18

No sabía qué hora era, ni dónde estaba ni qué hacía en ese lugar irreconocible. Se levantó y recorrió el cuarto dominada por una tremenda agitación, con la sobrecogedora incertidumbre que asalta a cualquier mortal al despertar en un lugar desconocido al que ni siquiera sabe cómo ha llegado.

Poco a poco se fue tranquilizando: estaba en su casa, ése era su salón… Y los recuerdos acudieron en tropel a su mente, cayendo sobre ella como un jarro de agua fría: había discutido con Sergio, lo había abandonado, lo había dejado, había leído esa especie de terrorífica confesión y luego se había quedado dormida… Sí, había dejado a Sergio y ahora estaba sola, en su casa. Pero nada de lo que veía le parecía suyo. No tenía nada que ver con ese lugar, con esos libros, con todos esos cachivaches que ella misma había comprado y que tanto le gustaban hasta hacía unos pocos días. No, ya no formaba parte de aquello; lo sabía porque todo le resultaba ajeno, lejano…

Se sentía vacía. De pronto no sabía qué hacer ni cómo comportarse, porque… ¿qué puedes hacer cuando tu novio te dice que ha matado a una persona? Ella era abogada, ella debería saberlo mejor que nadie. Pero no lo sabía.

¿Y Sergio? Meneó la cabeza, buscándolo. ¿Dónde estaba Sergio?

No estaba allí. Estaría en su casa, lamiendo sus heridas.

Laura se dio cuenta de que desbarraba, de que sus pensamientos no tenían ninguna conexión, y respiró profundamente varias veces para tranquilizarse.

Cerró los ojos y siguió respirando: uno, dos… suspiros largos, lentos; inspirar, espirar… Abrió los ojos, abandonó sus ejercicios de relajación y se levantó del sofá. Tenía que pensar, pero su cabeza era un caos y todo acudía a ella de forma inconexa y deslavazada. De pronto una pregunta dominó sobre todas las demás: ¿cómo se sentiría Sergio al pensar que ella ya conocía su secreto?

Sintió una tremenda compasión por él y las lágrimas acudieron a sus ojos.

Pobre Sergio. Llevaba doce años reviviendo aquella horrible escena a cada momento, rumiando su culpa sin compartir sus sentimientos con nadie, sin ayuda de ningún tipo, enfrentándose él solo, día tras día, al hecho terrible e irreparable de haber matado a una persona. En cierto modo fue un accidente. Pero él, a pesar de los años transcurridos, aún continuaba traumatizado, lo cual resultaba lógico teniendo en cuenta que nunca había recibido la ayuda que en un caso así se necesita. No había acudido a terapia, nadie le había dado ninguna explicación, no había vuelto a hablar de ese asunto con ningún ser humano… Ella se habría vuelto loca en sus circunstancias, y le parecía admirable que Sergio hubiera sido capaz de seguir adelante y de labrarse un futuro. ¡Ahora entendía tantas cosas de él que antes le parecían inexplicables! Su misantropía; el hecho de que no tuviera amigos y no se relacionara con nadie, salvo con la gente del trabajo; la enfermedad de la que había hablado Carmen, un estado depresivo que le duró casi un año… Y el hecho de que no tuviera ninguna fotografía en su casa. Porque ¿a quién querría recordar con cariño? Su madre lo quería, pero era una cabeza loca e inestable, que lo abandonó cuando se casó, y su abuelo, la figura paterna, el hombre que, por lo que parecía, lo había educado, no fue capaz de prestarle la ayuda que necesitaba en los momentos más duros de su vida. Sí. Laura sentía compasión por Sergio. Una gran compasión.

Continuó dando vueltas por la habitación, frotándose las manos y expresando sus pensamientos en voz alta. En el fondo, se dijo, Sergio deseaba contarlo y había estado a punto de decírselo a ella en más de una ocasión. Pero, llegado el momento, nunca se atrevía y había escrito esa confesión para que la leyera. Él quería liberarse de ese peso diciéndoselo a alguien.

«A alguien no —dijo en voz alta, hablando a las paredes—. A mí».

Se sentó en el sofá y se volvió a levantar a los pocos segundos.

«Piensa, Laura. ¿Qué vas a hacer?».

Pensó en la situación actual de Sergio, en la amenaza que pendía sobre su cabeza como una espada de Damocles. Aunque esa amenaza había sido el detonante, la chispa que había provocado el incendio, no era lo más importante. Incluso en el caso de que Sergio no hiciera lo que Marga le pedía, aunque metiera a su hermano en la cárcel para toda la vida, esa mujer no podía jugar su baza, porque el escándalo también la salpicaría a ella. No. Después de leer el relato de lo sucedido aquella noche Laura estaba segura de que Marga tenía que seguir callada. No podía hablar, porque ella misma estaba involucrada y no querría que salieran a la luz todos sus trapos sucios, que debían de ser muchos. Pero Sergio no lo veía, porque vivía traumatizado, arrastrando un sentimiento de culpa que estaba acabando con su cordura. Por eso no era capaz de juzgar su situación con claridad. Se creía amenazado porque siempre se había visto amenazado, porque pensaba que se merecía cualquier cosa que le pasara y, en el fondo, deseaba recibir el justo castigo.

Laura esperaba que habérselo confesado a ella lo hubiera calmado un poco. Pero sabía que no era suficiente. No hacía falta haber estudiado psicología para saber que cualquier persona en las circunstancias de Sergio necesita ayuda, y más tras tantos años de silencio culpable.

Su problema no se limitaba a las amenazas de Marga. Era mucho más profundo. Sergio necesitaba ayuda.

«Lo sabe —volvió a decirles a las paredes—. Él sabe que necesita ayuda, pero no quiere admitirlo. En realidad, me ha pedido ayuda a mí a través de ese escrito. Sí, esta confesión es como un SOS, es su forma de decirme: “Ayúdame”. Pero ¿qué puedo hacer yo?».

Aquí Laura se quedó bloqueada. Sí, ¿qué podía hacer? Nada, no podía hacer nada. Y eso era lo más importante: si volvía, ¿cómo podía ayudarlo? No lo sabía, quizá de ningún modo. Porque, aunque tuvieran épocas buenas, habría muchas más insoportables, y su vida acabaría convirtiéndose en un infierno. Además estaba claro que él seguía enamorado de Carla, ¿y cómo iba ella a competir con un recuerdo? No podía. Lo más sensato era ignorarlo, no volver a verlo, huir de una relación problemática con un hombre problemático. Sí, eso era lo más sabio y lo que haría cualquier persona con dos dedos de frente.

«Tengo que dejarlo, es lo mejor. Una relación así me sumiría en la más absoluta de las miserias… Vive traumatizado, atormentado, su sentimiento de culpa lo incapacita para relacionarse con otras personas, y por si fuera poco me ha dejado bien claro que sus relaciones con mujeres son sólo sexuales, y que eso es lo que quiere de mí. No puedo mantener una relación así, no puedo enamorarme de un hombre que sólo quiere sexo, que me abandonará cuando el sexo conmigo ya no le satisfaga… En sus circunstancias, él no es capaz de enamorarse. Es incapaz de amar, e incluso podría resultar peligroso… ¿Quién sabe de qué forma pueden acabar aflorando todos sus traumas, su sentimiento de culpabilidad?».

Pero estaba enamorada y, aunque hacía muy poco tiempo que conocía a Sergio, creía saber cómo era y no le parecía que pudiera convertirse en un peligro para ella.

Y otra vez la misma duda: ¿qué hacer?

Las preguntas se mezclaban en su cabeza y la volvían loca. No tenía respuestas, pero sí preguntas, cada vez más. Se sujetó la cabeza entre las manos y miró el reloj. Eran las cuatro de la mañana, muy tarde. O muy temprano, pensó.

«Tengo que tranquilizarme», se dijo, mientras se preparaba una tila que se bebió a sorbitos sentada en el sofá, pensando.

Sí, tenía que tranquilizarse, tenía que relajarse y reflexionar, para lo cual necesitaba estar descansada; no podía hacerlo en su estado, agotada y confusa. Así pues, lo primero era descansar, dormir. Luego intentaría encontrar respuestas a todas sus preguntas. Pensaría después.

Más tranquila una vez tomada esta decisión, se dirigió a su habitación para acostarse. Pero, una vez allí, se sintió rara. Ésa no le parecía su habitación. Se sentó en la cama y posó la mano sobre el edredón: era suave al tacto y calentito… Se tumbó sin desvestirse. Estaba tan agotada que podría dormir durante años, se dijo, y cerró los ojos. El reloj luminoso de la mesilla marcaba las cuatro y media.

Despertó a las seis, más agotada aún de lo que estaba cuando se acostó, pero, como sabía que no podría seguir durmiendo, se levantó de la cama. Lo primero era darse una ducha para despejarse y luego tomar un buen café y comer algo; después retomaría sus actividades habituales. Tenía una vida antes de conocer a Sergio y volvería a tenerla, sólo debía hacerse a la idea de que ya no la compartiría con él.

«Vaya —pensó en voz alta, hablando a las paredes, cosa que empezaba a ser una costumbre—, ayer a estas horas tenía chico y trabajo, y ahora me he quedado sin chico y en el paro… Bueno, retomaré mi vida en el punto en que la dejé, no es para tanto». Se dijo esas últimas palabras para animarse, aunque no creía que pudiera continuar como si nada hubiera pasado.

Era viernes, así que primero iría a comprar para llenar la nevera, que estaba vacía, y luego intentaría ver qué hacía con su vida profesional. Había pensado en oposiciones, y tendría que ver qué opciones tenía. Hablaría con Roberto, él podría aconsejarla.

Pero no hacía nada a derechas. En la compra se olvidó de lo fundamental y se dedicó a llenar el carro de chucherías. No llamó a Roberto porque le daba pereza hablar con él. No buscó información sobre oposiciones en Internet, otra cosa que quería hacer «sin falta», porque no tenía fuerzas y porque sólo le importaba mirar a cada segundo su correo electrónico para ver si Sergio le enviaba algún mensaje. Pero nunca lo había. Tenía a mano el iPhone, por si llamaba, pero el maldito aparato seguía sin sonar. No dejaba de darle vueltas a todo lo que había pensado la noche anterior, sin llegar a una solución. La imagen de Sergio con una mujer a la que no podía ponerle cara, muerta en sus brazos, no se le iba de la cabeza. Y seguía sin saber qué hacer.

A las cuatro de la tarde, después de un absurdo día que se le hizo eterno, pensó en llamar a su hermana. Pero no lo hizo, y no porque no quisiera hablar con ella, sino, sencillamente, porque no se podía mover.

¿Por qué no la llamaba Sergio? Cogió el teléfono para llamarlo ella, pero lo tiró con fuerza sobre el sofá… No. Que llamara él.

La tarde fue avanzando y Laura seguía sentada en el sofá, con el ordenador abierto sobre las rodillas y el teléfono a mano, por si él escribía o llamaba, mientras la casa se quedaba a oscuras poco a poco, sin que ella se diera cuenta.

El sonido del teléfono la hizo reaccionar y rápidamente lo cogió. Miró la pantallita encendida mientras el corazón le latía tan deprisa que creía que se le saldría del pecho… Al ver quién llamaba, lo desconectó y lo tiró con indignación sobre el sofá, mientras sollozaba. La pobre Rosa no se merecía que la cortaran así, pero en ese momento no podría soportar hablar con ella.

¿Por qué no la llamaba Sergio?

Ese incidente la hizo reaccionar y encendió varias luces, de manera que la habitación, antes oscura, quedó más iluminada que un árbol de Navidad. Debía moverse, debía hacer algo, no podía dejarse llevar por el abatimiento, porque sería nefasto para ella. Tenía que seguir adelante y tenía que hacerlo sin contar con Sergio.

El resto de la tarde no le fue tan mal; se hizo algo de cena y vio un poco la tele antes de acostarse. Cuando se metió en la cama, con el móvil estratégicamente colocado sobre la mesilla para oírlo si sonaba, se sentía más optimista. Al día siguiente le iría mejor.

A las cinco se dio por vencida. No podía dormir, el agotamiento de dos noches en vela y la incertidumbre se lo impedían; y lo peor era que continuaba teniendo la sensación de no estar en el lugar adecuado, igual que la noche anterior. Se encontraba mal. Recordó una ocasión en que su padre las llevó de viaje y ella no pudo dormir en toda la noche porque el hotel le parecía un lugar frío y desconocido, y echaba de menos su casa, su almohada… Su padre la regañó, le dijo que uno debe adaptarse a las circunstancias y disfrutar lo que se tiene en cada momento, que era absurdo vivir añorando lo perdido y que, después de todo, al día siguiente volverían a casa… Y ella lloró toda la noche, deseando que llegara el día siguiente para volver a casa.

Era la misma sensación que había tenido durante todo el día: echaba tanto de menos a Sergio que le dolía el corazón de sólo pensar en él. ¿Qué estaría haciendo? Entonces la asaltaron todo tipo de siniestros augurios. Él no estaba bien, llevaba tanto tiempo solo, atormentándose… ¿Qué haría si también lo abandonaba ella? Era capaz de cualquier cosa, de cometer un acto irrevocable… ¿Y si le había pasado algo?… Claro, debía de haberle pasado algo, por eso no había tenido noticias de él en todo el día, por eso no la había llamado.

Estaba agotada, llevaba horas dándole vueltas a la cabeza y se encontraba en ese momento de la noche en que todo se ve de la peor manera posible, negro y sin solución. No se le ocurrió pensar que a la mañana siguiente lo vería todo con más claridad. De pronto, sólo una idea la dominaba: Sergio le había pedido ayuda… ¿Iba a ser tan insensible como para negársela?

Imaginó lo que estaría sufriendo, pensó en todo lo que ya había sufrido y olvidó el razonamiento que la había llevado a decidir abandonarlo. Aún no tenía claro qué hacer, y sabía que tendría que meditar largamente sobre su decisión cuando estuviera tranquila y descansada. Pero no podía descansar así, dando vueltas en la cama, echando de menos a Sergio, preguntándose cómo estaría y temiendo que hiciera cualquier barbaridad porque ella se había negado a apoyarlo. Podría perderlo para siempre, y todo por no haber acudido en su ayuda cuando más la necesitaba.

Volvería con él. Intentaría hacerlo entrar en razón, convencerlo de que necesitaba ayuda especializada. Eso haría, porque no podía abandonarlo ahora… Entonces recordó otra ocasión en que también se había visto obligada a permanecer junto a un hombre porque la necesitaba. No, se dijo, esta vez era muy diferente, porque ella no amaba a Daniel y sólo permaneció a su lado por lástima y por su sentido del deber. A Sergio, en cambio, lo amaba y quería luchar por él. No había contraído con él ninguna obligación; si volvía a su lado era porque quería hacerlo.

No lo pensó más. Impulsada por la necesidad de volver a verlo, se levantó decidida, se vistió, se puso los zapatos y el abrigo y cogió su bolso. Se acordó de mirar dentro para asegurarse de que llevaba las llaves del piso de Sergio. Las llevaba.

«Tengo que ir con él —dijo en voz alta—. Probaré a ver cómo nos van las cosas y ya pensaré después qué hacer».

Tras pronunciar estas palabras, se sintió más animada. Al menos, había sido capaz de tomar una decisión, aunque no estuviera muy convencida de que fuera la acertada. Pero era mejor que quedarse sentada dándole vueltas a la cabeza y sin saber qué hacer.

No se llevó nada, ni siquiera se acordó de coger las llaves de su piso. Cerró la puerta y salió al frío de la madrugada.