El cóctel se celebraba en un lujoso hotel situado en una tranquila calle de Madrid, en el barrio de Chamberí. Cuando Laura y Sergio entraron ya había bastante gente. La joven se sintió un poco cohibida, pues le pareció que las mujeres iban demasiado vestidas, mucho más que ella, cuyo traje era bastante sencillo. No llevaba joyas, sólo unas perlas en las orejas, que su hermana había tenido la previsión de meter en su maleta, en una cajita.
—Estás preciosa —le dijo Sergio cuando entregaron los abrigos a la entrada—. Ese vestido te sienta genial.
—Gracias —le agradeció el cumplido, aunque no las tenía todas consigo.
De todas formas, su mayor preocupación no era su aspecto, sino Sergio, que parecía un poco perdido entre la multitud. Iban de la mano, contemplando en silencio lo que los rodeaba, cuando se les acercó un hombre mayor que saludó a Sergio con afecto. Era el juez objeto del homenaje. Sergio le presentó a Laura y a partir de ese momento ya no estuvieron solos ni un segundo, charlando con unos y otros. Para su asombro, Sergio se transformó entonces como por ensalmo; se movía entre la gente con soltura y elegancia. Laura se dijo que él había nacido en ese ambiente y, por mucho que lo rehuyera, estaba en su elemento. No tenía que preocuparse. Entonces vio a un conocido que se acercaba a ella abriéndose paso entre la multitud; era Roberto. La joven se alegró de poder charlar con alguien a quien la unían, al menos, ciertos vínculos de amistad y confianza.
—Vuelvo enseguida, voy a saludar a alguien —le dijo a Sergio, que en ese momento charlaba con otro juez al que Laura no conocía y cuyo nombre ya ni siquiera recordaba, pues le habían presentado a tanta gente en tan poco tiempo que estaba un poco aturdida.
—De acuerdo, pero no te pierdas por ahí…
—No te preocupes —Laura se dirigió al juez cuyo nombre no recordaba—: Mucho gusto…
Después de las formalidades de rigor, corrió a encontrarse con Roberto.
—Menos mal que te encuentro —le dijo a modo de saludo—. Empiezo a marearme; creo que si me presentan a una persona más me caeré redonda.
—Estás guapísima, Laura.
—Gracias.
—¿Tomamos algo?
—Sí, claro —ya se había tomado dos vinos, poco, se dijo, para aguantar la velada que la esperaba.
—¿Cómo es que estás aquí? ¿A quién conoces para que te hayan invitado?
—Vaya, ¿es que soy tan miserable que si no me trae alguien yo no puedo venir? ¿Tan raro es que me hayan invitado?
—No me refiero a eso, lo sabes.
—Ya sé, era una broma. He venido con Sergio… —se corrigió—. Con el juez Mendizábal.
—Vaya, vaya… Ya sabía yo que había algo entre vosotros. Tu reacción el otro día al ver a aquella señora imponente…
—Déjalo, por favor. Te pedí que no volviéramos a hablar de ello. Metí la pata pero bien.
—No creo. Desde entonces he estado alerta y he oído algunas cosas sobre tu juez que…
—¿Qué cosas? ¿De qué me hablas?
Laura intentaba parecer indiferente, pero estaba muy alarmada. ¿Corrían rumores sobre Sergio por los juzgados?
—Esa mujer, la del otro día… Él la conoce y está mareando el caso de su hermano. Es cierto que su juzgado, como todos, por otra parte, está colapsado y hasta arriba de papeles. Pero le está dando muchas largas a ese asunto. Además es un hombre muy raro, no se relaciona con nadie y es muy seco. Hasta el momento esas características nos habían hecho creer a todos que sencillamente era serio y riguroso, pero ahora… Bueno, la gente murmura. Máxime cuando todo el mundo sabe ya que hace años salió con esa tal Marga Salcedo… Tu juez está jugando con fuego, Laura.
—¿Cómo saben que salió con ella? ¿Quién se ha dedicado a investigar sobre su vida? No lo entiendo, eso fue hace mucho tiempo…
—Hasta ahora yo creía que habías sido tú.
—¿Yo? Pero qué dices, ¿por qué piensas eso?
—Porque los rumores han salido de tu bufete, y como el otro día te pusiste así, pensé que tú andabas difundiéndolos… La verdad es que yo me enteré después, pero los chismes ya llevaban varios días corriendo por todos los juzgados…
—¿De mi bufete? ¿Cómo lo sabes?
—Vamos, querida. Todo se sabe en nuestro pequeño mundo —Roberto la miró muy serio. Se veía que no fingía, su desconcierto era real—. Me preocupas, Laura. No sé qué líos se traerá tu juez. Puede ser que ninguno, puede que todo sea un bulo sin fundamento. Pero es muy grave que se vaya diciendo por ahí que un juez está tratando un caso digamos «con favoritismo» porque fue novio de una de las implicadas.
—¡Es que no es cierto! Y me sorprende mucho que tú te creas todas esas mentiras. Pensaba que eras más serio, no imaginaba que fueras un chismoso…
—Puede que tengas razón y que todo sean chismes malintencionados —la interrumpió—, pero Mendizábal debería andarse con más cuidado. Si no se inhibe, tendrá muchos problemas.
—Él sabe muy bien lo que hace, y hasta ahora no ha hecho nada de lo que tenga que avergonzarse.
Permanecieron un rato en silencio, bebiendo. Roberto porque no quería echar más leña al fuego y Laura porque no sabía qué decir y qué callar para no perjudicar a Sergio. Pero sentía curiosidad por algo que había dicho su amigo.
—¿Y dices que los rumores parten de mi bufete?
—Eso tengo entendido, sí. Pero no sé decirte, sólo sé lo que me han contado personas a las que, a su vez, les han contado… Ya sabes cómo son estas cosas.
—Sí que lo sé, pero… Bueno, lo cierto es que ése ya no es mi bufete. Me han despedido.
—¿Qué? No lo sabía.
—Sí, me han echado con cajas destempladas y, creo yo, sin motivo.
Roberto la miró asombrado.
—Cuánto lo siento… ¿Puedo preguntarte por qué? Llevabas muy poco tiempo.
—No sé por qué. Me despidieron… y ya está. Don Tomás me llamó el jueves a su despacho, me dijo que no estaba contento y que adiós. Fin de la historia.
Laura no quería seguir hablando de su despido; cuando pensaba en cómo la habían tratado, en lo injusto que había sido que la echaran de esa manera, se indignaba. Y esa noche quería estar tranquila.
—La verdad es que es muy curioso, una coincidencia asombrosa. Tú sales con el juez Mendizábal, los rumores sobre él proceden de tu bufete y a ti te despiden… ¿Sabes cómo interpretar tanta casualidad?
No, no lo sabía. Pero empezaba a hacerse una pequeña idea de por dónde empezar.
Estaba tan distraída pensando en las novedades que acababa de contarle Roberto que no se fijó en que Sergio le hacía señas desde el otro extremo para que se acercase. Por fin se dio cuenta.
—Perdona, Roberto, Sergio me llama. Tenemos que hablar más de todo esto, me has dejado de piedra.
—¿Se lo vas a contar? —hizo un gesto con la cabeza en dirección a Sergio.
—Lo cierto es que no sé qué hacer. Todo esto no tiene ningún sentido y no quiero que se preocupe. Bastante tiene ya, pero por otra parte…
Laura se interrumpió. Roberto no conocía el alcance real del asunto y no quería que sus palabras le dieran una pista para suponer que había algo más que mala intención en esos chismes. Era mejor callar. El lunes Sergio iba a zanjar ese asunto de la forma más expeditiva y las habladurías cesarían.
Tendió la mano a su amigo:
—Muchas gracias por todo, espero que volvamos a vernos… Supongo que pronto encontraré otro trabajo. La verdad es que tengo muchas ganas de volver a los juzgados. Me gusta mi profesión y voy a echar de menos la actividad.
—Tómatelo como unas vacaciones. No creo que tardes en encontrar otra cosa.
Se despidieron y Laura se dirigió hacia donde estaba Sergio, que la miraba expectante. Se hallaba rodeado por un corrillo, todos hablaban animadamente y parecían dirigirse a él. Cuando llegó se acercó a Sergio y éste le rodeó los hombros con los brazos.
—Disculpen un momento, señores, por favor, ahora vuelvo.
Se alejó con Laura presuroso, apremiándola como si tuvieran algo muy urgente que hacer.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, bastante alarmada.
—Que toda esa gente me está agobiando. No sé cómo ha podido pasar, pero muchos parecen conocer detalles relativos al caso Salcedo. Nadie lo dice con claridad, pero todos me preguntan… ¿Estoy paranoico, Laura?
—¿Quiénes son esas señoras?
Laura movió la cabeza en dirección a dos mujeres que hablaban animadamente y en ese momento los estaban mirando sin ningún disimulo.
—No lo sé. ¿Lo ves? La verdad es que me da la impresión de que todo el mundo me mira y lo sabe.
—Quizá esas dos sólo se interesen por ti porque estás guapísimo con ese traje negro. ¿Alguna te ha tirado los tejos?
—No me tomes el pelo, no estoy para bromas. Toda esa gente sabe algo, seguro.
—Creo que sí estás un poco paranoico después de todo.
Laura sabía que Sergio no estaba muy desencaminado en sus suposiciones. Pero no quería alarmarlo, al menos allí, delante de toda esa gente. Intentaría razonar con él más tarde, cuando estuvieran en casa.
—No tendría que haber dejado pasar tanto tiempo; debería haberme inhibido hace dos semanas, cuando me llamó Marga, y apencar con las consecuencias. Ya no aguanto más. Vámonos.
—No podemos irnos ahora. Tenemos que quedarnos a escuchar los discursitos y marcharnos discretamente cuando acaben. Si no, todos pensarían que las habladurías son ciertas…
—¿Qué habladurías?
—Luego te lo cuento.
—No. Dímelo ahora.
De mala gana, Laura le resumió la conversación que había tenido con Roberto, aunque le ocultó que los rumores habían salido de su bufete y sus sospechas sobre quién los había difundido.
—Después de todo son ciertas.
—¿Qué?
—Las habladurías, Laura. Son ciertas.
Laura ya no se separó de Sergio durante el resto de la velada y él le agradeció su silencioso apoyo, aunque todo el mundo era amable y a ella le parecía que se comportaban de forma natural con ellos. Pero Sergio no era de la misma opinión: por todas partes veía conspiraciones contra él, era como si todos supieran lo que había ocurrido con Carla y lo mirasen acusadoramente. Laura, que era consciente de lo que sentía, estaba admirada de su comportamiento. Sólo ella sabía lo que estaba pasando, porque mantenía la compostura como nadie lo hubiera hecho en sus circunstancias. Una vez más pensó que su educación tenía mucho que ver en su forma de ser: estaba educado para ocultar sus sentimientos y era capaz de mantenerse erguido ante la mayor adversidad. Ella no habría sido capaz de hacerlo.
Cuando al fin salieron al frío de la noche, Laura suspiró aliviada. La dura prueba había pasado.
De camino a casa no hablaron ni una palabra.
—Creo que todo se ha desmadrado. No sé por qué. Pero lo más curioso es que no me importa… Fue una estupidez querer formar parte de todo este tinglado; mi vanidad me pudo. Yo sabía que podía sacar esas oposiciones con facilidad, y lo hice. Necesitaba demostrarme que era capaz. Bien, pues ya me lo he demostrado.
Laura lo escuchaba sin responder. Estaban en el salón, tomando una copa antes de acostarse. Recordó el güisqui que se había tomado la primera vez que había estado allí y se estremeció, anticipando lo que los esperaba. Pero Sergio aún seguía dándole vueltas al dichoso cóctel.
—Déjalo ya —dijo al fin Laura—. Yo creo que le das más importancia de la que tiene. Es cierto que corren rumores, pero no sólo sobre ti. Sabes bien que el cuchicheo está a la orden del día y que también se habla de otros jueces y abogados; olvida tus paranoias, cariño. Yo no he oído a nadie decirte una sola palabra ofensiva, todo lo contrario. Y el juez Robles te ha nombrado en su discurso.
—No son paranoias. En cuanto a Robles, es un buen hombre, tiene una fe ciega en mí, el pobre…
—Déjate de tonterías. Mira, si crees que lo mejor que puedes hacer es dimitir, hazlo. A mí me parece una equivocación, pero hazlo si es la única salida que le ves a todo este embrollo… Lo que no voy a consentir es que vuelvas a encerrarte aquí en plan misántropo lamiendo tus heridas, ni hablar.
—Creía que lo había superado, pero la aparición de Marga me ha hecho revivirlo todo y ahora estoy casi como al principio. Si no fuera por ti, no sé qué haría. Hablarlo contigo me tranquiliza, me relaja. De todas formas, no sé. Dudo que puedas seguir confiando en mí ahora que sabes lo que soy capaz de hacer.
—Sé muy bien de lo que eres capaz: eres capaz de ser tierno, dulce, cariñoso…
—No te esfuerces. Me he dado cuenta de que desde que volviste no eres la misma conmigo, recelas de mí y te apartas a veces cuando te toco… y en cierto modo es lógico, aunque eso no significa que no me duela tu actitud.
Laura no supo qué decirle, porque tenía parte de razón, aunque no toda, y decidió que debía dejarlo claro.
—Verás, vine sin saber muy bien qué esperar de ti, y me recibiste tan… No sé, como si no te alegrase verme.
—Sabes que me alegré muchísimo de verte, pero estabas tan rara, recelosa… Hubo momentos en que me dio la impresión de que incluso me tenías miedo…
—He estado muy confusa, es cierto. No voy a negarlo. Cuando uno no sabe qué pensar tampoco sabe qué actitud tomar en determinadas circunstancias. Pero ahora tengo las ideas mucho más claras.
Era cierto. Y le demostraría hasta qué punto se habían aclarado sus ideas.
—Espera aquí.
Sólo podía hacer una cosa para convencerlo, y dicho y hecho. Se levantó de un salto y fue corriendo al dormitorio para encender las velas que aún tenían repartidas por la habitación. Luego fue hasta el cajón donde había guardado la venda para los ojos que le había dado su hermana, la sacó y la dejó sobre la cama. Cuando lo hubo dispuesto todo, volvió al salón.
—Ven. Voy a enseñarte una cosa.
Sergio la siguió sonriente. Volvía a ser su Laura y empezó a excitarse sólo de pensar en lo que ella le tendría preparado.
—Mira —señaló la cama—. La tengo desde hace días —no le dijo desde cuándo para no recordarle la escena del corsé—, y quiero usarla esta noche. Confío plenamente en ti, te confiaría mi vida… Dijiste que harías lo que te pidiera, pues esto es lo que te pido.
—¿Y esto? —Sergio tomó la venda entre sus dedos y la contempló divertido.
—Hoy no quiero verte —hizo un gesto melodramático, poniendo los brazos frente a su cara, como un escudo, para protegerse de él—. Sólo sentirte…
Le quitó la cinta negra de las manos y se la puso sobre los ojos.
No veía nada, sólo podía oír la respiración agitada de Sergio. Luego notó su mano en la espalda, el simple roce la hizo estremecerse y alzó los brazos para que él pudiera quitarle el vestido. Sintió la tela sobre su cuerpo y luego el frío, que pronto se convirtió en calor con las caricias de Sergio, que le dio un leve empujoncito para tumbarla sobre la cama y comenzó a quitarle las medias, desprendiéndolas del liguero. Primero una, bajando la suave seda por su piel con movimientos lentos, acariciando con pericia. Luego la otra, y después metió la mano bajo las braguitas de Laura y acarició su sexo depilado. Laura gimió, y cuando él comenzó a bajárselas por las piernas se removió impaciente para que acabara antes.
Entonces dejó de sentir el roce de sus manos y pudo oír su respiración agitada y el ruidillo que hacía el tejido de la ropa a medida que Sergio iba desprendiéndose de ella. Aguardó expectante, excitada, hasta que volvió a sentir sus manos sobre su cuerpo. Estaba tumbada y no veía, por lo que las sensaciones resultaban mucho más intensas. No sabía cuál iba a ser el próximo movimiento de Sergio y lo anticipaba anhelante. Por eso cuando notó sus dedos en los pezones, retorciéndolos, pellizcándolos hasta hacerla gritar de placer, se sorprendió y alzó la cabeza, esperando que él sí la viera y supiera lo que quería. Lo supo al instante, porque posó sus labios sobre los de ella. Mientras la besaba, Sergio no dejaba de acariciar sus pechos, pero ahora sus manos bajaban por el estómago. Laura supo lo que vendría enseguida y gimió anticipando el placer que la esperaba.
Pero se equivocó, porque de pronto él se apartó y Laura se quedó sola, excitada, su sexo clamando por esas manos que creía que iban a acariciarla y no llegaban nunca. Entonces sintió que algo rozaba su boca, y acarició con las manos y luego con la lengua el pene de Sergio, duro, listo para ella. Pero Laura seguía deseando que la tocase, iba a volverse loca si no lo hacía.
—Por favor, tócame… —le dijo en un susurro, entre jadeos. No veía, pero conocía muy bien a Sergio y adivinó que en ese momento estaba sonriendo. Cuando podía verlo, incluso sus gestos la excitaban. Pero en las condiciones en que estaba, sin ver, necesitaba sus caricias—. Necesito sentir tus caricias.
Sergio no dijo nada y empujó un poco más el pene contra su boca para que Laura lo tomara entre sus labios. Lo hizo, y comenzó a chuparlo suave y lentamente mientras le acariciaba los testículos con las manos. Oyó sus jadeos y sintió un inmenso placer al imaginar su rostro, y el placer fue mayor aún cuando él comenzó a acariciarla de nuevo. Se retiró de su boca y Laura sintió su cuerpo sobre ella, tocando cada rincón, cada palmo de su piel, sus muslos, que abrió con urgencia para rozar con su lengua las ingles, su sexo, pero sólo rozar, con mucha suavidad, de manera que ella se derretía esperando que fuera más allá, apremiándolo con sus movimientos de caderas.
—Por favor…
—No, vamos a alargarlo un poquito más… ¡Qué suerte he tenido contigo, mi amor!
Susurró esas palabras en su oído. Su cálido aliento la hizo estremecerse de placer. En realidad cualquier parte de su cuerpo que él tocara se convertía en una llama y Laura empezaba a pensar que acabaría abrasándose. La lengua de Sergio comenzó a juguetear con su clítoris, suave, fuerte, luego suave otra vez, dejándola al borde del orgasmo, deseosa de más, implorando que la penetrase de una vez.
Entonces la abrazó y ambos rodaron por la cama sin soltarse, hasta que ella quedó tumbada sobre él. Sergio puso las manos sobre sus nalgas y comenzó a acariciarlas, jugueteando con sus dedos mientras ella lo besaba, enredándose en una danza que los hizo gemir.
Volvieron a rodar sobre la cama sin dejar de besarse hasta que Sergio quedó nuevamente encima y complació el mayor deseo de Laura cuando la penetró al fin y comenzó a moverse sobre ella. Laura sólo vivía para satisfacer la excitación que la dominaba y también se movió, buscándolo, arqueando el cuerpo, ayudándolo con sus movimientos a invadirla por completo. Al principio los movimientos fueron lentos, pero crecieron poco a poco en intensidad en respuesta a la urgencia que ambos sentían de liberarse.
Quedaron exhaustos después del clímax y, abrazados, se durmieron casi al mismo tiempo.
La habitación estaba inundada de luz cuando Laura abrió los ojos. Algunas velas se habían consumido y otras lucían sin impulso, apagado su brillo por la luz del sol. Era una mañana luminosa, una de esas mañanas de domingo que ella tanto disfrutaba.
Sergio aún dormía a su lado. Lo besó. Él abrió los ojos y con la voz ronca por el sueño dijo:
—Te quiero.
—¿Qué dices? —lo miró con los ojos como platos.
—Lo que ya sabes, aunque no te lo haya dicho hasta ahora. Te quiero.
—Yo también a ti.
Era la primera vez que se declaraban su amor y Laura se apretó contra él, pensando en la forma tan extraña en que lo habían hecho. Pero todo en su relación era atípico, insólito. Desde que se habían conocido nada había discurrido por los cauces normales en que suelen desarrollarse las relaciones. Todo había sido como un torbellino en el que se había visto envuelta casi sin ser consciente de ello, una espiral que la había llevado hasta un punto sin retorno. Porque, ahora lo sabía, ya no había vuelta atrás. Había regresado con Sergio y no pensaba abandonarlo. Seguiría con él mientras él quisiera tenerla a su lado.
Se besaron. Pero Laura se dio cuenta de que él estaba muy triste, podía palpar su tristeza. Iba a peor, eso estaba claro, y ella se veía impotente, incapaz de hacer algo que pudiera cambiar esa situación. Intentó parecer alegre.
—Hace una mañana luminosa. ¿Por qué no damos un paseo y desayunamos por ahí como en los viejos tiempos?
—De acuerdo, me parece bien. Voy a darme una ducha.
—Voy contigo.
Sonrieron y se besaron otra vez. Luego se dirigieron a la ducha. Laura sólo conocía una manera de mantenerlo cerca de ella. Pues bien, mientras no cambiaran las cosas, no tendría ningún problema en centrar todas sus artes en ese único fin.