Sergio estaba en la terraza de su casa, mirando las sombras del parque del Retiro que se extendían ante él un poco intimidantes. Sólo eran las siete y media, pero a finales de noviembre la noche cae pronto y el frío se hace notar, se dijo mientras daba una profunda calada al puro que tenía entre los dedos. Estaba nervioso y preocupado, y cuando se encontraba así su terapia consistía en sentarse en la terraza, fumarse un puro y contemplar la vida que bullía a sus pies. Le resultaba relajante, y esa tarde necesitaba relajarse. Hasta la una sólo había pensado en Laura. Estaba emocionado como un adolescente porque habían quedado. Era cierto que le parecía demasiado insegura. Él prefería a las mujeres con carácter, arrolladoras, y Laura no daba la impresión de ser así, más bien todo lo contrario; por eso no entendía qué lo atraía de ella. Pero así estaban las cosas. Esa muchacha con cara de niña, menuda, tímida y titubeante, que se trabucaba al hablar y se tropezaba a cada paso le gustaba mucho y quería conocerla mejor.
Estaba pensando en qué preparar para la cena, en qué música sería la más apropiada para ponerla romántica, en qué botella de vino abrir… cuando recibió la llamada de Marga, un fantasma de su pasado que regresaba para poner todo su mundo del revés. ¡Hacía tanto tiempo que no la veía! En los últimos doce años no había pasado un solo día sin pensar en aquella noche, sin arrepentirse. No podía cambiar el pasado, eso era lo que más lo atormentaba. Por mucho que lo deseara, no podía cambiar lo que había hecho. Pero había aprendido a sobrellevarlo. Poco a poco había rehecho su vida y ahora era capaz de salir adelante, incluso había conocido por fin a una chica que le gustaba y con la que, por primera vez en su vida, se había ilusionado. Pero la felicidad no estaba hecha para él. Los viejos errores vuelven para atormentarte cuando menos te lo esperas. Y allí estaba Marga. De nuevo.
La vida tiene su gracia en ocasiones, se dijo, porque justamente fue a quedar con Marga en el mismo restaurante en que estaba Laura besando a un tipo. En otras circunstancias ahora mismo estaría llamándola para hacerle miles de preguntas… Pero ya no le importaba. Después de oír lo que su antigua novia tenía que decirle, todo lo demás había pasado a un segundo plano.
Estaba en un buen lío. Esperaba la visita de Marga de un momento a otro. Quizá pudiera hacerla cambiar de opinión, aunque lo dudaba. Pero al menos debía intentarlo. No podía consentir que esa mujer le destrozara la vida, que era justo lo que parecía que se había propuesto. Y lo peor de todo era que podía hacerlo. Su reputación, su trabajo, su vida… estaban en sus manos. Le repugnaba la idea de hablar con ella, pensar que iban a estar juntos en la misma habitación lo ponía enfermo. Pero no le quedaba más remedio porque, quisiera o no, tenía que hacerla entrar en razón.
Y eso suponía que ya no podía quedar esa noche con Laura. Imaginaba que ella no se iba a alegrar mucho cuando se lo dijera y que pensaría que había cambiado de opinión porque la había visto besar a otro. En fin, que pensara lo que quisiera. Mientras no se enterase de la verdad, le daba igual todo lo demás.
Su BlakBerry empezó a dar pequeños saltitos encima de la mesa de cristal. Quizá fuera Marga, ojalá fuera ella, ojalá le dijera que no podía ir, eso al menos le daría una tregua.
Por desgracia, no era Marga.
—Hola.
Al escuchar la voz de Sergio, Laura se quedó sin palabras durante unos segundos.
—¿Laura?
—Hola, Sergio, ¿qué tal? Ya estoy en casa, mi coche ahora va como la seda. Bueno… Voy para allá… Tenemos que hablar, ¿no te parece? Tengo que explicarte…
—No —la cortó—. Verás, no sabes cuánto lo siento, pero esta noche tengo una reunión y…
—¿Una reunión? ¿Por la noche?
—En realidad es una cena de trabajo, y estoy obligado a ir. He quedado a las diez y…
—Ah, entonces puedo pasarme un rato antes de que te vayas…
—No —la interrumpió en un tono más seco del que hubiera querido usar. Imaginó a Marga y a Laura, las dos juntitas, en su sofá, charlando. Dantesco—. Quiero decir… —añadió, intentando, aunque sin mucho éxito, suavizar el tono de su voz—. De verdad, no puedo.
—No será por lo de esta tarde, porque puedo explicártelo, Antonio es sólo un buen amigo y…
—Claro que no es por lo de esta tarde —la cortó—. Ya hablaremos de eso, pero hoy no. Me es imposible, de verdad, no puedo aplazar esta cena. ¡Ya me gustaría a mí quedarme contigo! Te prometo que mañana no habrá cenas ni compromisos de ningún tipo. Si lo prefieres, puedo ir yo a tu casa.
—No, prefiero ir a la tuya, si no te importa.
—Para nada, mañana nos vemos, entonces. ¿A las siete y media te va bien?
—Sí, a las siete y media. Perfecto.
—Perdóname. Mañana te compensaré, te lo prometo.
—No importa, no te preocupes —intentó aparentar indiferencia. No quería que él notara lo decepcionada que estaba—. Hasta mañana.
Parpadeó para evitar las lágrimas que acudían a sus ojos. Jamás se había llevado una desilusión semejante. ¿Se habría arrepentido Sergio de quedar con ella? Quizá, después de estar con esa rubia tan guapa, las había comparado y, claro, ella había salido perdiendo en la comparación. Ella, tan corriente, bajita, poca cosa, no era rival para esa mujer. Pero estaba desbarrando. Si Sergio no quisiera salir con ella no la habría invitado a ir a su casa al día siguiente, eso era una prueba de que aún le gustaba y de que debía de ser verdad lo de la cita inaplazable. Esas cosas pasaban, y más con un trabajo como el de Sergio. Mañana hablarían.
Mañana.
El viernes transcurrió como en un torbellino. Ajena a las miradas de sus compañeros y a las poco sutiles indirectas de Rosa sobre su relación con Antonio, Laura se movió por el bufete como un autómata, esperando que su trabajo no se resintiera, a pesar de su falta de concentración. No podía pensar más que en Sergio y en su cita de esa noche. Esperaba que no se aplazara por segunda vez.
Como era viernes, llegó pronto a casa, lo cual no le sirvió de mucho, pues una hora antes de salir aún no había decidido qué ponerse, y mucho menos la estrategia a seguir en su conversación con Sergio. Se sirvió un güisqui y, mientras se lo bebía a sorbitos, repasó la ropa de su armario. No se vestiría elegante, porque no quería que Sergio pensara que deseaba que la llevara a algún restaurante finolis de esos que él solía frecuentar. La ropa del trabajo estaba descartada, claro, era demasiado seria. Y con vaqueros y camiseta parecía una niña. Tampoco podía ir muy sexi, porque sólo le faltaba que pensara que se había puesto las pinturas de guerra en su honor. Aunque, bien pensado, ¿por qué no? Después de todo había decidido lanzarse a tumba abierta y, aunque estaba muerta de miedo, no pensaba volverse atrás.
Antes de vestirse fue a la cocina para servirse otro güisqui, y luego se dirigió canturreando a su habitación, con el vaso en la mano, bebiendo de vez en cuando para acallar las mariposillas que revoloteaban por su estómago.
Tardó mucho en arreglarse, por lo que cuando salió de su casa ya casi eran las siete y veinte. Había planeado ir dando un paseo para pensar y relajarse un poco, pero ya no le daba tiempo y no quería llevar el coche, así que decidió tomar un taxi.
Diez minutos después, el taxi se detenía frente al portal de Sergio. Eran las siete y media. Justo, puntual como una buena chica, se dijo, sonriendo al pensar que los buenos hábitos son difíciles de erradicar y que ella siempre había odiado la impuntualidad. Bajó del taxi, miró el portal y se encaminó hacia él con paso decidido. Un hombre alto, que parecía un general, y que debía de ser el conserje, estaba en la entrada hablando con una mujer rubia, también alta, con un tipazo de modelo que llamaba la atención.
Laura la reconoció al instante. Pensaba que no se había fijado mucho en ella, pero evidentemente se equivocaba. Era demasiado guapa, despampanante era la palabra exacta, como para pasar desapercibida; una de esas mujeres que te hacen pensar «al menos yo soy más lista», aunque sepas que no es cierto. Sí. Era la mujer que estaba con Sergio en el restaurante.
El güisqui que había bebido dio unas cuantas vueltecitas en su estómago, pero decidió ignorarlo. Lo que no pudo ignorar fue el resbalón al entrar al portal. Tropezó con un pequeño escalón que había a la entrada y fue a dar justo contra el general.
—Oh, cuánto lo siento… No he visto el escalón…
—No se preocupe, señorita. ¿Podría decirme a qué piso va, por favor?
Aún conmocionada por la vergüenza, Laura se lo dijo, muy bajito. El hombre sonrió bonachonamente para tranquilizarla, pero la mujer permaneció impasible, sin apartar de ella sus preciosos ojos azules, tan fríos que Laura bajó la mirada. Se dirigió al ascensor, sintiendo esos ojos clavados en su espalda. Mientras esperaba, la extraña pareja siguió conversando, sin preocuparse ya de ella, como cuando uno aparta con la mano una mosca pesada y luego sigue con sus cosas, sin fijarse en dónde queda la mosca, pues da igual dónde esté siempre que no moleste.
—Me ha alegrado mucho verla por aquí de nuevo, hacía tanto tiempo…
—Gracias, espero que de ahora en adelante nos veamos mucho más a menudo, porque…
Entonces llegó el ascensor y Laura ya no pudo oír más. Mientras subía tenía la sensación de que los ojos de la mujer estaban aún clavados en ella.
Se quedó frente a la puerta de Sergio, sin llamar. Lo que acababa de ver cambiaba la situación por completo. ¿Qué hacía? Lo llevaba todo tan bien preparado… Y ahora tendría que improvisar. Antes de decirle nada a Sergio era primordial saber lo que pasaba.
Sergio abrió enseguida, como si estuviese detrás de la puerta, listo para saltar en cuanto ella llamara.
—Pasa —parecía tenso, preocupado. Bajo sus ojos se dibujaban unas arruguitas en las que antes no se había fijado y su expresión era de cansancio, como si un terrible peso lo abrumara. No lo conocía muy bien, pero le parecía que él no era así. El Sergio que la había llevado a trabajar por las mañanas no daba la impresión de ser un hombre abrumado por los problemas. Pero ahora… ¿Tendría ese cambio algo que ver con la aparición de la rubia?
Sergio la condujo por un pasillo de cuyas paredes colgaban cuadros en los que no se pudo fijar —aunque pensó que merecería la pena echarles un vistazo más tarde— hasta un salón que la dejó sin habla. Era enorme: una de las paredes la constituía una gruesa cristalera que daba paso a la terraza. Ya era de noche, pero Laura pensó que de día la luz debía de ser magnífica y la vista, impresionante. Otra pared estaba cubierta por estanterías llenas de libros, y había muchos cuadros, apoyados en el suelo, contra los libros, colgados de las paredes… Al fondo estaba la enorme y moderna cocina, separada del salón por una encimera de caoba que hacía las veces de mesa de comedor, y en el extremo opuesto, frente a la cristalera, una mesa ovalada de cristal templado, con un portátil abierto y un montón de papeles desparramados desordenadamente. Y ahí se acabó su escrutinio porque él, con impaciencia, la condujo a un sofá de cuero negro y casi la empujó para que se sentara.
—¿Quieres tomar algo?
—Un güisqui —el tercero en dos horas. Estuvo tentada de decir «necesito una copa», como en las películas, pero decidió callárselo. El ambiente no estaba para bromitas.
Sergio sirvió dos güisquis y se sentó junto a ella.
Sin decir nada empezó a besarla, con besos cortos y suaves.
Laura se apartó.
—¿No tienes nada que contarme?
—¿Y tú a mí? —contraatacó él.
—Antonio no es más que un amigo.
—¿Se llama Antonio? ¿Y besas así a todos tus amigos o sólo a él? —sonrió indulgente y le dio un beso en la mejilla—. En realidad no me importa, de verdad, ya te lo dije por teléfono. Sé que no has nacido el mismo día que nos conocimos, y yo tampoco…
Laura asintió. Desde que había visto a la diosa de abajo no las tenía todas consigo. ¿Iría a decirle que cortaban una relación que aún no había empezado?
—Ya, pero quiero que lo sepas. Sólo es un amigo. Aunque no haya nada serio entre nosotros, no estaría saliendo contigo ahora si hubiera alguien más —lo miró interrogante, como preguntándole si también era ése su caso.
—Yo tampoco salgo con nadie ahora mismo, puedes creerme.
—¿Y quién era la mujer del restaurante? ¿Alguna abogada, una fiscal?
—No, no tiene nada de ver con el trabajo, simplemente es una conocida. No pienso decirte más, no vale la pena pensar en ella ni un segundo. Olvídala.
—No puedo olvidarla porque acabo de verla ahí abajo.
Sergio dejó la copa en la mesita y le quitó a Laura la suya de las manos. Luego se las apretó con fuerza.
—Me gustas mucho, Laura, pero no voy a pedirte disculpas ni a darte explicaciones… Estamos bien juntos, ¿para qué complicarnos la vida? Ahora lo que más nos urge es acostarnos —Laura pensaba igual que él, pero jamás lo habría expresado de forma tan directa. Hizo ademán de protestar, pero Sergio la acalló con un gesto—. Sí, no seas hipocritilla, no tiene nada de malo. Sólo me interesa tu cuerpo, nena… —sonrió de una forma afectada—. Y ahora en serio, antes de comenzar nuestra relación, quiero dejar bien claros algunos puntos: no quiero ataduras, ni compromisos ni escenas de celos; no quiero conocer a tu familia ni que me cuentes tus problemas. Yo, por mi parte, no pienso contarte los míos. Por una vez en la vida quiero tener una relación que sólo me dé satisfacciones, y si empezamos a involucrarnos el uno con el otro… Bueno, acabará siendo un desastre.
«No quiero contarte mis problemas…». Sí, algo pasaba. Y tenía que ver con la rubia, porque antes él no habría hablado así, estaba casi segura. Aunque ese «casi» era la clave, porque, después de todo, apenas lo conocía. De todos modos él tenía razón en una cosa: lo que les interesaba era acostarse, y también ella estaba muy confusa, de manera que tampoco le convenía comprometerse. ¿Para qué complicarse la vida metiéndose en otros terrenos? De momento el sexo era lo único que le interesaba. Aunque…
—Estoy de acuerdo contigo —dijo al fin para detener de una vez el curso que estaban tomando sus pensamientos. Tenía sus dudas, pero no pensaba exponérselas por temor a que saliera corriendo.
—Claro que estás de acuerdo. Sé que tú quieres lo mismo. Si no fuera así, no estarías ahora aquí.
—¿Cómo lo sabes? —nada más formular la pregunta se dio cuenta de lo absurda que era.
—Vamos, Laura —la cortó—. Dime, ¿por qué te has vestido así?
—¿Cómo así?
—De sexi macarra.
Laura se puso roja. Llevaba unos pantalones ajustadísimos, negros, tacones altos y una camiseta también muy ajustada. Se había puesto una cazadora de cuero, pero se la había quitado cuando se sentó, y la escotada camiseta se pegaba a su cuerpo como una segunda piel, resaltando su pecho, sus curvas. Ella creía que iba sexi, pero… ¿macarra? Pensó en la miradita que le habían dedicado los dos de abajo. Si no hubiera dicho que iba a casa de Sergio, seguramente el general la habría echado a patadas. ¡Qué vergüenza!
En fin, la cosa ya no tenía solución.
—Lo siento, no he acertado con mi elección de vestuario —¿Por qué tenía que disculparse?—. Es una pena que a ti no te guste, pero a mí sí me gusta esta ropa y me encuentro muy cómoda con ella —eso último era mentira, no se sentía nada cómoda, le tiraba por todas partes y la obligaba a ir más tiesa que un huso, pero eso él no tenía por qué saberlo.
—¿Quién te ha dicho que no me gusta?
Se inclinó sobre ella y comenzó a besarla. La camiseta se le pegaba al pecho y casi no constituía barrera alguna entre las manos de Sergio y su piel. El pezón sobresalía bajo la tela y Laura emitió un suspirito cuando él comenzó a hacer masajes circulares con la yema de su dedo.
—¿Qué hacía ella ahí abajo? —habían dicho sólo sexo, muy bien. Pero Laura no podía dejarlo y la pregunta salió de sus labios precisamente cuando estaba haciéndose el firme propósito de no preguntar.
Sergio se apartó y alzó los ojos al cielo, asombrado de su propia paciencia.
—¡Y dale! ¿Es que no has oído nada de lo que te he dicho? ¡No quiero hablar de ella! Vamos a dejarlo, por favor.
—Sí, pero ¿qué hacía aquí?
—Mira, esa mujer no es más que una antigua conocida, ni siquiera es amiga mía. Y ya no pienso decirte nada más, tendrás que creerme.
Laura se sintió un poco triste. Sobre el papel era muy fácil plantearse una relación en esos términos, pero en la práctica resultaba algo más complicado.
Echó otro traguito al güisqui y volvió a dejar el vaso sobre la mesa.
—Vale.
—Sabía que lo entenderías. Ahora cierra los ojos y piensa… ¿Me imaginas haciéndole el amor a otra? Dime, si yo estuviera con otra y tú me estuvieras viendo por un agujerito…, ¿qué estarías viendo? —Laura no dijo nada. Se apartó de él para coger el vaso y acabarse el güisqui que quedaba de un trago. Empezaba a notar los efectos del alcohol.
Sergio se inclinó sobre ella con ternura. Le acarició el rostro y se detuvo especialmente en los labios, pasando la yema de sus dedos por ellos con mucha suavidad. El beso fue tierno y apremiante a la vez. Laura estaba ya excitada, el sexo le latía y notaba su humedad. Ese hombre sólo tenía que tocarla, no necesitaba más para tenerla comiendo de su mano.
—¿No respondes? Yo te diré lo que estarías viendo: a mí, me estarías viendo, por ejemplo, acariciarle el pecho así —la camiseta se pegaba tanto a su piel que los pezones, ya erectos a causa de la excitación, sobresalían provocativos. Sergio los apretó por encima de la tela y Laura gimió. Aunque él le apretaba los pezones, no era precisamente ahí donde ella sentía ese palpitar que la estaba volviendo loca. Entonces Sergio le quitó la camiseta por encima de la cabeza y luego le desabrochó el sujetador. Laura se sintió satisfecha, se había puesto su mejor sujetador de encaje. Estaba deseando que llegara a las braguitas, ésas sí que eran una obra de arte.
—Eres preciosa —dijo, mirándola como un hambriento al más abundante de los banquetes.
Se inclinó sobre ella y le rozó uno de los pezones con los labios.
—Luego le acariciaría un pezón, así… —lo acarició con suavidad y le pasó la lengua por encima, lamiéndolo con fruición, hasta que se endureció más, respingón—. Ummm, cómo me gusta… Ahora el otro —y repitió la misma operación, mientras posaba la mano sobre el apretado pantalón, justo entre sus piernas, practicando suaves masajes con la palma de la mano y volviendo loca a Laura, que se preguntaba por qué no metía la mano bajo los pantalones. Quería sentirlo directamente sobre la piel, aunque esos masajes sobre la tela resultaban eróticos, muy excitantes… Por fin, él intentó meter la mano bajo los apretados pantalones, pero, al ver que no podía, comenzó a bajarle la cremallera… Cuando lo logró, ella levantó el trasero del sofá para ayudarle en la tarea de quitarle los pantalones, que se deslizaron por sus piernas hasta quedar hechos un montoncito a sus pies. Entonces puso la mano sobre el encaje de las braguitas y reanudó su masaje.
Laura se estremecía y emitió un gritito de placer, pues el lento masaje de Sergio la estaba volviendo loca. Ese hombre conocía sus necesidades, sabía dónde tocarla y cómo hacerlo para que se encendiese. Comenzó a sentir la necesidad de tenerlo dentro para calmar el latido de su sexo, pero él quería ir más despacio, y esa lentitud resultaba a la vez erótica y desesperante. Él ya había traspasado el encaje y su mano descansaba sobre su piel, acariciando, invadiendo. Sintió como le rozaba el clítoris con la yema de un dedo, apenas un leve roce, suficiente para que la cabeza comenzara a darle vueltas… Quería darle lo mismo que él le estaba dando, pero no sabía qué hacer.
—Vas a necesitar un poco de paciencia conmigo, porque yo…
—¿Eres virgen? —Sergio alzó la cabeza de su pecho y la miró a los ojos con cara de susto.
—¡No! Pero sólo he tenido un amante en mi vida. Y ya sabes que no soy una mujer con mucha iniciativa…
—Ah, eso no es problema para mí. Yo tengo iniciativa por los dos.
Y entonces, cuando sus dedos retomaban la tarea de masajearla, sintió un terrible mareo. Todo el güisqui y los nervios acumulados se rebelaron en su organismo y saltó como un resorte del sofá, dejando a Sergio asombrado.
—¿Dónde está el baño? —preguntó. Estaba temblando y Sergio, perplejo, también se levantó. La tomó de la mano y la condujo hasta una puerta.
—Aquí.
Se sintió mejor después de vomitar. Luego se sentó en el borde de la bañera y escondió la cabeza entre las manos. Sí, su estómago estaba mejor, pero ella… Lo había estropeado. ¿Qué pensaría de ella Sergio después de esa exhibición de estupidez?
Unos golpecitos la sacaron de su ensimismamiento.
—¿Laura?
—Sí, pasa —Sergio asomó la cabeza por la puerta entreabierta.
—¿Estás bien? Me tienes preocupado, ¿qué te ocurre?
Entró y se agachó frente a ella. Estaba desnuda, salvo por las braguitas de encaje rojo que él rozó con sus dedos, mientras la miraba preocupado.
—Nada, en realidad… Antes de venir aquí ya me había tomado dos güisquis en casa y supongo que el tercero me ha dado la puntilla. Pero ya estoy bien, de verdad. Lo siento… ¡Cuánto lo siento! Siempre tengo que estropearlo todo, soy un caso…
Volvió a enterrar la cabeza entre las manos, hipando. Las lágrimas estaban asomando a sus ojos y Sergio temió que se pusiera a llorar.
—Vamos, no pasa nada. Tranquila, todos hemos bebido de más alguna vez. Lo importante es que la cabeza no te dé vueltas, porque lo peor es el mareo. ¿Te da vueltas la cabeza?
—No. Después de vomitar me he quedado como nueva. ¡Qué vergüenza! —estaba roja como la grana y le dio por reír, con una de esas risillas tontas que resultan ridículas.
—Mira, vamos a hacer una cosa.
Se levantó y abrió un cajoncito del que sacó un paquete.
—Aquí tengo un cabezal de repuesto para mi cepillo eléctrico, está sin estrenar, como verás. Lávate los dientes. Luego puedes dejarlo en este vasito para ti, así ya tendrás tu cepillo en mi casa.
Esa frase revelaba la intimidad que ambos esperaban mantener y Laura se sintió conmovida. Era un gesto muy dulce por su parte.
Le dirigió una tierna sonrisa.
—Después de lavarte bien los dientes, date una ducha, te sentirás como nueva. Y cuando salgas retomaremos nuestra conversación —recalcó la palabra «conversación» mirándola fijamente a los ojos—, en el punto donde la habíamos dejado. ¿Hace?
—¡Hace! Eres genial.
—Ya lo sé.
Dicho esto, salió del baño cerrando la puerta tras de sí.
Laura obedeció. Se lavó los dientes y se quitó la única prenda que aún llevaba. El baño era bastante grande. Había una enorme bañera de hidromasajes y un plato de ducha en un rincón. La bañera era tentadora pero estaba impaciente por reunirse con Sergio, así que decidió darse un rápido remojón y entró decidida en la ducha. El agua resbaló por su cuerpo. Estaba fría pero era justo lo que necesitaba en ese momento. Cerró los ojos y sintió cómo el agua se deslizaba por su piel, despejándole la mente y activando su circulación. Estaba pensando en Sergio, y en otra ducha que se había dado en su casa; entonces él no estaba con ella, pero ahora… Acabaría rápido y saldría a buscarlo.
No fue necesario: un ruidito la alertó y abrió los ojos. Tras el cristal de la mampara se dibujaba una silueta. Laura cerró el grifo y abrió.
—¿Necesitas ayuda?
Estaba guapísimo. Antes, con la tensión y el güisqui, no se había fijado muy bien, pero ahora lo tenía ante sí, con el pelo revuelto, una camiseta negra arrugada y unos vaqueros viejos. La miraba con los ojos encendidos y por primera vez Laura fue plenamente consciente de lo guapo que era.
—Sí, en realidad sí necesito ayuda. Aquí no tengo esponja, ¿podría extenderme el gel, caballero?
—Con mucho gusto, señorita, estoy a su servicio.
Cogió el bote y se echó en la mano un líquido que dejó un aroma a almendras y especias. Luego se frotó las manos para que el líquido se extendiese por las dos, y comenzó su masaje.
Empezó por el cuello, donde se detuvo en un punto que a ella la extasiaba, un rinconcito detrás de las orejas que la ponía a cien. Después bajó suavemente, dibujando círculos con las yemas de los dedos. Retomó su ejercicio con los pezones, pero esta vez se detuvo más tiempo en cada uno, succionando, lamiendo con fruición la sensible piel. Laura echó la cabeza hacia atrás, las piernas le flaqueaban y pensó que iba a caerse, que no aguantaría mucho tiempo en pie, pues, de repente, todo su cuerpo era blando, como de mantequilla. Alzó el brazo y palpó con desesperación por la pared de azulejos buscando un punto de apoyo; al fin encontró el borde de la mampara y a ella se aferró, mientras el punzante dolor del deseo la volvía cada vez más frágil, más vulnerable. Sergio seguía mordiéndole los pezones y dibujando círculos sobre ellos con la lengua mientras las manos bajaban con mucha lentitud por su cuerpo, extendiendo el gel cuyo olor impregnaba todos sus sentidos. Cuando llegó al pubis, se detuvo allí y apartó la boca de sus pezones, cosa que decepcionó a Laura, que estaba temblando…
—No…, sigue…
—Y ahora, si estuvieras mirando por un agujerito me verías hacerte esto…
Se arrodilló frente a ella. Las manos sustituyeron a la lengua en su pecho y la boca se dedicó entonces a ese punto entre sus piernas que latía sin control. Cuando sintió el contacto de la lengua en el clítoris, las piernas volvieron a flaquearle. Pero no quería que se apartara, por nada del mudo quería dejar de sentir lo que estaba sintiendo, un placer como nunca imaginó que pudiera experimentarse. ¡Oh, Dios! ¿Dónde había estado ese hombre hasta ahora? ¿Cómo la conocía tan bien? ¿Cómo sabía dónde tenía que tocarla y de qué forma debía hacerlo?
—Así… —le dijo entre jadeos—, justo así…
Temía que abandonara, necesitaba cada vez más, así que apoyó la mano que tenía libre sobre la cabeza de Sergio, apretando, acercándolo a ella lo más posible, reteniéndolo. Él entendió el mensaje y asumió la urgencia de Laura. Posó las manos abiertas sobre sus glúteos y apretó a su vez; su lengua ya no se cortaba, recorría sin cortapisas los rincones más necesitados, jugando con el clítoris y encendiendo un fuego abrasador que la llevó al borde de la locura. Se agarró con más fuerza a la mampara con una mano, mientras con la otra apretaba la cabeza de Sergio contra sus piernas, sin dejar de moverse adelante y atrás, hasta que el orgasmo la llenó por completo y gritó su nombre. Luego se dobló sobre él, agotada, sus miembros como de gelatina, temblorosa y feliz.
Sergio le acarició el trasero y los muslos. Luego la tomó en sus brazos y entró a la habitación. Se sintió como una princesa, aunque en los cuentos las princesas no van desnudas. Cuando la tumbó sobre la cama, Laura se estiró gozosa y abrió los ojos. Él estaba sentado al borde de la cama, aún vestido, contemplándola con mirada ávida.
—¿Sabes una cosa? —le dijo, lánguida, con los ojos aún turbios por el deseo.
—¿Qué?
—Me caes bien.
—Espero caerte muchísimo mejor dentro de un ratito.
Entonces se levantó y empezó a quitarse los pantalones.
—Espera —Laura se había incorporado en la cama y se levantó—. Yo lo haré.
Empezó a subirle la camisa despacio, pero él parecía impaciente, y se la acabó quitando de un tirón.
—Tienes prisa… —dijo Laura con sorna.
—Muchísima.
Quería corresponder, quería darle al menos un poco de lo que él le había dado, y se arrodilló ante él.
—Espera, yo te los bajo —cuando le hubo ayudado a quitarse los pantalones, metió la mano por entre los calzoncillos y le tocó el trasero, quería acariciarlo suave y dulcemente, como él había hecho, convencida de que así lo volvería tan loco como él la había vuelto a ella. Pero Sergio era de otra opinión, tenía prisa, mucha prisa. Le tocó el pene con mano temblorosa, y recorrió con su lengua la punta, de donde ya caían algunas gotitas que Laura saboreó, otra vez excitada, con todas sus terminaciones nerviosas en pie de guerra, lista para juguetear, para saborear los placeres de la excitación, sin darse cuenta de que él ya no estaba para jueguecitos.
—Cariño, ya no puedo más… —dijo, tomándola por los hombros y alzándola del suelo.
La empujó sobre la cama, con urgencia, casi con violencia. Luego abrió un cajoncito de la mesilla. Le temblaban las manos a causa de la excitación, por eso tardó un poco más de lo que había planeado en rasgar el paquete para ponerse el preservativo. Laura lo miraba extasiada, pero él no le dio tiempo para regodearse en esa visión, porque, en cuanto se lo hubo puesto, se tendió sobre su cuerpo y la penetró con fuerza. Laura le rodeó las caderas con las piernas y sintió cómo la invadía por completo, moviéndose primero despacio, luego cada vez más deprisa, llegando sin problemas al punto en que ella más necesitaba sentirlo. Se movieron con prisa, jadeando, y gritaron los dos a la vez cuando el orgasmo llegó. Laura gritó su nombre… Sergio… Por primera vez en su vida se sintió realmente viva.