¿Qué le había pasado? ¿Cómo había podido comportarse de esa forma, tan infantil y estúpida? Estaba avergonzada, tanto que creía que no sería capaz de volver a mirar a Sergio a la cara. Dios, ¡qué apuro! Se había marchado dejándolo al pobre pasmado en el portal. Aunque, ¿qué otra cosa podría haber hecho? No le parecía muy sensato subir a casa de un hombre al que conocía hacía apenas unas horas y que no había dado muchas muestras de ser de fiar. Además, estaba muy cansada; necesitaba pensar en todo lo que se le había venido encima en unas… miró el reloj… trece horas, aproximadamente.
Estaba sentada en el sofá de su casa, mirando el televisor apagado y pensando. Sonrió, soñadora. Le gustaba mucho Sergio y esperaba que no se hubiera enfadado con ella, porque estaba deseando verlo de nuevo. ¿Quién sabe?, se dijo. Quizá podría salir algo bueno de lo que había empezado de una forma tan rara. Pero tenía miedo, un miedo terrible a hacer lo que no debía, a cometer un error fatal. No estaba acostumbrada a tomar decisiones; nunca sabía qué elegir y esperaba la opinión de los demás antes de hacerlo. Pero en este caso debía decidir sola, y eso la asustaba. No podía equivocarse. Esta vez no.
Se quitó los zapatos y se tumbó en el sofá, con los pies en alto sobre un cojín. Se incorporó y se los masajeó un ratito. Esos tacones eran lo mejor en métodos de tortura que había inventado el ser humano, y sólo ahora se daba cuenta. Ni siquiera los pies doloridos habían llamado su atención durante ese frenético día.
Conectó su iPhone y aparecieron las llamadas perdidas. ¡Qué barbaridad! Pensarían que había muerto. De Celia había… ¡siete! Le extrañaba que su hermana no hubiera acudido a la policía; quizá lo había hecho. Ya era muy tarde, pero Celia debía de estar muy intranquila.
Estaba dudando si llamarla a esas horas o dejarlo para el día siguiente cuando sonó su teléfono. Era ella.
—Hola, ya sé —fue lo primero que dijo, antes de que Celia pudiera hablar—. Me has llamado muchas veces. Perdona, desconecté el teléfono y se me olvidó conectarlo. Lo siento.
—¡Eres increíble! Estaba muy preocupada por ti. Antonio me ha llamado porque no podía contactar contigo; también está muy preocupado. Pero ¿dónde tienes la cabeza?
—Lo siento, de verdad, ya lo he dicho y no voy a repetirlo. No tenéis que perseguirme como si yo fuera una niña y vosotros tuvierais que saber en todo momento dónde me encuentro y qué estoy haciendo. ¡Ya está bien! —dureza, se dijo. Alguna vez tenía que empezar a independizarse y ése era tan buen momento como cualquier otro. Además, el vino que había tomado empezaba a cumplir su misión: la volvía atrevida.
—Pero, Laura…
—Vamos a dejarlo —la interrumpió—. He tenido un día muy duro y estoy muy cansada. No te preocupes tanto por mí —suavizó el tono de voz, un poco arrepentida de su arrebato—. Estoy bien, pero agotada, sólo quiero dormir. Te prometo que el sábado iré pronto a tu casa, comeremos y hablaremos, de verdad. Pero si me llamas y no respondo, no avises a la policía. No puedo vivir pensando que en cada momento os tengo que avisar de cada paso que doy. ¿Vale?
—Claro —había un tinte raro en el tono de Celia. ¿Escepticismo? ¿O era decepción? Quizá simplemente extrañeza—. Perdona, ya sabes que desde… Bueno, desde que vives sola todos nos preocupamos por ti. Y, la verdad, parece que a ti no te importa mucho. O no te importaba, para ser más exacta. Yo creía que incluso te gustaba.
—Claro, y agradezco tu preocupación, de verdad, pero ahora estoy agotada. Hablamos el sábado, ¿sí?
—Sí, perfecto, hasta el sábado entonces.
—Hasta el sábado.
Laura dejó el teléfono sobre la mesita y volvió a tumbarse en el sofá. No era raro que su hermana se extrañara de su actitud. Como decía Celia, ella nunca había sido así, más bien todo lo contrario. Siempre había sido una persona dócil, que se dejaba llevar. Era la favorita de su padre, porque nunca le daba problemas: estaba en casa a su hora, sacaba buenas notas, no salía con chicos… ¡Chicos! Nunca había salido con jóvenes de su edad. A los dieciséis años se enamoró del hombre con el que se casó, y ya estaba, se acabó su historia.
Se incorporó y cogió una fotografía que tenía sobre la mesita en la que Daniel, apoyado en un puente, con el Danubio al fondo, sonreía con sus ojos serios. Era una foto de su viaje de novios a Budapest… Ella, con sus veinte años, habría preferido jugar con él en una playa, los dos tumbados bajo el sol, pero finalmente habían ido donde él quería, y estuvo muy bien, vio lugares espectaculares gracias a él, y en ningún momento se arrepintió de haberle hecho caso. Sí, Daniel solía tener razón y ella nunca lo había decepcionado, jamás había hecho algo que él no supiera o aprobara.
¿Qué habría pensado de ella si la hubiera visto, desde dondequiera que se encontrara? ¿Qué habría pensado si la hubiera visto besar a Sergio? Peor aún, ¿qué pensaría si pudiera leer en su interior?
Se levantó. Debía acostarse, pero antes se daría una ducha, eso la ayudaría a relajarse y descansar mejor. Se quitó la ropa y se envolvió en la bata. Tenía que quitarse todo el maquillaje que se había puesto por la mañana, si es que aún le quedaba algo, ¡qué aburrimiento! Eso era lo peor, quitarse el maquillaje por las noches. Cuando más cansada estaba y sólo quería dormir, era lo que más pereza le daba.
El agua caliente envolvió su cuerpo, reconfortándola y regalándole una suave relajación, una languidez natural después de la tensión acumulada. Cerró los ojos mientras el agua se deslizaba por su rostro, y otro rostro, el de una persona a la que apenas conocía, llenó su mente. Era guapo, tenía un cuerpo perfecto y la estaba besando. ¿Por qué no había subido a su casa? Si lo hubiera hecho, ahora no estaría desnuda y sola bajo la ducha, no señor. Estaría con él.
Se había aplicado el gel de ducha en la mano y empezó a extenderlo por todo su cuerpo. Si estuviera con Sergio le diría: «Señor, ¿me extiende el gel por el cuerpo, por favor?». «Señora, a sus órdenes», respondería él. Y al pensar en sus manos acariciándola el corazón comenzó a latirle con rapidez y abrió la boca, pues, aunque el agua caía con fuerza sobre ella, la tenía seca.
La mano actuaba por su cuenta, como si de repente hubiera adquirido vida propia y se moviera con autonomía de su cerebro… Así, sin que Laura pudiera evitarlo, bajó hasta la cintura y luego siguió extendiendo el gel por los muslos, entre las piernas… El suave masaje de las manos de Sergio era cada vez más atrevido y ella jadeó y quiso abrazarlo. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no la besaba como ella quería? Se moría por sus besos y buscó sus labios. Mientras, él seguía acariciándola, volviéndola loca. La mano comenzó a moverse sobre su sexo, no podía pararla y comenzó a frotarse, al principio con suavidad, luego con frenesí. Gimió buscándolo porque necesitaba sus labios. ¿Dónde estaba? Tenía que verlo. Abrió los ojos y lo buscó. Pero no lo vio frente a ella. Estaba sola…
Aún temblaba, frustrada, cuando cerró los grifos y se envolvió en la toalla. No podía ser… ¿Por qué era tan idiota? ¿Por qué se conformaba haciendo sola lo que se moría por hacer con él? Sergio tenía la culpa de todo, porque al besarla había despertado unas ansias que hasta entonces le había sido fácil dominar, unos sentimientos que habían estado dormidos durante mucho tiempo. ¿Dormidos? ¿Desde cuándo no se sentía así? No podía recordarlo, y no porque hubiera transcurrido mucho tiempo, se dijo, sino porque no había pasado nunca.
Pero así se sentía, y no podía evitarlo. Llamaría a Sergio. Le diría que fuera a su casa, que lo esperaba… ¿Acudiría él a su llamada? Su mano, otra vez autónoma, se estaba dirigiendo ya al teléfono. No. No podía llamarlo después de lo que le había hecho, y menos a esas horas. Sergio pensaría que estaba loca.
Corrió al salón y tomó entre sus manos la foto de Daniel. Algo en su interior le decía que había estado engañándose, y recordó el alivio que había experimentado cuando Daniel murió, un alivio culpable por sentirse al fin libre. No se había atrevido a contárselo a nadie y nunca lo haría, porque se sentía mal con sólo pensarlo. Pero tenía que ser sincera consigo misma.
—¿Sabes una cosa? —le dijo a la imagen perpetuamente inmóvil—. Te echo de menos, porque tú no me exigías tomar decisiones. Contigo estaba muy claro lo que había que hacer en cada momento.
Besó la foto, y el frío del cristal sobre sus labios acabó con los restos de excitación. Luego dejó la foto de Daniel sobre la mesa y se fue a la cama.
Tenía que levantarse temprano. La esperaba un día muy largo.
Se despertó tarde y apenas le dio tiempo a vestirse a toda prisa. «Hoy nada de tacones —se dijo—, hay que dejar descansar los martirizados pies». Se maquilló y estaba a punto de hacerse el moño, como el día anterior, cuando decidió que no, nada de moño, con el pelo suelto se sentía más cómoda y además intuía que era más apropiado para lograr su propósito: contentar a Sergio si estaba enfadado por su vergonzosa huida nocturna.
Cuando bajó, él ya llevaba un buen rato esperándola en su coche, mal aparcado frente al portal.
Sergio había pasado la mayor parte de la noche pensando en lo que él juzgaba una enorme metedura de pata. ¿Cómo se le había ocurrido proponerle que se acostara con él cuando sólo hacía unas horas que se conocían? Para él era normal, lo había hecho muchas veces: le gustaba una mujer, y a por ella. Y la mayoría aceptaba, pero quizá Laura necesitara algo más de tiempo, un par de días por ejemplo. Sí, se había comportado como un patán, lo cual no era disculpa para el comportamiento de esa niña mimada: al menos podría haberse despedido. Eso de largarse a la francesa dejándolo allí tirado sin decir siquiera «adiós» no le parecía de muy buena educación. Bueno, a ver de qué pie cojeaba esa mañana: la mujer es cambiante, y se puso a canturrear: «La donna è mobile…» Necesitaba verla, enterarse de cómo se lo había tomado ella, y luego ya vería qué hacer.
La donna è mobile,
qual piuma al vento…
Allí estaba, saliendo del portal. Preciosa, aunque algo más bajita, pues no se había puesto los tacones. Llevaba zapatos bajos abotinados y pantalones negros. Y se había puesto un abrigo claro que le quedaba perfecto. Lo mejor era que había pasado del moño y llevaba su preciosa melena suelta. La enorme cartera con el ordenador y los documentos colgaba pesadamente de su hombro.
—Te has retrasado, menos mal que a estas horas el terrible cuerpo de aguerridas multadoras aún no está activo —decidió empezar bromeando. Era lo mejor para romper el hielo.
Laura sonrió, algo más tranquila por ese recibimiento. Temía que Sergio estuviera enfadado por haberlo dejado plantado en el portal con la boca abierta, y que la saludara con algún reproche. Pero no lo hizo: era evidente que quería pasar página, actuar como si lo de la noche anterior no hubiera ocurrido. Y la joven se lo agradeció en silencio, pues si le hubiera pedido explicaciones a ella le habría resultado muy difícil dárselas.
—Lo siento, me he dormido, es que… —iba a decir que se había acostado muy tarde, pero eso podía malinterpretarse fácilmente, y prefería no dar pie a comentarios insidiosos o pensamientos malignos—. No ha sonado el despertador. Y ahora quiero volver a elevar mi más enérgica protesta por que hayas venido a buscarme; de verdad, me parece absurdo que te tomes tantas molestias cuando puedo ir por mis medios. De hecho, pienso volver en metro.
Él sonrió y habló sin apartar los ojos de la carretera:
—Me encanta ser su chófer, señorita. Por favor, no me niegue ese placer…
—Vale, pero por las tardes me voy yo sola. No sé nunca a qué hora voy a salir y me resultaría muy molesto saber que estás esperándome. Además, tú también tendrás cosas que hacer.
—Sí, la verdad es que por las tardes lo tengo más difícil. Por eso te ruego que no me prives del placer de llevarte por las mañanas. Para mí no es molestia, todo lo contrario.
Laura rió.
—De acuerdo, tú ganas —lo miró divertida.
Tenía el pelo negro aún un poco mojado, y un mechoncito díscolo le caía sobre la frente. Laura volvió a imaginárselo desnudo en la ducha con ella, extendiéndole el gel. Luego sus ojos se clavaron en las manos de Sergio, que tan íntimamente la habían acariciado, aunque él no tenía ni idea.
Sergio pensó que debía de pasarle algo, porque estaba muy callada, pero no había nada en su actitud que le diera una pista sobre qué hacer. Bien, pues actuaría con naturalidad, no diría nada de lo que sabía que los dos tenían en la cabeza.
¿Y de qué puede hablar un hombre cuando no tiene nada que decir? De coches, naturalmente.
¿Es que ese hombre no se callaba nunca? Hablaba sin parar y Laura estaba empezando a ponerse de los nervios.
—… Así que no te preocupes —concluyó, dando por terminada una frase que ella ni siquiera sabía cuándo había empezado—. Luego te daré el teléfono del taller, tengo una tarjeta. Llama y pregunta por Juancho. El tipo es amigo mío, siempre le llevo mi coche. Tú dile que vas de mi parte. Además, tiene el taller muy cerca de tu edificio de oficinas, así que supongo que la grúa te saldrá más barata que si llamas a uno de Madrid.
—Aun así me va a salir carísimo, sólo tengo el seguro obligatorio… ¿Tú crees que me lo tendrá esta tarde?
—No lo sé. La verdad es que es un poco lento. Pero es muy bueno, es uno de esos apasionados de los coches que disfrutan con su trabajo.
—¡Ah! Qué bien…
Después, el silencio. Se acabaron las peroratas sobre los coches. Sergio se encerró en un obstinado mutismo, cosa que, tras sus discursos anteriores, resultaba, como mínimo, chocante. ¿Sería uno de esos hombres que cambian de humor de repente sin que una sepa por qué? Daniel era así: a veces estaba muy feliz, reía y hacía planes, y de pronto se quedaba callado y ya no había quien le sacara una palabra.
Cerró los ojos y se recostó en el reposacabezas con la intención de hacerse la dormida; si Sergio estaba esperando que hablara de la noche anterior, iba listo. Que empezara él.
—Bueno, ya estamos.
Sergio aparcó y se inclinó sobre ella para buscar algo en la guantera.
—Bien, toma la tarjeta de Juancho. Llámalo y dile que vas de mi parte.
—Muy bien. Y muchas gracias por todo, de verdad. Me veo en la obligación de insistir en que no es necesario…
—Calla de una vez. Mañana te espero en la puerta de tu casa, igual que hoy. Y esta tarde ten mucho cuidadito al volver a casa. Llámame cuando llegues.
—Vale, mami.
Sergio le tendió la mano y Laura se la dio. Durante unos segundos se quedaron mirándose a los ojos, con las manos entrelazadas. De pronto él inclinó la cabeza y la besó en los labios con mucha suavidad, una engañosa suavidad que desató todo un torbellino en su pecho. Recuerdos de cosas que aún no habían sucedido. Cuando dejó de besarla, se sintió decepcionada.
Se soltaron, remisos.
—No te olvides de llamarme…
—Jamás. Será lo primerito que haga al volver a casa. Y gracias por todo.
—Siempre a tus órdenes, princesa.
Laura se bajó y se quedó en la acera viendo cómo se alejaba el coche de Sergio hasta que desapareció.
Su famoso cliente conocido con el apodo de Aníbal el Caníbal la esperaba en su despacho. Rosa se lo dijo sin disimular la risa cuando la vio entrar. Pobre hombre, se había convertido en el hazmerreír del bufete y, suponía Laura, de todo su vecindario.
Aníbal Ribagorda (sí, se llamaba Aníbal) era un tipo menudo, de grandes orejas, precisamente, y ojillos saltones sobre los que cabalgaban unas pobladas cejas.
Se puso en pie cuando entró Laura. La joven le tendió la mano:
—Siéntese, por favor.
—Gracias por recibirme, señorita. Como ya sabe, mi cuñado me ha denunciado por agresión… Es que…, bueno…, en una discusión me calenté demasiado y… llegamos a las manos, aunque no mucho —Laura sonrió y se preguntó qué significaría «no mucho». En fin, paciencia, ya llegarían a eso—. El caso es que le mordí una oreja.
Le contó que su cuñado y él eran socios, tenían un negocio de transporte de mercancías y no les iba mal, aunque últimamente discutían cada vez más a menudo. Aníbal quería llegar a un acuerdo, pero su cuñado se negaba.
Laura se lo estaba pasando en grande charlando con ese hombre, pero, salvo decirle que intentaría negociar con el abogado de su cuñado, de momento no podía hacer mucho más. Así que, muy a su pesar, se despidió del hombrecillo tras prometerle que lo llamaría pronto.
Llevaba unos dos minutos sola en el despacho cuando oyó unos golpecitos en la puerta y ésta se abrió para dar paso a Antonio. Nada más verlo, supo que estaba enfadado.
Antonio era el único de los amigos de Daniel que había continuado manteniendo relación con ella, cosa que Laura le agradecía profundamente, pues su compañía había mitigado bastante su soledad. Los demás al principio la llamaban a menudo, interesándose por cómo estaba, cómo lo llevaba. Pero, poco a poco, las llamadas se habían hecho cada vez más escasas y hacía ya algunos meses que no recibía ninguna. Fue bastante duro reconocer que no tenía amigos, que sus amigos en realidad lo eran sólo de Daniel.
Salvo Antonio, que siempre había estado a su lado: en los buenos momentos sin hacerse notar y como un valioso apoyo en los malos. No sabía qué habría hecho sin él durante la enfermedad de Daniel. Todo habría sido mucho más duro sin su ayuda, sin su reconfortante presencia. Y después no había desertado, como los demás; había seguido visitándola, animándola. Incluso le había conseguido un trabajo.
Era más joven que Daniel. Laura no sabía su edad con exactitud, pero le calculaba unos cuarenta y dos años, y estaba divorciado. Tenía una hija de doce años a la que no veía mucho, porque su ex vivía en Málaga, y eso lo tenía un poco amargado. Pero era demasiado educado para dejar que sus problemas influyeran en sus relaciones con los demás. En cuanto a su aspecto, tenía mucho éxito entre las damas, pues era alto y rubio, y sus seductores ojos verdes llamaban la atención. Además, siempre iba impecablemente vestido, con traje y corbata. Pero tenía una pega: era muy serio y la magnífica impresión que su buen aspecto causaba en un primer momento quedaba anulada por su carácter austero, casi arisco, lo que hacía que no cayera nada bien a quienes no lo conocían en profundidad. Tras años de amistad, Laura achacaba esas características tan negativas a su extraordinaria timidez.
Sonrió al verlo entrar. Un vistazo a su ceño fruncido le bastó para saber que estaba enfadado. Y conocía el motivo.
—¿Dónde te metiste ayer? Me tenías muy preocupado, te llamé no sé cuántas veces… —fue lo primero que dijo.
—Hola. ¿No sabes que cuando entras en un lugar tienes que saludar?
—Hola —dijo Antonio de mala gana.
—Y en cuanto a dónde me metí ayer…, siento que te preocuparas. Simplemente desconecté el móvil y luego se me olvidó conectarlo. No es para tanto.
—¡Claro que lo es! La próxima vez ten más cuidado y no seas tan despistada. No puedes desaparecer así, sin dar noticias de…
—Ya está bien —lo interrumpió—. No soy una niña, Antonio, no quisiera enfadarme, pero me parece exagerado que andéis detrás de mí de esa manera. Ayer tuve la misma conversación con Celia, y te digo a ti lo que le dije a mi hermana: no soy una niña y me estáis hartando.
Antonio se puso muy colorado y Laura estuvo a punto de pedirle perdón, pero no lo hizo. Tenía que dejarles bien claro a todos que no necesitaba su permanente custodia.
—Bueno, no te pongas así. Me preocupo por una amiga, no me parece que la cosa sea tan grave —se acercó a ella y le acarició la cabeza. Un gesto fraternal, como tantas veces, pero en esta ocasión a Laura le pareció que había algo más. Y no le gustó.
Se apartó con brusquedad y Antonio la miró desolado.
—Deberías estarme agradecida. Si no fuera por mí, no tendrías este trabajo —en cuanto pronunció estas palabras se arrepintió de haberlo hecho.
Laura lo miró, incrédula. Le pareció ruin que se lo recordara, por eso le respondió, muy cortante:
—Y te lo agradezco, ¿quieres algo a cambio?
—No… Perdona, lo siento… —meneó la cabeza, sin dejar de mirarla—. Has cambiado, lo noto. No entiendo cómo ha podido producirse ese cambio en ti, pero es muy evidente. Sólo han pasado cinco días desde la última vez que nos vimos y pareces otra.
—Soy la de siempre. Y no pienses que no te agradezco todo lo que has hecho por mí, pero no me gusta que me controles —seguía enfadada. Nunca habría pensado que Antonio iba a tener el mal gusto de recordarle todo lo que la había ayudado.
—No te controlo, simplemente me preocupo por ti. Antes no te importaba que lo hiciera, yo diría que incluso te gustaba.
—¡Otro igual! —y ante el gesto de extrañeza de él, añadió—: Anoche Celia me dijo lo mismo. Puede que antes lo tolerara, no sé, pero ya no me gusta.
Antonio y Celia tenían algo de razón, reconoció para sus adentros. Sí había cambiado, y en muy poco tiempo. Pero no podía explicárselo porque ni ella misma lo entendía. No podía hablarle del torbellino que bullía en su cabeza, porque tendría que sincerarse con él y no quería hacerlo. Más adelante, cuando se hubiera aclarado, cuando ella misma supiera lo que quería, hablaría con Antonio. Era su mejor amigo; lo último que deseaba en el mundo era perder su amistad.
—Mira, digamos que estoy pasando una pequeña «crisis»… Llamémoslo así. He perdido tanto y han cambiado tantas cosas en este último año… —se miraron a los ojos. Los dos sabían de qué estaba hablando—. Necesito pensar, necesito replantearme mi vida. Y aunque sería mucho más fácil apoyarme en ti, como siempre, creo que es mejor que lo haga sola. No me agobies, por favor. Esta tontería se me pasará pronto.
—Está bien, pero me duele que prescindas de mí en momentos de crisis —sonrió—. Por favor, vuelve a ser tú cuanto antes.
Se abrazaron y se dieron los dos amistosos besos de rigor en la mejilla.
—De todos modos, llámame y mantenme informado de tus andanzas laborales… Y no porque tenga un interés malsano. Los amigos conversan, ¿no estás de acuerdo?
—Claro que sí. Te llamaré.
A partir de ese momento, el día transcurrió entre reuniones, expedientes y más reuniones. Como el día anterior, comió con Rosa, que, sospechando que su nueva amiga olvidaría la comida, había llevado doble ración. Un poco avergonzada, Laura reconoció que se había olvidado por completo de ese detalle y prometió a la secretaria que no volvería a pasar.
A eso de las cinco recibió la llamada de Juancho. El mecánico le dijo que a su coche no sólo había que cambiarle la batería, también tenía… Y en ese punto le soltó una lista de averías que la sobrepasó. Ni siquiera sabía que los coches tuvieran tantas piezas, de manera que le dijo que le enviara la información y el presupuesto por correo electrónico. Lo consultaría con Sergio, que parecía entender de coches más que ella.
Habían quedado en que lo llamaría cuando supiera algo del coche, así que cogió el móvil.
—¿Sergio? —dijo antes de que él contestara.
—¿Sí? Hola, Laura, ¿has hablado con Juancho?
—Precisamente por eso te llamaba. Al parecer, mi coche está para tirarlo a la basura. Le he dicho que mande la lista de averías por correo electrónico y…
—¡Claro! Reenvíame el presupuesto cuando te lo mande, que le echaré un vistazo —parecía que las averías de su coche le traían sin cuidado—. Tengo que dejarte, entro a un juicio. Voy a desconectar el teléfono, pero si tienes algo que decirme déjame un mensaje, que luego te respondo. Y no se te olvide llamarme en cuanto llegues esta tarde a casa.
—Que sí, pesado.
Y colgó.
Nunca en su vida había tenido tantas ganas de que un día acabara y empezara el siguiente.