12

Laura abrió los ojos y miró el despertador. Eran las seis, ¡qué bien! Aún le quedaba una hora en la camita. Iba a cerrar otra vez los ojos para seguir durmiendo cuando se dio cuenta de que Sergio no estaba. La escena le recordó la de la noche pasada y, sin apenas darse cuenta de lo que hacía, se levantó y salió al pasillo. Esta vez no se veía ninguna luz desde el salón. Siguió avanzando. Aún no había amanecido, pero la noche era clara y los amplios ventanales del salón, sin cortinas y con la persiana subida, dejaban entrar alguna luz de la calle, de modo que los ojos de Laura se acostumbraron muy pronto a esa clara negrura. Su mirada se dirigió hacia la mesita del ordenador, donde, inconscientemente, esperaba encontrarlo. Pero no estaba allí. Laura avanzó unos pasos, hasta que lo vio.

Estaba sentado en el sofá, con unos papeles en el regazo. Era evidente que se había quedado dormido mientras leía. Laura sintió una enorme curiosidad por saber qué contenían esos papeles, pero no se atrevió a acercarse más, pues en ese momento Sergio comenzó a moverse inquieto, murmurando por lo bajo algo que no pudo entender.

El corazón se le encogió en el pecho y se vio asaltada por un sentimiento que había experimentado muy pocas veces, al menos hasta que conoció a Sergio: el temor. ¿Qué pasaría si él se despertaba y la veía allí, espiándolo?

Se dio la vuelta muy despacio y, de puntillas, con mucho cuidado para no hacer ruido, volvió a la habitación.

Oía el ruido que hacía Sergio en la cocina. Seguramente preparaba el desayuno, pensó Laura mientras remoloneaba en la cama sin ganas de levantarse. Debía de hacer unos quince minutos que había vuelto a dormirse y, teniendo en cuenta lo tarde que se habían acostado, estaba agotada y muerta de sueño. ¿Cómo estaría Sergio? También debía de estar agotado, pues casi no había dormido en toda la noche. Se estremeció al recordarlo dormido en el sofá, con esos papeles. ¿Por qué siempre revisaba los papeles cuando ella no podía verlo? Era evidente que quería ocultárselos, pero Laura no entendía el porqué.

—Vamos, dormilona, arriba.

Sergio entró en el cuarto con un pantalón de pijama y una camiseta vieja, fresco y descansado, como si hubiera dormido un profundo sueño reparador, y, además, de muy buen humor. Se agachó y le dio un beso.

—¿Sabías que las legañas te sientan muy bien? Estás preciosa por la mañana.

—Yo no tengo legañas —protestó ella, abriendo y cerrando los ojos para demostrárselo.

—Claro que sí, y además roncas.

Laura le tiró una almohada mientras él se dirigía a la ventana para abrir las cortinas. Afuera aún estaba oscuro, y la vista de negras sombras y luces mortecinas a Laura le pareció fantasmagórica.

—¡Qué frío hace por la mañana en esta casa! —se quejó, volviendo a meter debajo del edredón el brazo que había sacado para tirarle la almohada.

—Es que estamos en el ático, y la casa es antigua. Pero enseguida estará caldeada. Venga, que he preparado un nutritivo desayuno. Tómate un café mientras me ducho. Por cierto, has llenado mi cuarto de baño de un montón de cosas raras —Sergio entró en el baño y al segundo siguiente apareció con sus tenacillas del pelo en una mano y su maquinilla para depilarse en la otra—. ¿Se puede saber qué son estos artilugios tan raros?

—¡Deja esas cosas donde estaban! Son mis tenacillas y mi maquinilla para depilarme las piernas, bobo —Laura se levantó de un salto y se puso la bata de Sergio, que le quedaba enorme. Lo siguió al baño—. ¡No toques mis cosas!

—¡Y todas estas cremas…! Anda, ¿y esto qué es? —tenía su gorro de la ducha en la mano y le daba vueltas sobre su cabeza.

Laura se sintió un poco avergonzada. Lo cierto era que el baño parecía un bazar. Sergio tenía toda la razón. Había llevado un montón de cosas y las había dejado todas desparramadas. La noche anterior no estaba como para ponerse a ordenarlas precisamente.

—Tienes razón. Lo siento, procuraré ordenarlo todo y lo guardaré…

—No seas tonta —la interrumpió—. Me encanta tener todos estos aparatos infernales por aquí, alegran el ambiente —de pronto se puso serio—. Esta casa estaba demasiado vacía, un poco muerta. Tú le has dado vida —le dio un beso—. Y ahora sal de aquí o llegaremos tarde al trabajo —le dio un azote y Laura sonrió.

Se ató el cinturón de la bata y, descalza, se dirigió al salón para tomarse un café, aún con la sonrisa en la cara. Al entrar sus ojos se dirigieron instintivamente al sofá donde lo había visto dormido hacía tan sólo una hora y la sonrisa se borró de su rostro cuando la escena se dibujó en su mente. Sobre la mesita estaban los papeles que tenía en el regazo. Se acercó. No le parecía bien espiar sus cosas, pero la curiosidad era más fuerte que su sentido de lo correcto y, tras mirar a ambos lados, como si esperara descubrir a alguien espiándola, los cogió.

Era una denuncia, el denunciante acusaba al director general de la constructora Salcedo y Roms Enterprises de estafa por valor de doce millones de euros… La denuncia era contra el presidente, no contra la empresa. Al parecer había sido una operación particular, se dijo Laura. Luego había unos cuantos papeles más y algunos documentos aportados por el denunciante… Nada inusual. Laura miró los papeles por encima, pues no le parecía ético leerlos, pero no hacía falta. Era una simple denuncia. Papeles de trabajo.

Los dejó sobre la mesa y dio un saltito de alegría, respirando aliviada. ¡Trabajo!, claro, tenía que revisar esos expedientes, y como había llegado tarde y luego se «entretuvo» con ella, no había tenido tiempo. ¡Por supuesto! ¿Cómo podía ser tan estúpida? Veía al pobre Sergio leyendo unos papeles y sospechaba de todo, cuando la explicación era tan sencilla. Como cuando lo vio durmiendo en el coche y pensó cosas rarísimas. Pero ¿qué le pasaba? Se estaba volviendo paranoica y el pobre hombre sufría las consecuencias de su locura. «La explicación acertada es casi siempre la más sencilla, como queda demostrado. A partir de ahora, nada de absurdas sospechas. Sé que tiene preocupaciones, y es evidente que oculta algo. Pero ¿por qué tiene que ser algo perverso? Es muy reservado, y aún no me conoce lo bastante como para hablarme de cosas que considera íntimas… Eso debe de ser. ¿Por qué tengo que espiarlo por las noches y recelar de todo lo que hace? Si se enterara se enfadaría mucho conmigo, y con razón».

Estaba tan contenta y aliviada que se habría puesto a cantar. No lo hizo, pero sí fue bailando hasta la cocina, donde se sirvió un café, que se tomó viendo por los amplios ventanales cómo empezaba a amanecer. La oscuridad de la noche se disipaba y las sombras ya no le parecieron fantasmagóricas, sino atisbos de luz y claridad. Luego puso la tele para oír las noticias de la mañana mientras desayunaba y, cuando Sergio entró, se lanzó feliz a sus brazos. Él llevaba un albornoz de ducha y Laura dejó que la bata se deslizase por sus hombros hasta caer al suelo en un montoncito. Luego abrió el albornoz de Sergio y se metió, abrazándose a él con fuerza. Sergio cerró el albornoz y los dos quedaron tapados por esa única prenda.

—Buenos días…

—Buenos días otra vez. Si me estás dando coba para que no me deshaga de tus cosas, has de saber que no tengo ninguna intención de tirarlas…

«El ministro de Economía…».

La figura reflejada en la pantalla seguía hablando, aunque ellos, atentos sólo el uno al otro, no oían nada. ¿Cómo había podido tener dudas? Era maravilloso vivir con Sergio, despertarse con él todas las mañanas, desayunar juntos…

Era maravilloso… Los dos cuerpos unidos, frotándose, dándose calor. Laura se pegó aún más a él, y sintió cómo el miembro de Sergio le rozaba el estómago, crecido, listo para ella. Bajó las manos y lo acarició, haciendo especial hincapié en el glande, de donde ya caían algunas gotitas delatoras. «Eso está bien», pensó, mientras lo acariciaba, excitada por el contacto y por los gemidos de Sergio.

—Tú quieres matarme a base de polvos —le oyó decir.

Se puso de puntillas y, muy bajito, en la oreja, le dijo:

—Hay tiempo para uno rápido.

Luego se deslizó sin dejar de rozar su piel, sintiendo cómo los pezones, puntiagudos, excitados, rozaban cada parte del cuerpo de Sergio mientras él se movía, con convulsiones producto de la excitación.

—Sí, sí… Laura… sigue… Hazlo…

Laura se metió al fin su pene en la boca hasta lo más profundo de la garganta, mientras él se convulsionaba, gimiendo, y cuando gritó su nombre ella volvió a sentirse fuerte, porque tenía el control. Cayeron al suelo, pero siguieron igual, el pene de Sergio en su garganta, llenándola con un líquido que a ella le supo a néctar e hizo que se sintiera como una diosa; entonces, mientras ella seguía succionando, haciendo que el orgasmo de Sergio durase para que el placer fuera más intenso, él le metió un dedo y comenzó a acariciar el clítoris con la misma cadencia con que ella succionaba el pene. Ambos se movían a la vez, ella con la boca, bebiendo la esencia de Sergio, él con sus manos, haciendo maravillas en su clítoris. Cuando Sergio llegó al clímax y gritó su nombre, Laura sintió que se derretía por dentro, convulsionándose con la fuerza del orgasmo.

«Nubes y claros en toda la Península…» El presentador continuaba ofreciendo su retahíla de información y Laura repitió esta última frase para sus adentros. «Nubes y claros». En la Península podía haber lo que Dios quisiera y la naturaleza decretase, pero en su vida se habían acabado las nubes.

Sergio cerró la puerta de su despacho para que nadie lo molestara y sacó de su cartera el expediente de Lucas Salcedo, presidente de Salcedo y Roms Enterprises. Tenía que abrir diligencias y no lo había hecho. Aún era pronto, podía esperar. Pero era muy consciente de que alguna vez iba a tener que enfrentarse a ello y eso le producía esa angustia que últimamente casi no lo dejaba respirar. Por fortuna, la denuncia era una cuestión personal, que no afectaba ni a los empleados ni a los inversores de Salcedo y Roms, y el denunciante deseaba que todo se llevara con el máximo secreto. Esto resultaba un tanto sospechoso, y en otras circunstancias habría cuestionado los motivos, pero a él lo favorecía, ya que le proporcionaba el respiro que necesitaba para meditar. Si se hubiera hecho público, ya estaría presente en todos los medios y no habría podido tratarlo con tanta discreción. Así que al menos algo había jugado a su favor en todo aquel endiablado asunto. De todos modos, el tiempo pasaba, y sabía que no podía hacer dormir ese expediente en el limbo de los justos por toda la eternidad.

Se pasó la mano por la cabeza y se revolvió el pelo. Por más vueltas que le daba, siempre llegaba a la misma conclusión: sólo se le ocurría una solución para salir de ese espantoso lío. Tratar de convencer a Marga no era una opción, pues lo había intentado muchas veces y siempre se topaba con un muro de obstinación; esa mujer sabía lo que quería y estaba dispuesta a lograrlo, sin importarle el daño que pudiera causar por el camino. Si lo afectara únicamente a él, casi sería una liberación, un alivio, que por fin se supiera la verdad. Pero no estaba solo, ya no podía pensar sólo en él.

Ahora estaba Laura. Por un momento imaginó a la joven como una molesta carga que le impedía moverse con comodidad, aunque enseguida desechó esa idea, por injusta y mezquina. Él la había metido en su vida sabiendo lo que lo esperaba, y quería conservarla. Si no fuera así, nada le impediría mandarlo todo al cuerno, que se supiera, no le importaba. Pero con Laura… No podía seguir así, tenía que decírselo. Sin embargo, no quería que se enterase, porque si lo dejaba… Entonces sí que iba a estar jodido. No. Tenía que esperar, aún no, aún era demasiado pronto.

Ya no se engañaba. Sabía que la estaba utilizando, que se comportaba de forma estúpida, irracional y, sobre todo, egoísta, porque no pensaba más que en él. Laura era su tabla de salvación, y se aferraba a ella con la desesperación de quien lucha por salvar su vida.

¡Qué casualidad! El asunto de Marga y la aparición de Laura habían coincidido, apenas hacía unos pocos días, aunque él tenía la impresión de que llevaba años en esa situación. El bien y el mal, las dos caras de la moneda, la salsa de la que está hecha la vida, como decía su abuelo, lo que le da sabor e intensidad a nuestro tránsito por este mundo… Pues él habría preferido un poco menos de sabor; tanta intensidad lo abrumaba. ¿Por qué los dos acontecimientos más importantes de su vida, junto con aquello en lo que no se había atrevido a pensar en tantos años, tenían que presentarse a la vez? Estaba hecho un lío, sólo tenía clara una cosa: si Laura se marchaba lo mandaría todo al cuerno: que se hiciera público, que se supiera. Pero mientras ella estuviera con él no podía permitirlo. Sólo había una solución, sólo veía una salida, una única posibilidad de que Marga lo dejara en paz. Pero se resistía a ponerla en práctica, aunque sabía que, más temprano que tarde, acabaría haciéndolo.

Volvió a sentarse y a mirar el expediente que ya se sabía de memoria. Seguía deshojando la margarita… Sí… No… Decírselo… No decírselo… Decírselo… Sí. Debía hacerlo. Ella tenía derecho a saber dónde se había metido y a decidir por sí misma. Si lo abandonaba tendría que aguantarse y pechar con las consecuencias de sus actos.

El problema era cuándo y, sobre todo, cómo decírselo, aunque… ¿Y si ella lo descubría por sus propios medios? Podía esperar. Aún tenía tiempo, aún era pronto. Esperaría unos días más y luego ya vería…

Se moría por hablar con ella. Le puso un correo:

> Esta noche llegaré pronto. Por favor, no empieces sola.

Sintió un agradable cosquilleo en el estómago al pensar en cómo sonreiría Laura cuando lo leyera.

Esa mañana Laura trabajó como nunca. Decidió comportarse como si la desagradable reunión del día anterior no hubiera tenido lugar y fue capaz de aparecer ante todos cargada de seguridad en sí misma. A Juan no le hizo ni caso, como si no existiera. La pena fue el tropezón delante de don Tomás y dos de sus clientes, pero ellos se comportaron con mucha caballerosidad, sujetándola para que no cayera al suelo. Los tres se lanzaron sobre ella a un tiempo y la agarraron tan fuerte que aún le dolían los brazos. Ese incidente hizo que, por fin, Laura tomase una decisión que llevaba largo tiempo meditando: no volvería a usar tacones. Pero ni esa desagradable escena pudo empañar su alegría… Sergio leía papeles de trabajo. No estaba metido en ningún rollo mafioso ni era traficante de drogas. La vida era bella.

Esa mañana ni siquiera Rosa logró sacarla de sus casillas, como en otras ocasiones, con su ristra de preguntas indiscretas y sus cotilleos acerca de todo lo que se movía sobre la faz de la tierra.

La llamada de Antonio tampoco consiguió desestabilizarla, aunque empezaba a resultarle un poco antipática su insistencia.

Quería pasar a recogerla para ir a comer juntos. ¡Lo que faltaba! Que sus compañeros la vieran otra vez con él.

—Hoy no puedo, tengo mucho trabajo —le respondió, intentando imprimir firmeza a su voz, pero falló. Antonio era como un hermano con el que no podía ser estricta durante mucho tiempo.

—Sabes que no tardaremos nada, y fuiste tú quien me dijo que me pasara a comer contigo, ¿recuerdas? Tu novio es testigo.

Laura sonrió al notar el tono con que pronunció la última frase.

—Está bien, pásate a eso de las dos.

Tenía que acabar de una vez por todas con esa pesadilla. Cuanto antes, porque ya no lo soportaba; y aunque sabía que ése no era el día más apropiado para tener una charla con Antonio, pues en su mente sólo existía Sergio, decidió no demorarlo más. Estaba haciendo planes para esa noche que incluían cierto corsé que su hermana le había prestado y se regodeaba en las imágenes que flotaban en su cabeza. Desde luego, era el peor momento. «Pero, en fin —se dijo—, en la vida hay cosas que tenemos que hacer aunque no nos agrade». Y hablar con Antonio era una de ellas.

Un ruidito en su ordenador le indicó que había recibido un nuevo correo. Era de Sergio.

«Esta noche llegaré pronto. Por favor, no empieces sola».

Laura sonrió y volvieron a su mente esas imágenes que los incluían a los dos. Sobre todo a ella, vestida con un corsé negro y rojo y medias de seda sujetas a unos ligueros.

¡Qué largo iba a hacerse el día!

A la segunda campanada de las dos, puntual como siempre, Antonio llamó al despacho de Laura y entró antes de recibir respuesta. Llevaba una enorme caja de Pizza Hut en los brazos, de los cuales colgaba una bolsa blanca de plástico.

—He pensado que podemos comernos una pizza en tu despacho. Así no tendremos que salir y no perderás tiempo, dado que tienes tanto trabajo… —¿Por qué últimamente Antonio siempre tenía ese molesto tonillo?

—Me parece una idea excelente, de vez en cuando el cuerpo me pide comida basura. ¿Has traído Coca-Cola?

—No podía faltar —dijo, alzando los brazos, lo que hizo que la caja de pizza se tambalease peligrosamente.

Laura rió.

—Parece que vas esposado, no sé cómo has podido abrir la puerta.

—Sin problemas.

Avanzó, dispuesto a soltar su carga sobre la mesa de Laura.

—¡Espera! —la joven apartó de un manotazo los papeles que cubrían su escritorio y los echó a un lado—. No quedaría muy bien si me presentara en el juzgado con unos papeles manchados de grasa, ¿no crees? Vale, ahora ya puedes.

Antonio soltó por fin su carga.

—Y ahora, procedamos.

Sacó de la bolsa un montón de servilletas y dos latas de Coca-Cola, mientras Laura abría la caja de la pizza.

—¡Qué buena pinta!

Y se pusieron a comer. Laura temía que Antonio sacara el tema que lo había llevado hasta allí, y él la hacía sufrir empeñado en hablar de cosas intrascendentes, como el tiempo y la proximidad de las Navidades.

—¿Sabes que al final no viene mi hija? —dijo, súbitamente triste.

—¿Por qué?

—Su madre no hace más que poner problemas. Podría arreglarlo acudiendo al juez, pues el régimen de visitas quedó muy claro y las Navidades son mías… Pero no quiero que la niña pase otra vez por eso. Así que he decidido que, si Mahoma no va a la montaña, será la montaña la que se mueva. Me iré a Málaga, esta Nochebuena ceno con mi hija como que me llamo Antonio.

—¡Bien dicho! Aunque me hubiera gustado conocerla. Cuando Daniel y yo nos casamos, hace seis años, ya estabas separado y nunca la he visto.

—Es una preciosa niña de doce años, alta para su edad, y muy guapa, aunque esté mal que lo diga yo, que soy su padre. Y, a pesar de la lagarta que tiene por madre, es una niña feliz.

Rieron. Parecía que, después de todo, Antonio no tenía ganas de hablar de la última y desastrosa visita a su casa. Bien, si él no sacaba el tema, lo haría ella. Tenía que acabar con esa historia de una vez por todas.

—Antonio, sobre lo del otro día en mi casa…

—He hablado con Celia —la interrumpió—. No te preocupes, no volveré a ponerme pesado —los dos sonrieron—. Celia me ha dicho que estás muy enamorada y me alegro por ti. Claro que siento no ser yo el afortunado. Pero así son las cosas, y ya me estoy haciendo a la idea. Aunque quiero que sepas…

Hasta entonces había hablado con un tono despreocupado, pero de pronto se puso muy serio. Dejó su trozo de pizza sobre la caja y tomó las manos de Laura entre las suyas. Su mirada era clara y sincera, y la joven sintió una infinita ternura. Si Sergio no hubiera aparecido en su vida podría haberse enamorado de Antonio: era guapo, inteligente, comprensivo… Pero ya no tenía sentido pensar en eso.

—Quiero que sepas… —repitió. Parecía que le costaba trabajo pronunciar la frase que, evidentemente, llevaba preparada para soltarla en el momento oportuno— que yo siempre estaré a tu lado. No te juzgaré nunca, por nada. Tu vida es tuya y ahora sé que eres capaz de dar mucho más de lo que Daniel creía, y… —bajó la cabeza, un poco avergonzado—. Yo también me equivoqué contigo —volvió a alzar la cabeza y la miró a los ojos. Había en su mirada una dureza que quedó desmentida por sus palabras—. Te querré siempre, Laura. Mientras no me necesites, puedes olvidarte de mí. Pero, si alguna vez me necesitas, llámame; estaré a tu lado. Me tendrás siempre dispuesto a ayudarte, en todo momento.

Laura estaba conmovida. Nunca conocería otra amistad como la de Antonio, se dijo, parpadeando para apartar unas indiscretas lagrimitas que estaban acudiendo a sus ojos sin que nadie las llamara.

—Nunca me olvidaré de ti. Seguiremos viéndonos, porque no se puede acabar así como así con una amistad de tantos años, y yo te considero un buen amigo. Sergio es estupendo y, cuando pase un tiempo y todo esto se enfríe, estoy segura de que vosotros dos también llegaréis a ser muy buenos amigos.

—Eso lo dudo mucho. Creo que ese hombre jamás llegará a gustarme y desde luego no tengo ningún interés en conocerlo —Laura se sintió dolida; le molestó que hablara así de Sergio en su presencia—. Aunque hay una cosa que debo reconocer: te quiere. Es una suerte que lo quieran a uno —esto último lo dijo en voz muy baja, como para sí mismo.

Laura se puso roja. En eso Antonio se equivocaba, como en otras muchas cosas. Pero no podía sacarlo de su error. Si le dijera que su acuerdo era meramente sexual, que el amor no entraba para nada, podía darle algo. Era mejor mantenerlo en la ignorancia.

Tendría que llamar a Celia para que no le hablara de los corsés, pues su hermana era muy capaz de hacerlo.

—¿Sabes? —le dijo sonriente—. Tú también tienes esa suerte. Hay alguien por ahí que te quiere…

—No sigas por ese camino —la cortó con rudeza—. Sé de quién hablas. Celia no se molesta en ocultar lo que siente por mí. Me llama cada dos por tres, se me insinúa… Me resulta muy penoso, porque yo no siento nada por ella y no quiero hacerle daño; pero la próxima vez que me llame le dejaré las cosas muy claras. Es la única solución.

Laura se sintió como si le hubieran echado en la cabeza un jarro de agua fría. El Antonio que acababa de hablar era un desconocido para ella. Toda la ternura que había sentido por él se desvaneció.

—No le hagas daño a mi hermana…

—¿Qué quieres decir con eso de «no le hagas daño»? ¿Que la engañe? ¿Que la deje concebir esperanzas para luego dejarla tirada? ¿No es eso peor? ¿No es más leal dejar las cosas claras desde el principio? No, tú eso no lo entiendes, claro.

Sí lo entendía. Sabía que hablaba de ellos, que le reprochaba que no lo hubiera sacado de su error y le hubiera dejado creer que podían llegar juntos a alguna parte. Pero después de sus palabras anteriores, de su ternura y su comprensión, Laura no entendía el brusco cambio experimentado por Antonio sólo porque ella había hablado de Celia. Si ni siquiera la había nombrado, por el amor de Dios; había sido él quien había saltado como un loco.

—No te metas en esto, Laura. No le vayas con chismes a tu hermana. Déjanos, tanto Celia como yo nos merecemos hablar sin que tú te entrometas. Por favor, yo lo arreglaré.

—Haz lo que tengas que hacer. Pero, te lo suplico, sé bueno con ella. Procura hacerle el menor daño posible.

—¿Cómo puedes hacerle el menor daño posible a una persona que te quiere cuando le dices que pasas de ella? Dime, ¿cómo se hace eso? Claro, no puedes decírmelo porque tú no lo sabes —Antonio se levantó—. Con lo bien que me había quedado el discursito que había preparado, al final lo he fastidiado todo. Pero era sincero, Laura. Siempre que me necesites, allí estaré.

Laura se quedó mirándolo mientras salía por la puerta. Luego bajó los ojos a su mesa, llena de restos de pizza y servilletas arrugadas, y se puso a recoger.

Últimamente iba de sorpresa en sorpresa. Nadie era como creía: Celia, Antonio… Dos de las personas más cercanas a ella, a las que mejor creía conocer, le habían mostrado en poco tiempo personalidades que no respondían para nada a la idea que tenía de ellos. Bastaba una sola chispa para que se incendiara el bosque, y eso era lo que había sucedido: su relación con Sergio había sido la chispa que lo había revolucionado todo, y le había revelado las facetas ocultas de las personalidades de dos seres a los que quería muchísimo y a los que, por lo visto, apenas conocía. Claro que ellos debían pensar lo mismo, se dijo meneando la cabeza, porque ella también había cambiado, y mucho. A Antonio y a su hermana les había dicho en dos días cosas que llevaba años ocultándoles casi sin pretenderlo, sin pensarlo siquiera, por inercia, como siempre en su vida: dejándose llevar.

Hasta que saltó la chispa. Hasta que conoció a Sergio y le fue imposible continuar con esa farsa de viuda y mujer perfecta.

En su círculo de tres, Antonio, Celia y ella, todos habían sufrido una decepción, aunque a Celia aún le faltaba un último trago. Laura dudó. ¿Qué hacer? Podía llamarla para prevenirla o podía dejarlo correr, no meterse en un asunto que, como decía Antonio, no era cosa suya.

Decidió hacer esto último. Esperaría a que Celia la llamara para contarle su entrevista con Antonio, era lo mejor. Si le decía algo ahora, su hermana podría enfadarse con ella. Era más sensato esperar para consolarla.

Además, ahora tenía muchas cosas en la cabeza, muchos planes… Y estaba deseando que llegara la noche para ponerlos en práctica.