Hacía mucho tiempo que no se sentía tan a gusto con sus hermanas. Celia y Luisa siempre habían vivido juntas, habían cuidado a su padre durante la enfermedad y se habían consolado mutuamente. Como Luisa era la más pequeña, Celia había actuado con ella casi como una madre, y la ausencia de Laura convirtió a su hermana mayor en el único referente de la pequeña. Sus hermanas estaban muy compenetradas, y Laura se sentía un poco celosa porque entre ellas había una relación especial de la que estaba excluida. Era mezquino, pero no lo podía remediar. Sabía que era culpa suya, pues ella prescindió de los demás cuando creía que no necesitaba a nadie, salvo a Daniel. A los veinte años decidió vivir para una sola persona, y durante un tiempo le fue bien. Pero cuando su castillo empezó a tambalearse no se atrevió a decirle a nadie que el cuento de hadas se había esfumado. Era orgullosa y consideraba una humillación reconocer ante los demás que se había equivocado. Si Daniel no hubiera enfermado, quizá a esas alturas ya se habría separado de él. Pero cuando enfermó Laura supo que ya no podía dejarlo. ¿Cómo abandonar a un hombre en esas circunstancias? No se arrepentía de haberlo cuidado; había hecho bien, había cumplido con su deber, aunque eso la había alejado aún más de los que la querían. Nunca había pensado mucho en ello ni le había importado… hasta ahora. Después de conocer a Sergio, empezaba a ser consciente de todo lo que se había perdido.
La imagen de Sergio apareció en su mente y la apartó. Pero el dolor de su cuerpo volvió a recordárselo. Volvió a apartarlo de su mente. No era el momento de pensar en él. Ya lo haría después, cuando estuviera sola.
Ahora todo su interés debía estar centrado en sus hermanas, porque por primera vez desde hacía años no tenía celos de ellas. Se sentía integrada, sentía que formaba parte de su círculo, como cuando jugaban de niñas o conspiraban para ocultarle a su padre la travesura de alguna, casi siempre de Luisa.
—Háblanos de tu Martín. Celia lo conoce, pero yo no. ¿Cómo es?
—Muy guapo. Y cariñoso. Tiene sus defectos, como todo el mundo, y yo estoy loquita por él. Estamos pensando en irnos a vivir juntos —al decir esto miró a Celia, que se puso pálida.
—¿Cómo? ¿Te vas a ir de casa?
—No hables como si fueras mi madre, por favor. Además, sólo lo estamos pensando.
—Y de momento vais a tener que seguir así. Tenéis veintiún años y los dos estáis estudiando. Los padres de Martín le pagan el colegio mayor, pero no le van a pagar un piso para que se vaya a vivir con una chica.
—Por favor, no os peleéis —terció Laura, conciliadora—, ya hablaremos de esto con tranquilidad en otra ocasión. Ahora hay que preparar una fiesta.
Las dos se volvieron hacia ella y la miraron con extrañeza, como diciendo: «¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro?». Se sintió dolida y la alegría por la comunión que había creído establecer con sus hermanas se rompió de repente.
Durante unos segundos se quedó desconcertada. Tenía que decir algo, pero ¿qué? Gracias a Dios la salvó la campana en forma de llamada al móvil de Celia, que sonrió al ver en la pantallita quién llamaba. Respondió con un «hola» muy alegre y se marchó a su habitación.
—Quiere hablar a solas —dijo Luisa en tono conspirador y Laura rio.
Ese incidente marcó un antes y un después en su agradable reunión de hermanas. Luisa parecía no darse cuenta de nada, pero Laura notó que Celia había cambiado. Tras su conversación telefónica, se mostró enfadada y de mal humor.
Primero volcó todo su enfado en Luisa, a quien no dejaba de lanzar mordaces indirectas mientras preparaban los aperitivos en la cocina. La joven no parecía sorprendida por el cambio de humor de su hermana mayor y soportaba sus invectivas con buen ánimo, mientras Laura las contemplaba resignada. Estaba visto que le iba a resultar muy difícil, tal vez imposible, relacionarse con sus hermanas como ellas dos lo hacían entre sí. Y el duendecillo verde de los celos volvió a atacarla.
Trabajaron durante un par de horas preparándolo todo: montaditos, sándwiches y aperitivos de todo tipo que colocaron sobre los aparadores y mesitas del salón.
Luisa, probablemente cansada de escuchar a su hermana, dijo que se iba a su habitación a echarse un rato. Y entonces Celia, que parecía haber estado esperando la oportunidad, la emprendió con Laura.
—Creo que ya está todo. He comprado un montón de bolsitas de hielo, pero lo iré echando en las cubiteras a medida que lo necesitemos, para que no se derrita —dijo Celia—. Bueno… Sentémonos un poco hasta que vaya llegando la gente.
—¿A cuántos esperas?
—Es sólo para los del banco, que son siete. Y, claro, Martín y Antonio.
—¿Antonio?
—Sí, ¿no te lo había dicho? Lo invité. Hablamos muy a menudo. Somos buenos amigos.
—No sabía que tuvierais tanta amistad.
—Hace tiempo que tú no sabes muchas cosas, Laura. Vives en tu pecera, sin interesarte por los demás.
Laura se sintió muy dolida por ese comentario. ¿Qué le pasaba a su hermana? ¿Por qué había cambiado con ella tan de repente?
—No es cierto. ¿Y vosotras, qué? Habéis estado hablando de «vuestras cosas» y me habéis marginado de la conversación. Y ni siquiera me habéis preguntado cómo estoy yo, o cómo me va en mi nuevo trabajo.
—Sé cómo te va. Antonio me mantiene informada.
—¡Antonio otra vez! ¿Él qué sabe?
—Es amigo de los dueños del bufete, él te recomendó.
—¿Y qué? ¿Es que le dan informes sobre mí a mis espaldas?
—No lo sé, pero creo que te convendría bajar de tu nube e incorporarte al mundo real. Estás acostumbrada a que todos te mimen y te cuiden, y desde que murió Daniel te has habituado también a que todos te tengan pena. En el fondo, creo que te gusta. Y lo peor es que al final logras lo que quieres, ser el centro de atención. Sé amable con los del bufete, a lo mejor consigues hacer algún amigo…
—Ya tengo amigos —mentía. Desde hacía un año era consciente de que sus amigos, en realidad, eran los amigos de Daniel.
—No, eran los amigos de Daniel —Celia expresó con palabras lo mismo que ella había pensado—. ¿Cuántas veces has salido con ellos después de su muerte?
Entonces sonó el timbre y la pregunta de Celia quedó sin respuesta.
A partir de ese momento todo se convirtió en un caos: música alta, conversaciones en un tono aún más alto, risas. Los compañeros de Celia eran bullangueros y simpáticos. Llegaron todos juntos con un enorme paquete que entregaron a la anfitriona. Celia lo abrió emocionada. Era un precioso vestido de noche.
—No me lo puedo creer… Esto es cosa tuya —Celia miró a una de sus compañeras, extasiada.
—Sé que te gusta. Siempre te quedas pegada a ese escaparate como una tonta, y entre todos…
Celia abrazó a sus amigos. Se veía que la querían, que estaban contentos por el ascenso de su compañera. Luisa hablaba y reía con ellos; también la conocían. Era agradable verlos, y sin embargo…
¿Por qué Celia no le presentaba a sus amigos? Estaba enfadada con ella. No podía imaginar el motivo. No tenía conciencia de haberle hecho nada y le parecía absurda esa actitud. Era infantil, como cuando, de pequeña, Luisa se agarraba una de sus famosas rabietas, que su padre nunca sabía a qué se debían. Tendría que hablar con ella, al fin y al cabo eran hermanas, podrían solucionar cualquier problema, fuera el que fuese. Celia era una chica de buen carácter, agradable y educada. Laura nunca la había visto ser desconsiderada con nadie, y mucho menos con ella. Por eso le resultaba tan increíble que ni siquiera se molestara en presentarle a sus amigos.
Iba a acercarse al grupito para presentarse ella misma cuando Antonio entró en el salón.
Al verlo se le iluminó la mirada y salió a su encuentro. Aliviada por encontrar una cara conocida y amable, lo saludó con más efusividad de la que había planeado.
Nunca se había fijado en Antonio, aunque sí se daba cuenta de que era muy guapo. Pensó en Sergio y comparó los dos rostros. Eran muy distintos: Sergio moreno y Antonio rubio; Sergio de ojos negros y Antonio azules. Ambos eran altos (Antonio un poco más que Sergio, que medía por lo menos un metro ochenta y cinco). Los dos eran educados y amables, claro. Pero Antonio era además cálido y amistoso, alguien en quien se podía confiar plenamente, un hombre que no la echaría de su casa después de pasar toda la noche haciendo el amor con ella… «No, quieta, no empieces», se dijo.
Antonio era la persona más leal que había conocido. ¿Y Sergio? Ni siquiera sabía si era buena persona; sólo sabía que era un hombre extraño, que estaba en apuros, que era peligroso y que no podía dejar de pensar en él, por mucho que quisiera. Sacudió la cabeza. A ver si era capaz de concentrarse en Antonio y dejar de pensar en el otro. Merecía la pena intentarlo.
Antonio le dio dos besos, uno en cada mejilla, y alzó la cabeza para saludar a otras personas. Intrigada, Laura vio que saludaba a algunos amigos de Celia a los que parecía conocer.
Luego, volvió su atención a ella y la abrazó.
¿Por qué no podía enamorarse de Antonio? ¡Sería tan fácil!
Iba a preguntarle si quería tomar una copa cuando, sin motivo, se sintió incómoda y volvió la cabeza. Celia se había apartado un poco de sus amigos y la miraba con algo parecido al odio en sus ojos castaños.
Asustada por la dureza de la mirada de su hermana, Laura se volvió y centró toda su atención en Antonio.
—¿Quieres tomar algo? —le preguntó al fin.
—Sí, pero antes voy a saludar a nuestra anfitriona. ¿Me preparas un cubata mientras tanto?
—Claro.
Se dirigió hacia donde estaban las bebidas, pero no había hielo, así que fue a la cocina para sacar otra bolsa de la nevera.
Estaba vaciando los hielos en la cubitera cuando apareció Celia.
—Antonio está esperando su bebida.
—Ya, pero no había hielo.
—Por lo que veo, ya estás recuperada del pesar de tu viudez, ¿verdad?
—¿De qué hablas?
—Ya has elegido otra presa. Siempre los buscas mayores, con dinero, protectores… Quieres volver a ser la reina.
—Pero ¿qué dices? Si es por Antonio, sólo es un gran amigo.
—Pues a mí me parece que él quiere ser otra cosa. Primero se excusó de venir a la fiesta cuando lo invité, me dijo que tenía muchas cosas que hacer. Pero ha llamado esta tarde para saber si tú venías y, cuando le he dicho que ya estabas aquí, se ha decidido. De repente no tenía nada que hacer, ya me contarás qué indica eso… Y no me digas que no te has dado cuenta de cómo te ha abrazado…
—Celia, no sé qué te pasa, no entiendo qué tienes de repente contra mí. Estábamos tan bien y has cambiado de pronto… ¿Qué te he hecho?
—Antonio es una buena persona y un buen amigo. No quiero que sufra, y tú te has empeñado en hacerlo sufrir. Está enamorado de ti, Laura. ¿Qué vas a hacer? ¿Piensas salir con él?
—¿Por qué no? ¿Y si yo también estuviera enamorada?
—Igual que estabas enamorada de Daniel.
Había sido un golpe bajo, y Celia se sonrojó, abochornada por su comentario. Pero se recuperó enseguida. Una característica de las hermanas era que ninguna daba nunca su brazo a torcer.
—¿No dices nada? —Laura continuó echando el hielo en un obstinado silencio—. Muy bien. Si tú estás convencida, yo tampoco tengo nada que decir. Llévale a Antonio su copa, que estará impaciente.
Unos segundos después oyó reír a Celia en el salón y salió con el vaso hasta arriba de hielo.
El resto de la tarde la pasó charlando con Antonio y con Luisa y Martín, que era un joven brillante, un chaval, como decía Antonio, con futuro, muy maduro para ser tan joven. A Laura le gustó porque su hermana parecía muy feliz con él. Era evidente que lo amaba y que era correspondida.
Después del incidente con Celia, para ella se acabó la diversión. A su lado, Antonio hablaba de su trabajo, y de su hija, que iba a ir a Madrid a pasar con él las vacaciones de Navidad. Su alegría y la de todos los que la rodeaban empezó a molestarla y a las nueve decidió que ya era hora de marcharse. Quedó con Luisa y Martín en que los llamaría para que fueran a comer un día a su casa, y besó a Celia con reparo, para guardar las apariencias.
—Tenemos que hablar —le dijo. Si su hermana tenía algo contra ella, tenía derecho a saber qué era—. ¿Por qué no vienes mañana por la tarde a casa?
—De acuerdo. Te llamaré.
Antonio también se despidió y salió con Laura.
Desde la casa de sus hermanas no se tardaba mucho en llegar a la suya. Sólo tenía que salir a la Castellana y enfilar paseo abajo. Hacía frío y Laura se subió el cuello del abrigo.
—Me apetece ir dando una vuelta.
—¿Quieres tomar algo antes?
—No, estoy muy cansada y un poco aturdida por todo ese jaleo, un paseo me vendrá bien.
—Pues vamos.
Se pusieron a caminar en silencio. Era finales de noviembre y las luces de Navidad ya estaban puestas, aunque todavía no estaban encendidas. Laura pensó que ojalá las hubieran encendido ya. Le gustaba la alegría de la iluminación. La gente parecía más feliz con tanta luz, y ella necesitaba un poco de alegría esa noche nefasta. Pensó en Sergio. Le había dicho que no llegara antes de las diez, pero iba a llegar mucho más tarde. ¿La echaría de menos? No la había llamado en todo el día. Se había limitado a responder a su mensaje, y de la forma más lacónica posible, se dijo con algo de pesar.
Antonio le cogió la mano. Ella no la apartó y continuaron caminando en silencio.
—Escucha, sé que aún estás triste por la muerte de Daniel, por eso no quiero atosigarte. Pero ¿pensarás en lo que te dije? ¿Me dejarás al menos intentar que pueda haber algo entre nosotros? No te meteré prisa, pero podríamos vernos más a menudo.
No se imaginaba a Sergio hablando de esa manera. ¡Antonio era tan encantadoramente anticuado!
—Sí, me gustaría verte más a menudo. Pero no quiero darte falsas esperanzas. Para mí sigues siendo un amigo, y siempre me recuerdas a Daniel. No sé si algún día podré sentir otra cosa por ti. De momento sólo sé que estoy muy bien en tu compañía. Me gusta estar contigo.
—Eso ya es un paso.
«Estás usando a Daniel como un escudo para protegerte de Antonio; te estás volviendo calculadora y egoísta. ¿O ya lo eras y ahora te das cuenta?», se dijo, sonriendo para sus adentros, pero en el fondo satisfecha de conocer un método infalible para mantener a Antonio a raya.
Antonio parecía contento y Laura decidió hablar de cosas intrascendentes. Le preguntó por su hija, y él le habló de sus planes para pasar juntos la Navidad. Sabía que Antonio sufría por no poder estar con la niña tanto como quisiera y ése era un tema de conversación sobre el que podía hablar durante horas.
Había otro tema del que Laura deseaba hablar, aunque no lo hizo porque pensó que no estaría bien comentar con Antonio ese asunto antes de hacerlo con su hermana. Tenía que saber si, como empezaba a sospechar, Celia estaba enamorada de él. Sonrió para sus adentros al pensar que, si ése era el caso, el propio Antonio sería el último en enterarse.
El hombre siguió hablando de su hija y de sus proyectos con ella hasta que llegaron frente al portal. Sólo entonces soltó la mano de Laura, que había mantenido entre la suya durante todo el trayecto.
—Me gustaría que me invitaras a subir.
—No, estoy muy cansada. Lo único que me apetece ahora es tumbarme un rato en el sofá y ver la tele —mintió. Lo que deseaba era meter algo de ropa en su maletín y salir disparada a casa de Sergio.
—De acuerdo. Te he prometido no atosigarte y estoy dispuesto a cumplir mi promesa.
—Gracias. Sí me gustaría que vinieras un día de esta semana a comer conmigo; quisiera hablarte del bufete.
—¿Del bufete?
—Sí, de mi trabajo.
¿Por qué había dicho eso? Incluso a ella misma le sonó a excusa para verlo en un lugar neutral sin que luego él pudiera pedirle que tomaran algo o fueran a su casa. Se arrepentía, pero ya era demasiado tarde para retractarse.
—De acuerdo. Te llamaré —dijo Antonio con los ojos brillantes.
Se inclinó y le dio un beso en los labios. Laura se lo devolvió, y le dejó hacer. Quería probar, necesitaba saber si sentía lo mismo que cuando Sergio la besaba. No. No sintió nada y se apartó un poco decepcionada.
—Adiós.
—Adiós.
Eran las once menos cuarto cuando, vestida con una falda de cuero, leggings y zapatillas deportivas y con una bolsa de viaje colgada al hombro, llamó a la puerta de Sergio.
Tardó unos minutos en abrir, hasta tal punto que la joven iba a marcharse cuando lo hizo. Tenía el pelo revuelto y unas enormes ojeras. A los lados de su boca, unas arruguitas que esa mañana no había visto.
—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
Sergio tiró de ella y la hizo pasar.
—Sí, desesperado porque tardabas.
—Me dijiste que no viniera antes de las diez…
—Yo digo muchas cosas, no te creas ni la mitad.
Le quitó la bolsa del hombro y la tiró al suelo sin contemplaciones. Luego bajó la cara y la abrazó. El beso, cálido al principio, se convirtió en algo salvaje. Le mordió un poco el labio y Laura pensó que le había hecho sangre. Sacó la lengua para chuparla pero él la atrapó, volviendo a juguetear con ella entre sus dientes. El conocido estremecimiento de excitación que siempre experimentaba cuando él la tocaba volvió a surgir, pero esta vez había algo más. Él era un refugio seguro, y lo necesitaba. Y al parecer él también la necesitaba a ella con urgencia.
Sergio comenzó a desnudarla, acariciando cada palmo de su piel mientras lo hacía.
Cayó la blusa, cayó el sujetador y sus manos se demoraron largo rato acariciando su pecho, sus pezones que se irguieron con la simple promesa del roce de los dedos de su amante. Luego metió la mano por entre la falda y buscó las braguitas. Se deshizo fácilmente de la barrera de los leggings, bajándole a la vez las bragas. Metió la mano bajo la falda y la acarició. Acarició su sexo, su trasero… Laura se notaba húmeda, caliente. Lo necesitaba, necesitaba que la penetrara. Y él lo hizo, con fuerza arremetió contra ella invadiéndola. Laura gritó, y entonces, entre la nebulosa que la invadía, se dio cuenta y lo apartó de un empujón. Él gritó enfurecido.
—¿Qué haces?
—¡No llevas preservativo!
—Pues arréglalo, rápido.
Le puso las manos en la cabeza y la empujó hacia abajo. Laura quedó arrodillada frente a él. Sabía lo que tenía que hacer y envolvió su pene con los labios. Luego se lo metió en la boca y empezó a succionar, a mover la lengua contra el glande con suaves lametones mientras le acariciaba el trasero. Se sintió poderosa, él gemía y decía su nombre, animándola, mientras ella llevaba el control. Era como una reina que tuviera a su súbdito a su merced. Ahora paro, ahora sigo con más fuerza. Estaba húmeda, su sexo latía al compás de las embestidas del pene de Sergio en su boca. Por fin él se corrió. Un espeso líquido llenó su boca mientras Sergio gritaba y se deslizaba poco a poco hasta el suelo, donde se quedó tirado sobre la alfombra, respirando con dificultad con los brazos extendidos.
Laura soltó con renuencia su pene. Aún no quería que terminara, seguía necesitándolo, y empezó a lamer a Sergio con fruición. Primero el pene, que comenzó a hincharse otra vez con los lametones. Su lengua, poco a poco, fue demorándose en el glande, los testículos, el estómago. Seguía necesitándolo y era maravilloso tenerlo así. Notó cómo él se estremecía y lo miró. Se estaba riendo.
—Me haces cosquillas —dijo, riendo más fuerte al ver la cara que había puesto Laura.
La ayudó a deslizarse por el suelo hasta que su cara quedó a la altura de la de él y la besó.
—Tu sabor ahora es el mío —tenía los labios muy apretados contra los suyos—. Gracias, ha sido perfecto. Me has dejado hecho un guiñapo, pero aún me quedan algunas fuerzas.
Se levantó y la cogió de la mano, tirando de ella para que se levantase también.
—A mí aún me quedan todas…
Entraron a la habitación y se dejaron caer sobre la cama, riendo. Sergio se quitó los pantalones y Laura la falda, que era lo único que llevaba puesto. Empezaron a besarse de nuevo, hasta que ella, cansada de tanto preliminar, se incorporó y se situó sobre él, atrapándolo entre sus piernas. Cogió el pene y comenzó a rozarlo contra su clítoris, con suaves movimientos, arriba y abajo, adelante y atrás. Los dos gemían bajito, el placer que Laura sentía estaba empezando a convertirse en una explosión. Entonces abrió el cajón de la mesilla, sacó el paquetito y lo rasgó con torpeza. Él se dejaba hacer; atrapado entre sus rodillas, movía la cabeza a ambos lados pronunciando su nombre bajito. Le puso el preservativo, quería hacerlo despacito, demorándose en las caricias, pero ninguno de los dos estaba por esperar, así que terminó enseguida y, sin más, puso el pene de Sergio bajo su vagina y empujó hacia abajo con fuerza. Esta vez era ella la que mandaba. Le sujetaba los brazos, y lo vio menear la cabeza a uno y otro lado. Se movieron al unísono, jadeando y gritando hasta que el orgasmo los alcanzó al mismo tiempo. Gritaron y luego Laura, agotada, se desplomó sobre el cuerpo de Sergio.
La despertaron unas pataditas. Sergio se movía, inquieto. Estaba dormido, pero no parecía descansar. Laura no sabía si despertarlo o esperar a ver si se calmaba. Lo abrazó y empezó a acariciarlo con ternura. Poco a poco se fue tranquilizando, su respiración se hizo regular y dejó de dar patadas. La abrazó y siguió durmiendo, ya con la respiración acompasada y el cuerpo relajado.
Laura permaneció abrazada a él, con los ojos cerrados, intentando recuperar el sueño. Pero ya estaba completamente espabilada y el sueño no llegó. Era terrible estar así en la cama, inmóvil, sin poder dormir y pensando. Las palabras de su hermana resonaban en su cabeza. La había acusado de egoísta, de querer ser siempre el centro de atención. ¿Sería cierto? ¿De verdad era como Celia la había descrito? No estaba segura de nada. Su ordenada vida se había convertido en un caos, ni siquiera pensaba en Daniel como antes. Empezaba a alejarse de él, cada vez lo veía más pequeño y tenía que hacer esfuerzos para recordar su rostro.
Ahora era el rostro de Sergio el que se le aparecía a cada instante. Guapo, con arruguitas de preocupación bajo los ojos. Tenía algún problema, eso seguro. Pero ¿cuál? ¡Si supiera qué le pasaba!
Le acarició el rostro y empezó a besarlo. Besos cortos, suaves, para no despertarlo. Él, aún dormido, respondió a sus caricias. Se movía perezoso, remolón, con la pesadez y el aturdimiento del sueño. ¡Era tan dulce besarlo así! Después de la violencia de sus anteriores encuentros sexuales, era relajante este besarse y acariciarse entre brumas, sin urgencia, tan calentitos. Se tapó la cabeza y comenzó a bajar, dejando un reguero de besos por el cuerpo de Sergio, que se revolvía y gemía medio dormido. Le besó el pecho, lamiéndole los pezones, intentando hacer lo mismo que él le hacía tantas veces, y siguió: el estómago, el vientre…, el pene había crecido y lo sintió crecer más en su boca… Era tan delicioso. Sacó la mano por entre las sábanas y la llevó hasta el famoso cajoncito que siempre estaba abierto. No le costó rasgar el paquete porque en esta ocasión no le temblaba la mano, y se lo puso poco a poco, demorándose en bajar la gomita. Él seguía gimiendo de gusto, con los ojos cerrados. Se tumbó sobre él y se metió el pene hasta lo más profundo. Tumbados, ella sobre él, se movieron, buscaron la postura apropiada, y gimieron al unísono. Oyó los jadeos de Sergio y, cuando el orgasmo la alcanzó, oyó su voz. Le decía «gracias».
Cuando Laura abrió los ojos, la habitación estaba completamente a oscuras. Sólo refulgían en la negrura los números del reloj. Las tres y diez. Palpó la cama buscándolo, pero Sergio no estaba. ¿Estaría en el baño? Esperó diez minutos y al ver que no volvía se levantó y salió al pasillo: una pequeña luz refulgía al fondo, procedente del salón, y Laura se dirigió hacia allí. Sus pies desnudos no hacían el menor ruido sobre la alfombra que cubría el suelo del pasillo. Asomó la cabeza por la puerta y lo vio. Estaba al otro extremo, frente a su mesa de trabajo, escribiendo en el ordenador, muy concentrado. La luz del flexo, que daba directamente sobre el teclado, y el azul de la pantalla acentuaban los rasgos de su rostro, formando un claroscuro de luces y sombras. Laura lo contempló unos segundos más y se retiró. Ni siquiera se le pasó por la cabeza ir hacia él para preguntarle qué estaba haciendo. Aunque no sabía por qué, intuía que era mejor dejarlo solo.
Permaneció largo rato despierta, dando vueltas en la cama. Cuando al fin se durmió, él aún no había vuelto.