23

Esa mañana se movían silenciosos por la casa. Laura estaba muy preocupada, pero no quería que él se diera cuenta de hasta qué punto, y fingía un ánimo que estaba muy lejos de sentir. Hasta el día anterior había estado segura de que Marga jamás diría nada de lo sucedido la noche en que murió Carla, porque también ella saldría malparada. Pero después de su entrevista con Antonio se había dado cuenta de que no hacía falta publicar una noticia en los periódicos para darla a conocer, que era mucho más eficaz lanzar el rumor en el lugar adecuado y esperar escondido a ver qué pasaba.

Sergio se tomó de pie su taza de café. Por fin le había dicho a Laura que no le sentaba muy bien comer por las mañanas y la joven ya no lo agasajaba con sus fabulosos desayunos, una desilusión para ella y un alivio para él. Pero ahora ésa era la menor de sus preocupaciones.

—Sergio… Hay un problema que… Bueno, no hago más que darle vueltas y…

Dudaba.

—Déjate de rodeos, Laura, y habla de una vez.

—Está bien… Ya has visto cómo corrió el rumor sobre el caso de Lucas y Marga…

—Sí, ¿y qué?

—Pues… que Marga puede difundir… Vaya, que no tiene que llamar a las televisiones ni publicarlo en los periódicos… Con dejar caer la historia de la muerte de Carla… Ella no se vería involucrada, porque, como es lógico, lo contaría a su manera… La bola iría creciendo… Nadie conocería el origen del chisme, pero… No digo que vaya a hacerlo, sólo digo que cabe esa posibilidad.

—Lo he pensado y no me importa, ya te lo he dicho. Me enfrentaré a las consecuencias de mis actos, sean las que sean. Estoy harto de ocultarme como… —iba a decir «un criminal», pero calló.

—Fue un accidente…

—Déjalo, Laura.

Le dio un beso y se marchó cerrando suavemente la puerta tras él.

Laura miró el reloj cuando lo vio marcharse. Eran las ocho. Faltaban ocho horas para las cuatro de la tarde. ¿Qué iba a hacer durante ese tiempo?

Tenía que llamar a Celia. Estaba segura de que Sergio nunca llamaría a su hermana para preguntarle por ella, pero podía pasar cualquier cosa, cualquier estupidez que la delatara. Era mejor no dejar ni un cabo suelto.

—Pienso en todo —se dijo con una risita histérica, orgullosa de su previsión, mientras marcaba el número de su hermana.

Contestó a la segunda llamada.

—Hola, Laura. Qué raro que me llames a estas horas. ¿Qué tal?

—¿Ya estás en el trabajo?

—Sí, acabo de llegar. ¿Pasa algo?

El retintín que ella tanto conocía, y temía, la alertó. Celia había hablado con Antonio… ¿Y si ella también los vigilaba? Ay, qué horror. Se estaba volviendo loca. Por muy enamorada que estuviera de Antonio, nunca haría nada que pudiera perjudicarla. ¡Era su hermana, por el amor de Dios! De todos modos…

—Nada, sólo quiero saludarte.

—¿Seguro que no quieres hablar conmigo de… nada? Por lo que me ha contado Antonio, creo que tenemos muchas cosas de que hablar.

—Ahora no, Celia. No estoy para monsergas. Antonio está desequilibrado. Podría contarte muchas cosas sobre él. De hecho, pienso hacerlo, pero estoy muy cansada, y harta de Antonio. Necesito olvidarlo durante un tiempo. Quería saludarte, hablar con mi hermana, que cada vez, no sé por qué, se encuentra más lejos de mí.

Ya estaba otra vez. Si seguía así iba a echarse a llorar de nuevo. «Sensible —se dijo—. Estoy muy sensible. Son los nervios».

—¿No sabes por qué? Laura, de verdad, no te entiendo. Primero nos engañas a todos haciéndonos creer que tienes un matrimonio ideal; luego pasas a ser la desconsolada viuda perfecta para tenernos a todos pendientes de ti, y después te enrollas con un sujeto que… Bueno, me he enterado de cosas horribles sobre ese tipo… Y quieres hacernos pensar que es el noviazgo perfecto, aunque creo que te has metido en un buen lío con ese tal Sergio y ahora no sabes cómo salir de él…

—No hables así de Sergio. Tú lo conoces, te lo presenté el sábado y parecías encantada.

—Sí, pero el sábado no sabía lo que sé ahora de él.

—Lo que te ha contado Antonio, querrás decir.

—Yo creo en lo que dice Antonio. Lo conocemos desde hace muchos años y nunca nos ha fallado. ¿Cuánto hace que conoces a este tipo? ¡Sólo unos días! Vamos, Laura, déjame en paz. Ya estoy harta de ti, te metes en líos de los que luego no sabes salir y…

—Si de verdad crees que estoy metida en un lío, ¿por qué no me preguntas cómo puedes ayudarme a salir de él? Yo lo haría. Si tú estuvieras metida en un lío, te ofrecería mi ayuda… ¿Y sabes una cosa? Lo estás, Celia. Porque si sigues con Antonio tendrás problemas. ¿Prefieres creer a Antonio antes que a mí? —el silencio de su hermana fue la más elocuente de las respuestas—. Vale, lo entiendo, no necesitas hablar. Al menos acepta un consejo: ten cuidado, por favor. No me creas si no quieres, pero ten cuidado.

Laura colgó. Ya estaba. Por fin había roto con la única persona de su pasado con la que aún la unían lazos de amor y amistad. Si tan sólo un mes antes le hubieran dicho que acabaría así con Antonio y Celia, sus dos mejores amigos, no se lo habría creído. Aún le quedaba Luisa, pero su hermana pequeña era demasiado joven y estaba muy unida a Celia, que siempre había sido, más que una hermana mayor, una madre para ella. Las lágrimas acudieron de nuevo a sus ojos y parpadeó. No podía ir a contarle su verdad a Luisa porque sería como intentar enemistarla con Celia, y eso no estaría bien.

Esperaba que Celia recapacitara. Si no, la haría recapacitar ella. Pero ahora le parecía que llevaba el peso del mundo sobre sus hombros, y ya no podía con un gramo más. Lo único que sabía era que, al menos de momento, había perdido la confianza y el apoyo de Celia.

«Y mi coartada», se dijo.

El caso era que no podía contar con el apoyo de su familia.

¡Se sentía tan sola! Su mundo se había desmoronado en pocos días. No tenía a nadie, salvo a Sergio. Y no sabía durante cuánto tiempo iba a poder conservarlo.

De pronto oyó la puerta, pero no se asustó como la primera vez, porque en esta ocasión sabía que era Carmen. Se secó rápidamente las lágrimas que corrían por sus mejillas y parpadeó para evitar el llanto, de modo que cuando la mujer entró estaba ya algo más calmada, aunque no tanto como para que Carmen no se diera cuenta de que algo la preocupaba.

Se pegó a la asombrada mujer como una lapa; quería ayudarla a limpiar, cosa que Carmen no se tomó muy bien, acostumbrada a ser dueña y señora de la casa por las mañanas durante tantos años. Pero lo soportó, intrigada por el comportamiento de la joven. Y le dio palique, que era lo que Laura más necesitaba. Luego quiso ir a la compra. A Carmen le pareció poco menos que un pecado tal sugerencia, pero aceptó, porque parecía que la señorita no se encontraba muy bien. Una joven extraña, sí, muy rara, pensó cuando una entusiasta Laura salió dispuesta a arrasar el supermercado.

—No compre mucho. Hay bastantes cosas en el congelador y la nevera está casi llena…

Laura no la oyó porque ya se había marchado. Sabía que la mujer iba a pensar que estaba loca. Pero no podía evitarlo. Tenía que estar ocupada hasta las tres, hora en que había decidido salir para llegar puntual a su entrevista con Henry Roms.

El conserje la saludó con una sonrisa. Siempre la miraba así, con un brillo de sarcasmo en los ojos, seguramente porque recordaba la primera vez que la había visto, cuando estaba hablando con Marga y Laura casi se había caído en el portal. Parecía que habían pasado siglos desde aquel día.

Cuando volvió de la compra, ya estaba más tranquila y Carmen se sintió aliviada al ver el cambio que había experimentado. No era cómodo estar acompañada por un ciclón cuando una ya tiene sus costumbres, invariadas durante años.

—Perdóneme, hoy estoy un poco nerviosa.

—No se preocupe, es agradable tener con quien hablar —la señora sonrió.

—Usted conoció a Marga, la novia que tuvo Sergio hace años… —lo dejó caer como si tal cosa, aunque le costó mucho formular la pregunta.

—Sí, la vi algunas veces. Era una señorita muy guapa, pero dejó de venir por aquí cuando Sergio enfermó.

—¿Ni siquiera para preguntar cómo estaba?

—No, aunque una vez, unos días después de que se declarara la enfermedad de Sergio, la vi hablando con el conserje. Supongo que vendría a preguntar por él, pero aquí no subió. Durante casi un año puede decirse que prácticamente viví aquí. Y nunca la vi…, salvo ese día que le digo. Pero no es de extrañar, porque creo que se marchó al extranjero con su hermano —miró a Laura con suspicacia, como si de pronto hubiera comprendido el interés de la joven—. ¿Ha vuelto?

—Sí.

—No se preocupe, señorita, usted vale mil veces más que ella, se lo digo yo.

La pobre mujer había confundido el motivo de su preocupación y pensaba que estaba celosa. Laura sonrió, conmovida por su amabilidad. Y como estaba tan sensible, casi echa unas lagrimitas. Casi, porque, afortunadamente, se contuvo a tiempo.

Las horas transcurrían con irritante lentitud. Carmen se marchó. Laura se duchó y se cambió de ropa. ¿Cómo vestirse para esa entrevista? Formal, se dijo, no le convenía aparecer como una jovencita asustada, sino como una mujer seria, segura de sí misma, de manera que se puso su traje pantalón gris, con tacones para parecer más alta, y se recogió el pelo. Su inquietud por la entrevista de esa tarde había hecho que olvidara a Sergio y ahora miró el teléfono con preocupación. No la había llamado. ¿Sería buena o mala señal? No lo sabía, pero resistió la tentación de llamarlo ella. Ya se enteraría de cómo le había ido cuando hablaran más tarde.

Le costó bastante encontrar la dirección, porque el señor Roms vivía en un barrio de las afueras, en la zona norte de Madrid, difícil de localizar, al menos para ella que no tenía lo que se dice un fino sentido de la orientación. Así que se perdió y dio varias vueltas sin sentido durante veinte minutos antes de aparcar frente a la casa a las cuatro menos siete minutos de la tarde. Menos mal que había salido con tiempo, pensó mientras admiraba la imponente mansión, cuya parte superior aparecía sobre una enorme valla de ladrillo que rodeaba el perímetro de la casa. La puerta era negra, de hierro, y Laura se sintió vigilada al acercarse. Seguro que había cámaras, aunque ella no vio ninguna. Pulsó el timbre del telefonillo y esperó.

Pasados unos segundos, una voz metálica salió del aparato.

—¿Sí?

—Soy Laura de Santis, el señor Roms me espera.

Oyó un clic cuando se abrió la puerta y entró a un enorme jardín, con un sendero de baldosas que conducía hasta unas escaleras que daban paso a la vivienda. Laura estaba temblando y tuvo que respirar hondo varias veces antes de ponerse en marcha. Mientras avanzaba, la casa iba acercándose a ella, aunque, pensó Laura, debía de ser ella quien se aproximaba a la casa. Pero estaba tan alterada que no sabía exactamente cuál de las dos era la que se movía. Por fin, cuando llegó al pie de las escaleras, se abrió la puerta, y un hombre con uniforme de mayordomo la saludó desde arriba.

—Por favor… —dijo, abriendo del todo para franquearle el paso.

Laura subió las escaleras y entró a un imponente vestíbulo.

«Tengo que controlarme», se dijo. «Esta casa es como para poner de los nervios a cualquiera, y yo no necesito mucho estímulo para eso». Sonrió al hombre. Era la primera vez que estaba en una casa con mayordomo y se sintió rara, como si al atravesar esa puerta hubiera entrado en el túnel del tiempo para aparecer en otro siglo.

—Sígame —el hombre era bastante mayor, y no parecía conservar ni un atisbo de la energía de la juventud. Sus pasos eran torpes y lentos, y Laura llegó a temer que de repente se desplomara frente a ella.

La condujo a una salita, con muebles estilo art déco, antiguos y probablemente muy valiosos, pero a Laura le parecieron fuera de lugar. Lo que allí pegaba, a juzgar por el individuo que la había recibido, eran unas cuantas telarañas y fantasmas arrastrando cadenas.

En el momento en que el reloj de pared movía su péndulo al dar las cuatro, la puerta se abrió de nuevo, esta vez para dar paso a un hombre de unos sesenta años, pulcramente vestido con un traje de corte impecable. Se acercó a ella y le tendió la mano.

—Soy Ramón Sanz, el secretario del señor Roms.

—Mucho gusto.

—Es necesario que le haga algunas advertencias antes de conducirla a su habitación. El señor Roms está muy enfermo, se encuentra postrado en la cama, conectado a una bombona de oxígeno, y debido a una reciente operación de garganta apenas puede hablar. Una enfermera lo cuida día y noche, es de toda confianza y me gustaría que estuviera presente en la entrevista por si el señor Roms necesita sus cuidados. ¿Tiene algún inconveniente?

Laura pensó que no era necesario que la enfermera permaneciera en la habitación, bastaba con que se situara fuera, al otro lado de la puerta. Pero se dijo que era mejor no poner trabas, y ese detalle no le parecía tan grave.

—Ninguno…

—Por supuesto, yo también estaré presente.

—Por supuesto.

—Bien, sígame.

Salieron nuevamente al vestíbulo y entraron por unas puertas dobles a un enorme salón. Laura seguía a su cicerone como un autómata, sin fijarse esta vez en la decoración ni en nada que no fuera la espalda de su guía, tras el que andaba con cierta congoja. Atravesaron otras puertas dobles y entraron a una gran sala rectangular al fondo de la cual había una enorme cama. Según se acercaban, Laura pudo ver que sobre la cama había una menuda figurilla. Era un hombre escuálido. Sus bracitos asomaban por entre las sábanas y sostenía un pequeño ordenador cuyas teclas dejó de pulsar cuando los vio. Unas gomas lo conectaban a una bombona que había en el suelo y Laura pensó que era el oxígeno del que le había hablado su acompañante. Sus cuatro pelos blancos aparecían peinados con esmero sobre su pequeña cabeza y su rostro apergaminado era pálido y apagado. Sólo los cansados movimientos de sus brazos al teclear y sus ojos, que brillaban con extraordinaria agudeza, daban fe de que aún estaba vivo.

En una silla junto a uno de los grandes ventanales había una mujer vestida con una bata blanca haciendo punto. Miró a Laura con curiosidad y dejó las agujas sobre su regazo, dispuesta a no perderse una sola palabra de la conversación, que anticipaba interesante.

Laura saludó con una inclinación de cabeza a la enfermera y se detuvo junto a la cama, sin decir nada, mientras el hombrecillo la miraba de arriba abajo. Tras unos segundos de intenso escrutinio que a la joven le parecieron horas, escribió algo en el ordenador. Una voz de mujer salió de la máquina y Laura se sobresaltó.

—Usted no pudo ser amiga de Carla. Es muy joven.

Ahora venía lo peor. Había entrado en esa casa con una mentira y tenía que explicarse. De cómo lo hiciera dependía el éxito o el fracaso de su empresa.

—Es cierto, yo no llegué a conocer a Carla, pero sé muchas cosas de ella. Un buen amigo mío la conoció muy bien y… bueno, puede decirse que vengo en su nombre. Se llamaba Juan Cobos.

Lo miró con expectación. Había decidido que no debía nombrar a Sergio, así que se inventó a alguien. Roms no podía conocer a todos los amigos de su nieta, y el nombre de Juan Cobos le pareció tan bueno como cualquier otro.

—¿Lo conoció usted? —insistió Laura.

El anciano esta vez no pulsó ninguna tecla de su ordenador. Sólo negó con la cabeza y le hizo un ademán con la mano para que continuara.

—Sé que es muy doloroso para usted recordar ese episodio de su vida…

El hombre la contemplaba expectante, sus ojillos brillaban por la curiosidad y las manos le temblaban. Cerró los puños y miró a su secretario.

—Quiere que continúe usted. Por favor, no se interrumpa y procure hablar sin titubeos, con voz clara para que él la entienda.

Laura se puso roja tras esta recomendación, que asumió como una pequeña reprimenda, y continuó, esforzándose por hablar con claridad y sin titubeos.

—La noche en que murió su nieta Juan estaba en la fiesta. Sólo sabe que les dijeron a todos los invitados que se marcharan. Dos días después leyó en el periódico que Carla había muerto y había sido incinerada. Pero nadie habló con él, nadie le dio ninguna explicación y sus numerosas preguntas no obtuvieron ninguna respuesta. Intentó descubrir qué había pasado y llamó a todos sus amigos. Pero nada, nadie sabía nada… Y como era tan joven y sana…

«Ahora o nunca», se dijo. Tenía que echarse el farol, iría a por todas y a ver qué pasaba. De todas formas, las cosas no podían estar peor de lo que estaban…

—Perdone… Lo siento —dijo, refiriéndose a su titubeo y mirando con reparos al secretario. Volvió a posar su mirada en el señor Roms—. Juan no cree que haya muerto. Sospecha que sucedió algo de lo que él no está enterado; duda que Carla muriera. Estaba enamorado de ella y piensa que usted la obligó a marcharse por alguna razón; dice que tenía medios e influencias suficientes para hacerlo y que Carla debe de andar por ahí, escondida en algún sitio… Está obsesionado y temo que acabe volviéndose loco —aquí Laura puso freno a su imaginación. No le convenía exagerar, no fuera a ser que se dieran cuenta—. Incluso ha contratado a un detective privado para que la busque, ya que las pesquisas que ha hecho por su cuenta no han dado resultado… En fin. No dejará de buscarla y yo quiero impedir a toda costa que siga, porque vamos a casarnos y no quisiera vivir con un hombre obsesionado por otra mujer. Por eso necesito que alguien que sepa lo que ocurrió me lo cuente, para que él se convenza. Si le digo que he hablado con usted y que usted mismo me ha confirmado que Carla murió de un infarto aquella noche, estoy segura de que se quedará tranquilo y dejará de buscarla. A usted le creerá. Si lo prefiere, puedo venir con él. Estoy segura de que al verlo lo recordará, porque era muy amigo de su nieta…

Ese farol sí que era peligroso. Como el hombre dijera que sí, estaba perdida. Pero necesitaba proporcionar a su sarta de mentiras el aspecto de la más respetable de las verdades.

Lo miró atenta, rezando para que su historia hubiera colado, y esperó.

El anciano permaneció en silencio, contemplándola consternado. Luego apoyó la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos.

—Todo esto es muy doloroso para él, señorita. Será mejor que se marche —el secretario le puso la mano en la espalda y la empujó suavemente hacia la puerta. Entonces una voz femenina e impersonal dijo:

—No.

Ambos se quedaron inmóviles a mitad de camino y se volvieron. El señor Roms escribía con gran energía para sus pocas fuerzas y Laura esperó con la respiración entrecortada durante lo que le pareció una eternidad, y lo fue, porque el hombre se tiró escribiendo sus buenos cinco minutos.

Al fin la voz metálica empezó a sonar de nuevo.

—No recuerdo a ese hombre del que me habla. No me interesa lo que haya sido de él, y me da igual cómo sea su vida. Usted me mintió, dijo que tenía algo que contarme sobre Carla.

Dejó de escribir y esperó a que Laura hablara.

—Yo… En realidad no la conocí, lo dije porque quería hablar con usted y… —Laura se interrumpió pues estaba tan asustada que no podía pensar en nada.

Estaba pálida. El corazón le latía con tanta fuerza que pensó que los demás podrían oírlo y era incapaz de dejar de temblar. Aun en la enfermedad, a las puertas de la muerte, ese hombre era terrible.

Mientras permanecía en silencio, aterrada sin saber qué decir, el hombre seguía escribiendo. Los minutos parecían horas.

—Usted ha venido a mi casa con engaños —dijo al fin la femenina voz impersonal— y se merece que la echen a patadas de aquí. Márchese. Ramón, eche a esta mujer de mi casa —y con el mismo tono impersonal la voz metálica añadió—: Fuera de aquí.

Entonces el anciano se incorporó y la miró con ojos furiosos. No era la mirada de un moribundo, por unos segundos apareció el hombre que debió de haber sido, duro e implacable, y Laura sintió verdadero terror. Se alegraba de no haber tenido jamás nada que ver con él. Hay personas a las que es mejor no haber conocido y el señor Roms era una de ellas.

La voz del secretario la sacó de su ensimismamiento.

—Sígame, por favor.

Laura se sintió abatida, con unas tremendas ganas de llorar. No había servido de nada, jamás sabría si había algo más en toda aquella historia.

Siguió al secretario sin darse cuenta de por dónde iban hasta que pensó que no se dirigían a la salida.

—Venga conmigo, señorita. Y no llore —el hombre se detuvo y puso sus manos sobre los hombros de la chica. Gruesos lagrimones en los que ella no había reparado corrían por sus mejillas—. ¿Está decepcionada, verdad? No se preocupe, sígame.

Un rayito de esperanza brilló en el corazón de Laura, que lo siguió sin rechistar.

Entraron en un despacho. Una habitación pequeña en comparación con el resto de la casa. A Laura le pareció más acogedora y se sintió algo más tranquila.

—Siéntese y tómese su tiempo para tranquilizarse, está usted muy alterada. Relájese.

Laura le dirigió una sonrisa para agradecérselo en silencio. En ese momento aún no podía hablar sin echarse a llorar.

El secretario se sentó en una silla frente a ella, mirándola con interés, y cuando le pareció que estaba más calmada, comenzó a hablar.

—Verá, el señor Roms ha escrito sus memorias… Bueno, las escribí yo, pero él me las dictó hace unos años, por eso conozco muy bien su contenido. Desenmascara a mucha gente: políticos, empresarios, incluso actores… gente que usted jamás habría pensado que fuera capaz de hacer lo que él cuenta. Pero así es, y en muchos casos incluso aporta pruebas. La cuestión es que esas memorias no pueden publicarse hasta su muerte; es una de las condiciones que puso para firmar el contrato con la editorial. Como verá, está en las últimas. Sin embargo yo no me fío, es capaz de vivir aún mucho tiempo, pues recibe muy buenos cuidados y tiene un enorme coraje que lo ayuda a resistir, como ha podido comprobar usted misma. ¿Usted no puede esperar, verdad?

Laura indicó que no con la cabeza.

—Me ha caído usted bien y estoy dispuesto a hacerle un favor…

—Gracias… —balbuceó Laura con una voz muy finita—. Se lo agradezco.

—Mire, vamos a hacer una cosa: usted me promete que sólo se las enseñará a su novio y yo le doy las páginas en que habla de la muerte de la señorita Carla. Vea lo que arriesgo: si se entera de que lo he desobedecido, me despedirá y me borrará de su testamento, y sé que me deja un buen pellizco —sonrió, como dando a entender que, si no fuera por esa esperanza, haría ya mucho tiempo que no estaría allí—. No creo estar haciendo nada malo. Distinto sería que le diera todo el manuscrito; sería muy grave que la información se filtrara a la prensa antes de que el libro saliera. Pero sólo le daré lo que le interesa a usted, y sólo si me promete solemnemente que nadie, salvo su novio y usted misma, leerá esas páginas.

—Se lo prometo. Nadie las leerá salvo él y yo. Esté seguro de ello, no podría decepcionarlo después de lo que está haciendo por mí.

—Bien, la creo. Yo soy muy bueno juzgando a las personas, y usted me cae bien. Y no piense que soy desleal. Si lo fuera ya habría vendido el documento; sé que algunos medios me pagarían muy bien. Pero no. Firmé un contrato de confidencialidad con el señor Roms y pienso respetarlo, salvo en este punto. Espero que sea consciente de lo que hago por usted.

—Lo soy, y se lo agradezco de todo corazón.

Laura estaba a punto de sufrir un ataque de nervios. Ese hombre le estaba haciendo un gran favor y se sentía muy culpable por haberle mentido. «Pero en la guerra todo vale», se dijo para animarse.

Ramón Sanz se acercó al ordenador y estuvo toqueteando teclas durante unos minutos.

—Tendré que tachar algunos nombres y quitar algunas referencias, así que espere un momento.

Laura lo contemplaba con angustia, preguntándose cómo acabaría todo aquello, y se sobresaltó cuando, de repente, la impresora se puso en marcha con un ruidillo. El secretario cogió las tres páginas impresas y se las dio.

—Se lo agradezco tanto…

—Nada, nada —la interrumpió él—. Déjese de agradecimientos. Lo único que le pido es que cumpla su promesa. Nadie debe saber que el señor Roms ha escrito sus memorias. Esa información debe quedar entre su novio, usted y yo.

—Por supuesto, así será. Pero… Bueno, me sentiría mal si no le dijera que mi novio no es… quien yo he dicho que era. Aunque básicamente la historia es cierta —se apresuró a añadir, arrepentida de su impulsivo ataque de sinceridad.

—Ya sé que se ha permitido usted ciertas… «licencias», por llamarlo de algún modo. Miente usted muy mal, señorita, pero me gusta. Y la creo cuando dice que sólo enseñará estos papeles a su novio.

—De eso puede estar usted completamente seguro.

Ramón Sanz la acompañó hasta la salida y se despidieron con un apretón de manos.

Laura atravesó casi corriendo el caminito hasta la puerta de hierro y, cuando la cerró tras de sí, libre al fin de la opresiva atmósfera de esa casa, respiró varias veces para que el aire fresco reemplazara en sus pulmones al enrarecido aire de la mansión. Corrió hasta su coche. No podía esperar para leer las páginas, que crujían en sus manos temblorosas. Pero no se atrevía a leerlas allí, porque, aunque sabía que era imposible, le parecía que el terrible y maligno viejo la observaba. Así que arrancó y se alejó varias calles, hasta que pensó que estaba a salvo.

Aparcó y se puso a leer con avidez.