15

Laura no pensaba más que en salir del trabajo temprano para llegar a casa cuanto antes y acabar de leer el relato que había descubierto la noche anterior, pues intuía que allí iba a encontrar respuesta a muchas de sus preguntas, si no a todas. No pararía hasta descubrir lo que le ocultaba, fuera como fuese, quisiera Sergio o no. Estaba decidida: como él no soltaba prenda, lo averiguaría por su cuenta. Ya ni siquiera le importaba que se enfadase o que la descubriera espiando en su ordenador; lo único que deseaba era conocer los motivos de su comportamiento. Sabía que era un hombre alegre, listo, cariñoso y bueno; así era como se le había revelado la mayor parte de las veces. Ese aspecto suyo tan negro, tan inquietante, que afloraba en ocasiones, sobre todo cuando le preguntaba por Marga, no era natural en él. Y Laura se impuso la tarea de descubrir la causa.

Con todas esas preocupaciones dando vueltas en su cabeza no podía centrarse mucho en el trabajo. Ni siquiera se dio cuenta de la forma en que la miraba don Tomás esa mañana en la reunión ni del tono de su voz cuando se dirigía a ella, pues apenas escuchaba lo que allí se decía y menos aún se fijaba en los presentes. Por eso le resultó extraño que a media mañana la llamara a su despacho.

Laura entró después de dar unos tímidos toques en la puerta. No estaba preocupada; suponía que quería comentarle algún asunto de trabajo. Don Tomás estaba sentado ante su escritorio. Leía el periódico, que apartó a un lado cuando la vio.

—Ah, pasa, querida, siéntate.

Laura obedeció y esperó a que él comenzara a hablar.

—Mañana hará dos semanas que trabajas para nosotros. ¿Cómo lo llevas? Sé que los primeros días en un trabajo son duros, sobre todo si, además, es tu primer empleo, como es tu caso.

El tono de su voz la puso en guardia, pues desmentía la aparente amabilidad de sus palabras.

—Sí, es mi primer empleo. Aunque ya he trabajado, durante las prácticas…

—Sí, las hiciste en un buen bufete. Lo que quiero saber es si te llevas bien con tus compañeros, si te gusta el trabajo… —aquí su tono cambió, como diciendo: ahora voy al grano—. Sé que te has quejado en alguna ocasión de que te dábamos pocas responsabilidades, cosa que me parece un despropósito…

Antonio, se dijo Laura. Sólo él podía haberle contado eso a don Tomás. Se puso roja, tanto de vergüenza como de indignación por la deslealtad del que aún consideraba su amigo.

—Entiende —proseguía su jefe— que, al ser nueva tanto en este puesto como en la profesión, no podemos hacer otra cosa. La idea era que tus responsabilidades aumentaran paulatinamente. Siempre, claro, que demostraras merecerlo. Y por eso te he llamado: no me da la impresión de que te lo merezcas; no te centras en el trabajo. Disculpa que te lo diga de forma tan brusca, pero así es. En esta casa exigimos a nuestros empleados plena dedicación, y tú actúas a medio gas. Te vas a la hora exacta, cumples con tus deberes sin más, sin poner el entusiasmo y la entrega que son naturales en alguien que empieza y quiere labrarse un camino en nuestra profesión.

—Si me quedara fuera de horario, fingiendo trabajar aunque no hiciera nada, usted estaría satisfecho. ¿No es cierto? —no midió la implicación de sus palabras, pero don Tomás la pilló al vuelo.

—¿Quieres decir que eso es lo que hacen tus compañeros? Un detalle muy feo por tu parte, Laura. Muy feo. Defenderse atacando a los demás puede que sea una buena táctica en otras circunstancias; en este caso no. Había oído hablar muy bien de ti, pero debo decir que me has decepcionado. Los informes de Juan no son muy halagüeños.

¡Acabáramos! Juan Ozores había intensificado su campaña contra ella y había conseguido convencer a don Tomás.

—Siento haber dicho eso, porque usted lo ha malinterpretado —ignoró la referencia a Juan—. Lo que quería decir es que, a pesar de salir a mi hora, cumplo con mi trabajo. Los casos que llevo avanzan dentro de los plazos y no he tenido ninguna distracción, todo lo que he hecho ha sido correcto. No entiendo por qué me dice que no cumplo, sí que he cumplido.

—No estoy de acuerdo. Me han llegado informes de ti, Laura, que… Bueno, siento mucho decirte esto, en realidad pensaba esperar a que se cumpliera tu período de prueba. Pero ahora, al ver tu actitud, creo que debemos terminar con esto cuanto antes. No vamos a renovarte el contrato de prueba, así que te recomiendo que vayas buscándote otra cosa porque…

¡La estaba echando! Dado el poco tiempo que llevaba en el bufete, no podía ser porque no le gustara su trabajo, eso era absurdo. Se puso furiosa. La antigua Laura habría acatado la decisión de don Tomás, pero la nueva no se resignaba. Era una injusticia.

—No hace falta que espere usted quince días para dejar de verme. Me marcho ahora mismo.

Laura se levantó y salió dejando a don Tomás con la boca abierta.

Una compungida Rosa la ayudó a recoger los pocos objetos personales que tenía en su mesa.

Después se sentaron en la cocina, a tomar su último café juntas en aquel lugar.

—Lo siento mucho, Laura, me encantaba tenerte. ¿Qué vas a hacer ahora? Perdona que te haga esta pregunta tan personal, pero… ¿Andas bien de dinero? Si necesitas algo, yo…

—Gracias —la interrumpió Laura, conmovida—. No tengo problemas económicos. Cuento con la pensión de Daniel y con algunas inversiones que hizo y que me reportan beneficios anuales. Pero me gusta mi profesión y quiero ejercerla. No sé, quizá prepare oposiciones a la fiscalía…

—Lo que no entiendo es por qué te han despedido tan pronto… Es absurdo —dijo Rosa, que ya no escuchaba a Laura. Le encantaban los chismes de oficina y ése era jugoso—. A no ser…

—Sí —la interrumpió Laura—. Está claro que Juan ha conseguido lo que quería: que yo me marchara; desde el primer día ha estado decidido a echarme.

—No, no es eso lo que estaba pensando. Juan no tiene tanta influencia sobre don Tomás, ha sido otra persona.

—Ha sido Juan —insistía Laura—. Nunca le gusté, está convencido de que yo quería quitarle el puesto.

—No creo que haya sido Juan. Quiero decir… —Rosa puso una mano sobre el brazo de Laura y acercó la cabeza a la de su amiga, bajando el tono de la voz—. Don Tomás conoce bien a Juan; sabe que recela de todos los nuevos y, como te he dicho, no tiene tanta influencia como para hacer que despidan a alguien. No —meneó la cabeza—. Ha sido Antonio, estoy segura.

—¿Qué dices? Precisamente lo primero que voy a hacer es llamarlo para decírselo…

—Creo que ya lo sabe. Vino ayer por la tarde, después de que tú te fueras. En realidad justo después, como si hubiera estado esperando a que salieras para entrar, y se metió en el despacho de don Tomás. Cuando me fui aún seguían. Lo que no entiendo es por qué lo ha hecho, tú le gustas…

—¡Tienes razón! —Laura lo comprendió todo de repente—. Le gusto, me propuso que saliéramos juntos y yo le di calabazas —sonrió—. Ésta es su forma de vengarse. Nunca lo habría pensado. ¡Vaya desilusión! Crees conocer a alguien y luego…

Laura guardó silencio. No quería hablar de más delante de Rosa y prefería reservarse su opinión. Si sus sospechas se confirmaban, si Antonio había sido el artífice de su despido, cosa que le parecía muy probable, iba a decirle cuatro palabritas. Pero más adelante, cuando estuviera más tranquila.

Charlaron durante un rato y prometieron llamarse y verse alguna vez, aunque ambas sabían que sólo se llamarían en Navidad y en algunas fechas señaladas y que, por supuesto, lo más probable era que no volvieran a verse. Laura sintió algo de pena. Le gustaba Rosa, había sido una buena compañera, y el detalle de ofrecerle dinero era conmovedor. Se abrazaron con cariño y Laura salió del bufete, probablemente para no volver a entrar jamás en él.

Mientras se dirigía a su coche, le puso un SMS a Sergio, pues deseaba contarle las novedades y no se atrevía a llamarlo, por si estaba en un juicio o en algún acto importante. Tecleó:

> Me han despedido. Esta noche te lo cuento. Besos.

Cuando llegó a la casa de Sergio, Laura estaba conmocionada. Después de sopesar muy seriamente los pros y los contras de llamar a Antonio se había reafirmado en su primera opinión; mejor no hacerlo. ¿Qué iba a lograr con ello? Estaba segura de que la habían despedido por él y, aunque sabía que algún día tendría que pedirle explicaciones, no le parecía que ése fuera el momento; no tenía ningunas ganas de oír su voz, y mucho menos de verlo. Dejaría pasar unos días y luego ya vería.

Aún no había podido decírselo a Sergio, pues no había recibido respuesta a su SMS, lo cual significaba que él no lo había leído, y tampoco a las llamadas que le había hecho, pues tenía el teléfono desconectado. Bien, tendría que esperar a que llegara a casa para contárselo, y casi lo prefería, porque no era una noticia como para darla por teléfono y ahora pensaba que se había precipitado al mandarle el mensaje.

Con tantas emociones, se había olvidado del relato. Al menos tenía tiempo para leer, dado que Sergio aún tardaría muchas horas en llegar.

Soltó sobre el sofá su cartera con el ordenador y varios papeles, y una bolsa en la que llevaba las pocas pertenencias que tenía en su despacho, y corrió a conectar el ordenador. Ya sabía dónde buscar, así que fue directamente al archivo y comenzó a leer donde se había quedado:

Y en unos días todo ese mundo se vino abajo. Cuando caes siempre te haces daño, y si caes desde lo más alto, como me sucedió a mí, el golpe puede ser mortal. Sé que no es una frase muy original, pero sí muy descriptiva, porque fue eso precisamente lo que me sucedió.

Mi abuelo tenía un amigo, René Salcedo, que era socio de algunos de sus negocios menores. Quizá por eso, porque no había muchos intereses económicos entre ellos, se llevaban bien y se guardaban cierta lealtad. René Salcedo era muy conocido en el mundo de las finanzas. Su empresa, Salcedo y Roms Enterprises, que su socio y él habían levantado de la nada, daba muy buenos dividendos y era una de las más importantes del sector de las finanzas en España. El socio de Salcedo era Henry Roms, cuya nacionalidad nadie conocía, aunque todos sospechábamos que era húngaro.

Estos tres hombres son, en cierto modo, los responsables de la situación en que me encuentro.

Como ya te he dicho, a los veinte años yo era el amo. Mis mejores amigos, Marga y Lucas Salcedo, nietos de René Salcedo, así lo creían, y me animaban para que yo también lo creyera. No les costaba mucho trabajo, dada mi disposición natural a pensar siempre lo mejor de mí mismo. Marga era algo mayor que yo, tenía veintiocho años, pero parecía una niña. Era preciosa, y yo le gustaba mucho, por lo que no es de extrañar que tuviera mis escarceos con ella. Yo vivía en una casa que me había regalado mi abuelo al cumplir dieciocho años, la misma en la que vivo aún hoy. En la época de que hablo, a mis veinte años, cuando acabé derecho, ella pasaba en mi casa mucho tiempo; puede decirse que vivíamos juntos. Nuestros abuelos veían esa relación con muy buenos ojos, porque pensaban que acabaríamos casándonos. Yo no los desengañaba, aunque sabía que eso no iba a pasar nunca, pues Marga, a pesar de su belleza, no era mi tipo; era fabulosa como amante y me gustaba mucho, pero sabía que lo nuestro no iba a durar. Porque de quien yo estaba realmente enamorado era de Carla, la nieta de Henry Roms.

¿Carla? ¿Quién era esa Carla? Nunca había oído hablar de ella. ¿Andaría también por ahí, comiendo con él en restaurantes íntimos y llamándolo por teléfono?

Laura sintió ganas de coger el ordenador y tirarlo al suelo; para evitar la tentación, se levantó y comenzó a pasear por el salón. Sentía una gran inquietud que no lograba identificar. ¡Estaba celosa! ¡Muy celosa! ¿Hasta qué punto la tenía dominada ese hombre? ¿Por qué estaba tan enganchada? ¿Por qué no podía dejarlo, a pesar de que cada cosa que descubría sobre él era peor que la anterior?

De pronto, corrió al sofá, donde había dejado caer su cartera, y empezó a buscar frenéticamente en su interior. Estaba tan alterada que era incapaz de encontrar lo que buscaba, por lo que acabó volcando el contenido de la cartera sobre el sofá. Entre los objetos había un pendrive. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Copiaría el archivo y lo leería en su ordenador. Así Sergio no sospecharía nada.

Lo copió y cerró el ordenador de Sergio.

Iba a coger el suyo para volcar el archivo y continuar leyendo, cuando oyó la puerta. Sergio había regresado, y sólo eran las tres de la tarde.

Dejó su ordenador sobre la mesita y empezó a guardar las cosas en su cartera. En ésas estaba cuando Sergio entró en el salón y ella abandonó lo que estaba haciendo para correr a abrazarlo.

Y desaparecieron todas sus dudas. Era increíble: en su ausencia todo eran sospechas y preguntas, pero cuando estaba a su lado las dudas y las sospechas desaparecían y todo volvía a ser normal.

—¿Por qué has vuelto tan pronto?

—¿Por qué te han despedido?

Los dos hablaron a la vez y rieron.

—He venido tan pronto para estar contigo —dijo Sergio—. Dime, ¿ha pasado algo? ¿Por qué te han despedido, si no llevas ni dos semanas en tu puesto?

Laura dudó si contarle sus sospechas sobre Antonio. Al fin decidió hacerlo. No quería tener secretos, al menos si no era estrictamente necesario, se dijo al pensar en el relato que estaba leyendo a sus espaldas.

—Yo creo que ha sido Antonio… Ha debido de hablar con don Tomás… Quizá sea su manera de vengarse porque le di calabazas.

—¡Menudo cabronazo! ¿Estás segura?

—Prácticamente. En fin, da igual. Después de todo, fue él quien me consiguió el trabajo, así que ya no le debo ningún favor. Puedo pasar de Antonio y pienso hacerlo. Pero dime, y tú, ¿cómo has podido salir hoy tan pronto?

—Verás, yo…

—¿Qué?

—Nada, nada. He cancelado algunos compromisos porque estaba preocupado por ti y no quería que estuvieras sola esta tarde.

Era muy tierno, y muy considerado, y habría sido maravilloso de ser verdad. Pero Laura no se lo creía: intuía que algo había pasado. Algo que, para variar, él no quería contarle.

—No te creo. Dime la verdad: Marga sigue fastidiándote, no me engañes, por favor…

—Te lo he dicho mil veces: aunque no te cuente toda la verdad, eso no significa que te esté engañando. Ya sabes que sí, que hay algo que no te cuento porque no quiero que lo sepas.

—Te gusta hacerte el hombre misterioso, ¿verdad? Pues, para que te enteres, no te va —se soltó de sus brazos—. ¿No tienes confianza en mí? Con todo este misterio, lo único que consigues es que piense lo peor, y no quiero hacerlo… Mira, no es un interés morboso lo que me mueve. Honradamente pienso que puedo ayudarte; me da la impresión de que llevas tú solo una enorme carga, y creo que, si la compartes conmigo, será más ligera. Quizá yo pueda ver algo que tú no hayas visto. No sé, tú eres parte interesada en lo que sea que te pasa y estoy segura de que una mirada nueva podría ayudarte… Si me dijeras lo que te preocupa…

—Laura —la interrumpió—. Calla, por favor. Sabes que estoy loco por ti y que me encanta vivir contigo, pero también conoces los términos de nuestra relación desde el principio. Fui muy claro, y tú estuviste de acuerdo, me diste tu palabra, me prometiste que no ibas a insistir. ¡Pero, maldita sea, sigues insistiendo!

Sí, había estado de acuerdo y le había dado su palabra. Pero no pensaba cumplirla, porque tenía un as en la manga. Aunque no quisiera contárselo, se iba a enterar muy pronto, en cuanto pudiera estar a solas y acabara de leer el relato. Decidió no insistir y seguir con su plan.

—¿Tienes que salir luego?

Por primera vez desde que lo conocía deseaba que se fuera.

—No, hoy tengo todo el día para ti… —le dio un beso cálido, seductor. Pero, también por primera vez desde que lo conocía, su beso no surtió efecto, porque un nombre, enorme, como iluminado con bombillas de colores, bailaba en su mente: Carla. ¿Quién sería? A Marga podía ponerle cara. Ya sabía, además, que no era un peligro para ella, pues había leído que para Sergio sólo era una mujer con la que se había acostado en una época y que ya ni siquiera le gustaba.

Pero, Carla… ¡De ella estaba enamorado!

—De camino hacia aquí he estado pensando…

Mientras hablaba contra su boca, la empujó hacia el sillón. Laura se apartó de él para quitar su cartera, que dejó caer al suelo sin ningún miramiento, y ambos se sentaron.

—Y se me ha ocurrido que, como te has quedado en paro, puedo pedir una excedencia y… ¿Qué te parecería si hiciéramos un viaje? ¿Te molaría pasar unos meses recorriendo Europa? Podemos ir primero a París, y luego desde allí a otro sitio, y después a otro… Nos merecemos un homenaje, ¿qué te parece?

¿Una excedencia? ¿Pero de qué estaba hablando?

—Yo no tengo tanto dinero como para pasarme varios meses viajando por Europa.

—Pero yo sí. Invita la casa.

Sergio parecía realmente ilusionado, como un niño con zapatos nuevos, pensó Laura con ternura. Y desde luego era una propuesta muy tentadora; sería maravilloso viajar con él, sin preocupaciones, sólo los dos.

—Me encantaría. Pero ¿no crees que sería huir? No sé cuáles son tus problemas, tú te has ocupado muy bien de que no lo sepa, pero me da la impresión de que quieres huir de ellos.

—Exacto, lo has pillado —Laura lo miró extrañada—. Eso es lo que quiero hacer, no me importa decirlo… Por cierto, tengo una sorpresa para ti.

—¿Una sorpresa? ¿Para mí?

Laura sonreía. Era increíble, pero ya había olvidado a Carla, sus celos, los problemas… Él parecía contento, ¿por qué no estar contenta también? Además, no podía estar mucho tiempo enfadada con Sergio. En realidad no podía enfadarse con él. Así de simple.

—Sí. De camino a casa, no sólo he pensado en nuestro viaje. Ven.

Se levantó y le tendió la mano. Laura lo siguió.

—Vamos a la habitación.

La condujo de la mano hasta el cuarto y la situó frente al espejo de cuerpo entero que colgaba de la pared, junto al armario.

—Mírate.

Laura llevaba aún la ropa que se había puesto para ir a trabajar: un traje con la falda muy estrecha y la chaqueta corta, sin cuello. Le gustaba ese traje y pensaba que le quedaba muy bien. Era sexi y a la vez formal: una combinación que le encantaba y creía que a Sergio también le gustaba.

—¿No te gusta?

—Me encanta, pero me gustas más sin ropa. Desnúdate… No, espera un momento.

Aún estaban puestas las velas que Laura colocara el día de su fracasada seducción a base de un corsé de cuero, y Sergio las encendió una a una. Luego bajó la persiana y echó las cortinas, para que la luz del exterior no entrara en la habitación. Hecho esto, volvió a situarse detrás de Laura, frente al espejo.

—Ahora sí, desnúdate.

Empezó a quitarse la ropa, sin dejar de mirarse al espejo. Detrás de ella, Sergio la miraba con interés, sin tocarla, y Laura comenzó a animarse, pues iba sintiéndose más sexi con cada prenda de la que se deshacía. Y es que era excitante, se dijo, mientras lanzaba la chaqueta al aire dándole unas vueltas sobre su cabeza para que cayera justamente sobre la cama. El mismo camino siguieron la blusa y el sujetador de encaje, pues desde que salía con Sergio se había vuelto muy exigente con su ropa interior. Laura movía las prendas sobre su cabeza y las lanzaba al aire con una sonrisa, meneando las caderas, sin dejar de mirarse al espejo, excitándose con su sola visión y, sobre todo, con la seguridad de estar excitándolo a él, que seguía sin tocarla. Cuando se quitó la falda, pudo adivinar el brillo en los ojos de Sergio. Ese día se había puesto un liguero y medias de seda, y cuando iba a quitárselo él la tocó por primera vez para detener su mano.

—No. No te lo quites. Quítate sólo las braguitas, y quédate con el liguero y los tacones.

Laura obedeció.

—¡Qué preciosidad! —dijo Sergio, llevando las manos a su cabeza y alborotándole el pelo—. Así está mejor…

Dirigió su mano al vientre, que asomaba por entre la faldita del liguero, y le tocó el sexo depilado con la yema de los dedos, lo que hizo que Laura se estremeciera. Ya se notaba húmeda y excitada, y él ni siquiera se había quitado la ropa y apenas la había tocado. Luego apartó la mano y dio media vuelta.

—Ahora el regalo. Cierra los ojos.

Laura volvió a obedecer y al cabo de unos segundos notó algo frío en su cuello.

—Puedes abrirlos.

Lo que vio la dejó boquiabierta. En su cuello descansaba una gargantilla en la que relucían un montón de piedrecitas.

—¡Qué maravilla! ¿No ves el aspecto que tienes? Con liguero, medias de seda, tacones y una gargantilla de diamantes en tu precioso y largo cuello…

¡De diamantes!

—Sergio… —dijo con voz temblorosa—. No puedo aceptar esto, debe de haber costado una fortuna… ¿Son auténticos? —añadió, con la esperanza de que le dijera que eran falsos.

—Naturalmente, lo mejor para mi favorita… —mientras hablaba le acariciaba el pecho, apretando los pezones de una manera que a Laura empezaba a volverla loca. Pero no podía dejarse llevar, tenía que aclarar algo con Sergio. Ella no era una putilla, no podía hacer de ella lo que quisiera… Pero era tan dulce su contacto, tan excitante el dedo apretando su pezón, tan cálido su aliento en su oreja…

Laura apeló a su propia dignidad. No podía dejarse llevar de esa forma.

—No puedo aceptarlos —insistió—. Me parece terrible que te hayas gastado ese dineral; es una auténtica locura.

—No me he gastado nada. Era de mi madre. Tengo sus joyas en una caja de seguridad, en el banco, y antes de venir a casa me he pasado por allí para recoger la gargantilla. Quiero regalártela. De repente me entraron unas ganas terribles de verte desnuda, vestida sólo con la gargantilla; pero ese liguero me está matando… De todos modos, tendrás que quitártelo.

¡De su madre! ¡Y quería regalársela! Eso era un buen augurio y Laura se sintió en las nubes, sobre todo porque en ese momento Sergio metía el dedo hasta lo más profundo de su sexo, haciéndola gritar.

—Oh, por favor… sigue…

Vio sus imágenes en el espejo. Él, vestido; se había quitado la chaqueta y, con la camisa blanca, la corbata negra, tan delgado, le parecía el hombre más guapo y más sexi del mundo. Detrás de ella, la acariciaba como nadie lo había hecho, proporcionándole más placer del que jamás le habían provocado. Ella, desnuda, con una gargantilla de brillantes en su cuello, indolente, apoyando la cabeza en el pecho de Sergio mientras él recorría su cuerpo.

Era excitante estar así, pero necesitaba tocarlo o se iba a volver loca.

Se removió entre sus brazos y se dio la vuelta para mirarlo de frente.

—Estoy en desventaja, yo desnuda y tú vestido. Eso no vale, desnúdate tú también.

—Tendrás que desnudarme tú.

Comenzó a acariciarle el trasero mientras succionaba su pezón, dándole lametones. Laura lo empujó con suavidad y fueron hasta la cama, donde se dejaron caer sobre el amasijo que formaba su ropa, que ella había tirado descuidadamente en su improvisado striptease. Laura la apartó y la ropa acabó en el suelo.

—Lo haré.

Él quedó bajo ella, y Laura, de rodillas en la cama, sujetando entre sus muslos el cuerpo de Sergio. Comenzó a desnudarlo.

Primero la camisa. ¡Malditos botones! ¡Cuántos había! Luego los pantalones, que Laura le bajó por las piernas, regodeándose en la visión de la protuberancia que estiraba la tela de los calzoncillos, que fueron los últimos en caer. Cuando estuvo desnudo, Laura comenzó a acariciarlo.

—Te falta algo.

Sergio reía.

—¿Qué me falta?

—Los calcetines, no querrás que te haga el amor con calcetines…

—No, señor, fuera calcetines.

Se deslizó por la cama hasta quedar de rodillas en el suelo, con los pies de Sergio frente a sus ojos. Le quitó los calcetines y comenzó a acariciarle los dedos, uno a uno. Luego subió la mano por sus piernas.

—Ven aquí —dijo él, con los brazos extendidos y Laura subió nuevamente a la cama—. Así —la tendió en la cama y se dio la vuelta. Ahora era Sergio quien estaba sobre ella—. Y como tú me has quitado los calcetines, yo te quitaré las medias.

El roce de la seda y de las manos de Sergio sobre sus piernas era como un afrodisíaco; no, mejor aún. Laura se retorcía de placer, cerró los ojos y suspiró con deleite cuando sintió la boca de Sergio entre sus piernas: le estaba haciendo el amor con la lengua y ella alzó las caderas para que pudiera llegar mejor a todos los rincones. Pero cuando estaba a punto de llegar al orgasmo, gimiendo y moviendo a los lados la cabeza con frenesí, él se retiró…

—¡No! —gritó, frustrada—. ¿Qué haces?

—Esto…

Entonces la penetró y Laura gritó y se pegó a él todo lo que pudo; ambos se movieron con un ritmo frenético hasta que llegó el clímax. Laura se estremeció y jadeó en las convulsiones del orgasmo, y continuó sintiendo placer mucho rato después de que todo hubiera terminado, mientras seguían abrazados.