Desayunaron en un VIP, dedicándose a despellejar a todos los que veían. Era divertido especular sobre quién sería aquel que tenía cara de volver de una loca fiesta, o aquel otro del chándal, que tenía pinta de salir a correr todas las mañanas, el pobre estaba congestionado y no parecía que le sentara muy bien el ejercicio; sin embargo aquel otro, vaya piernas, ése seguro que era un atleta profesional. Y mira aquel padre con su hijo, seguro que está divorciado. Sí, hoy le toca el niño y viene de recogerlo. Y qué me dices de esa señora…, vaya collares, no pegan por la mañana, ¿no te parece?

De pronto Sergio se puso serio.

—He tenido mucha suerte al encontrarte —la miró a los ojos—. Si no fuera por ti, ahora estaría en casa reconcomiéndome, pensando en cosas desagradables. En cambio, estoy viviendo una de las mejores mañanas de mi vida.

—¿Una de las mejores?

—La mejor.

Permanecieron en silencio unos minutos, rumiando cada uno sus propios pensamientos. Al fin Laura no pudo más:

—¿Qué te ocurre? Por favor, dímelo. Quizá yo pueda ayudarte.

—No, Laura. Quedamos en que no me harías ese tipo de preguntas, ¿lo recuerdas?

—Sí, pero es difícil. Quiero saber cosas de ti, y no me digas que tú no quieres saber nada de mi vida, porque no lo creeré. Estás empezando a importarme, y cuando alguien te importa, te preocupas si tiene algún problema…

—Déjalo, Laura, no lo estropees. Ya te lo dije y te lo repito. Me gusta mi libertad, no quiero comprometerme con nadie. Ni siquiera tengo amigos ni mantengo relaciones sociales de ningún tipo: sólo me gusta mi trabajo y es a lo que me dedico. Soy sincero contigo para que no te llames a engaños ni me reclames más de lo que he prometido darte. Quiero que te quede muy claro: lo único que necesito en estos momentos es una mujer que me complazca sexualmente y con la que pueda pasar buenos ratos. Esa mujer ahora eres tú. No pensemos más, dejémoslo así. Tú estuviste de acuerdo, dijiste que querías algo parecido.

Sí, lo había dicho y había sido sincera. En ese momento era lo que creía, pero ahora…

De todos modos, él tenía razón. ¿Qué necesidad tenía ella de asumir nuevas preocupaciones? Con las suyas le bastaba y sobraba. ¿Por qué empeñarse en cargar con las de un hombre que acababa de conocer? Saldrían durante un tiempo y luego lo dejarían, cuando uno de los dos se cansara. El problema era que, cuanto más tiempo saliera con él, más sufriría cuando todo acabara.

Después de esa conversación se rompió el encanto de la mañana. Siguieron paseando tomados de la mano, haciendo comentarios sobre lo que veían, pero sin la bendita despreocupación anterior.

Laura pensaba que había sido culpa suya, que había cometido un grave error al sacar el tema, y deseó poder volver atrás para enmendarlo. ¿Por qué siempre hablaba sin pensar? Si no hubiera dicho nada, ahora seguirían como antes, riendo y muy a gusto el uno con el otro. Sabía que Sergio tenía esos cambios de humor: podía estar muy alegre y al segundo siguiente ponerse huraño, y a pesar de todo había removido en la herida, ¿por qué no se había quedado calladita? Se dedicaba a perder el tiempo, cuando lo más inteligente era aprovechar al máximo los momentos que pasaba con él. ¿Para qué desperdiciarlos discutiendo?

Como haciéndose eco de sus pensamientos, Sergio dijo:

—No discutamos. No estropeemos un día que prometía ser perfecto.

Se detuvieron. Habían llegado a la Puerta del Sol, que ya estaba llena de gente, aunque todavía no había ni la cuarta parte de la que llegaría a haber por la tarde. Los mimos se situaban en sus puestos para empezar la jornada y una japonesa cantaba ópera, a capela, la pobre; daba pena ver los esfuerzos que hacía para que se la oyese.

—Se va a estropear la garganta —dijo Sergio, señalando a la chica con la cabeza.

Siguieron caminando tomados de la mano. El aire frío casi cortaba y Laura pensó que la nariz se le habría puesto roja, pues sentía como fuego en su cara, y no era precisamente por el calor.

—Estás guapísima, con ese gorro de la primera guerra mundial y la naricilla roja; creo que sólo saldremos de casa cuando haga frío, y tienes que prometerme que siempre te pondrás ese gorrito.

—Está muy viejo.

—Me encanta… Casi tanto como tú —se inclinó y le dio un beso. El frío se convirtió en calor, un calor que corría por sus venas como la lava de un volcán. Siguieron besándose, indiferentes a la gente, que pasaba junto a ellos sin fijarse.

Al fin Laura se apartó, remisa, y lo miró sonriente. Estaba visto: si hablaban, acababan discutiendo y frustrados, porque su conversación no podía dar para mucho en sus circunstancias y, en cuanto tropezaban con algún escollo, todo se derrumbaba. Sólo se entendían de una forma, los dos eran conscientes de ello. No querían renunciar a lo único que tenían, y si para conservarlo había que dejar de lado todo lo demás, lo harían sin dudarlo.

Se tomaron de la mano y, sin decir nada, andando deprisa, casi corriendo, se dieron la vuelta. En la Puerta del Sol se detuvieron para darse otro beso y luego enfilaron Alcalá arriba en dirección a la casa de Sergio.

Estaba tumbada boca abajo en la cama mientras Sergio hacía caer todo su peso sobre ella. La agobiaba, no podía respirar e intentaba moverse, pero en vano, pues el peso de otro cuerpo mucho más grande que el suyo se lo impedía. Pero esa sensación de ahogo, lejos de asustarla, la excitaba. Habían llegado a la casa como dos locos, habían empezado a quitarse la ropa nada más cerrar la puerta, y entre besos y jadeos habían entrado dando tumbos en la habitación. Ella estaba húmeda y palpitante.

—¿Quieres que juguemos un poquito?

—Sí… —estaba excitada, a pesar de que se sentía atrapada y de que casi no podía respirar. Le resultaba de lo más estimulante saber que estaba a su merced, que podía hacer con ella lo que quisiera, que podía superar sus fantasías sexuales más atrevidas. Extrañamente, estar así atrapada bajo ese cuerpo le proporcionaba una extraordinaria sensación de libertad. Notaba el pene por detrás, moviéndose entre sus glúteos, duro, grande, listo para ella.

Él le puso las manos en el estómago y la movió, colocándola a gatas sobre la cama. Con la cabeza hacia abajo, podía ver cómo se bamboleaban sus pechos y las piernas de Sergio detrás de las suyas, mientras su miembro presionaba contra su trasero.

Sergio la contempló así unos instantes y luego comenzó a acariciarle el clítoris con suavidad, y el roce de sus dedos la hizo jadear y subir la cabeza en busca de más aire, deseando que él satisficiera de una vez esa inquietud y esperando también que se tomara más tiempo, que siguiera estimulándola de aquella manera.

Pero sus deseos no se vieron satisfechos, porque de pronto él apartó la mano de su clítoris. Laura intentó moverse pero Sergio la sujetó, manteniéndola en la misma posición. Puso sus manos en sus nalgas y comenzó a acariciarlas. Luego inició un juego erótico muy suave: se tumbó bajo ella, Laura podía verle el rostro debajo del suyo, y comenzó a besarla: la boca, los brazos, los pezones… La joven notó cómo se le erizaba el vello y volvió a jadear, aquello era insoportable, pero seguía queriendo más. Empezó a lamerle el estómago, el ombligo. La lengua sobre su vello púbico la estaba matando y deseó que bajara, pero él no lo hizo. Laura estaba al límite, si no calmaba pronto su inquietud, iba a derretirse, se desharía formando sobre la cama un charquito de líquido palpitante.

—¿Quieres que te folle?

Su lengua había llegado a ese rincón de los muslos donde la piel es suave y donde cualquier roce provoca sensaciones sin límites. Laura casi no podía hablar.

—Sí…

—¿Cómo te follo? Elige tú… —hablaba contra su piel, y su aliento, caliente, le rozaba los muslos.

Tenía los pezones muy sensibles y cuando él alzó los brazos y los pellizcó entre sus dedos los latidos que sentía en el clítoris aumentaron.

—Como sea, pero hazlo ya, vas a matarme si sigues así…

—Mi pequeña hipocritilla… Ahora no te marchas… ¿Quieres marcharte y dejarme plantado como el otro día? —mientras decía esto, tomó sus pechos entre sus manos y comenzó a masajearlos y apretarlos con dureza.

Laura no creía que pudiera excitarse más, pero cada movimiento de Sergio era una nueva provocación que aumentaba su urgencia. Entonces él se apartó de su cómoda posición bajo ella y se levantó. Fueron dos segundos, pero Laura nunca había echado tanto de menos a nadie en su vida. Cuando volvió, notó un líquido entre sus glúteos, las manos de Sergio extendían algo viscoso sobre ella… De pronto, la invadió sin previo aviso y gritó. Sintió dolor, pero estaba tan húmeda y excitada que el dolor se mezcló con el placer de la excitación, provocando nuevas sensaciones. Sergio comenzó a empujar con fuerza y ella siguió gritando, mientras recordaba que una vez había visto una imagen del Kama Sutra que representaba a una pareja en esa postura. Lo mejor era que no sentía vergüenza. Todo lo contrario. Entonces Sergio, sin dejar de embestirla, le frotó el clítoris, primero despacio, luego más deprisa. El placer era intenso, y se sintió como en una montaña rusa, subir a lo más alto y luego bajar de un golpe, en un torbellino de sensaciones. Se desplomaron los dos sobre la cama, gritando en la vorágine del orgasmo.

Cuando abrió los ojos vio el rostro de Sergio sobre el suyo. ¿Cuánto tiempo llevaba así, mirándola?

—Me he dormido.

—Sí, llevas una hora como catatónica.

—¿Tú también has dormido?

—No, yo llevo una hora como catatónico, mirándote.

La acarició con ternura.

—¿Cómo te sientes?

—De maravilla… —lo besó—. Aunque un poco flojucha. Me has dejado sin fuerzas.

—Me alegro, ése era mi propósito. ¿Sabes lo que necesitas? ¡Calorías! Voy a preparar algo de comer —se levantó de un salto. Estaba desnudo y Laura lo contempló: parecía un dios clásico, su vientre plano y duro y su miembro, largo y duro de nuevo, se movía cuando él se movía. En un impulso, Laura se incorporó y alzó las manos para tocarlo.

—Basta por hoy, señorita. Hay que comer. Creo que estoy creando un monstruo —concluyó con una risita—. Y me encanta. Pero, si seguimos juntos, tendremos que organizarnos. Porque así, con este descontrol, no podemos estar.

Si seguimos juntos… ¿Quería eso decir que contemplaba la posibilidad de que siguieran? ¡Sexo, nada más! La verdad, el plan no estaba tan mal, después de todo. Nunca había hecho las cosas que hacía con Sergio, nunca había sentido esa excitación… ¿Sería una pervertida? Sonrió al pensar en esa posibilidad. Lo cierto era que jamás había imaginado que algo así pudiera sucederle a ella. Pero estaba pasando. Estaba enganchada a un hombre con el que sólo podía relacionarse mediante el sexo, y le parecía bien. «Si Daniel volviera y pudiera verme por un agujerito»… Meneó la cabeza. La sola posibilidad la horrorizaba. Pero bueno, ¿es que era tonta? No había ninguna probabilidad de que eso sucediera.

Aun así miró a su alrededor asustada, como esperando ver el fantasma de Daniel a través de la ventana.

Se levantó y prepararon juntos la comida. Nada original: espaguetis, porque ninguno era un experto cocinero. Pero unos espaguetis muy ilustrados. Sacaron todo lo que encontraron en la nevera que juzgaron que podría servir: beicon, cebolla, queso… y lo saltearon en la sartén. Luego echaron tomate por encima y lo mezclaron con los espaguetis. Fue divertido preparar la comida mientras tomaban vino y charlaban de tonterías, besándose a cada momento y por cualquier motivo: que ya hervía el agua, un beso; que la cebolla se estaba poniendo negra en la sartén, otro besito más. ¿Que el tomate saltaba poniendo toda la cocina roja? Eso merecía un abrazo. Sergio puso música, un CD de música clásica que Laura no reconoció y cuyo título prefirió no preguntar para no quedar mal. «Qué difícil es dejar atrás todos los complejos», pensó, pero el miedo a quedar como una tonta la paralizaba. Era una antigua rémora que arrastraba de sus tiempos con Daniel y que era incapaz de vencer. Volvió a mirar a su alrededor, mosqueada. No, Daniel no andaba por allí tapado con una sábana. Rio, se había tomado tres vinos mientras preparaban la comida y se le debían de haber subido a la cabeza.

Comieron en silencio y Laura pensó que parecían una pareja estable, un viejo matrimonio que come tranquilamente sin hablar, porque no necesita decirse nada después de tantos años. Estuvo a punto de decirle que quitara la música y pusiera la tele, que lo tradicional es comer viendo el telediario. Sonrió. Si le dijera algo así, Sergio se moriría del susto.

Estaban metiendo los cacharros en el lavavajillas cuando de repente se acordó.

—Oh, no. Tengo que llamar a mi hermana. He quedado con ella esta tarde en mi casa.

—No… Yo había pensado que esta tarde la pasáramos aquí, tranquilitos. Venga, no te vayas. Si lo prefieres salimos, podemos ir al cine… Llama a tu hermana y dile que no puedes quedar con ella.

—Pero es que ya he quedado, y últimamente no estamos en muy buenas relaciones. Tenemos que hablar.

—Pero podéis aplazar vuestra conversación. ¿O es asunto de vida o muerte que la tengáis esta tarde? ¿No puede ser otro día?

—Claro que sí. Pero tampoco es asunto de vida o muerte que nos quedemos en tu casa o que vayamos al cine. La cuestión es que quedé con ella, tengo un compromiso.

—También lo tienes conmigo. Hoy no tengo nada que hacer…

—Claro, y como el señor no tiene nada que hacer necesita a su esclava para que le haga compañía.

—No es precisamente compañía lo que necesito que me hagas —la miró con los ojos brillantes.

Laura cerró el lavavajillas de un golpe.

—Ten cuidado, que lo vas a romper —sonrió—. No seas así, tú también prefieres quedarte conmigo. Llámala.

—Sí, la llamaré. Para quedar con ella.

—Pero ya no podremos vernos hasta el viernes que viene.

—Podemos hacer un huequecito entre semana…

—No —la interrumpió—. Esta semana estoy muy liado, tendré que quedarme en el juzgado hasta tarde todos los días… Aunque… sería maravilloso volver a casa por la noche y tenerte aquí. ¿Por qué no te quedas?

—¿Qué?

—Sí, como vas a quedar con tu hermana en tu casa, aprovecha para traerte más ropa, porque ayer trajiste muy pocas cosas —señaló con la cabeza la bolsa de deportes, que aún estaba tirada en el suelo junto a la puerta.

—Pero… ¿y el coche?

—Yo te llevaría.

—No. Ya sabes lo que opino de eso, es absurdo.

—Pues tráete el coche también. Llamaré al garaje donde lo dejo yo. Me conocen desde hace muchos años. Sé que hay plazas libres, no habrá ningún problema en que te alquilen una.

—Tienes soluciones para todo, ¿verdad?

Desde luego, era tentador. Pasar todas las noches con él.

—Y pasaríamos todas las noches juntos.

¿Le había leído el pensamiento? Para chincharlo, dijo:

—Sí, ideal. Como no tenemos nada que decirnos, qué importan los días. Sólo las noches: follar y dormir es lo único que nos interesa hacer juntos.

—¿Y qué tiene de malo?

—De malo, no sé… Pero de bueno tiene mucho —dijo lo que sentía, sin calibrar sus palabras. Sergio soltó una carcajada y, para que él no creyera que estaba entusiasmada con la idea, añadió—: Tendría que pensarlo.

—No lo pienses, quédate. Mira, si luego ves que la cosa va mal, que te sientes incómoda… siempre puedes marcharte a tu casa. Vives a media hora de aquí, no te estás trasladando a China, después de todo. No es para tanto.

—De acuerdo, voy a quedar con mi hermana.

Sacó el iPhone del bolso.

—Vaya, tengo un mensaje… —su dedo se movía sobre el diminuto teclado del aparato—. Mira, es de Celia: «Lo siento, no puedo ir esta tarde a tu casa. Llámame por la noche» —leyó. Luego lo miró sonriente—. Ya no hace falta que vaya a mi casa. Podemos pasar la tarde aquí.

—¡Bien! ¿Lo ves? Tu hermana es más sensata que tú; de todos modos tienes que ir a tu casa por más ropa —de pronto se le iluminó la cara—. ¿Quieres que te acompañe? Podemos ir dando un paseo y luego volvemos en tu coche.

No le hacía mucha gracia que él fuera a su casa. Pero no podía negarse, a Sergio le parecería raro. Y además, ¿por qué no?

—Muy bien. Venga, nos vestimos y nos vamos para allá. Eso de ir dando un paseo me apetece mucho. Tengo ganas de estirar las piernas.