Un airecito caliente la despertó, pero estaba tan a gusto… El calor de otro cuerpo junto al de ella, el roce de otra piel contra la suya… ¡Qué sensación tan deliciosa! Se sentía calentita y protegida. No quería abrir los ojos, pero al final los abrió, renuente. Sergio la estaba mirando, divertido, notaba su aliento sobre el cuello.
Se dieron un dulce beso, largo, tierno, tranquilo, de esos besos que se disfrutan con alevosía.
—Buenos días —dijo Laura, perezosa, apartando su boca de la de él.
—¿Buenos días? Pero ¿qué estás diciendo? Mira el reloj: son las diez de la noche.
—Nos hemos dormido.
—No, tú has dormido la mona un ratito. Yo, que soy un perfecto hombrecito de su casa, he preparado la cena mientras roncabas.
—Yo no ronco.
—Ya lo creo que sí, pero da igual. Posees otras virtudes que compensan con generosidad ese defecto —sacó la mano de entre el revoltijo de sábanas con que se cubrían y le acarició un mechón de pelo que le caía sobre la cara—. ¿Tienes hambre? He preparado unos deliciosos espaguetis.
—Sí, tengo hambre, un hambre de lobos…, y creo que voy a comer.
Cenaron a las doce. Saciados y felices, se reían por cualquier cosa. Por fin Laura pudo contemplar a gusto el salón y los cuadros que colgaban de las paredes. Eran de pintores modernos que ella no conocía. Pero le dio vergüenza admitirlo, así que no le preguntó nada a Sergio, aunque se moría por hacerlo. «Más adelante —se dijo—, me sentiré más segura con él», ahora… simplemente le daba miedo que pensara que era una ignorante. Daniel la había regañado alguna vez por no estar al día en arte o política. A veces incluso se exasperaba un poco con ella, aunque siempre a su manera comprensiva y dulce. Pero, en ocasiones, cuando acudían a algún acto relacionado con su trabajo o a una reunión con sus amigos intelectuales, tenía la sensación de que la dejaba algo al margen, avergonzado de su poco sofisticada conversación. En esos momentos Laura se sentía culpable de no estar a la altura de las expectativas de su marido. No quería que le sucediera lo mismo con Sergio. Por eso, aunque no las tenía todas consigo y sabía que podrían presentarse muchos problemas, en principio no le parecía tan mal el pequeño acuerdo al que habían llegado. Después de la experiencia que acababan de compartir, daba la impresión de que lo de sólo sexo podía funcionar: cada uno esperaría una cosa, y sólo una cosa, del otro: placer. ¿Por qué complicarse la vida metiéndose en problemas?
De libros entendía un poco más que de pintura, de manera que se dedicó a la biblioteca, haciendo comentarios sobre algunos de los libros que veía. De pronto, uno llamó su atención.
—Vaya, éste lo tengo, lo usábamos como libro de texto en segundo de carrera… Pero ¡claro! ¿Cómo no me he dado cuenta? Es de Sergio Mendizábal… Tú eres ese Sergio Mendizábal… Ya ni me acordaba de este libro… No lo había asociado…
—Así es, he escrito un par de libros sobre derecho internacional. Acabé la carrera con veinte años y durante un tiempo me dediqué a escribir y a estudiar para las oposiciones. Ese que tienes en la mano se lo recomendaba a sus alumnos un amigo mío que es profesor de derecho internacional, pero no es un libro de texto.
—Pues nosotros lo usábamos como si lo fuera. Mi profesor se llamaba Aurelio Díaz. ¿Es tu amigo?
—Sí, pero hace mucho que no lo veo.
—¿Y qué más has hecho, aparte de escribir y dictar sentencias?
—Pensar en chicas. Las que más me gustan son las pequeñas abogadas que llevan ropa interior de encaje rojo.
—No te creo. Seguro que te gustan más las rubias altas y despampanantes.
—Pues no. Prefiero a las pequeñitas.
La abrazó. La cabeza de Laura quedaba a la altura de su pecho, un poco por debajo de sus hombros, y se sintió conmovida. Ella le gustaba y, por lo que estaba notando contra su vientre, también lo excitaba. ¿Qué más podía pedir?
Sergio era el amante perfecto: dulce, tierno, apasionado. Y exigía entrega total, cosa que a Laura le encantaba, pues no se sentía preparada para llevar la iniciativa; extasiada, se dejaba hacer, bebiendo a grandes sorbos el placer que le producía que él utilizara su cuerpo como zona de juegos. ¡Y cómo lo hacía! Los preliminares eran maravillosos. Ahora mismo, por ejemplo, la abrazó y comenzó a darle pequeños besitos por la cara, por el cuello… Luego la tomó de la mano y la llevó hasta el sofá, donde la hizo sentarse en el borde, con las piernas abiertas, y se arrodilló frente a ella. Empezó a besarle los pies descalzos. Los dedos uno a uno, subiendo por la pierna, su mano iba por delante de su boca, acariciando el hueco de la rodilla, el muslo y la piel de las ingles, con movimientos circulares… Era una gozada.
—¡Qué suavidad! La piel aquí es tan suave…
Acercó la boca justo a ese lugar entre el muslo y la vagina, mientras con la mano abarcaba su sexo, haciendo circulitos con el dedo entre el vello púbico. Laura estaba un poco incómoda, con la espalda apoyada en el respaldo del sofá y el trasero en el borde del asiento, pero las manos expertas de Sergio y su boca hicieron que toda incomodidad pasara a un segundo plano, y cuando le introdujo el dedo para juguetear con el clítoris, contuvo la respiración, expectante, hasta que el orgasmo le llegó en oleadas violentas; no podía parar de gritar y se incorporó para abrazarlo. Entonces los dos rodaron por el suelo, y cuando él la inmovilizó bajo su cuerpo, creyó morir y lo abrazó con tanta fuerza que sintió el estremecimiento de dolor que le produjo su arañazo.
—Me has hecho daño, eso no está bien… —como castigo, se levantó de pronto.
—¡No! No me dejes ahora…
—Un segundito —Laura sintió mucho frío cuando él se apartó, pero volvió enseguida y el calor de su cuerpo la reanimó.
—No vuelvas a dejarme así… —tartamudeaba, estaba hecha un flan, todas sus terminaciones nerviosas clamaban alivio.
—Ha sido por una buena causa —dijo, mientras se ponía el preservativo que había ido a buscar.
Entró en ella con dureza, hasta el punto de que la joven, entre la nebulosa de dolor y placer que le había producido su ataque, sintió miedo, un miedo que pronto se disipó cuando el orgasmo, esta vez más fuerte que el anterior, la hizo gritar para rogarle que no parara, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
Como si él estuviera muy lejos, le oyó gritar su nombre mientras sentía el vértigo de la caída, deslizándose por una rampa negra, hacia el vacío.
Cuando se despertó, el sol entraba a raudales por la ventana, traspasando sus párpados cerrados. Estaba sola en la cama y se estiró con ganas, bostezando. ¿Cómo había llegado a la cama? No recordaba haber ido hasta allí por su propio pie. ¿Y cuándo se había dormido? No lo sabía, y ahora creía que llevaba durmiendo toda la tarde y que todo había sido un sueño, un sueño maravilloso que la luz de la mañana daría por terminado. No quería despertar.
Remisa, abrió los ojos. No había sido un sueño, porque esa habitación no era la suya, era la de Sergio. Allí estaba la mesilla, con el cajoncito de los preservativos a medio abrir, y el reloj que marcaba… ¡las doce! Se incorporó, como si la hubieran impulsado con una polea. Era sábado, había quedado en ir a comer a la casa de su hermana. Hoy era la fiesta de Celia y no podía decepcionarla.
Se levantó despacio, pues el cuerpo le dolía como consecuencia del ejercicio de la noche anterior, y empezó a buscar su ropa por toda la habitación. No la veía. ¿Qué había hecho con la ropa? Entonces recordó que se había desnudado en el salón. ¿Estaría aún allí su ropa? Recorrió la habitación con la mirada y la vio. Sobre una butaca, debajo del amplio ventanal, estaban sus pantalones y su camiseta, perfectamente doblados. Bajo ellos, se hallaba la ropa interior. La cogió y se dirigió al baño, feliz porque tenía su propio cepillo de dientes.
Cuando entró al salón, Sergio estaba sentado en el sofá, con los mismos vaqueros del día anterior y otra camisa vieja, esta vez blanca. Se había afeitado y aún tenía mojado el pelo. Laura lo contempló con ternura y hasta le dieron ganas de echar unas lagrimitas al verlo tan guapo. Parecía distinto, otro hombre muy diferente al que conociera hacía apenas una semana. ¿Cuándo había empezado a operarse ese cambio en él? Volvió a preguntarse si tendría algo que ver con la aparición de la rubia.
Estaba revisando unos papeles. Al verla entrar, se incorporó y los dejó sobre la mesita. Laura vio cómo buscaba a tientas un periódico y lo ponía sobre los papeles, para taparlos. Mientras realizaba esta operación, no dejaba de mirarla, y hablaba con mucha animación, con demasiada animación, pensó la joven.
—Buenos días, dormilona, ahora iba a despertarte. Te he dejado el desayuno sobre la encimera.
Se levantó y fue hacia ella con los brazos abiertos. La abrazó y le dio un beso en la frente. Su animación parecía impostada, cosa que confirmaba el casto beso, poco apropiado después de la intimidad que habían compartido. Se apartó de ella y volvió al sofá, pero no hizo ademán de alzar el periódico para seguir con los papeles. Volvió a levantarse y miró hacia la ventana.
—Hace un día precioso —dijo Laura siguiendo su mirada. El sol entraba a raudales por la enorme cristalera y al fondo se veían las copas de los árboles del Retiro, y el cielo, con ese magnífico color azul de los días soleados en invierno.
—Sí, precioso. Laura… Se me olvidó decírtelo anoche, pero ahora tengo un compromiso…
—Yo también. Tengo que marcharme ya —lo interrumpió, repentinamente triste.
Había esperado… En realidad no sabía qué debía esperarse en esos casos, quizá que el hombre con el que has pasado la noche, que ha hecho de tu cuerpo su base de operaciones, sin restricciones, sin control, fuera tierno contigo. Pero no. Sergio estaba muy raro. Nervioso, preocupado. Algo pasaba. Lo notaba en la expresión de su rostro, en la urgencia de sus movimientos.
—Hoy he quedado con mi hermana —prosiguió ella con voz animada—, voy a comer a su casa, luego da una fiesta y…
—Perfecto, perfecto —parecía aliviado—. Pero antes tendrás que desayunar —añadió, quizá para suavizar su urgencia anterior. Laura se dijo que, si su intención era que no se notase que deseaba que se marchara, lo estaba haciendo muy mal.
—No, ya tomaré algo cuando llegue a casa. Tengo muchas cosas que hacer.
—Claro, claro, lo entiendo. Tienes que pasar por tu casa para cambiarte, ¿verdad? Bueno, pues no pierdas tiempo.
Casi la empujaba. Laura no podía dar crédito a lo que sucedía.
—Sí…
—Muy bien. Hoy no sé a qué hora llegaré, dame un toque antes de venir, no vaya a ser que te presentes y no haya nadie…, y tráete algunas cosas, ya sabes, para poder quedarte sin tener que ir a tu casa a cambiarte todos los días…
—No entiendo… Da la impresión de que me estás echando, y sin embargo quieres que vuelva. ¿Se puede saber qué te ocurre?
—No pasa nada, es que tengo una cita dentro de… —miró el reloj— un cuarto de hora exactamente —se puso muy serio. El tono de su voz cambió, ahora era cálido y tierno, el tono de voz al que ella estaba acostumbrada—. Y claro que quiero que vuelvas, desde este momento sólo viviré para verte entrar por esa puerta esta noche, créeme. Pero, de verdad, ahora necesito que te marches.
Se inclinó sobre ella y la besó con urgencia, como un soldado que se va a la guerra y teme no volver a ver nunca más a su novia. Luego abrió la puerta.
Aturdida, Laura salió al descansillo y, sin más, la puerta se cerró tras ella.
El taxista no paraba de hablar: del tiempo, del partido Madrid-Barcelona que se jugaba esa tarde, del IVA y de los ERE de Andalucía… Era una máquina que sabía de todo y le regaló sus sabios comentarios durante el trayecto, de manera que Laura no pudo pensar en el extraño comportamiento de Sergio.
Acababa de cerrar la puerta de su casa cuando sonó el móvil. Era Celia.
—Hola, ¿qué tal? Te llamo para recordarte que quedaste en venir a las dos, que te conozco y eres capaz de pasar de mí.
—¡No! ¿Por quién me tomas? ¿Quieres que lleve algo?
—Sí, había pensado que trajeras unas cosillas que me faltan.
«Unas cosillas» para Celia era algo así como la mitad del Mercadona y las tres cuartas partes del Hipercor, más unos cuantos detallitos del Lidl, que tiene unas galletas buenísimas. Laura tuvo que coger una libreta para apuntar todos los productos que su hermana recitaba al otro lado como si tal cosa.
—Bueno, basta… No voy a poder con todo.
—Tráete el coche.
—No pienso llevar el coche a tu barrio, que luego no hay quien aparque. Además hoy hay fútbol; me lo ha dicho un taxista.
La casa donde vivían sus hermanas estaba muy cerca del estadio Santiago Bernabéu y los días de partido no había quien aparcara por allí.
—Es verdad, qué faena. Soy única, para una fiesta que doy, tengo que hacerla en el peor día posible, esto estará lleno de gente…
—Sí, pero no creo que vayan todos a tu casa. Por cierto, ¿va a comer Luisa con nosotras?
—Sí, me ha costado, pero al final la he convencido para que deje solito a su Martín unas horas.
—De acuerdo, tú ve haciendo la comida, que yo veré qué puedo hacer con esta lista. Me pasaré por el súper de abajo y compraré lo que pueda, y lo que no… Te aguantas. Tiene delito que hayas estado esperando toda la semana a que yo te hiciera la compra. Además, me da vergüenza comprar tanto alcohol.
Celia rio y colgaron.
Antes de ducharse y arreglarse para ir a casa de Celia y Luisa, decidió ponerle un correo a Sergio. No sabía qué decirle, pero la necesidad de comunicarse con él era demasiado fuerte. El dolor de su cuerpo era un constante recordatorio de la noche anterior. No se arrepentía, había pasado la mejor noche de su vida, pero… Sergio era tan raro. La invitaba a su casa para luego echarla sin contemplaciones. Estaba contento y de pronto se ponía triste, como agobiado por un gran peso. Decía que la rubia no le interesaba, pero se veía con ella. ¿Qué se traía entre manos? En realidad no lo conocía, por lo que sabía de él podía ser un psicópata asesino. Lo más sensato era no volver a verlo. Decirle en ese correo que lo había pensado mejor, que salía con otro y… Cogió el iPhone:
> Te veo esta noche. Besos.
Y antes de arrepentirse, dio a «enviar».
> Te veo esta noche. Besos.
Sergio dejó su BlakBerry sobre la mesa. Sí, esa noche volvería a verla. Pero ¿qué haría? ¿Durante cuánto tiempo podría mantener esa farsa de sólo sexo, nada de preguntas? Sabía que eso era una quimera, que cuanto más se vieran, cuanto más ahondaran en su relación, más querrían saber el uno del otro. Él al menos estaba deseando saber cosas de Laura, de su familia, de sus amigos, de cómo era su vida. Le gustaba mucho esa mujer y quería saberlo todo sobre ella. Pero no podía preguntar, porque si lo hacía abriría la veda. Ella también querría saber y empezaría a hacerle preguntas. ¿Y qué podía decirle? ¿Quieres ser mi novia? Soy un monstruo y vivo en un infierno que nunca acabará, pero me gustas. ¿Quieres compartirlo conmigo? ¿Te mola el plan?
Durante unos días se había hecho la ilusión de que todo había acabado. Al conocer a Laura se sintió libre y albergó la esperanza de poder comenzar de nuevo al fin. Pero se engañaba, el pasado lo atormentaría siempre; él ya estaba resignado a sobrellevar ese infierno. Pero ¿Laura? No podía condenarla a compartir esa vida con él. Por tanto, lo más decente era dejarla. El problema era que no quería perderla.
Cogió la BlakBerry y volvió a mirar el mensaje de Laura:
> Te veo esta noche. Besos.
¿Qué hacer? Si fuera una buena persona la dejaría. O le diría la verdad. Esto último no podía hacerlo, así que tendría que dejarla. Era mejor desilusionarla ahora, cuando aún no había nada serio entre los dos, que esperar a que lo hubiera. Aunque, quizá si Laura se enamoraba de él…
Dio a «responder»:
> Te espero impaciente.