4

Los días se sucedían con esa agradable rutina a la que Laura estaba tan acostumbrada y que tanto le gustaba. Como el coche no estuvo reparado hasta el jueves, Sergio cumplió su palabra y fue a buscarla para llevarla al trabajo todas las mañanas. Durante el viaje hablaban de muchas cosas y, cuando permanecían callados, el silencio no era incómodo, sino todo lo contrario: se establecía entre ellos esa agradable comunicación de las personas que se entienden y no necesitan llenar ningún vacío con las palabras. Simplemente estaban a gusto juntos. Esos instantes con él en el coche eran preciosos para Laura, que llegaba al bufete más animada y dispuesta a enfrentarse a la dura jornada que la esperaba. Pero eran pocos, pues normalmente hablaban de muchas cosas, de casi todo menos del intento fallido por parte de Sergio de hacerla subir a su casa. En ese aspecto sellaron un tácito pacto de silencio. Ninguno lo dijo explícitamente, pero se sobreentendía y eso bastaba.

Le gustaba mucho ese hombre. Durante esos días, había oído hablar de él a sus compañeros, que se jactaban de conocer a todos los jueces y a todos los criticaban. Solían reírse de sus manías o sus extravagancias, y casi ninguno los complacía por completo: unos porque eran demasiado estrictos y otros porque eran demasiado permisivos, muy pocos recibían su aprobación. Salvo el juez Sergio Mendizábal. Todos estaban de acuerdo en que era un excelente profesional; estricto sin ser fanático, justo y conocedor de todos los recovecos y trampas legales. Vamos, que no había quien lo engañara. Y para las mujeres, además, tenía un valor añadido, «estaba buenísimo» y era soltero. Rosa seguía insistiendo en que era un carca y un ligón, pero Laura, que empezaba a conocer a su compañera, ya no se sentía tan afectada por sus opiniones como el primer día.

A veces tenía dudas. No era tan ingenua como para no darse cuenta de que había algunos puntos oscuros en ese hombre, pequeños detalles que no podía explicarse, pero que la intrigaban. Y entre todos estos detalles había uno que no se le iba de la cabeza y en el que en ocasiones pensaba con preocupación: ¿qué hacía dormido en su coche aquella tarde? No se atrevía a preguntárselo, aunque varias veces había estado a punto de hacerlo. Suponía que debía de haber una explicación lógica e inofensiva, aunque no podía imaginar cuál podría ser. Sobre todo porque él le había dicho que acababa de salir del juzgado, cosa que no era cierta.

—Vas muy callada esta mañana —Sergio interrumpió sus pensamientos, y ella se dio cuenta de que no había dicho una sola palabra desde que la recogiera en su casa, y ya estaban llegando.

—Es que estoy algo cansada, ayer me quedé hasta muy tarde leyendo unos expedientes y he dormido poco.

En ese momento sonó su móvil.

—Hola, Juancho —Sergio le echó una miradita de reojo, sin apartar su atención de la carretera—. ¡Claro! Perfecto. Esta tarde, entonces. Muchas gracias.

—Ya está el coche. ¿No te dije que Juancho era rápido?

—¿Me estás tomando el pelo? Hace cuatro días que se llevó el coche…

—Claro, era una broma. Te advertí que era muy lento.

Sergio habló con cierto pesar. Ya no había nada que hacer, si no tenía la excusa de llevarla por las mañanas, ¿cómo iba a volver a verla? Disimuló. No quería quedar como un chavalín desencantado delante de ella. Estaba harto de esa refinada cortesía con la que se trataban, de no poder hablar de lo que había pasado entre los dos, aunque estaba deseándolo. Pero era mejor que nada. Si la veía todos los días, aún quedaba la esperanza de que las cosas pudieran cambiar, pero así…

—¿A qué hora irás a recogerlo?

—No sé, cuando salga. Tengo mucho trabajo y pensaba quedarme un rato más. ¿Tú sabes a qué hora cierra Juancho?

—No.

—No importa, lo llamaré para preguntárselo.

—¿Quieres que te acompañe?

—¡No! —parecía realmente alarmada—. Déjalo, bastante te he molestado ya. Mañana por fin te verás libre de mí.

—No quiero verme libre de ti.

Esta vez no detuvo el coche ante el edificio de oficinas donde se encontraba el bufete de Laura, sino que entró en un aparcamiento.

—¿Qué haces?

—Tengo que subir a una de las oficinas de este edificio. He de hacer unas gestiones, y la asesoría que lleva mis asuntos está aquí. Qué casualidad, ¿verdad? Tu oficina está muy cerca, ¿te importa que hoy no te lleve hasta la puerta? Es que se me hace tarde…

—No, está aquí al lado. ¿Y qué negocios te traen a este edificio?

—La verdad es que nunca vengo. Pero esta vez, en lugar de mandarles unos papeles que tenía que firmar, he decidido subírselos en mano, como paso por la puerta…

—¡Ah!

Permanecieron en silencio mientras Sergio hacía las maniobras para aparcar. Impecable, como siempre. Ella era fatal aparcando y admiraba a todos los que hacían que pareciera fácil una operación que juzgaba casi imposible. Eso sí, se sentía muy orgullosa cuando lo lograba.

—¿Quedamos esta tarde?

—¿Esta tarde? No sé a qué hora acabaré de trabajar, ya sabes que nunca sé cuándo voy a salir…

—Para ya, Laura.

Parecía impaciente, y… ¿decepcionado?

—Sabes a qué me refiero, ¿por qué te haces la tonta? Llevamos cuatro días yendo y viniendo juntos en este coche y he respetado tu deseo.

—¿Qué deseo?

—Fingir que no pasa nada entre nosotros. Pero pasa. No podemos negarlo. A mí, al menos, me pasa.

Se inclinó sobre ella y la besó. Primero con dulzura, pero eso duró muy poco, porque sólo con rozarla tenía ansias de más. Al principio Laura no respondió, pero luego apretó su boca contra la de él, pidiendo, casi exigiendo, una mayor dedicación. Sergio la abrazó, le molestaba el abrigo, así que metió las manos por debajo, hasta encontrar un hueco por donde subirle el jersey y traspasar los límites del sujetador para acariciarle el pecho. Laura suspiró, y era un suspiro de placer, como reconoció Sergio complacido. Siguieron besándose cada vez con mayor intensidad mientras él le acariciaba el pecho con movimientos circulares, excitantes. Sus dedos llegaron al pezón y lo pellizcó suavemente, lanzando por todo su cuerpo un millón de dardos que Laura trató de esquivar. Pero no podía: tenía que moverse, tenía que acercarse a él porque ésa era la única forma de calmar su desazón. Él continuaba con la agradable tortura, acariciando un pecho, luego otro, sus pezones estaban erectos, expectantes, y ella, incapaz de quedarse quieta, recorrió con sus manos los muslos de Sergio hasta que rozó una dura protuberancia. Extasiada, mantuvo ahí su mano mientras él seguía acariciando sus pechos y explorando su boca con la lengua.

El ruido de un motor los despertó del trance. Un coche estaba entrando en el aparcamiento y sus faros les dieron de lleno. Se apartaron a la vez, alarmados, recolocándose la ropa.

—¿Quieres seguir fingiendo que no pasa nada entre los dos?

—Claro que pasa. Pero ¿te das cuenta de lo que hemos estado a punto de hacer? ¡En un aparcamiento, en un lugar público! Somos mayorcitos, personas educadas, deberíamos poder controlarnos… —movía las manos con nerviosismo, en un gesto en el que había más frustración por lo que había sido interrumpido que irritación por lo que acababa de suceder. Era muy evidente, y Sergio se dio cuenta.

—A mí me ha gustado. La pena es que nos hemos interrumpido en un punto algo… —bajó la cabeza y miró al mismo lugar que Laura había acariciado— doloroso.

Laura sonrió.

—¡Eres imposible! ¡Estamos en un coche, por el amor de Dios!

—En un coche se pueden hacer virguerías, créeme… —su forma de mirarla invitaba a comprobarlo. Tendió los brazos para acariciarla de nuevo y ella se inclinó sobre él y posó la mejilla en su pecho. Sí, cuando estaba en la facultad había oído hablar a algunas de sus amigas de las virguerías que se podían hacer en un coche, pero ¡tenían dieciocho años!

—Estás loco, ¿sabes?

—Y cada día que pasa lo estoy más. Loco por ti, quiero decir.

Se separaron cuando oyeron los pasos del conductor que los había interrumpido. El hombre pasó junto a su coche sin mirarlos y se perdió al fondo, en las escaleras. Laura y Sergio se echaron a reír a la vez.

—¿Qué me dices? ¿Quedamos luego?

—No, voy a recoger el coche. Puedo llamarte cuando llegue a Madrid…

—Perfecto. Ven a mi casa. Y esta vez no te negarás a subir…, ¿prometido?

—¡Prometido!

Salieron y se dirigieron a las escaleras cogidos de la mano.

—Te voy a preparar una cena que te vas a chupar los dedos…

—De acuerdo, comeré poquito para llegar a tu casa con mucha hambre… ¿Llevo algo?

—¡No! Todo lo contrario. Si puedes, mejor no traigas nada, salvo tu persona.

Laura sonrió satisfecha. ¿Estaba flirteando? Sí, eso debía de ser. Se sintió importante.

Se dieron un beso de despedida. Él se dirigió al ascensor y Laura salió a la calle.

Recorrió el corto camino hasta el bufete como montada en una nube. La gente pasaba a su lado muy deprisa, todos muy atareados, algunos con los auriculares, hablando por el móvil, que parecía que hablaban solos, grupos de oficinistas riendo, quedando para después del trabajo. Y en medio de todo ese ajetreo, Laura parecía deslizarse sobre la acera sin pisar el suelo.

—Llegas tarde —fue el saludo de Rosa.

—Sí… Voy corriendo a mi despacho, espero que no me haya llamado nadie —pasó como una exhalación por delante de una asombrada Rosa, que la miraba meneando la cabeza. Si empezaba así, no iba a durar mucho en esa bendita oficina.

Ese día Laura afrontó el trabajo con un espíritu más positivo. La reunión matutina, que siempre se le hacía muy cuesta arriba, se le pasó volando, e incluso se divirtió con las puntualizaciones de su supervisor. El joven Juan era listo, se quedaba para él los casos más importantes y le daba a Laura los que no tenían ninguna relevancia. El día anterior eso le había molestado mucho, pero esa mañana nada podía destruir su buen humor. Así que cuando le asignaron dos casos más del montón, un hombre que pedía una indemnización por atropello y una señora que había denunciado a su vecino porque decía que había matado a su perro, se puso muy contenta. Pediría indemnizaciones millonarias para ellos. Los haría ricos.

Estaba leyendo los expedientes en su despacho cuando sonó el teléfono. Era Antonio.

—Hola, ¿qué tal tienes el día?

—Ocupado, para variar. He quedado con unos clientes y luego tengo otra reunión con el…, con don Tomás para informarle de mis pasos. No veas cómo me controla… ¿Crees que no se fían de mí?

—Vamos, Laura, no llevas ni una semana, es muy lógico que te controlen, ¿qué esperabas? Mira, ando por aquí cerca. ¿Te apetecería comer conmigo?

—No voy a poder, tengo poco tiempo y no quisiera…

—Venga, sé buena —la interrumpió—. No tardaremos nada. Iremos a un restaurante que está a siete minutos justos de tu oficina en coche. Ya he reservado mesa, así que no te queda más remedio que venir. Y te prometo que seremos rápidos, en menos de una hora estarás de nuevo en el despacho.

Tampoco ese día se había llevado comida. Desde el lunes estaba «gorroneando», como ella decía, a la pobre Rosa. Además, sería agradable comer con Antonio.

—Laura… ¿qué dices? ¿Quedamos?

—¡Ah! Perdona, estaba mirando la agenda —mintió para darse importancia—. Perfecto, quedamos allí, dame la dirección.

—No, tengo que subir a hablar con Tomás. Pasaré por tu despacho a eso de las dos.

Laura habría preferido quedar con él en el restaurante, pues intuía que su relación con el mejor amigo de su jefe no la favorecía ante sus compañeros. Pero no se atrevió a decírselo a Antonio. Después de todo, sólo eran figuraciones suyas.

—De acuerdo, te espero a las dos.

—Hasta luego, entonces.

A las dos en punto unos toquecitos en su puerta le indicaron que Antonio ya había llegado.

—Pasa.

Se levantó y cogió el abrigo, que había dejado en el respaldo de la silla.

—Puntual como un reloj, no cambias —le dijo a Antonio a modo de saludo cuando entró.

—Por supuesto, sé que no hay que hacer esperar a las damas.

Se dieron un par de besos en la mejilla y, cogidos del brazo, salieron del despacho.

Rosa los miró extrañada cuando pasaron por delante de ella.

—¿Hoy no comes conmigo?

—¡Oh, perdona! Se me había olvidado avisarte. He quedado con un amigo…

—¿Qué tal, señor Solís? —dijo Rosa—. El señor Solís es uno de los más antiguos y mejores clientes de este despacho, trátalo bien.

Laura vaciló unos momentos, desconcertada. ¿Por qué le decía eso Rosa?

—Era una broma, ya sé que sois amigos —añadió Rosa sonriente al ver el desconcierto de Laura—. Pasadlo bien.

—Claro… Claro…

—Hasta luego —dijo Rosa, lanzándole una mirada que encerraba muchos interrogantes.

El restaurante era encantador, coqueto y romántico. Y por primera vez desde que hablara con Antonio, Laura sospechó de sus intenciones al invitarla. Nunca hablaban de cosas íntimas, pero algo le decía que ella había pasado a ser para Antonio más que una amiga. El camarero les indicó la mesa con el cartelito de reservado y se sentaron sonrientes.

—¿Qué quieres beber?

—Agua, tengo que volver al trabajo —sonrió.

Pidió una ensalada, una comida ligera para poder trabajar por la tarde, aunque en aquel restaurante todo parecía ligero y seductor.

—¿Por qué me has traído a este lugar?

—Laura… Lo primero… Quiero pedirte perdón por lo del otro día. No tenía intención de molestarte, ni de echarte en cara el haberte ayudado a encontrar trabajo. Sé que fui grosero y ruin, por favor, perdóname.

Parecía muy compungido. Ella sabía que nunca le habría hecho daño deliberadamente y que debía de estar muy arrepentido.

—Ya lo había olvidado, de verdad, no te preocupes. Yo también estuve muy seca… En fin, agua pasada. Olvidémoslo.

—Gracias, eres maravillosa. Pero no era eso lo único que quería decirte… Quería hablar contigo… ¡Es difícil!

—¿Qué sucede? Estoy intrigada.

—Laura… —la miró muy serio—. ¿Qué sientes por mí?

—¿Qué? No te entiendo… Ya sabes lo que siento por ti. Te quiero, eres mi mejor amigo; el único, a decir verdad, aparte de mis hermanas.

—Llevo meses dándole vueltas a la cabeza y esta mañana me he dicho: «Ahora o nunca». Tú sabes que no soy impulsivo, pero… Venga, allá va: estoy enamorado de ti. Supongo que lo sabes, porque no me he esmerado mucho en ocultarlo estos últimos tiempos.

Laura se quedó pasmada, sin saber qué decir al ver confirmadas sus sospechas. Una cosa era suponer que estaba enamorado de ella y otra muy distinta saber que así era. Rebuscó en su mente alguna palabra apropiada para la ocasión, pero no se le ocurría nada. Nunca sabía qué decir en el momento preciso. Seguro que más tarde, cuando ya no viniera a cuento, se le ocurriría alguna frase ingeniosa que ya no le serviría de nada. ¡Qué desastre!

—No, no lo sabía —decidió mentir, le parecía más seguro—. Para mí eres como un hermano y pensé que yo para ti era lo mismo, ni se me ha pasado por la cabeza otra cosa.

—Vas a pensar que estoy loco por decir algo tan importante de esta manera. Habría sido más apropiada una cena, pero entre nosotros son absurdos los convencionalismos; y ahora he reunido el valor suficiente, por eso sé que es el momento. Si no lo hago ahora, puede que tarde otro año en hablar contigo. De todos modos, esto no me parece muy apropiado. ¿Quedamos a cenar para hablar con más tranquilidad? Ya casi es tu hora de irte…

—¡No! —se le escapó. Al pensar en una cena romántica le vino a la cabeza la imagen de Sergio—. Quiero decir, mejor una comida que una cena. Entre nosotros es más apropiado —añadió a modo de explicación, al ver la cara que ponía Antonio.

—Sí, tienes razón. Nos conocemos, ambos somos sensatos y sabemos lo que queremos. Sé que a Daniel no le hubiera importado que rehicieras tu vida conmigo, creo que hasta lo deseaba. Me hizo prometer que siempre te cuidaría, y estoy seguro de que sabía lo que eso significaba.

Tenía las manos sobre la mesa y Laura las tomó entre las suyas y se las apretó. No sintió nada. La descarga eléctrica que la recorría de la cabeza a los pies cuando tocaba a Sergio no se presentó.

Le habló con mucha ternura.

—Antonio, nunca he pensado en ti de esa forma. Eres mi hermano, mi mejor amigo, nunca me has fallado… Pero no necesito que me cuiden, yo puedo hacerlo. Por favor, no hablemos de esto, no quiero perder tu amistad, y si sigues por ese camino…

—Claro, es pronto.

—¿Pronto para qué?

—Te conozco, aún le eres fiel y lo entiendo. Me he precipitado, pero puedo esperar.

Laura no sabía qué decir. Antonio no podía estar más equivocado, tendría que sacarlo de su error, debía desengañarlo, pero no quería hacerle daño. Era mejor dejar las cosas como estaban por el momento. Que pensara lo que quisiera, ya hablaría con él cuando ella misma hubiera aclarado algo sus ideas.

Se miraban a los ojos, con las manos entrelazadas, en una actitud que podría parecer romántica, y Laura continuó así, sin romper el contacto, esperando sentir algo. Pero no sentía nada. Sólo ganas de marcharse de allí y olvidarse de Antonio por una temporada. Hacía una semana estaba más sola que la una, y ahora, de golpe, tenía dos novios.

De pronto notó como una puñalada. Su cuerpo, pasivo hasta ese momento, reaccionó. Otra vez esa excitación. Había comenzado en un punto, a su espalda. Esa sensación de ahogo, esa inquietud.

Se volvió.

Sergio estaba a su espalda, taladrándola con la mirada. Lo acompañaba una mujer, una rubia que parecía una modelo y le hablaba muy cerquita de la oreja… ¿Quién era esa rubia? Estaba a punto de levantarse para dirigirse a su mesa cuando algo la detuvo. Sergio la miraba serio, haciéndole unos suaves gestos con la mano para que se quedara quieta. Sí, eso era, no quería que lo interrumpiese. De hecho, volvió la cabeza y siguió hablando con la rubia como si no la hubiera visto.

Entonces hizo algo de lo que nunca se habría creído capaz. Acercó su cara a la de Antonio y le plantó un beso en los labios. No necesitaba que él reaccionara, cosa que no hizo porque se quedó perplejo. Simplemente dejó fluir toda la pasión que sentía, aunque no precisamente por el hombre al que estaba besando.

Cuando dio por terminada su demostración y volvió la cabeza, Sergio seguía charlando con la otra, como si no hubiera visto lo que ella acababa de hacer o, de verlo, no le hubiera importado.

¿La habría poseído algún ente maligno? ¿Como esas vainas gigantes de la película La invasión de los ultracuerpos, que se meten dentro de la gente y la transforman? Exactamente así se sentía, porque por más que se miraba no podía reconocerse. El envoltorio era el mismo, pero en el interior… Quizá debería ir a un psiquiatra, pues era evidente que tenía algún trastorno.

¿Cómo había podido besar así a Antonio? Aunque después le había dicho que sólo pretendía darle ánimos, un beso inocente, de amigos, obviamente él no se lo creyó. Debido a la insistencia de Laura fingió hacerlo, pero se fue más contento que unas castañuelas, pensando que ella empezaba a enamorarse de él y necesitaba algo de tiempo para hacerse a la idea.

Mientras volvía a su casa esa tarde en su recién reparado coche, pensó en lo que podía hacer. En cómo arreglar el lío que ella sola se había montado. Con respecto a Antonio, no había muchas opciones. Suponía que acabaría desanimándose, aunque quizá eso significara el final de su amistad, cosa que ella sentiría de todo corazón. Esperaba que no llegaran a ese extremo.

En cuanto a Sergio… Él era el culpable de todo lo que le pasaba. Había aparecido de repente y, en sólo unos días, había revolucionado todo su mundo y puesto patas arriba su hasta entonces ordenada vida.

¡El muy mentiroso! ¡Conque unos asuntos en la asesoría! ¿Qué hacía con esa rubia? Aunque, después de todo, él sólo estaba hablando con la rubia, mientras que ella… Ella le había plantado un beso de tornillo a Antonio. Visto desde la perspectiva de Sergio, ella no quedaba nada bien. Vale. Lo llamaría en cuanto llegara a casa. Iban a verse esa tarde, hablarían. Después de todo no tenían ningún compromiso, acababan de conocerse, así que era normal que cada uno tuviera su vida. Sería muy moderna, le diría: «Mira, no me importa la vida que hayas llevado ni que salgas con otras mujeres, me parece normal. Yo tampoco soy una santa, y no es que vayamos a hacernos novios, sólo intentamos ser amigos, y los celos no pueden tener cabida en nuestra relación». ¿Iba a decirle eso? ¡Vamos! Seguro que luego no se atrevía, que empezaba a balbucir y no le salían las palabras; se trabucaría…

Fuera como fuese, no tenía más remedio que llamarlo. Quedarían, hablarían y acabarían entendiéndose. Estaba segura.