Lo primero que pensó Laura al despertar fue que era miércoles y ésa era la tercera mañana de su vida juntos. Lo segundo, que nunca había sido tan feliz. Pero lo que dijo fue: «Hoy salgo más tarde. Tengo que estar en el juzgado a las once y no me merece la pena pasar antes por la oficina».
Se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación mientras Sergio acababa de vestirse. Como estaba tan inquieta y no podía parar, decidió prepararle un magnífico desayuno, el mejor. Él le había dicho que ninguna mujer lo había hecho tan feliz y eso merecía una celebración, aunque no le diría que era eso lo que celebraban. No quería recordárselo por si, con la luz de la mañana, se arrepentía de unas palabras pronunciadas al calor de la excitación. Aun así, lo había dicho, y eso era lo que contaba.
Preparó el desayuno muy contenta, canturreando por lo bajo: tostadas, mantequilla, mermelada y varios panecillos con tomate en recuerdo de su primer encuentro. ¿Se daría cuenta él de ese detalle? Seguro que sí, porque sólo estudiaba los papeles de una denuncia y porque ninguna mujer lo había hecho tan feliz.
—¿A qué juzgado vas? —le oyó decir desde la habitación.
—No pienso decírtelo. Es por ese caso del que te hablé, el del tipo que le mordió la oreja a su cuñado… Y ya no te daré más información.
—¿Qué más da? Ese asunto no lo lleva mi juzgado, podemos comentarlo.
—Ni hablar, yo también necesito tener mis secretos. Venga, ven a desayunar ya.
Puso el último plato con panecillos sobre la mesa y se apartó un poco para admirar su obra. Ella le preparaba un delicioso desayuno y él sólo estudiaba una de tantas denuncias que pasaban por su juzgado. Eran felices.
—Esto marcha…
—¿Qué es lo que marcha? —dijo Sergio dándole un beso. Dejó su maletín sobre la encimera y, antes de que ella se viera en la incómoda coyuntura de tener que contestarle, añadió—: ¡Vaya, menudo desayuno!
—Lo he hecho para ti, para celebrar nuestro tercer día de vida en común.
—Ummm, qué apetitoso —dijo Sergio con muy poco entusiasmo.
Iba a decirle que él sólo tomaba café por las mañanas, que el día anterior había hecho el desayuno para ella. Él ni lo había probado. Pero la vio tan feliz que no quiso desilusionarla. Bueno, tendría que desayunar, qué remedio.
—Y mira… —señaló los panecillos con tomate.
Sergio celebró con todos los elogios que acudieron a su mente la maravillosa ocurrencia de Laura para conmemorar su primer encuentro, alabó el opíparo desayuno, del que dio buena cuenta, y salió para el trabajo con el estómago revuelto y con mareos, pero feliz porque ella estaba encantada.
Se despidieron con un beso.
—¿Sabes una cosa? Pienso prepararte el desayuno todas las mañanas.
Mientras bajaba en el ascensor Sergio se dijo que ya había un asunto más que tendría que explicarle a Laura.
La joven entró en la casa como flotando en una nube y fue a la habitación para vestirse; luego recogería la mesa del desayuno.
Estaba en el baño maquillándose cuando oyó la puerta. ¿Quién sería? Oyó ruidos y sintió que el corazón se le subía a la garganta. ¿Qué pasaba ahora?, ¿quién había entrado en la casa?
No se atrevía a salir y estaba pensando qué hacer cuando oyó una voz femenina.
—¿Sergio? ¿Estás ahí?
Una mujer. ¿Marga? Los viejos temores volvieron a asaltarla, pero se recompuso con rapidez. Ella era ahora la señora de la casa, no se dejaría intimidar por nadie. Saldría y le pondría a esa mujer los puntos sobre las íes.
Pero la mujer que se encontró cuando salió al salón preparada para la batalla no era una rubia explosiva, sino una morena teñida, de unos sesenta años y bastante entradita en carnes. La desconocida dio un respingo, aunque enseguida comprendió lo que pasaba y se tranquilizó.
—Usted debe de ser la joven que ahora vive aquí —avanzó unos pasos y le tendió la mano—. Yo soy Carmen —y como Laura siguiera mirándola sin comprender, añadió—: La asistenta.
—Claro… —Laura sonrió—. Sergio me ha hablado de usted, pero no recordaba que venía hoy… Vaya susto.
—Lo siento, no sabía que estaba usted en la casa.
—No se preocupe —entonces vio la mesa, con los restos del desayuno—. Iba a recogerlo ahora…
—Tranquila, ya lo hago yo.
—¿Lleva mucho tiempo trabajando en esta casa?
—Sí, señorita, mucho tiempo. Desde que Sergio se vino a vivir aquí, a los dieciocho años; su abuelo me encargó que lo cuidase, y yo lo hago de mil amores… Era demasiado joven para vivir solo y nunca se había ocupado de nada. Pero ya se sabe, a esa edad los jóvenes quieren ser libres…
—Sergio la adora, siempre habla de usted con mucho cariño.
—Es que también fui su niñera, lo conozco desde que no levantaba dos palmos del suelo —la mujer sonrió, soñadora, como recordando mejores tiempos.
Entonces Laura tuvo una idea: esa mujer debía de saberlo casi todo sobre Sergio, seguro que tenía respuestas para muchas de las preguntas que ella se hacía. No sabía cómo empezar, pero tenía que intentarlo:
—Qué pensará usted al verme aquí, viviendo con Sergio… —bajó los ojos, avergonzada, pero no por estar viviendo con Sergio, como Carmen parecía creer, sino por estar utilizando todas sus malas artes para sonsacar a la pobre mujer—. Pero claro, ya estará acostumbrada, seguro que está harta de ver chicas por esta casa. Seguro que Sergio ha tenido infinidad de novias…
—¡Qué va! —Carmen la miró con ironía. La buena mujer estaba de vuelta de casi todo, y no era tan tonta como Laura parecía creer—. Usted quiere saber si ha habido más mujeres… No, señorita, desde hace años, desde su enfermedad, no hay ninguna mujer en su vida.
—¿Enfermedad? —Laura había abandonado su pose de frívola cotilla y miraba a la mujer con interés y preocupación—. ¿Qué enfermedad?
—¡Oh, nada grave! No se preocupe, de eso hace muchos años. Era muy joven, y ahora está perfectamente. De todas maneras, no me parece bien que estemos usted y yo aquí, hablando de él a sus espaldas. Si quiere saber algo, ¿por qué no se lo pregunta?
Laura bajó la cabeza, avergonzada porque Carmen la había puesto en su sitio. Y se lo merecía, pero no podía decirle que le había preguntado muchas veces y que él no quería responder.
—Tiene usted mucha razón… Lo siento, es que…
—No se preocupe, es lógico que quiera saber muchas cosas de él, pero yo no soy la persona indicada para contárselas. No estaría bien.
—Claro… Perdone… —Laura no sabía qué más decir y no pensaba seguir disculpándose, así que adoptó de nuevo la personalidad de la joven y despreocupada señorita de la casa—. Bueno, yo me tengo que ir al trabajo. Le hemos dejado la lista de la compra sobre la encimera. Pero si no puede hacerla, yo la haré esta tarde.
—No se preocupe, siempre la hago. Después de limpiar.
Laura echó un vistazo al salón, como calibrando cuánto tardaría Carmen en limpiarlo. Entonces se dio cuenta de una cosa, de algo que el día anterior la había inquietado, aunque no sabía qué era… Algo faltaba, algo que todo el mundo tiene y de lo que allí no había ni rastro.
Fotos. No había una sola fotografía en toda la casa.
«Todo el mundo tiene fotografías. ¿Por qué Sergio no tiene ni una? De su madre, de su abuelo, de cuando era pequeño… La verdad es que es muy raro. Tendré que preguntárselo —Laura hablaba en voz alta mientras conducía camino del juzgado—. Le diré: ¿por qué en tu casa no hay ni una foto?».
Sí, se lo preguntaría. No pensaba hacer más cábalas ni comerse el coco con todas las cosas de Sergio que le parecían raras y que luego resultaban ser de lo más inocentes, como los malditos papeles o que estuviera dormido en el coche… No más especulaciones.
¿Y qué enfermedad sería ésa de la que le había hablado Carmen? «No. Laura, para». Sobre eso no podía preguntarle, pues, de hacerlo, tendría que admitir que había estado hablando de él con Carmen, y sabía que, si Sergio se enteraba de que había estado sonsacando a la mujer, se iba a enfadar mucho. Muchísimo.
Cuando entró en el juzgado, su cliente ya estaba esperándola. El pobre hombre parecía muy nervioso y no lo tranquilizaba nada el hecho de que el abogado de su hermano estuviera hablando con un señor que tenía cara de pocos amigos.
—Mire, señorita —dijo Aníbal cuando la vio entrar—. Aquél es el abogado de mi hermano, pero no sé con quién está hablando.
Laura los miró, era el fiscal Roberto Marcos. Los dos hombres hablaban acaloradamente, como si hubiera algún desacuerdo entre ellos.
—Tranquilícese, Aníbal. Creo que el fiscal está intentando convencer al abogado de su hermano para que lleguen a un acuerdo.
—Pues no le va muy bien —Aníbal tenía razón. La conversación no parecía muy amistosa.
Laura quería saludar a Roberto, que en poco tiempo se había convertido en un buen amigo, pero no se atrevió a interrumpirlos porque parecían muy concentrados en su discusión, de manera que decidió esperar a que acabaran. Quizá Roberto lograra el acuerdo que ella no había podido conseguir.
Estaban en la planta donde se encontraba el juzgado de Sergio; podía ver su puerta desde allí. A lo mejor luego se pasaba a saludarlo, pensó. Preguntaría por él, y si le decían que estaba ocupado se marcharía, pero si no… Sintió un leve cosquilleo en el estómago. La sola posibilidad de verlo la ponía nerviosa, como si fuera una colegiala.
Tenía la vista puesta en la puerta de su juzgado, cuando de pronto ésta se abrió. Laura esperaba ver a Sergio y avanzó unos pasos para salirle al encuentro, pero no fue Sergio quien salió, sino una rubia alta, con un llamativo abrigo de piel y zapatos de una altura imposible. Tenía una mueca de disgusto en la cara y andaba todo lo deprisa que le permitían sus altos tacones.
Laura se echó hacia atrás y la mujer pasó junto a ella mirando al frente, sin verla.
¿Qué hacía Marga saliendo del despacho de Sergio?
La mujer seguía avanzando por el pasillo. Laura corrió hacia donde estaban discutiendo Roberto Marcos y el abogado del hermano de Aníbal. Cogió a Roberto del brazo y tiró de él sin ningún miramiento para apartarlo del asombrado abogado, que los miraba con la boca abierta.
Cuando pensó que el abogado ya no los oiría, le dijo a Roberto, señalando a la rubia:
—¿Quién es? ¿Quién es?
El pobre fiscal la miraba sin comprender, bastante perplejo por la actitud de su amiga.
—Pero, Laura… ¿Qué te pasa?
—La rubia, la del abrigo de pieles —dijo impaciente, dando una patadita en el suelo.
La mujer se alejaba con su sexi contoneo, pero sobresalía entre el resto de los mortales que pululaban a su alrededor como una diosa que hubiera decidido darse una vuelta por la tierra a ver cómo se encontraban sus esclavos. Roberto enseguida supo a quién se refería Laura.
—¿Sabes quién es? —insistió ella, cada vez más nerviosa, dándole golpecitos en el brazo.
—Sí, como para no saberlo… Ha provocado toda una revolución por aquí. Está como un tren, ¿verdad?, y… —la furiosa mirada de Laura obligó al pobre Roberto a centrarse en lo que le había preguntado—. Es Marga Salcedo, la hermana de Lucas Salcedo, el empresario.
Laura soltó el brazo de Roberto y fue a sentarse en uno de los bancos que había contra la pared. ¡Lucas Salcedo! Ése era el nombre que figuraba en el expediente que leía Sergio. ¿Marga estaba relacionada con ese asunto?
—Laura, ¿te pasa algo? Estás pálida —Roberto la siguió, preocupado.
—¿Y qué hace aquí?
—No lo sé. Habrá venido a declarar por el asunto de su hermano, supongo. Alguien lo ha denunciado. Pero no sé más, aún no se han abierto las diligencias, creo… He oído que su caso lo lleva el juez Mendizábal, pero ya te lo he dicho, no sé más.
—¿Podrías enterarte?
—¿Cómo dices? Laura, estás muy rara.
—Por favor, ¿me harías el favor de entrar y preguntarle a una de esas auxiliares que son tan amigas tuyas a qué ha venido al juzgado?
—Pero…
En ese momento les avisaron que podían pasar al despacho del juez. Laura se puso en pie y miró a su alrededor. Suspiró hondo y fue hacia Aníbal, que la llamaba haciendo grandes aspavientos con las manos. El hombre era su cliente y debía prestarle un poco más de atención, se dijo. Después de todo estaba trabajando y si se enteraban en el bufete de que descuidaba así sus tareas iba a tener problemas.
Roberto se acercó a ella mientras se dirigía a la puerta del despacho del juez y le dijo al oído:
—Veré qué puedo hacer. Luego te llamo.
—Gracias.
Y entró, dejando a Roberto con la boca abierta y una expresión de extrañeza en la mirada. Cuando la puerta se cerró, Roberto dio media vuelta y se dirigió al despacho de Sergio Mendizábal.
—Hola, Roberto. ¿Qué has averiguado?
Acababa de entrar en la casa de Sergio cuando sonó su móvil. Eran las siete de la tarde y él aún no había llegado. Laura se sentó en el sofá y puso los pies sobre la mesa.
—Nada, lo que te dije. El juez Mendizábal lleva el caso de Lucas Salcedo. Pero aún no ha empezado y nadie sabe nada en el juzgado, ni siquiera sabían que Marga Salcedo había ido a visitarlo, y eso me parece muy irregular, la verdad. En fin, yo no tengo nada que ver en ese caso y no pienso intervenir. El juez Mendizábal me cae bien, es uno de los mejores. Pero, francamente, si esto se sabe… Lo que no entiendo es tu actitud, no hemos podido hablar. Pero ¿por qué te has puesto así cuando la has visto?
—La conozco. Déjalo, no tiene nada que ver con este caso, por favor, olvídalo, es una cuestión personal.
—Si la conoces ¿por qué preguntabas quién era con tanto interés? Creo que me estás ocultando algo, y no me gusta que me utilicen, sobre todo cuando está en juego nuestra profesionalidad.
—Tienes razón, lo siento mucho, de verdad. Por favor, prométeme que esto quedará entre nosotros, es importante.
—No puedo prometerte nada. Si lo que ha pasado hoy no tiene ninguna trascendencia, por supuesto que quedará entre nosotros. Pero si hay algo más…
—No lo hay —interrumpió Laura—. De verdad, créeme. Conocí a esa mujer en unas circunstancias un poco extrañas, pero no sabía cómo se llamaba. Por favor, Roberto, déjalo así.
El fiscal le prometió a regañadientes que por el momento lo olvidaría y Laura colgó. Se sentía fatal. Había sido una estúpida y su estupidez podía perjudicar a Sergio. Porque ahora estaba segura de que esa denuncia no era tan inocente como ella había pensado y de que Sergio estaba metido en problemas. Lo único que podía hacer era no comentarlo con nadie, y menos con un fiscal. ¿En qué estaba pensando? En nada, se dijo. No pensaba en nada. Como siempre.
Era miércoles. Habían pasado cinco días desde el viernes, cuando se había instalado en casa de Sergio, y sólo hacía diez que lo conocía. En sólo diez días todo había cambiado en su vida. Era irónico, una persona tan conservadora como ella, tan pusilánime… No se reconocía. Lo peor era que no sabía qué hacer: podía decirle la verdad a Sergio, que había visto a Marga, y pedirle explicaciones; pero él le había dejado muy claro que no pensaba dárselas, que lo que tuviera con Marga a ella no le importaba. Así que sólo tenía dos opciones: marcharse, dejándolo para siempre, o quedarse, en cuyo caso tendría que aguantar la situación tal y como estaba.
¡Y otra vez las dudas! Con lo contenta que estaba esa mañana… El caso era que las dudas sobre él aparecían cuando no estaban juntos. Si estaba con Sergio se encontraba de buen humor y las sospechas se disipaban. Reían, gastaban bromas y hacían el amor de una forma que ella nunca había creído posible, salvo en el cine o en las novelas, claro. Cuando veía alguna película de esas en que los amantes van de éxtasis en éxtasis se reía, pues pensaba que era mentira, que la cosa no funcionaba así y que los actores, el director, el guionista…, un montón de gente…, todos se estaban quedando con el público, que, crédulo y ávido de buenas noticias, se lo tragaba porque deseaba que fuera así en realidad, aunque a ellos jamás les hubiera sucedido. Eso pensaba hasta que conoció a Sergio y comprobó en sus propias carnes que podía suceder, si uno encontraba a la persona adecuada.
Pero cuando estaba sola, cuando no estaba con Sergio, no sabía si él era la persona adecuada.
El ruidito del móvil la sacó de sus pensamientos. Era el tono de los mensajes. Leyó:
> Llegaré tarde. No me esperes levantada.
Sólo eran las siete de la tarde. Pensó que se moriría si se quedaba allí sola, hora tras hora, dándole vueltas a la cabeza. Entonces recordó a Celia. ¿Cómo podía haberse olvidado de su hermana? Ya debía de haber hablado con Antonio, pero no la había llamado. Bien, llamaría ella.
Cogió el móvil y marcó su número.
—Hola, Laura.
—Celia… ¿Qué tal va todo? No he podido llamarte antes. Lo siento, he estado todo el día en los juzgados. Dime, ¿qué tal ayer con Antonio?
—No tengo ganas de hablar de ello. Creo que con eso está dicho todo, ¿no te parece?
—¿Estás en casa?
—Sí.
—Pues voy para allá, no tardo nada —y colgó antes de que Celia pudiera poner alguna objeción.
Era insano estar todo el día dándole vueltas a su situación con Sergio. Insano y egoísta. Había otras personas con problemas sobre la faz de la tierra y su hermana era una de ellas. Y la necesitaba.
—Tú lo sabías y no me lo dijiste.
Fueron las primeras palabras de Celia al encontrarse cara a cara con su hermana. Laura entró y cerró la puerta.
—¿Qué?
—Sí. Antonio me contó vuestra conversación, me dijo que tú sabías que no quiere salir conmigo. Pero no me lo dijiste.
—¿Cómo iba a decirte una cosa así, y además por teléfono? Eso era algo que tenía que decirte el propio Antonio. Si te lo hubiera dicho te habrías enfadado, seguro. No lo niegues, porque sabes que tengo razón.
—Sí, la tienes. Me habría enfadado, pero al menos habría sabido a qué atenerme y no habría quedado como una idiota delante de Antonio.
Las dos hermanas se abrazaron.
—Vamos a sentarnos en el sofá.
Celia estaba muy decaída y Laura decidió olvidar sus problemas para centrarse en su hermana. Y funcionó. Hablaron de muchas cosas, sobre todo de los hombres. Celia había decidido olvidar su obsesión por Antonio. Era absurdo sufrir por alguien que ni siquiera pensaba en ti, era mucho mejor hacer lo que ella había hecho hasta hacía poco: salir con muchos, disfrutar del sexo… Nada de compromisos. Laura, a su vez, le repitió lo que ya le había dicho la última vez que se habían visto, que su relación con Sergio era de ese estilo y Celia, a quien ya nada de su hermana la sorprendía, le dijo que la envidiaba, que ésa era la relación ideal. Laura no estaba muy de acuerdo con ella, y estuvo a punto de hablarle de Marga, de sus sospechas, pero decidió que era mejor no involucrar a su hermana en esa historia. No era que desconfiara de ella, pero algo en su interior le decía que cualquier confidencia que le hiciera podría ir a parar a oídos de Antonio, y ese pensamiento la contuvo.
—Por cierto, ¿qué tal te fue con mi corsé? —le preguntó Celia con una sugerente sonrisa.
—Fue un desastre. No le gustó nada, incluso se enfadó.
—¿Qué? ¿Por qué?
—No sé, pero tuve que quitármelo.
—Bueno… para eso está.
Había estado muy a gusto con su hermana, pensaba Laura de camino a casa en el taxi. Se preguntaba si debería haberse sincerado con ella. Compartir las dudas con otra persona es beneficioso, se dijo, porque cuando uno da vueltas y vueltas en la cabeza a un problema acaba pareciendo enorme; pero si ese mismo problema lo cuentas, hablas de él en voz alta con alguien que te entiende, lo ves desde otra perspectiva, te convences de que no es para tanto, de que has exagerado su importancia. Sí, debería de haber hablado con Celia, y quizá lo hiciera, quizá la llamara más tarde para pedirle consejo.
Sergio aún no había llegado cuando entró al apartamento, y Laura encendió todas las luces. La leve llovizna que había empezado a caer cuando iba en el taxi se había convertido en un auténtico aguacero. Se acercó a los enormes ventanales. Las sombras de la noche y el ruido de la lluvia en los cristales y en el suelo de la terraza le resultaban inquietantes. No es que tuviera miedo, pero pensó que se encontraría mucho mejor si Sergio estuviera a su lado.
Eran las diez y media; esperaba que no tardase en llegar. «Haré la cena —pensó—. Así estaré distraída».
Primero fue a la habitación para quitarse la ropa y ponerse su cómodo pantalón corto y una camiseta vieja, y luego se dirigió a la cocina.
Carmen era magnífica, la nevera estaba a rebosar. Laura decidió preparar una ensalada de salmón. Durante un rato estuvo ocupada con la cena y cuando terminó lo echó todo en una ensaladera que encontró en un armario. Guardó la ensalada en la nevera, puso la mesa y se sirvió una copa de vino. Estaba más tranquila. Gracias a la conversación con su hermana se habían disipado algunos de sus fantasmas. No todos, se dijo. Porque una vocecita impertinente en su interior le repetía una y otra vez que no debía bajar la guardia.
Eran las once y media y Sergio aún no había llegado. Laura comenzaba a impacientarse. A medida que pasaban los minutos aumentaba su nerviosismo. Cogió el móvil y escribió un mensaje.
> Si tardas mucho, empezaré sola.
Esperaba que esa amenaza lo hiciera regresar a casa cuanto antes.
Un pitido le anunció que había una respuesta y miró la pantallita, sonriente.
> Ve empezando sin mí, aún tardaré un rato. Besos.
Laura tiró el móvil contra el sofá, y por un momento estuvo a punto de vestirse y marcharse de allí para siempre. ¿Cuántas veces lo había pensado? ¿Por qué no lo hacía de una vez por todas?
Se sentó en el sofá con la cabeza entre las manos. Cenaría y se acostaría, que le dieran.
Iba a levantarse cuando su mirada se posó en el ordenador. ¿Y si investigaba un poco? Se sentó y abrió Google.
Tecleó el nombre de Lucas Salcedo y aparecieron un montón de opciones.
En una ponía «Salcedo y Roms Enterprises». Laura la pinchó. Leyó en voz alta: «Empresa fundada en 1953 por René Salcedo y Henry Roms… Bla bla bla… En la actualidad su presidente es Lucas Salcedo, nieto de uno de los fundadores, que ejerce todas las funciones en solitario, pues su socio y dueño de la mitad de la empresa, Henry Roms, un hombre muy mayor, ha delegado en él, etcétera, etcétera».
Nada importante. Sólo había una pequeña nota sobre la denuncia a Lucas Salcedo al final. Sí… Un cliente lo había denunciado por estafa. Lo acusaba de haber desviado de su cuenta varios millones de euros, aunque no estaba claro si lo había hecho amparado por la empresa, en cuyo caso habría más implicados… Nada más.
«No parece que haya nada raro aquí, simplemente que ese caso le ha caído a Sergio por reparto. ¿Casualidad? No creo —se dijo—. No habría nada raro si no estuviera Marga de por medio, pero así… Estoy segura de que la vuelta de Marga a la vida de Sergio tiene que ver con este caso. Lucas Salcedo es su hermano y querrá aprovechar su antigua amistad con Sergio para beneficiarlo. Pero supongo que él no puede hacer nada, salvo inhibirse, al fin y al cabo conoce a los acusados. Está jugando con fuego».
La tormenta se había hecho más fuerte y ahora los relámpagos seguidos de los truenos amenizaban su extraña velada. Laura sintió un escalofrío. Le daban miedo las tormentas desde muy pequeña. Recordó que su padre, para animarla, le decía que si se echaban las cortinas nada malo podía pasar. Así que se levantó y cerró las cortinas, más en recuerdo de su padre que porque pensara que así estaba a salvo; luego volvió a su puesto ante el ordenador.
«Vaya tormenta», se dijo, mientras cerraba Google y volvía al escritorio. Al ver el fondo azul, Laura pensó que Sergio debía de ser la única persona del mundo sin un salvapantallas con una fotografía o un cuadro. Ella tenía una foto de sus hermanas. Iba a apagar el ordenador, pero, sin pensarlo, en lugar de hacerlo abrió el Word y buscó entre las carpetas. Había muchas, la mayoría con documentos de trabajo, antiguas notas, ensayos de libros jurídicos… Pero una llamó su atención. Ponía «relato». Laura la abrió: «Escueto relato de los hechos».
Ése era el título. ¿Estaría Sergio escribiendo una novela? Se sintió como una espía barata. No debía leer a escondidas un documento personal, eso no estaba bien… Pero la curiosidad pudo más que su sentido de lo correcto.
Ésta es mi declaración. Pretendo relatar escuetamente, sin literatura, los hechos, porque quizá alguna vez necesite repetirlos ante un juez. Y porque siento la necesidad de hacerlo para que tú lo leas.
Antes, debo contarte cómo fue mi infancia, el ambiente en que me eduqué, pues sin ese dato quizá no entiendas lo que pasó.
Mi abuelo siempre me decía: «Has tenido mucha suerte, chaval, nunca lo olvides. Eres un privilegiado y debes estar muy agradecido a la vida por ello».
Sí, eso me decía y, a fuerza de oírlo tanto, llegué a creerlo. Y era la pura verdad. Yo había tenido mucha suerte en la vida.
Nací entre algodones. Mi madre era cariñosa y muy guapa, un poco veleta, pero todo el mundo tiene algún defecto, digo yo, y el de mi madre no era para tanto, porque la hacía ser como era: la mujer más encantadora del mundo, la que más brillaba en las fiestas de sociedad, la más guapa de las revistas del corazón. Cuando se ponía habladora me contaba anécdotas divertidas sobre gente famosa, actores, empresarios, políticos… Estaba al tanto de muchos escándalos, y ella misma protagonizó alguno. Eso a mi abuelo no le gustaba nada. Cuando sucedía, se enfadaba, y los dos peleaban y estaban varios días sin hablarse. Luego las aguas volvían a su cauce. Mi madre le hacía unas carantoñas y él la perdonaba. Todo el mundo la perdonaba cuando hacía sus carantoñas.
No era una novela. Más bien parecía su biografía, aunque se dirigía a una persona en concreto. ¿A quién? ¿A ella? Laura notó que el corazón le latía muy deprisa en el pecho. Intuía que estaba a punto de descubrir algo importante, y con un morboso sentimiento de anticipación, siguió leyendo:
No conocí a mi padre, pero ¿quién necesita un padre cuando tiene un abuelo como el mío? Era un genio de las finanzas, sus empresas siempre obtenían beneficios y nosotros nadábamos en la abundancia. Éramos ricos, guapos, famosos y elegantes, ¿qué más se puede pedir? Yo, además de todas estas ventajas, era muy listo. Un superdotado, decían, y también debía de ser verdad. Sacaba los cursos de dos en dos. A los diez años ya hablaba, además del castellano, claro, alemán, inglés y francés, y acabé la carrera de derecho con veinte. Y eso porque durante un curso me dediqué a recorrer Europa para adquirir experiencia por cuenta del dinero de mi abuelo; si no habría acabado antes. ¿Entiendes ahora por qué decía mi abuelo que yo era un privilegiado?
Cuando cumplí los diez años mi madre se casó, pero yo seguí viviendo con mi abuelo, porque mi madre y mi padrastro viajaban mucho y llevaban una vida demasiado movida para un niño. En fin, mi vida era buena, muy buena. Y cuando acabé la carrera, a los veinte años, estaba convencido de que era el amo. Como decía un compañero de la facultad: el puto amo. Ése era yo.
Un enorme trueno le hizo apartar la cabeza de la pantalla, y también la salvó, pues pudo oír otro ruidito en el que no se habría fijado si sus sentidos no hubieran estado alerta. La llave en la cerradura. Sergio entraba en casa. Rápidamente cerró el documento y, como no le daba tiempo a cerrar el ordenador antes de que entrara Sergio, dio a «Juegos» para fingir que jugaba un solitario. Justo a tiempo.
—¿Qué haces?
—Como me aburría, me he puesto a echar un solitario…
El corazón le latía con fuerza en el pecho, pero sabía que debía comportarse de forma natural o Sergio sospecharía algo, así que se levantó y salió a su encuentro con una sonrisa. Se abrazaron.
—¿Por qué llegas tan tarde?
—La curiosidad mató al gato.
Sergio dejó la cartera en el suelo y la cogió en brazos. Agarrada a su cuello, con las piernas alrededor de su cintura, Laura se sintió como una niña. Estaba segura de que, como siempre cuando estaba con él, se disiparían sus dudas. Pero no fue así, y no pudo evitar preguntarse quién sería ese hombre, cuál sería ese secreto de su pasado que había estado a punto de conocer. Hacía apenas unos minutos deseaba que llegara, ahora habría preferido que no hubiera vuelto en toda la noche, o al menos hasta que hubiera terminado de leer.
Sergio se dirigió con su carga al sofá y la dejó caer con mucha suavidad, luego se agachó y comenzó a acariciarle el estómago, que asomaba entre la camiseta y los pantaloncitos.
—Pareces una niña…
—¿Por qué no hay ninguna foto en esta casa?
La pregunta le salió sola, sin pensarla, y ella misma fue la primera sorprendida por sus palabras.
—¿Qué? —Sergio la miró sin comprender—. ¿Qué dices? ¿Fotos?
—Sí. Ya sé que no es el momento oportuno para hacer esta pregunta, pero… Me ha salido así, lo siento. Y es verdad, no tienes ni una fotografía. Todo el mundo tiene alguna fotografía en su casa…
—No soy nostálgico. Odio a esas personas que lloran ante las fotos reviviendo un pasado que ya no existe, por eso no tengo ninguna enmarcada, como suele ser costumbre. Lo reconozco: soy un bicho raro. Pero sí tengo en una caja algunas fotos de cuando era pequeño, con mi madre y mi abuelo, y de los viajes que hice con ellos… Te las enseñaré e incluso te permitiré que enmarques alguna, aunque preferiría que pusieras fotos tuyas. Sí, trae todas las fotos que tengas… Me encantaría tenerte por toda la casa, verte en cada habitación…
—Acabarías aburriéndote de mí.
—Eso jamás.
¡Otra vez igual! Cuando expresaba sus dudas en voz alta todo era natural, todo tenía una explicación de lo más lógica y razonable y ella se sentía como una tonta paranoica… Había decidido no hablarle de Marga. Pero ¿por qué no hacerlo? Seguro que también había una explicación lógica para eso.
Sergio había vuelto a su tarea. Ahora sus manos habían abandonado el estómago y se encontraban en los pechos, moldeándolos con suavidad.
—Ya sé que no puedo hablar de ella, que es un tema tabú, pero esta mañana he visto a Marga saliendo de tu juzgado.
Sergio abandonó su masaje y la miró. Esta vez con mucha tristeza y con… ¿miedo? Sí, Laura notó cierto temor en su mirada.
—Te dije que la olvidaras. ¿Es que no puedes dejarlo?
—No cuando me la encuentro a cada paso que doy —Laura se irguió y se bajó la camiseta—. Estoy muerta de hambre, ¿cenamos? A este paso acabaremos desayunando ensalada de salmón.
Cogió su copa de vino, ya vacía, que estaba sobre la mesita del ordenador.
—¿Quieres un vino?
—Sí, por favor.
Laura llenó las dos copas y sacó la ensalada de la nevera.
Sergio se sentó ante su plato.
—¡Vaya! Esto tiene una pinta excelente.
Durante unos minutos comieron y bebieron vino en silencio. Sergio miraba a Laura, que parecía algo decepcionada aunque hacía grandes esfuerzos por evitar que se notase. En realidad, ella tenía razón. Además, los medios ya estaban al acecho, porque Lucas era un empresario conocido y muy pronto su caso saldría a la luz. No quería que viera un día en la tele o en Internet a Marga y se enterase de que era la hermana de un importante acusado que él tenía que investigar. Debía decírselo, que se enterase por él y que supiera sólo lo que él quisiera contarle. Aún no podía revelárselo todo, pero sí la parte que ella no tardaría en conocer porque pronto se haría pública.
—Está bien —dijo al fin—. Ya sabes que salí con Marga e incluso viví con ella hace años, cuando yo era muy joven. Fíjate que lo dejamos el año en que cumplí veinte… Ya me dirás, era un niño estúpido que no sabía lo que quería.
—Me han dicho en el juzgado que es la hermana de Lucas Salcedo y que llevas una denuncia sobre él.
—Entonces ya lo sabes todo, ¿por qué me preguntas?
—Porque quiero saber qué hacía la hermana de un acusado visitándote en tu despacho.
—No sabía que iba a ir, se presentó sin avisar… Por eso la eché, le dije que se largara antes de que tuviera tiempo de abrir la boca. Y se fue muy enfadada.
Supo que lo que le estaba diciendo era verdad, pues recordaba que Marga iba hecha una furia; claro, debía de estar muy enfadada porque él la había echado del despacho con cajas destempladas.
—Pero, Sergio, tienes que inhibirte. No puedes investigar a personas que conoces…
—No soy familiar suyo, hace doce años que no los veo, por lo que no tengo ningún interés en ellos… Ya te he dicho lo que querías saber, por favor, no insistas más.
—Pero…
—No puedo hablar más de esto. Dejémoslo así.
Laura no estaba muy convencida, pero sí más tranquila. Por lo menos ahora estaba segura de que ya no existía ninguna relación personal entre Sergio y Marga, y eso era un alivio.
Recogieron la mesa y metieron los platos en el lavavajillas.
—Voy a darme una ducha y a acostarme. Estoy muerto.
Laura entendió la frase. Significaba: «Hoy te quedas sin sexo, muñeca». De acuerdo. Ella también estaba cansada.
—Yo también tengo sueño. Me voy a la cama.
Se acostó. Le daba vueltas en su cabeza a los acontecimientos del día, que habían sido muchos y variados. Su fallido intento de sonsacar a Carmen, encontrarse a Marga en el juzgado, la conversación con su hermana, la explicación que le había dado Sergio sobre el asunto de Marga —que, aunque no era muy satisfactoria, al menos era aceptable— y ese documento que había descubierto en su ordenador, esa especie de biografía que él llamaba… ¿cómo? ¿Declaración? No estaba bien que leyera un escrito íntimo de él sin su conocimiento. Pero le daba igual, pensaba leerlo. Era la única manera de descubrir el secreto que Sergio le ocultaba.
Estaba aún despierta cuando él entró en el dormitorio, pero cerró los ojos y se hizo la dormida. No quería que pensara que lo esperaba, aunque fuera cierto. Sintió hundirse el colchón bajo su peso y luego sus manos por debajo del pantaloncito, acariciándole el trasero. Si seguía así, iba a resultarle muy difícil continuar haciéndose la dormida. Se removió y él habló en su oído. Su aliento cálido le acarició la oreja y la sensación la excitó más que las caricias.
—¿Estás dormida?
—Ya no —se dio la vuelta y se abrazó a él.
Sergio tiró de los pantaloncitos y se los quitó.
—Fuera barreras. ¿Estás cansada?
—No tanto, aún aguantaría uno rápido —sonrió, soltando la frase que ya se había convertido en su broma habitual.
Laura comenzó a acariciarle la espalda, mientras él le acariciaba la nuca y el cuello, sin dejar de besarla, de juguetear con la lengua en su boca. Era maravilloso sentirlo así, dulce y suavemente, tan relajados. Sergio le dio la vuelta y se puso sobre ella, besándole el cuello, la clavícula, el pecho. Laura alzó los brazos y él le quitó la camiseta, que apartó a un lado mientras su boca jugueteaba con los pezones y su dedo buscaba y encontraba el clítoris. Laura se removió inquieta. Deseaba más, alzó las caderas en una clara invitación. Sergio aún jugueteó un poco más con ella removiendo el dedo en su interior, y cuando Laura volvió a agitarse, alzando las caderas impaciente, la penetró de una embestida, regodeándose con el sonido de sus gemidos, tan excitantes. Ella le rodeó la cintura con las piernas para facilitarle el acceso, para que la poseyera por completo, y Sergio aumentó el ritmo de sus movimientos mientras ambos se contorsionaban en una danza frenética hasta que el orgasmo los hizo gritar.
Permanecieron abrazados, dando tiempo a sus respiraciones para que se tranquilizaran y volvieran a ser normales.
Sin dejar de abrazarla, Sergio se dio la vuelta y ambos quedaron de lado. Laura se recostó en su pecho y se quedó dormida. Pero Sergio permaneció aún mucho tiempo despierto, con ella dormida en sus brazos. Nadie se había entregado tanto a él como Laura, nadie le había dado tanto.
Y él, a cambio, no podía ofrecerle nada.