22

Ambos estuvieron de acuerdo en que la ducha había resultado reconfortante, y muy larga. Cuando salieron Laura se puso a hacer un café y Sergio fue al ordenador a mirar su correo.

—Tengo un montón de mensajes. Mira: uno del juez Robles.

—¿Qué dice? —gritó Laura desde la cocina.

—Me invita a comer —Sergio leyó en voz baja, luego se levantó y fue donde estaba ella—. Dice que vaya a su casa a eso de la una, quiere comer conmigo y charlar. ¿Ves como yo tenía razón? Tú crees que estoy paranoico, pero no es así, todos lo saben… Qué barbaridad, soy la comidilla de los juzgados. Este asunto ha llegado demasiado lejos, lo manejé mal desde el principio y ahora se me ha ido de las manos… —la miró. Ya habían hablado muchas veces de eso y Laura sabía que no iban a llegar a ningún lado si seguían en esa dirección.

—Ya no puedes arreglarlo. Tuviste miedo, es comprensible. Pensaste que podrías convencerla de que abandonara, lo cual también es comprensible. De todos modos no creo que lo haya contado, apuesto a que nadie sabe nada. Quizá alguien sospeche que piensas prevaricar en el caso de Lucas Salcedo, porque se han enterado de que su hermana fue novia tuya. Es lo único, y ni siquiera de eso pueden estar seguros. Dile a Robles que mañana te vas a inhibir y punto, todo solucionado.

—No me voy a inhibir, voy a dimitir.

Seguía en sus trece y Laura decidió dejarlo estar; esa mañana Sergio estaba empeñado en verlo todo negro.

—¿Y Marga? ¿Ha vuelto a llamarte? —le preguntó fingiendo indiferencia.

—No, desde la famosa cita en el Círculo de Bellas Artes no he vuelto a verla.

—Aún no me has dicho qué quería, aunque me lo imagino.

—Lo de siempre, ¿qué va a ser? Sólo desea que le dé la seguridad de que haré lo que me pide; no para de llamarme y quiere quedar conmigo sólo para eso, y como yo nunca le digo nada concreto, insiste. Siempre le digo que lo pensaré… Intento alargarlo lo más posible. Pero mañana acabará por fin esta pesadilla, al menos en lo que se refiere a su chantaje. Si luego habla, mira, ya no me importa…

—No lo hará. Ya te lo he dicho, no sacaría ningún beneficio de ello.

Sergio meneó la cabeza con incredulidad, tenía sus dudas.

—Y las veces que os habéis visto… ¿Nunca le has preguntado por aquella noche?

Laura se sintió mal interrogándolo de esa manera, pero a él no parecía molestarle, o al menos no daba señales de ello, aunque tampoco le seguía el juego y se limitaba a responder a sus preguntas de la manera más escueta posible.

—¡No! ¿Qué hay que saber de aquella noche? Lo único que me interesa ya lo sé, lo vi con mis propios ojos.

—Nunca me has contado qué pasó aquella vez que nos vimos en el restaurante, cuando yo iba con Antonio.

—Fue la primera vez que la vi después de aquello. Esa mañana yo estaba feliz pensando en ti, en que íbamos a pasar el fin de semana juntos; planeaba qué hacer… cuando sonó el teléfono. La reconocí nada más oír su voz, aunque no podía creerlo, ¿qué querría después de tanto tiempo después de haber desaparecido sin darme ninguna explicación y dejarme tirado en el peor momento de mi vida? En fin, quedamos… y, bueno, ahí empezó todo, precisamente en ese restaurante. Se había enterado de que el caso de su hermano había caído en mi juzgado, y ya conoces el resto, para qué seguir.

—No debiste decirle que lo pensarías. Debiste decirle desde el principio que no ibas a permitir que te chantajeara.

—Sí, pero no lo hice porque de pronto ese episodio de mi vida que creía tener bajo control volvió a asediarme y… Sí, tienes razón, el sentimiento de culpa me impidió razonar. Ése fue uno de los motivos, pero había algo más…

—¿Qué?

—Tú.

—¿Yo? Tendrás que explicarte mejor, porque no te entiendo.

—Quería conocerte, tenía tantos deseos de salir contigo, de estar contigo, que pensé que, si hacía lo que me ordenaba la razón, que era inhibirme del caso en ese mismo instante, ella lo contaría y yo estaría perdido. Tú y yo habríamos terminado antes de empezar siquiera… Te manipulé, Laura. Sabía que cuanto más tiempo pasáramos juntos más difícil te sería dejarme. Pensaba que si te enamorabas de mí ya no me abandonarías. Por eso le daba largas a Marga, para que tú tuvieras tiempo. La verdad es que me porté como un canalla.

—Sí, en eso estoy de acuerdo contigo, eres un canalla.

Se abrazaron y durante unos minutos sólo se oyó el ritmo de sus respiraciones mientras se besaban. Al fin, reacia, Laura lo apartó. Empezaban a sincerarse de verdad; esta vez no iba a permitir la distracción en la que ambos estaban pensando en ese momento. Tenían que hablar.

—¿Y qué vas a decirle hoy al juez Robles?

—Que mañana voy a presentar mi dimisión.

—¡No lo hagas! Dile que es cierto, que Marga fue tu novia y que por esa razón vas a inhibirte en el caso de su hermano. Eso es verdad, no le mentirías si se lo dijeras.

—No, ya no puedo seguir así. Tengo que cortar con todo esto.

No dijo más y Laura decidió callar. Tenía sus propios planes, pero de momento no pensaba comentarle nada a Sergio, porque no sabía si al final se atrevería a llevarlos a cabo.

—Se fastidió nuestro domingo… ¿Te importa?

—Claro que no, tenemos muchos domingos por delante. Todos los domingos de nuestra vida.

—Al menos todos los domingos que aguantes conmigo, que no sé cuántos serán —le dio un beso en la frente—. Voy a vestirme, ya es muy tarde y no quiero hacer esperar al juez Robles.

Laura se quedó pensando en sus últimas palabras. Sí, la situación no mejoraba, como ella había pensado que sucedería. Por el contrario, iba a peor.

No le quedaba más remedio, tenía que intentarlo. Se le había ocurrido un plan bastante arriesgado del que no quería hablar a Sergio, pues él estaría en completo desacuerdo y le impediría llevarlo a cabo. Lo haría sin decirle nada. Si todo salía mal, Sergio nunca se iba a enterar de lo que había hecho, pero si salía bien… No quería hacerse ilusiones. Seguro que todo acabaría siendo un desastre.

Media hora después se despedían con un beso en la puerta.

—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a quedarte en casa todo el día?

—Llamaré a Celia. Si no piensa salir, iré a verla.

Laura se quedó un rato apoyada en la puerta después de que se cerrara tras él. Por fin se había decidido. Sabía lo que debía hacer, pero no las tenía todas consigo. Bueno, lo iba a intentar de todos modos. Lo primero era volver a leer el relato de Sergio, porque había algo que no encajaba, un detalle fuera de lugar. Lo leería, pero ahora sin apasionamiento, analizando las palabras.

Acababa de sentarse y estaba conectando el ordenador, cuando sonó el timbre.

Se sobresaltó. No hacía ni cinco minutos que Sergio había salido, ¿sería él? Debía de haber olvidado algo, seguro que se había dejado las llaves del coche.

—Vaya despis…

Las palabras murieron en sus labios al ver quién era la persona que estaba al otro lado de la puerta.

—¡Antonio! Pero… ¿qué haces aquí? ¿Cómo sabes…?

—¿Me dejas pasar? —la interrumpió.

Laura estaba tan asombrada que no supo qué hacer y se apartó para franquearle el paso.

Cuando lo vio dentro de la casa sintió miedo. Pero ya era demasiado tarde, la puerta se había cerrado tras él.

—No entiendo cómo sabes dónde vivo…

—Sé dónde vives, y no es aquí.

—Entonces cómo…

—He visto salir a tu novio, sabía que estarías sola.

—¿Nos estás vigilando? —Laura no podía creerlo.

—Más o menos… Laura, he venido a advertirte. Ese tipo es un delincuente, no es bueno. Vas a meterte en muchos problemas si sigues con él, no sabes las cosas que he averiguado…

Laura sintió que el corazón daba un vuelco en su pecho. ¿Qué había averiguado Antonio? Estaba aterrada, ¿lo sabría?

—¿Qué dices? ¿Qué es lo que has averiguado?

Antonio equivocó la razón de su interés y se sintió optimista. Al ver la reacción de Laura se dijo que quizá no le fuera a resultar tan difícil desenmascarar a Sergio como había pensado.

—Mientras tú estás aquí, en casita, él se va a ver a otra. Dentro de poco estará con ella y, créeme, es toda una mujer, yo la he visto.

—¿Cómo sabes todas esas cosas?

—He hecho algunas investigaciones…

—Investigaciones… —lo interrumpió—. ¡Qué fuerte! —dijo con sorna—. ¿Y qué más?

—¿Cómo que qué más?

—Sí, ¿qué más has averiguado?

—Que te engaña, ¿te parece poco? Y no sólo a ti. Engaña a todo el mundo, porque su otra novia es la hermana de un acusado, y él lleva su caso, ¿qué te parece? ¿Es eso ético?

Laura respiró aliviada. Por un momento había temido que Antonio estuviera enterado de lo sucedido hacía doce años.

—Fuiste tú, ¿verdad?

—¿De qué me hablas?

—Tú le dijiste a don Tomás que me despidiera.

Antonio vaciló.

—Bueno… Yo…

De pronto pareció más seguro. La miró a los ojos con decisión.

—Sí, fui yo. Pensé que si te veías sola, desamparada, acudirías a mí. Y ahora no te queda más remedio que hacerlo. Estás sola, desamparada, tu novio te miente, no tienes trabajo… Como verás, necesitas ayuda. Y yo estoy aquí para lo que necesites, sabes que siempre estaré a tu lado.

—Tú difundiste los rumores sobre Sergio. Contaste en el bufete lo que habías averiguado sobre él, sabiendo que alguno caería en la trampa y no dudaría en poner en marcha la máquina de las murmuraciones. ¿Contrataste a un detective privado para que averiguara sus trapos sucios?

—Más o menos…

—¡Eres increíble!

Antonio la miró muy seguro de sí mismo. Estaba convencido de que la información que tenía para ella la dejaría conmocionada y la haría huir de aquella casa y de Sergio para siempre.

—Comencé a investigarlo el día que lo vi en tu casa —prosiguió sin hacer caso de su interrupción—, cuando me dijo que era tu novio… No me pareció trigo limpio y estaba en lo cierto. Tienes que dejarlo, Laura. No es bueno. Yo te cuidaré. Daniel me hizo prometerle…

—¡Calla! Estás loco. Si Daniel hubiera sabido cómo eres en realidad, jamás te habría hecho prometerle nada. Tú no tienes que cuidarme, ni espiarme ni conspirar para que me echen del trabajo y hundir a mi novio —lo miró muy seria—. Escucha con atención, Antonio: no quiero que te metas más en mi vida. ¡Déjame en paz! ¿Lo pillas?

Antonio la miraba perplejo.

—Ahora entiendo por qué te dejó tu mujer, por qué se fue a vivir tan lejos de ti y por qué no quiere que veas a tu hija. Ella debe conocerte mejor que nadie.

—No sigas por ese camino…

—Te denunciaré —lo interrumpió Laura—. Si sigues espiándome, te denunciaré por acoso. Soy abogada, sé lo que tengo que hacer en un caso como éste. Así que déjame en paz, no vuelvas a llamarme, y por supuesto no vuelvas a espiarnos, ni a mí ni a Sergio… ¡Ah! Y deja también en paz a Celia. Ella no sabe cómo eres pero ya me encargaré yo de que te conozca. No vuelvas a llamarla para sonsacarle información. Déjanos en paz a todos, desaparece de nuestras vidas.

—No sabes lo que estás diciendo. Cuando ese hombre te deje tirada, volverás a mí.

—No volvería a ti aunque me fuera la vida en ello. Y ahora vete, lárgate, no vuelvas a aparecer por aquí, porque la próxima vez que te vea siguiéndome llamaré a la policía.

Antonio le lanzó una mirada de odio tal que Laura sintió miedo. Por primera vez en el transcurso de esa entrevista temió que la atacara y estuvo a punto de retroceder unos pasos. Pero no lo hizo, permaneció erguida frente a él sosteniéndole la mirada.

—Márchate —repitió.

Antonio la miró unos segundos más y luego abrió la puerta. Cerró con un portazo que hizo temblar toda la casa.

Cuando él se marchó, la abandonó toda su entereza y se desinfló como un globo. Las piernas le temblaban y el corazón latía desbocado en su pecho mientras se dirigía, tambaleante, a sentarse en el sofá. Apoyó la cabeza en el respaldo y empezó a respirar hondo, como siempre hacía para tranquilizarse. Poco a poco se fue calmando y al cabo de diez minutos ya era capaz de pensar con cierta claridad.

Sergio no estaba tan paranoico después de todo. Antonio había visto a Marga, podía ponerse en contacto con ella, podían hablar, podían lanzar el rumor, y lo sucedido doce años antes se haría público, correría de boca en boca pero exagerado. La bola iría creciendo… ¿Quién sabía cómo acabaría todo? Y lo malo era que Sergio no se iba a defender. Se sentía tan culpable que lo admitiría todo. Y aunque legalmente el asunto no podía tener consecuencias, sería fatal para él.

¿Qué podía hacer?

Cerró los ojos. Todo el mundo la había manipulado: Daniel, Antonio, incluso Sergio, esperando a que se enamorara de él antes de contarle lo que tenía derecho a saber. Pero Antonio… Lo de Antonio era lo peor, porque llevaba años siendo su gran amigo. Se sintió ligera de pronto al pensar que por fin se veía libre de él. Sí, era una maravillosa liberación no tener que darle explicaciones, no tener que soportar sus incesantes recordatorios sobre Daniel. ¡Era tan joven cuando se casó! Se había dejado manipular por todos… Bien, pues se acabó, a partir de ahora nadie la manipularía, ni siquiera Sergio.

Sonrió con ternura al pensar en Sergio. Él no quería manipularla, él simplemente estaba enamorado de ella. Y tenía que ayudarlo, pensó, volviendo a la tarea que había empezado antes de la interrupción de Antonio. Puso el portátil sobre la encimera de la cocina y se sentó en una de las banquetas.

En una primera lectura no vio nada, así que volvió a empezar desde el principio otra vez. De pronto, un párrafo llamó su atención… Sí… allí estaba: «Mi abuelo no volvió a ser el mismo conmigo desde entonces, aunque nunca me habló de aquella noche ni de la muerte de Carla. Supongo que para él era incluso más doloroso que para mí; sólo me dijo que habían hecho el viaje de un tirón, que habían parado una vez cinco minutos para echar gasolina y que habían llegado a eso de las tres de la madrugada…».

¡A eso de las tres de la madrugada! Pero Sergio decía que Carla y él no oyeron las campanadas de medianoche, que el nuevo año entró mientras ellos estaban en esa habitación. Buscó la parte en que lo decía: «… allí no teníamos relojes y ni siquiera oímos las doce campanadas que daban paso al siglo XXI…» La verdad es que no era muy concreto y Laura se quedó pensativa unos instantes; era muy probable que Sergio estuviese equivocado y pensara que era más tarde de lo que era en realidad. También podía ser que su abuelo se confundiera al decirle a qué hora había llegado… Aun así… si Sergio estaba en lo cierto, y a las doce Carla y él estaban inmersos en sus… Laura no quería ni pensar en ello, pero si la hora era la que Sergio decía era imposible que sus abuelos llegaran a las tres de la madrugada. No se puede llegar desde Madrid a Peñíscola en menos de tres horas, a no ser que fueran volando… Lo cual no era tan descabellado, se dijo, porque los tres eran muy ricos y alguno podía tener un avión privado… Pero no, qué tonta, habían parado para echar gasolina. Luego iban en coche; y suponiendo que Marga hubiera llamado a su abuelo a las doce… ¿Cómo estaban allí a las tres?

Era muy poco, un detalle nimio, una simple discrepancia de horario para la que habría una sencilla explicación. Pero era lo único que tenía y se aferró a ello. Debía hablar con alguien que supiera exactamente qué pasó aquella noche. Sergio no lo sabía, porque pudieron pasar muchas cosas desde que se desmayó hasta que despertó el 2 de enero, y tampoco se fiaba mucho de su interpretación de los hechos: con tanta droga en el cuerpo tendría delirios. Quizá había exagerado las cosas y no había sido todo tan horrible como él pretendía… En ese punto detuvo sus pensamientos, consciente de que su cerebro le estaba jugando una mala pasada intentando hacerle creer lo que quería creer. No, en ese punto todo estaba claro. El relato de Sergio era el de un hombre que sabe lo que dice, no eran delirios. No debía apartarse de su línea de razonamiento. ¿Quién conocía lo sucedido en ese lapso en que Sergio estuvo dormido? Marga, Lucas y Henry Roms, el abuelo de Carla. Marga y Lucas estaban descartados, a ellos no podía preguntarles, jamás le dirían la verdad, si es que había alguna verdad distinta a la que ya conocía.

Sólo le quedaba Henry Roms.

Pero ¿cómo ponerse en contacto con ese hombre? Hacía mucho tiempo que estaba fuera de circulación, lo sabía porque había leído la información que sobre él pudo encontrar en Internet. Hacía años que la corporación había pasado a manos de Lucas Salcedo, y Roms debía de vivir recluido en algún lugar, quizá fuera de España, pues por su nombre no parecía que fuera español. A Sergio no le sería difícil localizarlo, pero no querría, se pondría hecho una furia si le decía algo. No. No podía pedirle ayuda. Tenía que actuar por su cuenta.

A veces la solución más sencilla es la acertada, eso era lo que siempre se decía cuando estaba en un dilema. Así que ¿por qué no probar? Buscó las páginas blancas en Google y apuntó el nombre Henry Roms en la casilla correspondiente. No podía haber mucha gente que se llamara así. Si había alguno, sería el hombre que ella buscaba.

—¡Bingo! —gritó, asombrada de su suerte. El nombre de Henry Roms aparecía junto con un número de teléfono.

¿Y qué hacía ahora? Laura dudó un momento con el móvil en la mano. Tenía que pensar qué iba a decirle, porque el hombre no querría hablar con una desconocida así por las buenas.

Los dedos le temblaban cuando marcó los números. Esperó.

Al fin oyó una voz al otro lado.

—Querría hablar con el señor Henry Roms, por favor.

—¿Quién lo llama? —el tono del hombre era de extrañeza, como si fuera de lo más raro que alguien llamara a esa casa alguna vez.

—Mi nombre es Laura de Santis, el señor Roms no me conoce, pero…

—El señor no concede entrevistas a la prensa, señorita.

—No quiero hacerle una entrevista, no soy periodista, en realidad… —«O todo o nada», se dijo Laura. Había llegado el momento de poner en marcha la maquinaria de las mentiras—. Verá, tengo información importante para él. Yo fui muy amiga de su nieta, de Carla… Bueno, tengo que decirle algo muy importante sobre ella… Sé que él querrá saberlo… Le interesa.

Ya estaba. Trabucándose y todo, pero lo había hecho.

El hombre que se hallaba al otro lado permaneció unos segundos en silencio y Laura temió que colgara. No lo hizo, y finalmente habló.

—Tenga la bondad de dejarme su número. Se lo comunicaré al señor Roms y si él quiere hablar con usted la llamará —le dio su número y el hombre colgó sin más.

Laura cruzó los dedos. ¿La llamaría? ¿O pensaría que era la treta de algún periodista para introducirse en su casa y pasaría de ella?

Estaba tan impaciente que no podía parar quieta. Se levantaba, se volvía a sentar, iba a la cocina, removía cualquier cacharro y luego de vuelta al sofá, sin soltar el teléfono, que apretaba en su mano como si tuviera miedo de que desapareciera si lo dejaba en algún sitio.

Por fin sonó. Era un móvil, no el número al que ella había llamado. Desconocido.

—El señor Roms la recibirá mañana a las cuatro de la tarde —dijo la voz que ya conocía.

—¡Gracias! —respiró, aliviada—. ¿Podría darme la dirección? —fue con el teléfono en la oreja hasta el escritorio de Sergio, donde había una jarra con un montón de lápices y bolígrafos, y apuntó la dirección—. Estaré allí a las cuatro en punto.

El hombre colgó sin decir nada y Laura rasgó la hoja donde había apuntado la dirección y se la guardó en el bolsillo de los vaqueros.

Miró el reloj. Eran las tres de la tarde. ¡Aún quedaban más de veinticuatro horas!

Se le iba a hacer eterno. Pero lo peor no era el tiempo que aún quedaba para su reunión con Roms. Lo peor era que iba a actuar a espaldas de Sergio.

Cuando regresó Sergio, a las seis de la tarde, Laura estaba en el sofá, con un libro abierto, simulando estar enfrascada en la lectura, aunque en realidad maquinaba una mentira creíble para soltarle a Roms cuando Sergio la interrumpió.

—Hola, mi amor —tiró el abrigo de cualquier manera sobre un sillón y se sentó con ella. La abrazó y le dio un beso—. ¿Qué tal el día?

—Aquí, leyendo —mintió. Había decidido no hablarle de la visita de Antonio. Otra mentira más. Últimamente tenía demasiados secretos y empezaba a comprender a Sergio. A veces era mejor callar para no perjudicar a la persona que quieres proteger, y eso era lo que ella estaba haciendo. Al menos era lo que le gustaba pensar que hacía. De todos modos tenía la intención de contárselo. Más tarde…

—¿No has salido con tu hermana?

—No, ya tenía una cita —nueva mentira—. Hemos quedado para comer mañana. Como ella sale de trabajar a las tres, iré a su casa y tomaremos algo allí —otra. Tenía que llamar a Celia para que no la descubriera—. ¿Y tú? ¿Cómo te ha ido con Robles?

Sergio se pasó las manos por el pelo y la miró con preocupación. Estaba pálido y tenía ojeras, y Laura sintió una inmensa ternura al mirarlo. No se merecía lo que le pasaba; aunque él creyera que sí, no se lo merecía.

—Bien. Está preocupado por esos rumores que corren sobre mí. Yo sólo le he dicho que Marga fue novia mía hace doce años y que mañana voy a presentar la dimisión.

—¿Y qué te ha dicho? —esperaba que el juez Robles hubiera metido un poco de sensatez en la testaruda cabeza de Sergio.

—Lo mismo que tú, que basta con que me inhiba… —meneó la cabeza a un lado y a otro, negando—. No. Claro, a él no puedo explicarle mis razones, pero tú sabes que no es sólo por el chantaje de Marga. Ahora estoy convencido de que ése nunca ha sido el verdadero problema. Lo cierto es que jamás he superado lo sucedido. Creía que sí, pero me engañaba… Laura: un hombre como yo, que vive obsesionado, traumatizado, como tú dices, aunque a mí no me gusta esa palabreja… un hombre así no puede desempeñar un cargo de tanta responsabilidad.

—No es cierto, tú eres un buen juez. Tienes fama de ser uno de los mejores y todos te respetan…

—Sí —la interrumpió—. Me respetan tanto que a la primera de cambio se ponen a cuchichear sobre mí a mis espaldas. Y lo más gracioso de todo es que tienen razón.

—No la tienen, tú nunca tuviste intención de ceder al chantaje de Marga. Si ahora dimites creerán que sí…

—Llevo varios días dándole vueltas a este asunto y he preparado un escrito en el que creo que dejo muy clara mi postura. Espero que eso los convenza de que, en efecto, la idea de tratar con favoritismo ese caso jamás pasó por mi imaginación —la miró a los ojos, muy serio—. No insistas más. Estoy decidido.

Laura no dijo nada. Opinaba que se precipitaba, que todos iban a pensar lo peor de él. Pero no había nada que hacer. Cuando se metía algo en esa dura cabezota no había quien pudiera hacerlo cambiar de opinión.

—¿Salimos a dar una vuelta y a tomar algo? Llevas todo el día aquí metida…

—Es verdad, necesito estirar las piernas y tomar un poco el aire. Me visto en un santiamén —Laura salió en dirección a la habitación. No porque tuviera prisa por vestirse, sino porque tenía los ojos llenos de lágrimas y no quería que la viese llorar.

—Abrígate, hace mucho frío —le oyó decir mientras abría el armario. Y esa frase tan corriente, tan simple, que tanta gente había dicho tantas veces, le pareció el colmo de la ternura y se echó a llorar como una tonta.

«Son los nervios por lo de mañana —se dijo—. Estoy muy sensible, eso es lo que pasa. Laura, tranquilízate y respira hondo. ¿No querrás que de aquí a mañana te dé un infarto?».

Estaba muy alterada. No esperaba mucho de su cita del día siguiente. Seguramente no iba a ocurrir nada. Pero quizá pudiera aclarar algo… aunque en esos momentos ni siquiera supiera qué. Lo único que tenía claro era que, si no se despejaban sus dudas, su vida con Sergio iba a estar llena de sospechas y recelos, y tarde o temprano acabarían separándose.

Y eso era lo último que quería que pasara.

Respiró hondo unas cuantas veces y luego se puso a buscar entre su ropa el jersey más gordo, la bufanda más grande y ese gorro de lana tan viejo y que tanto abrigaba.