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Entró al bufete un poco cohibida, aún alterada por el desastre de la comparecencia. El juez había estado en su sitio, muy serio y haciendo las preguntas apropiadas, pero Laura no había pasado por alto la sonrisita burlona que aparecía en sus labios cada vez que la miraba. Estaba segura de que, en sus pocas intervenciones, pues el fiscal había hecho la mayoría de las preguntas y puntualizaciones interesantes, le había salido voz de pito. Pero el peor momento fue al final, cuando su señoría se levantó y le tendió la mano ceremoniosamente. Los demás ya estaban saliendo y ella allí, dudando si responder al atento saludo de su señoría porque le sudaban tanto las manos a causa de los nervios que le daba vergüenza, y sólo le faltaba darle una mano sudorosa. Pero no podía dejarlo así, con el brazo extendido, así que le tendió la mano, que él apretó entre las suyas sin dejar de mirarla con esa sonrisa burlona que hacía que los colores tiñeran vergonzosamente sus mejillas.

—Aunque no me hubieras dicho que era tu primer día de trabajo me habría dado cuenta —sonrió, y a Laura le entraron ganas de darle un puñetazo en esa hilera de dientes perfectos y blanquitos.

No lo hizo, se limitó a volverse, muy digna, y a salir del despacho. El problema fue que su digna salida se vio empañada por un tropezón que casi da con sus huesos en el suelo. Por fortuna, allí estaba Manuela para sujetarla.

—Gracias, Manuela.

Mientras se alejaba por el pasillo, arreglándose la chaqueta e intentando recuperar su dignidad, le pareció oír las carcajadas de su señoría a sus espaldas.

El bufete de Laura estaba situado en un polígono de Alcobendas, muy cerca de La Moraleja, donde vivían algunos de sus más distinguidos clientes, y como Manuela también vivía en Alcobendas, Laura se ofreció a llevarla.

Durante el camino, la mujer no dejó de hablar, pero la joven apenas la escuchaba. Esperaba tener que ir muchas veces a los juzgados. Iría siempre tempranito, para poder desayunar en esa cafetería donde estaba segura de que cierto juez iba a esperarla todas las mañanas.

Después de dejar a Manuela frente a su casa se dirigió al bufete. No era la primera vez que iba, claro. Ése era su primer día oficial de trabajo, pero llevaba algunas semanas acercándose por allí y familiarizándose con los casos. Esto no impedía que estuviera muy nerviosa, por lo que entró a la oficina bastante alterada. Por fortuna todos estaban en sus despachos y Laura tuvo tiempo para tranquilizarse antes de enfrentarse a ellos.

El bufete de Tomás Gómez y Asociados era una empresa pequeña que tenía algunos casos muy importantes y otros, la mayoría, de rutina: divorcios, pleitos por herencias, denuncias por impagos… en fin, asuntos leves en su mayor parte, pero que, todos juntos, sumaban la mitad de los ingresos del bufete. La otra mitad provenía de los casos importantes. Pocos, porque era un bufete pequeño. Laura iba a trabajar como ayudante de Juan Ozores, uno de los cuatro abogados que componían la plantilla y que durante una temporada supervisaría su labor. Sus casos eran, sobre todo, pleitos de poca monta, demandas civiles, divorcios… asuntos de rutina, como el de Manuela, del que ya había empezado a ocuparse Laura. El jefe era don Tomás Ordóñez, el amigo de Antonio, un hombre afable, de unos sesenta años, y los «asociados» eran dos individuos que nunca aparecían por allí, porque, como cobraban por transferencia bancaria, no tenían necesidad de pasarse por la oficina a por el cheque, que eso ya quedaba muy antiguo, según le había explicado Antonio, riendo a carcajadas. En suma, que a todos los efectos su único jefe era don Tomás, lo cual resultaba tranquilizador para Laura pues, si ya le costaba responder ante un superior, imaginaba la tortura que habría sido para ella hacerlo ante tres.

Una vez en el bufete, comenzó una locura que la mantuvo aturdida el día entero: todo fueron saludos, consejos y buenos deseos de sus compañeros, que, cuando se enteraron de que estaba allí, salieron de sus despachos para preguntarle, todos a la vez, qué tal había ido su primera misión salvaje, su bautismo de fuego. Aparte de los cuatro jóvenes abogados, la plantilla la componían un jefe de personal y administrador de la empresa y una eficientísima secretaria, Rosa, que llevaba diez años en el bufete y sabía más de leyes que muchos juristas. Al menos sabía más que ella, pensó Laura mientras la oía hablar de un caso muy difícil que ocupaba la atención de todos desde hacía varias semanas, y de los pasos que deberían dar para abordarlo.

Rosa, además de eficiente, era una mujer muy agradable, de unos cuarenta años. Enseguida se dio cuenta del mal trago que estaba pasando Laura y decidió adoptarla hasta que se acostumbrara a su nuevo trabajo. Les dijo a sus compañeros que ya estaba bien, que volviera cada uno a sus ocupaciones, y acompañó a la joven a su despacho. Allí la dejó revisando unos expedientes, con la cabeza metida en las carpetas y rezando para que todos se olvidaran de ella.

Pasó horas intentando concentrarse en los expedientes. Pero, en cada página, en cada documento, en el sello y en la firma sólo veía una cara: la del juez Sergio Mendizábal.

—¡Hora del almuerzo! —Rosa interrumpió sus meditaciones al entrar alegremente en el despacho. ¿Ya había pasado la mañana? Qué rapidez—. ¿Quieres comer conmigo?

—Claro, ¿vamos a bajar a algún sitio?

—Ni hablar, sale carísimo y es fatal para el colesterol. Yo me traigo la tartera de casa.

—Pero yo no he traído nada…

—No te preocupes, yo tengo mucho, hay para las dos. Ven, vamos a la cocina.

El lugar que los empleados llamaban «la cocina» era un cuarto grande, muy luminoso y acogedor, con una larga encimera sobre la que había una cafetera eléctrica, un microondas y un montón de vasos, tazas y platitos muy bien ordenados. En el extremo había un frigorífico y un lavavajillas y en el centro una elegante mesa de cristal con varias sillas de metacrilato. Rosa era la única que comía allí, pues la mayoría de los empleados estaban fuera a esas horas, en juicios o reuniones, y los que se encontraban en el despacho solían bajar a los bares de la zona a picar algo.

Además de una eficiente secretaria y una mujer dulce y maternal, Rosa era una magnífica fuente de información. En la media hora que duró el almuerzo, entre bocado y bocado, puso al día a su nueva compañera de lo que ella consideraba lo más importante: el tejido humano, eso decía.

—Pero no te fíes de las apariencias —afirmó Rosa—. Hoy todos han sido muy amables, y lo seguirán siendo hasta que consideren que invades su terreno. Entonces se convertirán en tiburones. Y don Tomás no es tan bonachón como parece; yo lo he visto con estos ojitos despedir a gente simplemente porque le caía mal. Créeme, tienes que trabajar duro, claro, pero también «caerle en gracia» —le lanzó una mirada cómplice, que Laura no supo interpretar, aunque la mujer parecía convencida de que con eso ya lo había dicho todo—. Aquí nadie dura mucho —concluyó.

—Tú llevas más de diez años.

—Soy la secretaria, eso es diferente. En tu caso lo mejor es que te tomes este trabajo como un trampolín, un lugar donde adquirir experiencia, soltarte para luego volar hacia otras metas. ¿No te has fijado en lo jóvenes que son tus compañeros? Dentro de cinco años se habrán marchado, ocuparán mejores puestos. Y tú tendrás que hacer lo mismo: aprende, que este lugar es una buena escuela. Es mi consejo, querida. Y ahora dime: ¿qué tal tu primera comparecencia?

—Bien. Era un caso fácil, mero trámite.

—¿Qué juez te ha tocado?

—Sergio Mendizábal —Laura notó los labios resecos. ¡Se estaba poniendo colorada! Esperaba que Rosa no se diera cuenta.

—Vaya, tiene fama de hueso, bueno, más bien de carca, no sé si me entiendes… Y de casanova. Según me han dicho, ha salido con la mitad de las abogadas que frecuentan los juzgados —Rosa rio.

—Sí, dicen que es muy estricto —Laura hizo caso omiso del último comentario de su compañera, que la había afectado más de lo que habría querido—. Según creo, estudia con lupa todos los casos. A mí eso me parece muy bien; no veo que haya que criticarlo por ello.

—Claro, no te enfades… De todos modos tú no tienes que preocuparte. El de Manuela es un caso muy claro, si no, no te lo habrían dado a ti.

Se sintió un poco ofendida por esas palabras y Rosa lo notó, de manera que, con mucho tacto, decidió cambiar de conversación y se puso a hablar de su marido y de sus hijos. Laura asentía con la cabeza y miraba a su nueva amiga fingiendo atención, aunque en realidad sus pensamientos estaban en otro lugar, no muy lejos, en el despacho de un juez carca y mujeriego.

—Y dime —le preguntó Rosa—: ¿cómo has entrado en este bufete? Te he visto varias veces por aquí, pero como a otros muchos. Hasta ayer, que me pasaron tus datos de personal, no sabía que te iban a contratar.

—Soy amiga de Antonio.

—¡Ah! Sí, es verdad, lo había oído comentar, no me acordaba —Rosa la miró de una forma extraña, como evaluándola, y Laura se sintió incómoda. ¿Por qué la miraba así?—. Antonio Solís… Sí, es un buen hombre, uno de nuestros mejores clientes y muy amigo de don Tomás. Su empresa nos da mucho trabajo, los asesoramos legalmente en sus negocios… ¿Y cómo lo conociste?

Rosa era simpática, pero a Laura le empezaba a dar la impresión de que también era un poco cotilla.

—Era amigo de mi marido.

—¿Tu marido? ¿Estás casada?

—Ya no. Soy viuda. Puede que conocieras a mi marido. Se llamaba Daniel Lorenzo, sé que alguna vez acompañó a Antonio aquí y que conocía a don Tomás.

Rosa levantó la cabeza de su plato y miró a Laura fijamente.

—Sí, lo recuerdo. Parecía un buen hombre. Sentí mucho su muerte, Laura.

—Gracias.

Después de eso ambas se quedaron calladas y, salvo algún comentario ocasional al recoger la mesa, no volvieron a cruzar palabra. Aunque le pareció extraño que Rosa detuviera de repente su implacable interrogatorio, lo agradeció de todo corazón, porque la charla compulsiva de su compañera, unida a la excitación por los acontecimientos de esa intensa mañana, estaba acabando con sus nervios.

Después de comer, volvieron al trabajo. Durante la tarde Laura se olvidó de Sergio y de todo lo que no tuviera que ver con los asuntos que le habían encomendado. Empezó a estudiar uno: el caso de un hombre que había denunciado a su cuñado porque le había mordido una oreja. Su cliente era el que había dado el mordisco, y la joven sonrió. Ya se veía defendiendo a Hannibal Lecter, con Sergio Mendizábal de implacable juez.

A las seis, Rosa se despidió de ella y se marchó a su casa, pero el resto ni se movió de sus puestos. A Laura no le extrañó, pues sabía que en muchas empresas no estaba muy bien visto que los empleados cumplieran estrictamente su horario y que los jefes esperaban que se quedaran a trabajar hasta tarde, lo que acababa convirtiéndose en una práctica habitual. Deseaba marcharse, pero le daba apuro salir antes que los demás, así que aguantó hasta las ocho, cuando algunos empezaron a despedirse, circunstancia que ella aprovechó para marcharse también.

Hacía frío y Laura se quedó unos segundos en la puerta del edificio de oficinas, haciendo acopio de fuerzas para salir y recorrer los aproximadamente diez minutos que la separaban de su coche. Miró arriba y abajo de la desierta calle y salió con un poco de aprensión y bastante incomodidad. Esos tacones la estaban matando. Además, algo muy molesto se le había metido en el zapato. Se detuvo y se apoyó en una farola para agacharse y quitarse la chinita, o lo que fuera que tenía dentro del zapato. Entonces, al bajar la cabeza, lo vio. La luz de la farola daba de lleno sobre un coche que estaba aparcado justo frente a ella, un coche en el que jamás se habría fijado de no ser por la casualidad que la había hecho detenerse junto a él. En el vehículo, un BMW azul, había un hombre dormido sobre el volante, y ese hombre era Sergio Mendizábal… ¡El juez estaba durmiendo en un coche!

Laura se olvidó de la piedrecita de su zapato, se incorporó y marchó a toda prisa, casi corriendo, hacia su coche.

Pero qué hacía ese hombre allí, y dormido en mitad de la calle, por la noche… Vio su viejo Clio a lo lejos y sacó las llaves. Al aproximarse, accionó el mando a distancia, pero no se encendió ninguna luz; era como si aquel trasto no funcionase. Nada. Se aproximó y abrió con la llave. Se sentó y arrancó… En realidad no arrancó, ningún ruido, nada… ¡Oh, no! ¿Por qué tenían que pasarle esas cosas? Se había quedado sin batería.

Angustiada, salió del coche y miró a su alrededor. Allí no había ni un alma, sólo edificios de oficinas y algunos vehículos aparcados en la desierta calle, pero ni un ser humano, nada. ¿Qué hacer? Lo más sensato era volver al despacho. Aún quedaba gente y alguien podría ayudarla.

Temblando, metió la llave en la cerradura de la portezuela para cerrar el coche, pero, antes de acabar de hacerlo, un resplandor le hizo levantar la cabeza. La cegaron las luces de un vehículo que se dirigía hacia donde ella estaba. Y el chirriar de unas ruedas en la calzada le avisó de que el vehículo se había detenido. Estaba aterrada, no veía el coche porque el resplandor de los faros le daba de lleno en los ojos, pero sí vio que alguien se bajaba y se dirigía hacia ella. Laura se aferró a la correa de su maletín. ¿Iban a atracarla? No se rendiría sin luchar. Los papeles y el portátil que llevaba en la cartera pesaban lo suyo, lo suficiente como para dejar fuera de combate al delincuente que se acercaba… Cerró el coche y se volvió, dispuesta a marcharse en sentido opuesto al que llevaba el hombre y sin soltar la correa de su maletín: se daría la vuelta deprisa y, con fuerza, le lanzaría un golpe a la cara…

—¡Laura! ¡Laura!

Esa voz… Se detuvo. No se atrevía a moverse; sentía que el delincuente estaba detrás de ella. Por fin se volvió. Antes de verle la cara ya sabía quién era el maldito atracador.

—Pero… ¿qué haces tú aquí? ¿Se puede saber qué está pasando? ¿Estás loco? ¡Me has dado un susto de muerte!

Laura hablaba y movía las manos haciendo gestos desesperados a toda velocidad. Todo el miedo y la tensión contenidos se desbordaron en un segundo.

—¿Quieres matarme? ¡Vaya día que llevo! ¿Y qué haces tú aquí? ¿No queda esto un poco lejos de tus juzgados?

Muy dentro de ella una vocecita intentó avisarle de que ésas no eran formas de hablarle a un juez. Pero la ignoró; estaba demasiado cansada, demasiado alterada para andarse con contemplaciones.

—Tenía que hacer unas gestiones por esta zona, en los juzgados de Alcobendas. Acabo de salir de allí y me dirigía a casa cuando te he visto peleando con tu coche, me ha parecido que estabas en apuros. Laura… ¿qué pasa?

—¿Unas gestiones? ¿Y acabas de salir de allí? ¿Ahora?

—Hace unos diez minutos, tenía que…

—Hace diez minutos… Pero… ¡Oh, qué más da! ¡Vaya susto que me has dado!

No pudo seguir hablando, se lo impidieron unos fuertes hipidos que asustaron a Sergio porque pensó que acabarían convirtiéndose en sollozos, de modo que la envolvió entre sus brazos para reconfortarla y que se tranquilizase. Laura apoyó la cabeza en su pecho y se relajó. ¡Qué bien se estaba! Se planteó la posibilidad de echar unas lagrimitas para conmoverlo, pero al final decidió que era mejor no llorar; no quería parecer una histérica. Simplemente cerró los ojos durante unos segundos hasta que consideró que se estaba recuperando. De mala gana, se apartó de él.

—Perdona, lo siento —sacó un clínex de su bolso y se lo pasó por el rostro. Luego se sonó ruidosamente—. Es que me has dado un susto de muerte.

—Ya lo sé, y no sabes cuánto lo siento. No podía imaginar que me tomarías por un atracador.

A Sergio la imagen de Laura, despeinada, con la cara congestionada y los labios temblorosos, le resultó muy cómica. Pero se cuidó mucho de reírse. Después de todo, casi le había dado un infarto a la pobre, y por culpa suya.

Sintió una inmensa ternura al mirarla.

—A este moño no le queda ni un telediario —dijo, rozando con sus dedos unos mechones de pelo que se habían soltado.

—Sí, debo de estar hecha un asco.

—Vamos al coche —le rodeó los hombros de forma protectora.

—Mi coche se ha quedado sin batería y… —Sergio la atrajo hacia su cuerpo y le dio un pequeño apretón solidario para reconfortarla; cualquier cosa con tal de que no llorase, se dijo.

—Vale, vale, no te preocupes, quedarse sin batería no es tan grave, es uno de los pocos problemas de esta vida que tienen remedio fácil. No pasa nada. Ven, te llevaré a casa.

Se dejó llevar, dócil. En el coche se recostó en el asiento y cerró los ojos; parecía muy relajada y Sergio no se atrevió a hablar durante el trayecto para no molestarla. Daba la impresión de que la pobre necesitaba descansar un año entero. Pero, al entrar en Madrid, no le quedó más remedio que llamarla.

—Laura… —dijo casi en un susurro—. Perdona, no quisiera molestarte… pero no sé dónde vives…

La joven alzó la cabeza y parpadeó como si volviera de un sueño muy pesado. En realidad no había dormido, pero había fingido hacerlo porque quería pensar. ¿Había sido sólo una casualidad que se encontraran? ¿Y qué hacía él por allí? Le había encantado encontrárselo, pero tenía que reconocer que las circunstancias eran muy extrañas.

—Laura —insistió—. Tengo que llevarte a casa, pero no sé dónde vives.

—Sí, claro, perdona. Estoy un poco aturdida. La verdad es que nunca había tenido un día tan loco.

—Te invito a cenar —soltó él sin previo aviso.

Lo miró como si le hubiera propuesto atracar el Banco de España.

—¿Qué?

—Que te invito a cenar… Claro… —dijo bajito, y por primera vez desde esa mañana Laura detectó un leve tono de duda en su voz—, siempre que puedas. No sé si hay alguien esperándote en casa, marido o novio…

El brillo de sus ojos, el mismo que había creído ver esa mañana, reapareció. Pero en esta ocasión había duda y ¿miedo? Laura parpadeó, sintiéndose muy importante. ¿Y si le decía que tenía novio? No, eso era una tontería. Era mucho mejor que supiera que estaba libre.

—No, vivo sola.

Oyó un leve suspirito y lo miró. Parecía… ¿aliviado? Sí, eso. Sus ojos ahora brillaban felices. Laura sonrió para sus adentros. ¿Por qué pensaba que podía leer en sus ojos? Eso era absurdo, y sin embargo… Sí, sus ojos parecían felices.

—Pero no sé si me apetece salir a cenar ahora… Lo único que quiero es llegar a casa y descansar, olvidarme de este día terrible…

—Vamos, te sentará bien. Una buena cena y un buen vino en un lugar tranquilo y agradable, créeme, es muy relajante… Además, tenemos que decidir qué haremos mañana.

—¿Mañana?

—Claro. ¿Cómo vas a ir mañana al trabajo? Y hay que avisar a algún taller para que vayan a recoger tu coche. Yo conozco uno…

—Todo eso es cosa mía. Ya me las arreglaré, no te preocupes.

¿Quién se creía que era? Aparecía de repente y se ponía a organizar su vida tan tranquilo, como si tuviera todo el derecho del mundo a hacerlo.

—Pero sí me preocupo. Venga, ¿qué te parece? ¿Hace una cena?

Le apetecía mucho cenar en un buen restaurante, ponerle un colofón agradable al aciago día; el problema era que apenas conocía a Sergio, y su imagen, dormido en un coche en plena calle, no se le iba de la cabeza. Pero cuando pensó que la alternativa era permanecer sola en su enorme apartamento, comiendo un sándwich frente al televisor, se sintió deprimida. Cenar en compañía sería más divertido. Una vez pasado el susto del supuesto atraco lo sucedido le parecía muy gracioso, y se dijo que podrían reírse un rato comentándolo.

—De acuerdo.

Y sus viejas amigas las mariposillas burlonas bailaron en su estómago mientras lo decía.

El restaurante era acogedor. Con luces tenues y una velita en el centro de la mesa. Estaba situado frente al parque del Retiro, en una zona que le encantaba; además, ella vivía cerca de allí, así que estaba en su territorio.

Antes de sentarse fue al lavabo. Debía retocarse la cara y ese moño díscolo. El rímel se le había corrido un poco a causa del llanto. Se limpió los ojos con una toallita húmeda. Luego se retocó el pelo y se dio un poco de color en los labios. Bien, ya estaba lista para devorar una opípara cena.

Lo contempló mientras volvía a la mesa. Desde luego, era muy guapo, el tipo de hombre que a ella le gustaba, y sería magnífico salir con alguien… ¿Salir? ¿Quién había dicho nada de salir? Él sólo la había invitado a cenar, aunque sí parecía que ella le gustaba. Esperaba no hacer ninguna tontería, porque había perdido la costumbre de ligar; en realidad nunca había ligado… Bueno, ya iba siendo hora de que supliese algunas carencias de su vida, y ésa era una de ellas. «Comer y ligar, todo es empezar», se dijo riéndose de su mal chiste, e intentó imprimir a sus caderas un movimiento discretamente sexi y sofisticado al andar.

Sergio estaba estudiando la carta con mucha atención cuando ella se sentó a su lado. Tanto movimiento de caderas y no le había hecho ni caso.

—Me he tomado la libertad de pedir el vino. Pero si quieres otra cosa, dímelo. He pedido un rioja que me han recomendado, uno de reserva. ¿Nos atrevemos con él? Luego, según lo que pidamos, ya veremos qué bebemos.

¿Cómo que luego ya veremos? ¿Acaso pensaba emborracharla? Laura se prometió no beber más de una copita. Bueno, como máximo dos, quizá tres, pero ni una más.

El camarero llegó con la botella de vino y sirvió un poco en la copa a Sergio. Éste lo probó y asintió con la cabeza, de manera que el hombre llenó las copas de los dos y, tras dejar la botella en la mesa, se marchó, no sin antes regalarles con el espectáculo de una elegante reverencia.

—Nunca he entendido eso de que le den a probar el vino al hombre. ¿Y la mujer? ¿Acaso nosotras no tenemos derecho a probar lo que vamos a beber?

—Bueno, bueno, es una costumbre y, de verdad, te juro que yo no la he implantado. Venga, pruébalo.

Estaba delicioso. Durante unos minutos se dedicaron a beber y a picar de los diferentes aperitivos que les habían servido mientras cada uno estudiaba atentamente su carta.

—¿Ya sabes qué vas a tomar? —Sergio sonreía. «¡Qué guapo es! —volvió a pensar Laura—, con esos ojos tan negros y expresivos que brillan pícaros y divertidos cuando sonríe». Suspiró.

No sabía por qué plato decidirse, así que leyó lo primero que vio en la carta.

—Este salteado de rape y gambas al mojo picón tiene buena pinta. Creo que lo probaré.

No sabía si el vino que él había pedido era el apropiado para ese plato. Pero bueno, ¿qué más le daba? Ella no entendía de protocolos, y si Sergio era tan esnob que pedía la comida para que estuviese en consonancia con el vino, entonces le diría…

¿Por qué se enfadaba de esa forma? Él no había dicho nada, todo eran figuraciones suyas. Sólo había una cosa que la molestaba… ¿Por qué se había quedado dormido en el coche? Tenía que preguntárselo, pero aún no. Le daría una oportunidad para que se explicase voluntariamente.

—¿Sólo vas a tomar un plato? —le agradeció que interrumpiera sus pensamientos, que de nuevo comenzaban a desbocarse.

«Céntrate —se dijo—. Y disfruta de la cena».

—Sí, no estoy acostumbrada a cenar mucho, ¿y tú?

—Yo, como decía mi madre, tengo muy buen saque. Pero hoy también pediré sólo un plato —llamó al camarero—. La señorita tomará un salteado de rape y gambas al mojo picón y yo un steak tartar al Jack Daniels.

Cuando se quedaron solos Laura se llevó la copa a los labios. ¡Vaya! No le quedaba vino; antes de que hubiera acabado de posar nuevamente la copa sobre la mesa, ya se la estaba llenando Sergio. La luz de las velas, la relajación después de un día tan duro, el sopor del vino… Todo contribuía a aumentar su bienestar. Estaba a gusto y, sin darse apenas cuenta, volvió a llevarse la copa a los labios.

—Estás muy callada. Y yo estoy deseando saber cómo te ha ido hoy el día. He asistido al principio y al final de tu jornada, que no ha sido muy brillante, me refiero a lo de tu coche. Pero no hay mal que por bien no venga, y aquí estamos. Puede que te enfades por lo que te voy a decir, pero yo estoy en la gloria… —hizo un gesto alzando las manos, como protegiéndose de un inminente ataque—. Me alegro de que se te rompiera el coche.

La miró con recelo, como esperando que saltara sobre él y se pusiera a arañarlo. Pero no, Laura permaneció quieta, sin saber qué decir, porque también ella, en el fondo, pero muy en el fondo, se alegraba.

Se limitó a sonreír y a llevarse la copa de vino a los labios.

Tranquilizado por su reacción, Sergio le devolvió la sonrisa.

—Brindemos por las baterías agotadas y los talleres mecánicos —parecía muy animado y feliz cuando alzó su copa, y la joven rio con ganas. Alzó también la suya, contagiada de su buen humor.

Cuando ambas copas chocaron, tuvo la sensación de que se iban a romper, como debería romperse su incipiente relación. Pero nada de eso pasó. Las copas resistieron el contacto y ellos bebieron mirándose a los ojos.

A medida que el líquido bajaba por su garganta, Laura se sintió invadida por una tibia languidez. Los nervios acumulados a causa de la tensión del día se habían evaporado del todo, y ahora sólo sentía una inquietante excitación. Tenía ganas de tocarle las manos, que él apoyaba sobre la mesa, y de rozarle los labios con las yemas de los dedos. Era maravilloso disfrutar así, dejarse llevar. ¿Cuándo se había dejado llevar de esa forma por última vez? No lo recordaba, quizá nunca.

Dejó su copa vacía sobre la mesa y se dispuso a pasar una agradable velada.

Agradable no era exactamente la palabra adecuada. Excitante, divertida… Rieron y hablaron de muchas cosas, como si se conocieran de toda la vida. Sergio era un hombre encantador, culto, educado, ingenioso… Sus historias la habían hecho reír y también ponerse triste en algún momento. Le habló de algunos juicios que estaban a la orden del día y que a ella le interesaban por sus implicaciones jurídicas o simplemente por puro «cotilleo», como le dijo riendo, sin importarle que él la mirara extrañado. Le habló también de casos que se habían hecho famosos por el morbo y el escándalo que los acompañaban. Sergio era inteligente; en todo era capaz de descubrir algún detalle, algún punto que a los demás se les escapaba. De pronto, Laura se encontró escuchándolo con avidez, bebiendo sus palabras.

Y de temas políticos y de actualidad pasaron a asuntos más personales. Ella era remisa a hablar de sí misma y Sergio lo notó. Por eso decidió allanar el camino sincerándose él primero. El resumen que le hizo de su vida a Laura le pareció el guión de una película. Bien mirado, no tenía nada de extraño y era una vida como la de tanta gente. Pero la forma en que Sergio contaba las cosas, las anécdotas, a veces divertidas, a veces serias, hacía aumentar su interés por él.

Su madre se había quedado embarazada a los dieciocho años y nunca conoció a su padre. A pesar de esa circunstancia, que en principio podía contener muy malos augurios, tuvo una infancia feliz. Su familia tenía dinero, empresas que reportaban buenos beneficios, y su madre y él habían vivido con sus abuelos, en una enorme y preciosa casa, muy protegidos, hasta que su madre se enamoró de nuevo y se casó. Él tenía diez años entonces y su padrastro resultó ser un buen hombre, cariñoso con él y muy enamorado de su esposa. Al principio todo había ido bien, pero su madre era una mujer volátil, inquieta, loca por las fiestas, y el matrimonio no la aplacó, como había pensado su abuelo que sucedería. Así que él acabó viviendo otra vez con su abuelo, porque la vida que su madre y su padrastro llevaban no era la más adecuada para un niño. De todos modos era feliz con su abuelo y no le supuso ningún trauma. Su madre era guapa, él era un niño y la quería. Eran felices.

—Luego las cosas se torcieron —hablaba con tristeza al recordar esa parte de su vida—, y mi madre y mi padrastro acabaron separándose. Andrés es mexicano y volvió a su país después del divorcio. Mi madre se quedó. Continuó con su vida de locura y fiestas. Si pasaba una semana sin que saliera en una revista del corazón, se mosqueaba —sonrió—. Así era, pero yo la quería. Murió un año después de su divorcio en un accidente de tráfico, cuando yo tenía quince años.

—¡Cómo lo siento! —y lo sentía de verdad. No sabía si se le da el pésame a alguien cuando ya hace tanto tiempo de la muerte del ser amado, y se quedó callada.

—No pasa nada, fue hace mucho tiempo.

—Yo también perdí a mi madre cuando era muy pequeña, y sé que es terrible.

—Lo siento. Debías de ser una niña encantadora, seguro que eras muy traviesa, ¿a que sí? Pero no hablemos más de cosas tristes —se recostó en su asiento. Ya habían terminado de cenar y estaban tomando los postres—. ¿Quieres un café? ¿Una copa?

—No, con el día que he tenido, sólo me falta echarle cafeína al cuerpo por la noche, y mucho menos más alcohol. Creo que, gracias al vino, voy a dormir bien, no quiero estropearlo.

—No te creas que no me he dado cuenta —otra vez esa sonrisa entre irónica y feliz—. Me has animado a hablar como hacía tiempo que no hablaba, prácticamente te he contado mi vida y tú no has dicho una palabra sobre ti.

—No creo que me hayas contado tu vida, seguro que guardas algunos secretitos —como, por ejemplo, por qué estaba durmiendo en un coche en mitad de la calle—. De todos modos, tu vida es mucho más interesante que la mía… Tengo dos hermanas, mi madre murió cuando éramos muy pequeñas y mi padre hace cuatro años. No hay mucho más que contar. Estudié derecho y aquí estoy, nada de particular, nada que pueda interesar a nadie…

—A mí me interesa —la interrumpió él—. Cuéntame más cosas, háblame de tus hermanas.

—Mis hermanas viven juntas. Celia es la mayor y Luisa la pequeña.

—Así que tú eres la mediana…

—Exacto, Sherlock, muy agudo.

—Tengo grandes dotes de observación —sonrió—. Venga, sigue contándome.

—Ahora no, por favor. Estoy muy cansada y sólo quiero ir a casa y dormir. Otro día, ¿vale?

—De acuerdo, te llevaré a tu casa.

Salieron a la noche. Había templado y la temperatura era agradable. Eran casi las doce, pero aún había gente por la calle, y Laura se dio cuenta de repente de que necesitaba hacer algo de ejercicio. Su casa no quedaba lejos.

—No hace falta que me acerques en el coche, me apetece pasear.

—¿Qué? Es tardísimo y decías que estabas cansada.

¿Había dicho él eso? ¿Tardísimo? Si incluso había pensado invitarla a su casa a tomar una copa. «¿Quieres tomar una copa en mi casa? —pensaba decirle—. Aún es pronto».

—¡Es tardísimo! —Laura repitió sus palabras en son de burla—. Pero si no son ni las doce.

¿Había dicho ella eso? ¿Ella, que a las once estaba todos los días en la cama?

—En realidad…

—Yo creo que…

Hablaron los dos a la vez. Así que también callaron al unísono. Luego se echaron a reír.

Al fin Sergio se puso serio y dijo:

—La verdad es que pensaba invitarte a tomar una copa en mi casa. Vivo aquí.

¿Vivía allí? ¿En el portal que había al lado del restaurante? Por eso la había llevado a aquel lugar, no porque fuera romántico, tranquilo y tuvieran un vino excelente, sino porque estaba al lado de su casa y tenía planeado invitarla a subir. Rosa le había dicho que era un mujeriego, pero eso era lo más rastrero… ¿Cómo había podido fiarse de un hombre que dormía en el coche? Si se lo hubiera dicho desde el principio, vaya… Tenía la impresión de que la había manipulado, y eso no le gustaba nada.

—No, es tardíiiisimo. Y no hace falta que me lleves, iré paseando.

—No voy a dejarte sola. Si no quieres que te lleve en el coche, te acompañaré. Además, aún no sé tu dirección, y mañana tengo que pasar a buscarte para llevarte al trabajo.

—No es necesario, Sergio, ya te he dicho que puedo arreglármelas. Me parece absurdo que tengas que ir hasta allí y luego volver otra vez, me siento mal, como si estuviera aprovechándome de ti.

—Está muy cerca, no tardaré nada.

—Sí, está cerca. Pero hay mucho tráfico por las mañanas…

—Tonterías, yo soy el juez, yo mando. Mientras no tengas coche pienso llevarte a trabajar todas las mañanas, señorita. Y no se hable más.

Laura cedió al fin y le dio su dirección; luego intercambiaron los números de teléfono por si alguno debía avisar al otro de cualquier contratiempo. Al coger su móvil para apuntar el número de Sergio, se dio cuenta de que lo había desconectado por la mañana y se le había olvidado conectarlo de nuevo. Tenía un montón de llamadas perdidas. Bien, ya miraría luego, o al día siguiente… Volvió a desconectarlo.

—Vamos —Sergio la cogió del brazo.

—¿Adónde?

—A tu casa paseando; si eso es lo que quieres, por mí no hay inconveniente.

Entonces se detuvo. Aún la tenía cogida del brazo. Su mano subió por el hombro para rodearle el cuello y acariciarla suavemente. Bajó la cabeza y sus labios se posaron sobre los de ella, con mucha suavidad. Laura gimió y eso debió de animarlo, porque presionó más sobre su boca.

Tenía frío y, de pronto, estaba asada de calor, un calor que se extendía por todo su cuerpo. Se estremeció y le dejó hacer. Sergio la empujó con suavidad hasta que su espalda quedó apoyada contra la puerta de cristal de una casa. Un portal. Allí vivía él. Siguieron besándose, él le metió la lengua en la boca y empezó a explorar todos sus rincones, y cuando Laura apartó la cara, siguió acariciándosela con los labios, con besos suaves y dulces. La joven sintió que se le doblaban las piernas, porque el contacto de los labios de Sergio sobre su cuello, sobre su boca, sobre sus ojos era como una droga que la estaba dejando sin fuerzas.

—Sube a mi casa… —dijo él muy bajito. Su aliento le rozó las orejas y Laura se estremeció. Si permanecía un minuto más así, subiría… Pero sólo lo conocía desde hacía unas horas y ya sabía que era un hombre manipulador y mentiroso. Si no la hubiera llevado a un restaurante que estaba justo debajo de su casa… Pero eso era premeditación. Y alevosía también. Seguro que el Código Penal tenía algo que decir sobre ese comportamiento.

Abrió los ojos que había mantenido cerrados y vio que se aproximaba un taxi, con su lucecita verde refulgiendo en la oscuridad. Se soltó dándole un empujón y corrió hacia la calle con el brazo alzado. El taxi paró junto a ella y Laura se subió.

Lo miró mientras el taxi se alejaba. Era un puntito negro en la calle desierta.