13

Y la noche al fin llegó. Cuando Laura entró en casa, eran las siete de la tarde. Sergio aún no había regresado; la casa vacía se le hacía extraña. Se dio una vuelta por las habitaciones, deteniéndose un rato en cada una de ellas, contemplando y tocando los objetos que contenían para ir haciéndolos suyos. Seguía eufórica, ni siquiera la actitud de Antonio había podido alterarla, y la preocupación por su hermana, aunque seguía presente, no constituía un obstáculo para su exultante alegría: el único problema que tenía Sergio era la reaparición de su antigua novia, y ese asunto a Laura ya no le parecía tan grave. Sergio prefería estar con ella, como lo demostraba el hecho de que fuera con ella con quien estaba viviendo, no con la rubia. Y eso tenía que significar algo.

Después de recorrer el salón y la cocina, Laura entró al cuarto que estaba al fondo del pasillo, que tan bien conocía, y donde pensaba esperarlo esa noche con un atuendo muy especial. El baño también era un viejo conocido. El único lugar que había visto de pasada, pero donde no había entrado, era la pequeña habitación de invitados cuya puerta estaba en el pasillo, junto al baño. Abrió y entró. Había una cama de matrimonio con dos mesillas, una a cada lado, y un armario casi tan grande como el de la habitación principal. La habitación era muy austera. No había adornos, ni siquiera cuadros en las paredes, salvo un espejo antiguo sobre una preciosa cómoda de caoba, cuyos cajones abrió Laura. Estaban vacíos y la joven se sintió un poco decepcionada: había algo que echaba en falta en esa casa donde todo era perfecto. Sí, algo faltaba, aunque no se le ocurría qué podía ser. Dejó la cómoda y se dirigió al enorme armario, también vacío, y sonrió pensando que allí podría meter el resto de su ropa si al final se trasladaba definitivamente, cosa que estaba considerando con mucha seriedad. Se le iluminó la cara al pensar que ése era el único lugar de la casa donde no habían hecho el amor.

—Eso hay que arreglarlo —dijo en voz alta, canturreando y contemplando la enorme cama, muy adecuada para sus planes.

Salió del cuarto y se dirigió al salón. Encendió la tele y se preparó un té sin dejar de canturrear por lo bajo, admirando aquel enorme espacio, con la cocina americana y diversos ambientes. Era muy grande. Estaba claro que se habían hecho reformas y tirado tabiques para variar la disposición original. Todo estaba dispuesto con exquisito buen gusto, aunque los cuadros por el suelo y los montoncitos de libros sin colocar, tirados donde cayesen, a la buena de Dios, por sofás y sillones, revelaban a las claras que ése era un pisito de soltero. Bien, si ella se quedaba, ordenaría a su manera. A pesar del aparente caos, todo estaba muy limpio, lo que hablaba del buen trabajo de Carmen.

Se sentó en el sofá delante de la tele para hacer tiempo antes de arreglarse, y volvió a pensar en Celia. Se moría por contarle lo que le había dicho Antonio, pero pensaba que era mejor mantener la decisión que había tomado y no inmiscuirse. De todos modos, le apetecía hablar con su hermana, así que sacó su móvil del bolso y la llamó.

—Hola, Laura —Celia parecía muy animada. Al menos su voz era clara y decidida, como cuando estaba contenta.

—¿Qué tal vas?

—Perfectamente. Esta noche voy a cenar con Antonio… Me ha llamado él, lo cual es un buen augurio, porque casi siempre soy yo la que lo llama. ¿Habéis hablado?

—Sí, ya le he dicho que salgo con Sergio y… Bueno, creo que lo ha entendido.

¡Celia estaba tan contenta! ¿Se lo decía? No. Antonio tenía razón, ése era un asunto que debían resolver entre los dos, sin intromisiones. Aun así, decidió prevenirla.

—Pero estuvo muy raro, Celia. Hoy he visto a un Antonio que no conocía, duro, irritable… No me ha gustado nada. Cariño, ten mucho cuidado.

—¡Pero qué dices! Es él quien tiene que cuidarse de mí, hermanita. ¡Esta noche voy a por todas! Bueno, ahora no puedo hablar, estoy arreglándome. Hablamos mañana.

Y colgó. Laura se quedó con el teléfono en la mano unos instantes. Luego, aunque sabía que ya no había nadie al otro lado, dijo: «Sí, llámame mañana».

Iba a dejar el teléfono sobre la mesita, cuando entró un mensaje. Era de Sergio:

> Llegaré a las nueve. No me esperes vestida. Y recuerda, no empieces sola.

Llegaría a las nueve y ya eran… ¡las ocho! ¡Qué barbaridad! ¿Había estado una hora tonteando por la casa?

—¡Cómo pasa el tiempo! —dijo en voz alta y se levantó del sofá. Tenía muchas cosas que hacer.

Primero se dio una ducha con un gel especial que había comprado esa tarde. Era un set con varias cremas que le había costado un ojo de la cara, pero no le importaba el gasto. Esa noche iba a ser diferente, y el gel lubricante tenía un olor muy especial, sexi… Pero eso se lo daría al final, poco antes de vestirse. Ahora tenía que disponer la habitación: velas aromáticas sobre la cómoda, sobre las mesillas, sobre la estantería donde estaban esas pequeñas esculturas de hierro. Apartó las esculturas y puso una vela grande allí. Era una vela muy especial, porque, según le había dicho la vendedora, desprendía un olor erótico, muy excitante, mientras ardía, y luego, una vez consumida, dejaba un aceite que, si lo extendías por el cuerpo de tu pareja, podías volverla loca. Laura pensaba extendérselo a Sergio muy, muy despacito.

Se maquilló con cuidado. No mucho, pero sí lo suficiente para que sus ojos parecieran más rasgados gracias al perfilador de color verde. Se dejó la melena suelta, un poco alborotada para tener un aspecto salvaje y provocativo.

Se estaba excitando sólo de pensar en la noche que les esperaba, y cuando se estaba poniendo el corsé, ya se notaba preparada. Se estaba subiendo a los altos zapatos cuando oyó la llave y, corriendo, fue a situarse bajo la vela, para que su resplandor la alcanzara. Se puso las manos en las caderas, pero luego las bajó. No sabía qué postura adoptar. Oía la voz de Sergio, llamándola, cada vez más cerca.

—Laura, Laura…, ¿dónde estás?

Entonces se abrió la puerta y vio a Sergio. La luz del salón le daba en la espalda y su silueta inmóvil se recortaba en el vano. Laura contuvo la respiración mientras él continuaba allí parado, inmóvil. Al cabo de unos instantes se movió y se acercó a ella a grandes zancadas.

—¿Se puede saber qué estás haciendo?

Se quedó descolocada, había pensado en cómo reaccionaría Sergio y se le habían ocurrido diversas maneras, pero jamás ésa.

—¡Contesta! —la tomó por los hombros y la sacudió—. ¿Por qué te has vestido como una puta barata?, ¿por qué coño me montas este numerito? Si lo que quieres es que nuestras relaciones vayan por ese camino, ya puedes ir largándote de aquí…

¿Por ese camino? ¿Qué camino? Ella sólo se había puesto un corsé sexi.

—Yo… no entiendo lo que dices… Quería darte una sorpresa… Creía que… te gustaba que tuviera iniciativa, dijiste que te encantaba que te sorprendiera… ¡No entiendo por qué te has puesto así! —tartamudeaba y le temblaba la voz, estaba tan avergonzada que estuvo a punto de echarse a llorar, pero logró contenerse con mucho trabajo, porque no quería darle la satisfacción de que viera lo mucho que le había dolido su rechazo.

Sergio sabía que, en su ofuscación, había sido demasiado brusco. Se arrepintió, pero la cosa ya no tenía remedio: le había estropeado su sorpresa a Laura y, a pesar de la oscuridad, podía leer la desilusión en sus ojos.

—Lo siento, perdona. He reaccionado muy mal… —tenía que arreglarlo de algún modo, así que ahora habló con voz calmada, sin esa furia que tanto la había asustado—. Pero, por favor, quítate eso… Y apaga esta vela —estiró los brazos y apagó la vela que brillaba sobre la cabeza de Laura, cerrando los dedos sobre la llama. Las demás no parecían molestarle—. Perdona… —le acarició la cara con suavidad y ternura—. No llores, por favor —Laura había perdido su batalla por no llorar y las lágrimas se deslizaban silenciosamente por sus mejillas—. Siento haberme enfadado… Pero quítate eso.

Parecía que no podía pensar en otra cosa más que en que se quitara el corsé.

Laura no se movía, paralizada por el asombro y la decepción.

—Está bien, tendré que quitártelo yo.

Sergio comenzó a desabrochar los corchetes y ella le dio un manotazo.

—Espera, ¿no ves que las medias van enganchadas a los ligueros del corsé? Espera a que me las quite. Y sal de la habitación.

—No, me quedo aquí. La verdad es que estás muy sexi… y las putillas tenéis vuestro morbo… —acabó de desabrochar el corsé y metió la mano por debajo para acariciarle los pechos—. Pero quítate eso de una vez.

Laura se quitó las medias y descendió de los zapatos, lo que obligó a Sergio a bajar más la cabeza para mirarla. «Se acabó el aspecto sexi», se dijo. «Ya no soy una mujer fatal, vuelvo a ser la misma pardilla de siempre». Al verla libre de las medias, Sergio le quitó el corsé y Laura sintió un gran alivio, porque lo cierto era que la maldita prenda apretaba.

—Ahora sí —le puso las manos en los hombros, comiéndosela con la mirada—. Ahora estás como a mí me gusta.

—Pero no como me gusta a mí. ¿Por qué siempre acabamos haciendo lo que te gusta a ti? Y yo, ¿no cuento?

—Me parece que hasta ahora no hemos hecho nada que no te gustara.

—Bueno, sí… Pero había puesto mucha ilusión en preparar todo esto y me lo has chafado… ¡Estoy muy enfadada! Y lo peor es que no entiendo qué te pasa, ¿por qué te molesta tanto un maldito corsé?

Sergio se acercó a ella y la besó, mientras con sus manos trazaba pequeños círculos sobre sus pechos. Laura ya estaba muy excitada, la escena y encontrarse desnuda mientras él estaba completamente vestido siempre la ponía fuera de sí. Pero no quería reconocerlo, no quería que Sergio volviera a salirse con la suya, como siempre. Le demostraría lo enfadada que estaba.

—Soy un hombre muy tradicional —continuaba él, dándole breves y excitantes masajes en el pecho con las yemas de los dedos—, y creo que se puede disfrutar mucho a la manera clásica…

—Pues yo no —lo apartó con fuerza—. Me gustan los juegos y esta noche quería enseñarte unos cuantos, porque me aburren las relaciones a la manera tradicional…

—¿Ah, sí? —Sergio arqueó las cejas, y asintió con la cabeza—. Vaya, vaya… —cruzó los brazos sobre el pecho y la miró desafiante—. ¿Y qué juegos son ésos? Vale, venga, enséñame alguno.

«¿Y ahora qué?», se dijo Laura. «Vaya chasco».

—Necesito que tú también estés desnudo —dijo para ir ganando tiempo.

—Muy bien.

Sergio comenzó a desnudarse sin apartar los ojos de ella. Su mirada la estaba poniendo nerviosa y esa media sonrisa que le decía muy a las claras que no se creía ni una sola de sus palabras estaba acabando con su paciencia. Tendría que haber ido al sex-shop con Celia, al menos ahora podría sacar algún artilugio que lo dejara con la boca abierta, pero así, de repente, improvisando… No se le ocurría nada. Bueno, sí, se le ocurrían muchas cosas, pero todas entraban dentro del terreno de lo clásico, como él decía. Y esa noche ella quería innovar. Necesitaba innovar para demostrarle a Sergio que era una mujer experta, que sabía de lo que hablaba.

Sergio, ya desnudo, se sentó en la cama sin dejar de mirarla.

—Creo que será mejor que espere sentado, porque veo que vas a tardar algún tiempo, aunque… —señaló con la mano el pene, que ya estaba enorme e hinchado por la excitación—. Te ruego que no te demores mucho.

Cruzó las piernas y los brazos sobre el pecho y, con la cabeza ladeada, continuó mirándola impasible.

—Estoy esperando…

Laura seguía inmóvil, pensando. Estaba muy excitada y lo que más deseaba era lanzarse sobre él, abrazarlo y hacerle el amor como fuera. Pero por otra parte quería castigarlo, demostrarle que no iban a hacer siempre lo que a él le viniera en gana y cuando a él le conviniera. Su orgullo frente a sus necesidades más apremiantes, ¿qué hacer?

—Ven aquí…

Sergio abrió los brazos y ella se lanzó con tanta fuerza que los dos cayeron sobre la cama. Ahora ya lo sabía. No tenía orgullo.

—Laura, me gustas mucho. Nunca, y créeme, soy sincero al decirlo, nunca había estado tan bien con nadie. Y tú, ¿estás bien conmigo?

—Mi presencia en tu casa es la respuesta.

—Perdóname, he sido innecesariamente brusco, por favor, perdóname. Venga, di que me perdonas.

Le acariciaba la cara, dándole breves besitos mientras hablaba. Y estaba desnudo en sus brazos. ¿Cómo no perdonarlo?

—Está bien, sí, te perdono.

—Laura, no puedo más…

—Muy bien, pero seré yo quien lleve la batuta…

—No, querida, la batuta siempre la llevo yo… Tú serás quien dirija la orquesta.

—¡Mira que eres tonto! —dijo Laura restregando el cuerpo contra el de Sergio—. ¿No sabes que el que lleva la batuta y el que dirige la orquesta son la misma persona?

—Claro que lo sé. Por eso precisamente lo digo.

—¡Qué cosas tan bonitas dices a veces!

—¿Sólo a veces?

—Sólo.

Laura extendió el brazo y cogió de la mesilla el tubo de crema que había comprado esa tarde.

—Me ha costado carísima, me parecería un delito desperdiciarla.

—No tengo nada contra las cremas. Al contrario, me encanta que una bella sirena me embadurne todo el cuerpo con ese líquido pringoso…

—¡Cállate!

Laura se echó crema en la palma de la mano y comenzó a dar suaves masajes a Sergio: el estómago, el pene, los testículos… Él se movía bajo ella jadeando…

—Si sigues así me voy a correr…

—Vale, pero antes voy a darme yo un poquito.

Estaba sobre él sujetándole las caderas con las piernas y se echó un poco hacia atrás para poder extender por el interior de su sexo la crema que llevaba en la punta de los dedos. Sergio la miraba con ojos muy abiertos, haciendo evidentes esfuerzos por controlarse.

—Por Dios, Laura…

Él tendió la mano y Laura puso unas gotitas en la punta de sus dedos, que rápidamente Sergio metió en ella hasta rozar el clítoris, extendiendo la crema con un torturador masaje.

—Ábrete más, quiero llegar a todos los rincones.

Laura se echó hacia atrás y se abrió. ¡Era tan excitante!

—Me vuelves loco, mi amor…

Laura ya no podía más y cogió el preservativo que había dejado sobre la mesilla al preparar su espectáculo fallido. Había pensado ponérselo despacio, pero eso ya no le parecía tan buena idea, así que se lo puso tan deprisa como pudo y, con ansias, se metió el pene de Sergio y empujó hacia abajo para que la llenara por completo. Se movió sobre él, con la espalda erguida, mientras ambos se convulsionaban y gritaban en la locura del orgasmo.

«Los métodos tradicionales no están tan mal, después de todo», se dijo antes de que el mundo se tambaleara a su alrededor por la fuerza del orgasmo, mientras Sergio gritaba su nombre.

—¿Sabes una cosa? —dijo más tarde Sergio, muy bajito, en su oído, mientras le daba leves mordisquitos en el lóbulo de la oreja—. Ninguna mujer me ha hecho tan feliz.

Laura estaba tan débil que no podía hablar, así que se limitó a quedarse dormida con una sonrisa en los labios.